Un día, el Faraón mandó llamar a Tut, y yo acudí a su lado.
Conocíamos cada palmo de aquel salón donde el Faraón se reunía con cortesanos, embajadores, generales y sacerdotes de varias divinidades excepto de Amón, pero siempre habíamos presenciado tales reuniones escondidos tras el trono. Jamás de frente, como ahora. Era una sensación especial, extraña, que nos hacía comprender un poco más las expresiones de las caras que antes nos hacían reír y en el futuro no nos harían tanta gracia.
Yo miraba disimuladamente los lugares donde solíamos apostarnos para espiar, y en aquel mismo momento me di cuenta de que Akh siempre lo había sabido. Me sentí enrojecer y bajé la vista al suelo. Tut mantenía su mirada altiva, aunque su posición era respetuosa.
AkhenAtón nos examinó a los dos y yo sentí que mi alma estaba desnuda en su presencia, y que podía leer cada rincón de mí.
Al fin, tras una larga pausa en la que parecía reunir fuerzas, el dios comenzó a hablar:
—Hijo. Me consta que ya eres un hombre, y si lo eres para algunas cosas, justo es que lo seas para todo. Desde hoy asistirás a los asuntos de Estado. De una manera u otra, en el futuro deberás conocerlos, y cuanto más interés pongas en ellos hoy, mejor te desenvolverás en el destino que Atón te reserva. —Le guiñó un ojo.
El Faraón sonrió y luego me miró.
—Lo mismo te digo, Pi. Sigue protegiendo a Tut y compartiendo con nosotros tu alegría y tu fe en Atón. Tu destino irá parejo al suyo.
Sonreí, asintiendo, aunque percibí un brillo de malicia en Tut, que no supe interpretar, como tampoco las palabras de Akh, que no sabía si me alegraban o me daban mucho miedo.
Nos sentamos en una posición discreta, pero a la vista de todos. Yo pensaba en la velada ironía de las palabras del Faraón y Tut veía con nuevos ojos a aquellos aduladores que oraban a Atón en su presencia y luego corrían a los pequeños templos ilegales a dar sus ofrendas a Amón.
Observé el gran salón. Resultaba imponente y amenazador, propósito que sin duda cumplía en los sobrecogidos visitantes, que sentían la mirada de los grandes colosos desde los cuatro rincones, así como la mirada fiera de AkhenAtón y sus largos y notables miembros. En las cenefas aparecían las consabidas y protocolarias escenas de guerra con el mismo fin, junto con las pinturas que le representaban junto a Atón recibiendo su bendición, para recordar al extraño que el Faraón estaba emparentado con el mismo dios y participaba de su energía y poder.
Aquel día resultó aburridísimo.
* * *
Pero a los pocos días, y cuando Tut ya parecía resignarse a los aburridos consejos que parecían querer alargarse para siempre, llegó el auténtico consejo, el de confianza del monarca, que reunía al sabio anciano Ay y al joven general Horemheb.
Siempre hablaban a solas y el resto era despedido sin remisión ni contemplaciones. Tal era la confianza del Faraón en sus más queridos servidores. Cuando llegaron, Tut y yo nos levantamos para marcharnos, pero él mismo nos detuvo, para agria envidia de los consejeros y sacerdotes.
—Ya es mayor para participar de nuestros consejos, y libre para darlos cuando quiera. Ramose, quédate tú también, pues esto te afecta directamente.
El viejo Ay se encogió de hombros mirando a Tut.
—Como deseéis, pero pienso que es una carga demasiado pesada para sus jóvenes hombros.
Horemheb sólo enarcó las cejas y miró al Faraón insolentemente, y a mí de reojo. AkhenAtón sólo dijo:
—Pi es su sombra. Discusión zanjada.
Tut se removió incómodo en su silla. Yo sabía que guardaría el comentario como un insulto, en vez de como un afán de protección.
Comenzaron a hablar como viejos amigos, lo que nos sorprendió a ambos, pues jamás habíamos presenciado un debate entre los máximos dirigentes del país. Tut se removió incómodo.
—¡Padre! ¿Cómo permites que te hablen con tal falta de respeto, a ti que eres un dios viviente?
