3

Tardamos semanas en ver al Faraón. Estaba demacrado. Su piel presentaba un aspecto azulado y oscuro, como si tuviese hematomas por todo el cuerpo, aunque parecía feliz de haber sobrevivido al ataque.

Su vuelta, como de costumbre, trajo de nuevo la alegría a palacio. Todo volvió a la normalidad y de nuevo la algarabía, los cortesanos, las risas, las ceremonias, fiestas, perfumes, vestidos y juegos volvieron a la rutina. Todos nos alegramos.

Todos salvo Tut.

No lo veía tanto, pues muchas mañanas desaparecía. No podía saber si frecuentaba de nuevo la compañía de los sacerdotes, aunque lo sospechaba.

Yo participaba de los actos familiares como siempre había hecho, saboreando más si cabe los instantes felices, pues preveía que mi fin, al menos como sirviente en palacio, estaba cerca.

Tut seguía requiriéndome para los juegos con la misma alegría de antes, como si nada hubiese pasado, y sólo los primeros días descubrí un brillo de miedo en los ojos de Nefertiti cuando hacíamos las ceremonias de ofrendas al sol, y una mirada de complicidad hacia mí, que no volvió a repetirse.

En el jardín inferior, yo aprovechaba mi tiempo para pasarlo bien solo o en compañía de los muchos niños de distintas edades que tanta alegría daban a la familia real, sobre todo tras la muerte de Marit.

No estaba triste ni tenía miedo, pues a veces gustaba de un poco de intimidad, y los últimos acontecimientos requerían de una reflexión que no me llevaba a ninguna parte.

Me sentaba junto al Nilo, donde sabía que Tut no me buscaría, y admiraba la paz que emanaba. Me sentía un poco más libre de conjeturas, sentado o tumbado en la orilla, disfrutando de la suave brisa cuando el calor era casi asfixiante, y de los colores cambiantes, el brillo del sol y el balanceo de las pequeñas embarcaciones, tanto que en una ocasión no me di cuenta de que Maket estaba a mi lado.

—No estés tan triste, Pi. No permitiremos que salgas de palacio, aun cuando Tut te rechace.

Se sentó a mi lado. Le sonreí agradecido y la miré largamente. No era agraciada físicamente, pues había heredado los labios gruesos y angulosos de su padre, y sus miembros tan extraños, pero sin duda era tan bondadosa como él.

—Gracias, Maket. En realidad no estaba triste. Sólo meditaba.

—Se está muy bien aquí, y a veces los pequeños llegan a hartar a cualquiera, ¿verdad?

Pensé en aprovechar su acercamiento.

—Maket, dime, ¿cómo ves a tu familia? ¿Qué futuro nos espera?

Ella volvió a sonreír con aire condescendiente.

—Ya te he dicho que hablaré con mi padre.

—No. No hablaba de mí, sino de ti, de todos en general.

Ella bajó la cabeza.

—Yo no puedo esperar más que un casamiento con algún personaje extraño de algún país lejano, o algún viejo.

Yo reí.

—Bueno. Por lo menos no se atreverán a tocarte y vivirás entre lujos.

Ella sonrió sin malicia.

—Si tuviéramos suerte y alguno de vosotros llegara a forjar una gran carrera, quizá…

Le acaricié la mejilla.

—Eso es mucho suponer. Pero no pensaba en eso, pues queda aún lejos. Lo que me preocupa es si Tut llega a ser Faraón, qué clase de mandatario será. Creo que está muy influenciado por…

Maket dio un respingo. Le cogí la mano.

—¡Eso no es asunto tuyo!

—¡Sólo me preocupo por él!

Retiró su mano con violencia y salió corriendo. ¡Lo que me faltaba! ¡Me denunciaría ante su padre por alta traición! Los niños, alarmados por la curiosa escena, se acercaron.

—¿Qué ha ocurrido?

Yo carraspeé.

—Se ha tomado a mal una broma. Espero que me perdone.

