6

Esa misma noche fui arrancado de nuevo de mi sueño, pero esta vez no por Tut, sino por un sirviente de alto rango cuya gravedad me asustó mucho más, aunque se negó a decir nada. No había muchas dudas. Fui llevado a la cámara del Faraón, donde estaba toda la familia al completo. Me sentí emocionadísimo y mis ojos se humedecieron de gratitud. El buen AkhenAtón contaba conmigo, aunque Tut estuviese al otro lado de la estancia, lo que significaba que el monarca me consideraba no sólo un sirviente, sino un amigo o parte de la familia. Estaban el médico Pentu, pendiente de cada movimiento de su íntimo amigo, y Tutu y Parennenfer con aire de solemne duelo.

En el centro y postrado se hallaba el Faraón. Su aspecto era simplemente espantoso, y las lágrimas corrían ya por mi cara sin poderlas controlar. Luché por retenerlas en atención a mi amigo, pues no merecía esa visión antes de morir, pero no podía.

AkhenAtón, fuertemente drogado para reunir la dignidad suficiente para el acto, se disponía a designar al nuevo Faraón de Egipto. Yo no debía parecer una plañidera, aunque sólo fuera por respeto a la ocasión y por hacer sus últimos instantes un poco más alegres, así que me sorbí los mocos y compuse una cara seria de admiración, respeto y homenaje.

Pero apenas podía hacerlo. Sólo las niñas —sobre todo Maket, cuyo dolor era sincero— parecían tan afectadas como yo, aunque prudentemente ocupaban un segundo plano. También estaban Ay y Horemheb, al que, como a mí, se le concedía un inmenso honor.

«¡Qué situación más irónica!», pensé, aunque ni le miré.

El viejo Ay sacudió un poco al pobre AkhenAtón para despabilarlo. El Faraón abrió unos ojos negros de oscuridad, que no de kohl, con unas ojeras como dos pozos negros y la piel tan azul que parecía que en efecto fuera a fundirse con el cielo en pos del disco solar.

Levantó la mirada a su alrededor, lentamente, con ojos nublados por la droga y la debilidad. Parecía que prefiriera estar más cerca del sueño (y de su pariente la muerte) que de la vigilia, y probablemente así fuera.

Sin embargo, cuando habló, lo hizo con gravedad y su voz no tembló, aunque se apreciaba que era mucho el esfuerzo.

—Hijos míos. Esta vez no voy a continuar entre vosotros tras la ceremonia. Mi padre me quiere con él, así que debéis preparar mi morada de eternidad con cuidado. Sólo os pido una cosa. Mantened la fe en Atón, pues desde ahora yo soy Atón, y si miráis al disco solar, será mi cara la que os sonría. Si me oráis, os enviaré la fuerza y energía que necesitaréis para gobernar, pues ya no estaré encadenado a este cuerpo ingrato y mi kha será mucho más poderoso que hasta ahora, en que he debido consumir mucha energía para luchar contra esta enfermedad, que no es tal, pues hubiera vencido una mera enfermedad mortal, pero no un fortísimo maleficio de los Oscuros. No los subestiméis, pues tienen ese poder. Yo os he protegido de sus artimañas y lo seguiré haciendo, pero ahora se envalentonarán y redoblarán sus ataques.

Miró alrededor de nuevo. Parecía querer cerciorarse de que todos estábamos allí. Su mirada recorrió mis ojos, aunque sin detenerse, pero hablaba de gratitud y la misma bondad que siempre le había conocido.

—Os esperan tiempos tristes —continuó—. Aunque he intentado manteneros lejos de la influencia de las energías malignas y de la exposición del dañino Amón, parece que éstas han llegado a ti, hijo mío.

Tut se estremeció, aunque fue lo que dura un suspiro. Al momento sus ojos tenían de nuevo aquel tono glacial. De repente estalló violentamente.

—¡Ha sido esa puta quien te ha traicionado!

—¡Tut! —grité.

Un eco de asombro se elevó en la estancia. Ay y Horemheb se interpusieron entre Tut y el lecho de su padre. Nefertiti cerró los ojos, avergonzada, sollozando. Yo no pude contenerme más y agarré a Tut.

—¡Calla, necio! ¡No sabes lo que dices!

Tut me abofeteó con toda su fuerza. Pero no me dolió. Era peor el dolor del alma. Se dio la vuelta y salió corriendo.