Todos sonrieron. El mismo Faraón intervino:
—Estamos entre amigos. Aquí no hay lugar para el protocolo. Retardaría todo. Eso es para las ceremonias.
El general Horemheb nos guiñó un ojo.
—Algún día os contaré la verdadera historia de los reyes y los dioses, y comprenderéis que hay que tratarles de tú.
El Faraón miró con enfado al general y le hizo callar. El visir Ramose, fanático de la vieja justicia de Maat, miraba a todos, incómodo. Ay, encogiéndose de nuevo de hombros, comenzó:
—Pues bien, los rumores sobre vuestra salud se agravan. La corrupción entre el funcionariado es generalizada, por más que paso todo el día intentando desemponzoñar lo que los sacerdotes hacen mal adrede. Y va a más. Los incapaces ocupan puestos de responsabilidad y la falta de su trabajo efectivo hace que el pueblo se empobrezca y, por tanto, se enfurezca. Es un equilibrio precario, pues los buenos funcionarios no pueden contrarrestar a los maliciosos, y quizás una mala crecida haga que todo estalle. Debéis actuar con mano firme para restaurar el orden.
—Majestad, el sabio Ay exagera sin duda. No conoce la administración, puesto que su cargo es honorario, mientras que tanto este servidor, como el jefe de los escribas y los intendentes del grano y ganado, tienen las cuentas a punto para su inspección. —Fue Ramose quien contestó ofendido.
—¿Qué sabéis vos de cuentas? Lo vuestro es impartir justicia, no vivir entre papiros. —Ay no iba a dejarse insultar, pues aunque era cierto que no tenía un título oficial, era en la práctica el primer ministro a todos los efectos—. Sin duda, las vuestras las conocéis, pues vivís bien acomodado.
—¡Mis cuentas están claras!
—¡Como las del país!
Aquí intervino el general, interrumpiendo al visir.
—Es inútil. Todos sabemos que son los sacerdotes de Amón quienes controlan las clases pudientes y los puestos. En definitiva, el poder. Están sembrando el pánico, tanto por hambre como por rumores catastrofistas, y os culpan a vos… Y sobre todo a Atón.
El Faraón alzó la voz, con aire ofendido.
—¡Tú nunca has creído en nada! ¿Qué quieres tú ahora con mi padre?
—Así es. No creo en Atón. Y eso no me ha impedido serviros con lealtad. ¿No es así? —Nos miró un instante a Tut y a mí—. No necesitáis de mí que crea o no en vuestro dios, y sólo dudo que haya más de un solo siervo con fe verdadera.
AkhenAtón se levantó de su trono de madera dorada.
—¿Cómo te atreves?
—¡Majestad, calmaos, por favor! —Era el sabio Ay.
Lo examiné y me maravillé de su porte. Era viejo, pero emanaba sabiduría y una calma que se contagiaba allá donde posaba sus pequeños ojos. Sus rasgos eran proporcionados, aunque su cara parecía caer a ambos lados de la barbilla, dándole un aspecto grave, sumado a unas pobladísimas cejas (que extrañamente no se afeitaba, sospecho que para contribuir a su aspecto amenazante) que destacaban sobre su afeitada cabeza.
Vestía a la manera antigua, con un austero taparrabos y una vieja túnica de lino del basto, sin joyas ni adornos, ni siquiera aquellos inherentes a sus funciones, con los que hubiera parecido uno de aquellos hilarantes embajadores.
—Majestad. Es triste, pero hay verdad en sus palabras y debéis escucharlas, pues estáis rodeado de aduladores que no osan llevaros la contraria, pero quien bien os quiere no os dice lo que queréis oír, sino la verdad, por dura que ésta sea.
