5

—¡Vamos, vago! Levanta, que nos vamos de juerga.

Era Tut y su falsa alegría. Miré aquellos ojos tan abiertos, cuya expresión no podía leer en la oscuridad de mi cubil, pero que rebosaban ansiedad.

—¿Estás seguro? Las últimas veces no parece que hayas encontrado mucha satisfacción.

—¿Ah, sí? Pues hoy te reservo una sorpresa. ¡Vamos!

Me levanté de mi estera de mala gana. No me ilusionaba la promesa. Estaba cansado, pero Tut no escuchó mis quejas. En menos de una hora estábamos en el burdel. Como de costumbre, Tut escogió a una chica de rasgos y peluca familiares, y la llevamos a la alcoba. Me miró divertido.

—Dame el cuchillo.

—Ni loco.

Me asusté mucho al pensar qué podía hacer él en esa cama con una chica y un cuchillo. Las combinaciones no resultaban muy positivas. Negué firmemente con la cabeza.

—Ni lo sueñes.

Tut se echó a reír.

—¿Qué crees que voy a hacer? —No podía dejar de reír a carcajadas cortas y agudas—. Mi buen Tut. —Qué raras me sonaron las palabras del padre en el hijo—. No te preocupes. El cuchillo lo quiero para cambiar los papeles. La chica es tuya. Hoy seré el guardián. Diviértete. Te lo mereces.

Ahora la carcajada la solté yo, aunque se agrió a la mitad, al ver que no bromeaba. Miré a la chica, cuya sonrisa también se había cortado en mitad de la conversación.

—No pienso hacerlo como uno de tus experimentos. No puedes pedirme esto.

Tut se encogió de hombros sin abandonar su aire inocente.

—¿No querías saber quién es tu padre?

Enrojecí tanto que temí desmayarme, y no por la sorpresa, sino por la indignación. La chica dejó de existir en mi mente. Mis ojos se nublaron.

—¿Es que lo sabías? ¿Acaso lo has sabido siempre? —Di unos pasos hacia él. Tut se dio cuenta de que su broma se le había ido de las manos. Me obligué a detenerme, pues comprendí que podía agredirle fácilmente, ya que estaba fuera de mí. Me miré las manos crispadas y las escondí.

—No. No lo sé —disimuló sin mucho afán. Estaba asustado—. Lo desconozco, pero si los sacerdotes lo saben, haré que me lo digan.

Era muy mal actor a mis ojos.

—¿Y tengo que pasar una prueba para que me digas una cosa así? ¿Tan poco te importa? ¿Es que alguna vez te he pedido yo algo?

—¡¡Maldito seas!! —estalló—. ¡Hazlo de una vez o te juro que te cambio por un babuino! ¡Recuerda quién soy yo y quién eres tú!

Sus labios temblaban de rabia. Supongo que, avergonzado de sentirse asustado por un criado, contraatacaba olvidando que yo era su amigo y devolviéndome al estatus de sirviente.

Me sentí tan abrumado, abandonado e impotente que no pude reprimir las lágrimas. Fue aún más insultante ver cómo tal cosa no le conmovía en absoluto, aunque no lo esperaba. Le di el cuchillo y me solté el faldellín junto a la chica, que volvió a cobrar vida. No en vano era su trabajo, aunque se le notaba aún cohibida. Resultaba muy embarazoso, y en su cara leí que había oído toda la conversación y se esforzaba por mostrarse amable conmigo. Me acerqué a su oído y le susurré:

—No te conozco, pero te pediré un favor. Vas a tener que ayudarme. No me encuentro muy bien.

Ella asintió y sonrió con dulzura. Sentí su mano en mí. La dejé hacer durante un rato pensando que no iba a servir de nada, hasta que cerré los ojos y me abandoné al tibio calor de su piel. Me relajé al fin y pensé en la única mujer que podía inspirarme. Mi Reina. Cuando abrí los ojos de nuevo, eran sus suaves facciones las que me miraban sonrientes al sentir mi renacida virilidad. Era Nefertiti quien me besaba, y poco a poco encendió mi deseo hasta que me volví sobre ella, casi con violencia, y la penetré. Ella abrió la boca, suspirando, sorprendida de mi renacimiento, supongo que pensando si no sería algún tipo de juego entre un amo y su criado, pero tomó de nuevo la iniciativa, y un apasionado encuentro sexual culminó con mi rugido de placer entre sus gemidos.