Todos miramos al Faraón. Sus párpados cerrados y sus labios temblaban, y el esfuerzo que hizo por controlarse sí fue digno de su padre, pues parecía un foco de energía a punto de estallar, como si su piel fuera a abrirse en cualquier momento y todo explotara en un haz de luz y calor, pero al fin se controló, y tras relajar sus manos crispadas como garras de águila, continuó:

—Será Nefertiti quien reine, al menos hasta que una de mis hijas nos dé un heredero con el que Atón nos ofrezca otra oportunidad, o Tut cambie y recupere su fe con la ayuda de Atón. Ésa y no otra es mi voluntad. Rezad a Atón, pues si permitís que los espíritus indignos que me han causado esto y han poseído el kha de mi hijo puedan con vosotros, será el fin de los tiempos. Ahora id y dejadme recorrer el camino hasta Atón con la dignidad que me ha faltado aquí.

Cerró los ojos. Todos salimos de la estancia, excepto Nefertiti.

* * *

Como nos había ordenado, todos fuimos a rezar al altar en el jardín, a pesar de que era ya noche cerrada. Incluso Horemheb, con expresión grave, se situó detrás de nosotros y asistió a los rezos con un profundo respeto nacido de la amistad.

Todos rezamos con muchísima más intensidad y fe, pues sin la fuerza del hijo de Atón, el riesgo de que la luz del sol no volviera a brillar en el cielo era alto. En otros tiempos, hubiera sido el país entero quien hubiera pasado la noche en vela y todos los sacerdotes hubieran rezado y ofrendado juntos para vencer la oscuridad, pero sentíamos que éramos nosotros los únicos fieles verdaderos; además, no tenía sentido poner al país a rezar a Amón, cuyos sacerdotes esperaban la muerte del Faraón como los buitres a la carroña, así que nuestros rezos eran más sentidos que nunca.

Nefertiti se unió a nosotros. Se había cortado el cabello muy corto en señal de duelo, al igual que Isis al enterarse de la muerte de Osiris, antes de ir en busca de sus miembros desperdigados. También vestía una túnica de blanquísimo luto…, lo que significaba el final de AkhenAtón.

Todos dimos un respingo al verla, aunque permanecimos quietos, esperando que diera comienzo a las oraciones. Se sorbió las lágrimas reuniendo fuerzas y alzó la voz, recitando el gran himno que el mismo Akh había ideado:

Oh Atón, resplandeciente en el horizonte del cielo,

Atón vivo, creador de la vida.

Cuando amaneces en el horizonte oriental llenas todas las regiones con tu perfección.

Eres hermoso, grande y brillante.

Te elevas por encima de las Dos Tierras.

Tus rayos abarcan las regiones hasta el límite de cuanto has creado.

Siendo Ra alcanzas sus límites y los dominas para este hijo bienamado por ti a quien hoy has llamado junto a ti.

Por lejos que te encuentres, tus rayos siempre están sobre la tierra.

Aunque se te vea, tus pasos se desconocen cuando te ocultas por el horizonte occidental, y como ahora, la tierra se oscurece como si llegase la muerte.

Los hombres no se percatarían aunque fueran robados, dormidos en sus aposentos con las cabezas cubiertas.

Todos los leones salen de sus guaridas, todas las serpientes muerden.

La oscuridad llega, la tierra reposa en silencio cuando su creador descansa en el horizonte.

La tierra se ilumina cuando te elevas por el horizonte.

Cuando brillas como Atón durante el día.

Cuando lanzas tus rayos, las Dos Tierras lo festejan.

Los hombres se levantan sobre sus pies, porque tú los has despertado.

Los cuerpos se purifican, se visten.

Sus brazos adoran tu aparición y te ofrendan con amor.

El país entero se pone a trabajar.

Todos los animales pacen en sus pastos,

los árboles y las plantas brotan,

Los pájaros vuelan más allá de sus nidos y todas sus alas desplegadas saludan a tu kha.

Todas las manadas brincan sobre sus patas,

lo que vuela y todo lo que se posa vive cuando te alzas por ellos.

Los barcos se ponen en camino tanto hacia el Norte como hacia el Sur.

Los senderos se abren cuando tú asciendes.

Los peces del río saltan hacia tu rostro.

Y tus rayos penetran hasta el centro del Gran Verde[7].

Tú, que haces que la semilla crezca en las mujeres.

Que creas la semilla de las gentes.

Que alimentas al hijo en el vientre de su madre.

Que le apaciguas para calmar sus lágrimas.

Eres la nodriza, el que da aliento y alimenta todo lo creado.

Cuando el niño surge del vientre a respirar.

El día de su nacimiento, abres su boca y provees sus necesidades.

¡Cuán numerosas son tus obras, aun cuando permaneces oculto a la vista!

¡Oh, dios único e inigualable!

Creaste la tierra según tu deseo, tú, solitario,

las tierras de Jaru y Kush[8].

La tierra de Egipto.

Pones a cada hombre en su lugar.