Ankhesep me miró con sus ojos ardientes y maliciosos. ¡Qué distintas eran!

—Espero que no olvidarás quién eres, ¿verdad? O tal vez tendré que hablar con mi… con Tut. Unos bastonazos más te ablandarán esa rebeldía tuya y volverás a ser un sirviente afortunado sin más.

No pude evitar enfadarme. Aún me dolía la espalda de vez en cuando.

—¡Habla cuanto quieras! ¡Si no haces otra cosa! Si no conociera a tus padres, pensaría que en las alturas —señalé las terrazas superiores— sois todos estúpidos. Pues disfruta de tu vida de princesa, y reza como yo a Atón para que tu padre se recupere.

Ella calló, pintando fuego en sus mejillas. Yo estaba totalmente pendiente de su reacción… tanto que no vi venir a Pay, que me cruzó la cara de un bofetón con toda su fuerza.

Apenas si moví los brazos, ya que al instante me contuve y no llegué a levantarlos a una altura que diera a entender que iba a golpearle. No podía en absoluto revolverme contra él. Yo era mayor y más fuerte, y de buena gana le hubiera dado su merecido, pero tenían razón.

Di media vuelta y me fui, pero con paso tranquilo y altivo, los puños apretados y la cabeza alta. Aún le oí gritar con rabia a Ankhesep:

—¡Tut va a saber de esto!

«¡Pero si no son sino críos! —pensé—. ¡Por Atón que parece que se críen como hienas! Si cuando están delante de los reyes semejan corderitos…».

* * *

Me senté para pensar. Aún me masajeaba la mejilla encarnada, cuando a mis espaldas noté una presencia. Me volví y vi a Pentu, que se arrodilló junto a mí.

—Parece que has organizado un pequeño alboroto.

—Yo…

No contesté. Pensé que no valía la pena excusarme. Callé y volví a mirar al sol.

—A veces resultan odiosos con sus aires de grandeza, ¿verdad?

Le miré sorprendido. No me esperaba que me comprendiese hasta ese punto. Ambos sonreímos. Él continuó:

—Son muy distintos de su padre…

—¿Cómo está el Faraón? —le interrumpí sin pensar.

Esbozó una sonrisa amarga. No dijo nada. Miró conmigo el sol, elevando una silenciosa plegaria. Me arrepentí de haber hecho tal pregunta y me sentí culpable por violar su secreto. De repente me sorprendí pensando que me gustaría que Pentu hubiera sido mi padre. Desde que el monje oscuro intentó comprarme con una información falsa, no podía dejar de pensar en ello. Pentu hizo amago de levantarse e irse, pero lo agarré del antebrazo.

—¡Esperad!

—¿Sí?

—Tengo algo que deciros. Merecéis la confianza del Faraón y yo no puedo negaros la mía y ocultaros una felonía.

Se lo expliqué todo. Me miró ceñudo. Pensó durante un rato.

—Os pido disculpas —dije.

Él me acarició la mejilla aún rosada.

—No era tu responsabilidad y te agradezco tu confianza. En realidad imaginaba algo, pues Tut me ordenó intensificar el aprendizaje de Tjutju y ponerlo a trabajar en el hospital. Quiere que aprenda rápido. Me preguntaba a qué obedecía tal capricho, y ahora lo entiendo.

—Está en contacto con los Oscuros.

—Lo sabemos.

—Y ha amenazado a la Reina.

Me miró sorprendido. Yo le miré con los ojos vidriosos. Aún me culpaba de lo ocurrido y lo expulsé como si fuera un veneno. Tenía una necesidad tan grande de decírselo a alguien que me sentí tremendamente aliviado, y Pentu lo vio con claridad.

—Hablad con el Faraón —le pedí—. Nadie más puede hacerlo.

—Lo haré. No lo dudes.

—Gracias. Temía no poder hablar de esto con nadie. Y, señor…

—¿Sí?

—¿Creéis que he fallado a mi luz?

—Piensa ante quién es tu primera responsabilidad.