Miré a Tut. Estaba lívido. Horemheb continuó:
—Las fronteras no permanecen ajenas a los rumores. Los espías se alimentan de ellos y los enemigos se acercan peligrosamente, recuperando las ciudades que tanto esfuerzo llevó tomar a vuestro padre. Los que antes os apoyaban sin reservas ahora esperan expectantes a ver cómo se desarrollan los próximos años, para comprobar si seguís siendo el más fuerte o les conviene aliarse con nuestros enemigos. Yo diría que estamos en esta línea en este momento, con lo que la acción es necesaria ya. Ha quedado muy lejano el tiempo en que nuestros aliados comenzaron a pedir ayuda. Nuestro buen Piryawaza, príncipe de Damasco, fue el primero en pedir un auxilio que no recibió. Guerreó como un héroe, pero acabó sucumbiendo… Hoy hemos perdido todos nuestros apoyos. —Señaló una mesa—. Eso es Egipto. Y le hemos quitado dos patas. Se mantiene tambaleante sobre las otras dos en un frágil equilibrio, pero tal vez no durará mucho.
Un músculo en la alargada cara del Faraón se contrajo, y sus dientes rechinaron bajo los gruesos labios. Yo me asusté, pues no creía que la situación fuese tan grave. Horemheb se dio cuenta de que había cruzado el límite y calló, pero Akh nada dijo, dominando su evidente rabia. Ay se apresuró a continuar para apartar los ojos del Faraón de su general.
—Majestad, si continuamos debilitándonos, llegarán a las antiguas fronteras y no tendremos entonces fuerzas suficientes para hacerles frente, pues mientras nosotros agotamos las arcas para dar de comer al pueblo y cubrir la ineptitud administrativa, otros las invierten en ejércitos fuertes.
—¿De qué ineptitud habláis? —gritó Ramose—. ¡Si no estuvierais en presencia de vuestro valedor os haría encadenar!
—¡Callaos, necio!
Observé al general. Parecía un león. Era aún ancho de espaldas y musculoso de brazos y piernas, y aunque su cabeza estaba mal afeitada, su porte era grandioso. El visir callaba, lívido y atemorizado por la fuerza del general, que podría matarle con un solo golpe. El Faraón, aunque enfadado, observaba las reacciones con curiosidad.
Si Ay emanaba sabiduría, Horemheb era la fuerza contenida, amenazando desbordarse, como una crecida violenta del Nilo. Ramose sólo se escudaba en el carisma de su compañía.
—Majestad. —Ay parecía templar al monarca con su voz grave, cálida y suave, como si fuera un bebedizo relajante de los que tomaba—. Vuestro padre, aunque equivocado en muchas cuestiones, era fuerte de carácter. Si hasta se jactaba de haber cazado treinta leones en un solo día. —Aquel comentario hizo sonreír al Faraón, que sabía de la mentira de tal leyenda, comentada con tal fin por el zorro Ay, que continuó—: Honrad a vuestro padre en sus virtudes y permitid a Horemheb acudir a las fronteras con toda nuestra fuerza y aplastar a los enemigos, como hemos hecho siempre.
Pero el general parecía empeñado en enfrentar a Akh con la realidad.
—Vuestro padre les mantuvo a raya. Una palabra, y sabrán de la misma furia en vuestro nombre y el de nuestros dioses.
—¡Mí padre adoraba a un falso dios! —estalló el Faraón. Contrajo el rostro, congestionado por la rabia—. Yo rezo a Atón para que canalice la energía necesaria para contrarrestar las calumnias que con tan poco respeto me traéis. Mi padre no valía más de lo que cualquier actor de pueblo. Era mi madre la que decidía todo, y él escudaba su ineptitud en su carácter agrio. Yo soy como soy, y quiero que así me recuerden mis hijos. —Nos miró. Casi me elevo sobre el suelo de orgullo—. ¡Estoy harto de la hipocresía de mi familia! Lo que la historia guarda es lo que el Faraón y los sacerdotes se inventan, así que, Horemheb, no vuelvas a mencionar a mi padre, y recuerda esto: ¡su furia era fingida, la mía no!
Ahora fue Tut el que sonrió levemente. Supongo que imaginaba cómo canalizaba su padre la energía. Yo estaba orgulloso de mi Faraón y me alegraba de que no resultara tan pusilánime como los rumores decían.
—Tengo que rezar con más fuerza, porque mi cuerpo no es el de antes, y os recibo con alegría esperando un poco de respeto y atención a mi esfuerzo por vosotros… Y venís aquí a calumniarme en presencia de mi hijo, con vuestra falta de fe… A insultarme… A insultar ¡¡a Atón y a su hijo!!