Cuando recuperé la conciencia y recordé por qué estaba allí, miré hacia la puerta.

No había nadie. Estaba abierta.

Me despedí de la chica, agradeciéndole su ayuda con un beso. Me miró sonriente y pícara, y me dijo que volviera cuando quisiera, pues era mucho mejor pareja que mi amo. Le sonreí con complicidad, aunque sonrojado.

Al limpiarme el sudor con un trapillo de lino húmedo, reparé en una hornacina donde había una imagen en la que no me había fijado la última vez. Se trataba de una pequeña estatua de Amón, sosteniendo su falo enhiesto. Era una imagen normal en los burdeles, pero juraría que la vez anterior no estaba, y me resultó muy extraño.

Salí en busca de la mujer que mandaba el burdel. La encontré observando a una bailarina. Parecía estar decidiendo si la contrataría o no. Me miró con el ceño fruncido.

—¿Qué le parece? ¿Es digna de palacio?

No pude evitar reír.

—En su belleza, sin duda, pero en la ejecución de la danza, en absoluto.

—¿Qué deseáis? ¿No habéis sido complacido?

—Por cierto que sí. Sólo necesito una información.

—La información es más cara que la carne.

—¿Queréis que os envíe al visir Ramose? Su celo es digno de su ancestro Imhotep. Quizás os podría aconsejar sobre la bailarina.

La matrona enrojeció. Sin duda no estaba acostumbrada a que la provocaran.

—Tengo buenos valedores en palacio —replicó.

—Yo sólo uno. El Faraón. No cometáis el error de subestimarme, señora. Puedo ser menos paciente aún que mi compañero.

Ella se tragó su ira.

—¿Y qué queréis saber?

—Nada que os comprometa. Sólo confirmar que mi compañero viene con mayor frecuencia que yo.

Sonrió aliviada.

—Pues sí. Y sus gustos son más raros que los vuestros. Siempre el mismo estilo de chica, pero sus peticiones son extrañas. No muchas chicas aguantan que les peguen. Si vuestro amigo no fuera tan rico, ya habría sido denunciado.

—¿Y la imagen de Amón? ¿La encargó él?

—También.

—Y cuando viene sin mí… ¿quién le acompaña?

—Mi señor, un joven de su edad. No puedo deciros más sin ponerme en peligro. Ciertas informaciones no me convienen y las esquivo porque no traen sino problemas. Esto no es como hablar con esposas despechadas. Supongo que comprendéis.

Asentí con la cabeza, agradeciendo su elocuencia con un gesto, y me fui a palacio a toda prisa.

De nuevo no pude conciliar el sueño. Pensaba si acaso no debería irme aquella misma noche. En el futuro nada sería igual si me quedaba. El precio de saber quién era mi padre era quedarme y formar parte de aquella degradación. Parecía que conforme el buen AkhenAtón empeoraba, los valores que tanto esfuerzo le habían costado imponer se esfumaban.

Como no encontraba argumentos, recé a los buenos dioses para que me iluminaran con un buen argumento para tomar una decisión. Pensé en Maat, y al fin razoné que debía existir un cierto orden. Si me iba, tal vez mandara prenderme. Si me quedaba, probablemente y como había dicho, me echaría y podría irme libremente.

Pero a la mañana siguiente nada ocurrió. Ni en los días siguientes.

Las puyas de Pay comenzaban a ser recurrentes, pero un par de semanas más tarde, mientras Tut jugaba con un cortesano una partida de mehet que no pudo esquivar (era parte de la enseñanza), yo aprovechaba tales ratos de asueto para aislarme y hablar con el resto de los niños, sobre todo con mis mejores amigos, Inuia, Maya, Usermont y la buena de Maket.

Nos lanzábamos pullas sobre nuestro futuro. Lo estábamos pasando muy bien, cuando se acercó Pay.

—Sirviente. Tráeme comida. Tengo hambre.

—Sabes perfectamente que no voy a hacer eso. Sólo sirvo a Tut y su padre.

—Sí. Ya sé que le sirves con… ahínco. Pero no pretendas tomar demasiada confianza. Ciertos temas son tabú para un esclavo. Tal vez tenga que hacer que te castren como a uno de los animales del zoológico.

Yo me enfadé, pues no imaginaba a qué venía tal respuesta. Pero eso era lo que él quería.

—No sé qué pretendes, Pay, pero no vas a conseguir que me enfade.

Me agarró del cuello.