—Ante mi señor el Faraón y mi dios Atón, su padre.

—Entonces has hecho bien. No te lo reproches. —Me palmeó la espalda—. Si te enteras de algo así, no dudes en acudir a mí. Será mejor que me vaya. Si Tut nos ve, va a sospechar.

Asentí. Pentu sonrió con tristeza y se fue. Yo regresé directo a mi cubil, aunque el sol estaba bien alto. No quería ver a nadie más.

* * *

Al final de la tarde, cuando empezaba a amodorrarme, oí una voz familiar. Uno de los criados me llamaba.

—Pi. El príncipe requiere tu presencia.

Los primeros pasos los di temblando, pero me fui serenando, y cuando llegué a la entrada de la residencia donde estaba él, junto con dos guardias, ya me sentía más tranquilo. Tut me miró con acritud.

—¿No te estás volviendo un poco altivo?

—Reaccioné mal. Te pido disculpas.

—Recuerda a quién sirves.

Bajé la cabeza.

—Lo sé muy bien.

—Bien.

Hubo un silencio incómodo. Yo permanecía mirando al suelo. Parecía que la tormenta había pasado y que iba a salir con bien de ésta.

—¡Eh!

Levanté la vista hacia él y apenas vi venir el bofetón. Éste sí me dolió.

—Pay es mi amigo, pero no vuelvas a dejarte pegar por nadie. Se burlan de mí al hacerlo, pues eres mío. No lo olvides.

Mis ojos se humedecieron de rabia. Apreté los dientes para no manifestar ninguna reacción. Asentí con la cabeza, manteniéndole la mirada. Sabía que aquella altivez acabaría trayéndome problemas, pero no podía evitarlo.

Tut sonrió y se fue.

* * *

Pasaron unos meses de maravillosa calma. Una noche, cuando me disponía a acostarme, una mano cerró mi boca. Me sacudí, asustado, pensando que mi final llegaba en mi propio rincón, pero un sonriente Tut apareció frente a mí, exigiendo silencio. Cuando apartó su mano de mi boca, a duras penas contenía la risa.

—¡Casi te cagas del susto! —dijo entre sofocos—. ¡Parece que se te haya muerto un gato!

Yo acabé riendo también, a mi pesar. Salió corriendo, haciéndome señas nerviosas para que le siguiera. Vi que cargaba con un hato bastante grande, pero no me permitió llevarlo hasta que salimos de palacio.

—Ponte estas ropas —me dijo, y me acercó una costosa túnica, poniéndose él otra parecida. Luego, y para mi susto, me dio un enorme cuchillo—. Oculta esto entre tu túnica. —Me guiñó un ojo—. Por si hay problemas. Y guarda esto también.

Era una bolsa con objetos valiosos. Una pequeña fortuna. Probablemente ni él mismo sabía cuánto contenía. Mis ruegos fueron inútiles. Al final me miró con aquellos ojos de hiena suyos, que ya empezaba a temer, y dijo:

—Puedes escoger entre servirme o no, pero no intentes cambiarme. Nunca más.

Asentí.

—Mi señor —dije solamente.

Él sonrió.

—¡Vamos! Lo pasaremos bien.

—¿Adónde vamos?

—A un burdel. Quiero experimentar eso que tanto gusta a la esposa de mi padre.

Me quedé helado. Pero recordé mi elección y no dije nada. Tut lo interpretó como curiosidad satisfecha y sonrió de nuevo.

—Haremos ver que soy un joven señor y tú mi criado. Pagarás y me guardarás en la misma alcoba, para que nada ocurra. Contigo estoy seguro.

Yo no lo tenía tan claro, pero no tuve mucho tiempo para prepararme, pues enseguida llegamos. Me pregunté cómo conocía la dirección. Era una mansión aparentemente normal por fuera, pero una vez que entramos había un enorme jardín donde docenas de chicas paseaban entre los clientes, sentados en sillones. Las había de todas las razas, edades y rasgos. Algunas se limitaban a servir bebidas y pasteles. Otras tocaban flautas, arpas y otros instrumentos de cuerda. En el centro bailaban unas cuantas, las más desnudas, otras con apenas un cinturón, o una túnica abierta, o completamente vestidas.