Se derrumbó sin fuerzas en el trono. Yo acudí presto, junto con Ay, a socorrerle. De reojo vi que Horemheb y Tut se miraban, sin duda entendiéndose sin palabras. Ramose salió corriendo como una liebre.
Mientras dábamos friegas al Faraón, pensé que Tut debía de admirar la fuerza e insolencia de Horemheb, como yo envidiaba la serena templanza y la inteligencia de Ay. Casi me reí pensando que Djeh también debería aprender de Ramose escapándose mientras pudiera.
AkhenAtón pareció recobrarse y se levantó ante los presentes. No dijo nada al principio, y tras una exasperante pausa recitó unos versos mientras miraba alrededor:
Soy yo quien te restauró.
Soy yo quien te construyó.
Soy yo quien establecí en ti el orden.
Y tú harás por mí todo lo que te diga, donde yo vaya[5].
Y despidió a sus consejeros. Me pidió que le acompañase a su alcoba, apoyado en mí.
—Mi querido Pi. ¿Qué opinas tú?
Pensé que el mundo se me caía encima.
—¿Yo, mi señor? Yo soy sólo un servidor. No tengo tal derecho ni tal deber. Atón me libre de decidir sobre el país.
AkhenAtón rió tristemente.
—Estoy loco tal vez, y tal vez tienen razón cuando dicen que sólo hay una persona con fe. Y eres tú. ¿O no es así? Sé sincero. —Me miró a los ojos.
No tuve valor para mentir.
—Majestad. Tengo fe en Atón, pero mucha más en vos, como persona, no como Faraón, ni como hijo del dios. No me habéis tratado como un sirviente.
Sonrió.
—Te aprecio como a un hijo, y desearía que Tut tuviese tu inteligencia y no mi locura. ¿Crees que lo que dicen es cierto?
—Mi señor —dije entre balbuceos—. No puedo saberlo, pues no salgo de palacio, pero sin duda los rumores existen. Yo los oigo, aunque os pido que no castiguéis a nadie, pues me sentiría culpable.
—Mi buen Pi. De nuevo me das una lección. Vamos. Rezaremos a Atón juntos. Tal vez si escucha a sus dos únicos siervos, nos envíe la energía necesaria para que esos dos cuervos se callen y la cotorra no salga huyendo.
* * *
Aquella noche busqué a Djeh. Pensé que quizás él sabría algo. Le abordé mientras atendía a comerciantes de su país, esperando pacientemente a que terminara.
—No trates demasiado con espías —bromeé—, no son buenos días para los complots.
Djeh rió con ganas. Me encantaba cuando estaba alegre.
—Te sorprendería saber cuántos de estos idiotas lo son o pretenden serlo. Luego resulta que las informaciones que me traen son una sarta de mentiras a ver qué tal se las pago. Tengo que soltar riquezas que asustarían a un buen hombre para que me llegue un solo rumor verdadero.
Reí a gusto, aunque un movimiento de cejas de mi amigo me dijo que no era broma en absoluto.
—¿Qué ocurre fuera del país, Djeh? Todo el mundo está inquieto y yo no sé qué es cierto y qué no.
—¿Y cómo vas a pagar por esa información?
—Te deberé un favor.
—De acuerdo. —Rió de nuevo—. ¿Qué quieres saber?
—Si los rumores son ciertos.
—Lo son.
—¿Así de simple?
Djeh se puso serio al fin.
—Lo sentiré por los amigos que dejo aquí, pero te engañaría si te dijera que lo siento por el país.
—Comprendo.
—Lo dudo. No sabes lo que significa que mi país se prepare para la guerra por lo que pueda pasar, para saber a quién apoyar cuando el resultado se haga evidente, y yo estoy aquí bromeando contigo cuando la guerra es inminente y cualquier malentendido me costará la cabeza.
No pude evitar abrazarle. Me asusté mucho, pues creía que no podría dar crédito a sus palabras, que parecían tomadas del informe del mejor estadista militar del país. Djeh me abrazó con afecto, intuyendo que estaba más cerca de la verdad de lo que él mismo había estimado.
—No sé cuál será mi posición en ese momento, pero si puedo ayudarte, lo haré —dije.
—Gracias. Disfrutaremos de los últimos días de paz.