—Hay cosas que trascienden tu labor. Tut será tuyo para el espionaje y otras estupideces, pero no quieras más amistad que ésa.

La respuesta me vino como una revelación. No pude evitar jurar en voz alta.

—¡Nuty Geb!

Me lo quité de encima con fuerza. Él cogió uno de los pequeños cuchillos con que se servía la comida, pero yo era más fuerte y mucho más rápido. Me escoré a un lado, le aferré el brazo y se lo retorcí hasta que soltó el cuchillo. Lo tenía agarrado y su oreja estaba muy cerca de mi boca. No pude evitarlo.

—Cuando te posee… ¿te pega como a las chicas?

Se soltó de mi abrazo y se me encaró, dispuesto a lanzarse sobre mí, loco de rabia.

—¿Qué ocurre aquí?

Era Tutu, el mayordomo sirio. Nadie sabía a ciencia cierta por qué el monarca confiaba de tal manera en un extranjero y enemigo eterno de Egipto, pero era uno de los sirvientes de mayor confianza, no sólo del Faraón, sino de su esposa. Separó a Pay, pensando que quería atacarme, pues su cara estaba desencajada.

—¡No me toques, bárbaro!

—¿Cómo dices?

—¡Mi padre hará que te arranquen la piel por espía! ¡Estás envenenando al Faraón!

—¿Quién te dice tales estupideces?

—¡Mi padre dice que ni tu dios barbudo te va a sacar de ésta!

—¡El Faraón se enterará de esto!

—¡Su abrigo te va a durar poco!

—¡Pues mientras dure, tú estarás castigado sin volver a palacio!

—¡Ya veremos!

Y se fue. La cara normalmente inexpresiva y dura del mayordomo mostraba una preocupación y un asombro que todos pudimos ver. Incluso el pequeño y valiente Inuia le hizo agacharse y le comentó algo al oído que le hizo sonreír y acariciar su cabeza.

Y cuando se fue no parecía el gigante que nos atemorizaba, sino que aparentaba haber menguado al menos un palmo.

* * *

Cuando el Faraón se recuperó y convocó su primer consejo, yo debía estar junto a Tut, y allí me dirigí. Me puse a su lado, pero ni me miró. Intenté distraerme redescubriendo aquella gran sala, la magnificencia de las pinturas y esculturas, distinta de la de los grandes palacios de Tebas, donde el arte estaba más idealizado al servicio de la política y la propaganda del Faraón. Aquí el arte estaba al servicio del hombre y sólo en aquella sala —donde se recibía a los extranjeros que convenía impresionar— se hacía alguna concesión a los tiempos antiguos, pero aun así era evidente la diferencia.

Pero al ver el gran trono y el de su esposa real a su derecha, comprendí por qué los sacerdotes no se habían atrevido a atentar de nuevo contra el Faraón, y no sólo por el gran pecado que constituía atacar al hijo del dios, sino porque con tal acción creaban un precedente muy peligroso que debía ser evitado a toda costa. Agredir al Faraón era atacar al país mismo, a toda la tradición de grandes reyes y reinas, el sistema de Estado, los dioses, y ni los sacerdotes de Amón podían arriesgarse a cambiar un ápice, pues tal cambio se volvería contra ellos.

Comprendí por qué AkhenAtón no había dado publicidad al supuesto atentado de los Oscuros que le hizo renegar de Amón, pues no le convenía hacerlo, aunque tal decisión resultó más tarde tan impopular como para llegar a la situación actual.

Me pregunté qué parte tenía en todo aquello Tiye, la madre del Faraón.

Un cortesano intervino:

—Majestad. He oído rumores que os acusan de indiferencia ante la degradación de los canales de riego en las provincias más pobres que tocan el Río Sagrado.

AkhenAtón hizo un leve gesto, y aunque su cara se contrajo de ira un instante, cuando respondió era de nuevo el hombre amable que yo amaba.

—Os voy a contar una historia.

»Había una vez dos hermanos llamados Verdad y Mentira. Verdad era noble y honrado y su hermano era malo y le odiaba. Un día Mentira fue a ver a la Enéada[6] y se quejó ante los dioses de que Verdad le había robado una daga, que describió como tan preciosa que todo el cobre del monte Jal sirvió para hacer la daga y toda la madera de Koptos para el mango. La vaina tenía el largo de un pozo de ventilación de una tumba y la piel de todos los rebaños de Kal sirvió para hacer el cinto. Propuso a los dioses que si Verdad no se la devolvía, fuese cegado y entregado a Mentira para que le sirviera como portero.