Provees sus necesidades.

Todo el mundo dispone de su comida.

La duración de su vida está calculada.

Sus lenguas difieren en el habla, así como sus caracteres.

Sus pieles son distintas.

Porque tú diferenciaste a las gentes.

Creaste al Nilo y lo traes según tu deseo para alimentar a las gentes.

Porque las creaste para ti mismo.

Señor de todo, que se esfuerza por ellos.

Señor de todas las tierras, que brilla por ellas,

Atón del día, grande en majestad.

Creaste un Nilo celeste que desciende por ellas.

Que provoca olas sobre las montañas, como el Gran Verde.

Para inundar sus campos y sus ciudades.

¡Cuán excelentes son tus designios, Oh Señor de la Eternidad!

Tus rayos alimentan los campos.

Cuando brillas, viven, germinan por ti.

Hiciste las estaciones para nutrir todo cuanto has creado.

El invierno para enfriar, el calor para que te saboreen.

Estás en mi corazón.

No hay otro que te conozca.

Sólo tu hijo, Neferjeperurauenra[9].

A quien has mostrado tus caminos y tu poder.

Los de la tierra vienen a la existencia de tu mano, como tú los creas.

Cuando tú amaneces, ellos viven.

Y cuando te ocultas, mueren.

Tú eres, tú mismo, la duración de la vida. Se vive por ti.

Todos los ojos contemplan tu perfección hasta que te ocultas.

Todos los trabajos cesan cuando descansas por occidente.

Y cuando amaneces haces que todo el mundo se mueva por el Faraón.

El Faraón que vive por Maat, el señor de las Dos Tierras,

Neferjeperura el único que pertenece a Ra[10].

El hijo de Ra, que vive por Maat, señor de las Coronas,

AkhenAtón a quien hoy has llamado.

Y la gran Reina a la que él ama, la señora de las Dos Tierras,

NeferNeferu-Atón Nefertiti, que le echa ya de menos.

Vuelve a brillar mañana y lánzanos tus benditos rayos de nuevo.

Vence la oscuridad y haz que todo lo que has creado despierte y viva.

Nadie se durmió. El nuevo Faraón, aunque aún no oficial, presidió las oraciones de todos y cada uno de nosotros, con un largo discurso nacido del corazón, tras el que todos lloramos. Yo mismo, y cuando me llegó el turno, dije así:

—Atón, disco solar, ya uno, padre e hijo, ilumínanos y danos calor en este momento en que nos sentimos solos y fríos sin tu luz. Confiamos en que ahora seas más fuerte y no sientas más el dolor con que los Oscuros espíritus han castigado tu cuerpo mortal, y tus rayos les quemen como merecen, y nos den luz y tibio calor a los que te miremos a los ojos con amor. No nos ciegues. Guíanos. Elimina la oscuridad de nuestros corazones y recuerda a los que te hemos amado, no con la obligación que impone un Faraón y ahora que eres dios, sino como un hombre bueno que nos ha querido como su familia, que ha creado un mundo especial para nosotros, lejos de las agresiones, el incivilizado tradicionalismo, el protocolo y los castigos. Que nos ha librado de tales obligaciones para que nos hagamos hombres y mujeres con nuestra propia personalidad —suspiré recordando a Tut— y con la ayuda de Atón. Gracias por haber sido un padre bondadoso y permisivo en vez de uno estricto y severo.

Así, todos fuimos pasando por el altar, sucesivamente, hasta que los primeros rayos del nuevo día asomaron tímidos sobre las colinas del desierto. Todos sonreímos aliviados.

La crisis había pasado.

Tras dar gracias al nuevo Atón, al que todos miramos de frente, aunque ninguno heredó la capacidad de aguantar su mirada sin cegarse (tal vez no éramos dignos de él), volvimos al mundo material.

Yo sonreía tontamente. Había temido de veras que el sol no saliera, y no es que tuviera tanta fe como me hubiera atribuido el buen AkhenAtón, sino que el amor que sentía por él me hacía creer que en verdad ascendería hasta el sol mismo y tal me aliviaba profundamente el dolor de su pérdida. No merecía menos.

Interiormente y no con menos solemnidad, me despedí del peor Faraón que conoció Egipto en mucho, mucho tiempo, y la mejor persona que jamás conocería, y me retiré a descansar con la tranquilidad del que se sabe con la conciencia tranquila y ha tomado la decisión y el rumbo correctos. Podría pasarme cualquier cosa, pues mi posición no estaba ni mucho menos asegurada y probablemente tendría que huir como tantos otros si Nefertiti no afianzaba bien las bases de su poder, pero eso sería mañana, pues hoy, aunque terriblemente cansado, me sentía muy bien.