»Verdad afirmó su inocencia, aunque no pudo presentar la daga y fue condenado y cumplida la pena.

»Mentira se sintió culpable al tenerlo tan cerca, y ordenó a sus criados abandonarlo en el desierto para que muriese por obra de los leones, pero los criados eran buenos y le soltaron.

»Fue encontrado en el jardín de la casa noble de una mujer llamada Deseo, que aunque le vio ciego, era tan hermoso que le amó y tuvo un hijo con él, aunque volvió a dejarlo al cansarse de su minusvalía.

»El hijo se crió alto, hermoso e inteligente, aunque por envidia sus compañeros se burlaban de él diciendo que no conocía a su padre. Airado, interrogó a su madre hasta que ésta le dijo la verdad.

»Entonces buscó a su padre y le acogió en casa tras saber toda la verdad.

»El hijo preparó unas cuantas riquezas y el mejor buey de la cuadra, y lo llevó al pastor de Mentira, proponiéndole que si le guardaba el buey una temporada, el resto de las riquezas serían suyas. El pastor aceptó, pero cuando Mentira vio aquel buey se encaprichó de él y lo sacrificó para una celebración.

»El muchacho denunció a Mentira ante la Enéada en los siguientes términos:

»“Mi buey era tan grande que su hocico llegaba hasta Nubia y la cola hasta el delta. Un cuerno se apoyaba en las montañas Occidentales y otro en las Orientales”.

»Mentira replicó diciendo que no existía un buey tal. El muchacho respondió que tampoco existía una daga como la que había condenado a Verdad. Mentira, asustado ante los dioses furiosos a los que había engañado una vez, alegó que sólo se sometería si el mismo Verdad alegaba, y éste se destacó entre el público.

»Al fin los dioses comprendieron. Entonces cegaron a Mentira, que tuvo que hacer de portero para Verdad y su hijo.

Todos asintieron alabando la historia del monarca.

Pero cuando volví a mirar al sitio donde se encontraba aquel osado cortesano, ya no estaba, y era raro, pues nadie abandonaba un consejo del Faraón. Sería un insulto sin precedentes.

Se lo habían llevado.

* * *

El resto del consejo discurrió aburrido y tranquilo. Se limitó a las consabidas ceremonias y rezos a Atón. Nadie quería contrariar al Faraón, pues nadie se atrevía a hablarle libremente…

Hasta que llegaron Ay y Horemheb. Entonces todos se retiraron. Yo temía una tormenta, pero los dos se comportaron con suma cortesía y sin alterarle, comentando asuntos triviales. Incluso Ay rezó con él.

Cuando todo concluyó y me quedé solo con Tut, no pude evitar preguntarle:

—¿Qué pasa? ¿Hasta estos dos renuncian a la verdad?

Tut me miró como si le hubiese insultado.

—¿Sabes por qué no le atacan con los verdaderos asuntos de Estado? —Se tomó un instante antes de espetar—: Porque los llevan directamente a… ¡Esa puta!

No dije nada. Era gratamente lógico. Nefertiti tenía la inteligencia y la fuerza necesaria para tomar las riendas y tratar con mano dura los asuntos reales, en los que el Faraón pondría su sello sin rechistar. La admiré en silencio. Era digna Reina del mejor AkhenAtón, antes de los estragos de su enfermedad.

Tut pareció darse cuenta de ello en mi expresión, pues continuó escupiendo las palabras.

—¡Esa arpía conspira con la ayuda del viejo chocho y ese estúpido padre tuyo!

El calor desapareció de mi cara. Casi pude verme reflejado en los ojos de Tut, que se rió al verme.

—¿Creías que no iba a cumplir mi parte del trato?

Dio media vuelta y se fue.

Tras el frío vino el calor. Tuve que sentarme, pues temí caerme al suelo. El general Horemheb… ¿Mi padre?

Pensé en hablar con él, pero un sentimiento frío me invadió de nuevo. Si él no me quería a su lado, no sería yo quien acudiera a él.

Pero Tut parecía haber prescindido ya de mí. El Faraón estaba débil y Nefertiti estaba demasiado ocupada, y además evitaba a Tut como si estuviera aquejado de alguna enfermedad terrible. En medio de todo eso, ¿dónde estaba yo? ¿A quién podía acudir?