Tut me dio un codazo para despabilarme, y bien que me hacía falta, pues estaba anonadado. Una señora mayor, altiva y con un brillo de inteligencia en sus oscuros ojos exageradamente maquillados, se dirigió a nosotros:

—¿En qué podemos satisfacer a los jóvenes señores?

—Quiero compañía para mi señor. En una alcoba grande, pero discreta y cerrada. Sin intrusos ni escuchas. Pagaremos vuestro precio sin discutirlo, pero sabed que ejerceremos nuestro poder si habláis siquiera una palabra sobre nosotros.

Ella no tomó a broma mis palabras, como yo temía. Al fin y al cabo, era su trabajo.

—Escoged a la chica o chicas que queráis. Os acompañarán a una alcoba como la que habéis descrito. Y no temáis. No os conocía hasta hoy, y así seguiremos. No deseo saber vuestro nombre.

Asentí. Pagué el exagerado precio sin rechistar ni dejar ver mi bolsa, aunque no conocía muy bien el sistema de cambio, ya que apenas había llevado a cabo alguna transacción menor entre criados. Tras un titubeo, Tut escogió a una chica cuya peluca imitaba sospechosamente el estilo de Nefertiti.

Yo les acompañé a la alcoba, entré con ellos y me situé al lado de la puerta. No debería, pero no pude evitar mirar cómo Tut, en un estado casi febril, apenas la chica se desnudó y se tumbó, se lanzó sobre ella torpemente. Al fin fue la avispada meretriz quien le guió el miembro con la mano hasta su sexo, y tras un breve forcejeo el príncipe se vació con un estremecimiento.

Pasados unos instantes, levantó la vista. Parecía contrariado. Supongo que no se parecía demasiado a lo que había visto aquella noche en la alcoba de su padre. La chica sonrió y tomó de nuevo la iniciativa.

Aquello pareció no agradar a Tut, aunque sus expertos cuidados pronto dieron su fruto, y en unos instantes estaba de nuevo sobre ella, culeando torpemente. El segundo asalto fue más largo y pareció más satisfactorio, pero al acabar, y cuando ella se movió, mimosa, diciéndole algo que no pude oír, él se irguió sobre ella y le estampó un sonoro bofetón.

Temí que ella armara un escándalo, pero calló sin moverse ni mostrar enfado ni sorpresa. Aquella indiferencia irritó a Tut, pero no volvió a pegarle. Se levantó, se vistió y sin decir palabra salimos de allí.

Supuse que sería algo más normal de lo que me parecía a mí, que al fin y al cabo tampoco tenía experiencia sexual, así que lo dejé estar.

Cuando llegamos a palacio por una puerta de servicio, y de nuevo cambiamos nuestras ropas, me dijo:

—Ni una palabra. ¿De acuerdo?

Yo no pude contenerme y, aunque sin acritud, le dije:

—Últimamente me tratas como si alguna vez te hubiera fallado.

Tut no dijo nada. Amagó una breve sonrisa y me palmeó la espalda. Entramos y me fui a dormir, aunque de nuevo no dormí mucho. Tenía la sensación de que ya no volvería a dormir como antes.

Por una parte, Tut se hacía hombre muy precozmente. Yo no sabía nada de eso, puesto que en casi todo era mucho menos experimentado que él, pero pensaba que todo debía llevar cierto ritmo natural, que todos los hombres solían llevar, y que, al igual que una planta crece de acuerdo a su naturaleza y tratar de acelerar su crecimiento podría matarla, el cambio de Tut no me gustaba, por mucho que le debiera toda la fidelidad.

Por otro lado, me inquietaba mucho su relación con los sacerdotes. ¿Quién controlaba a quién? Por muy vivo que fuese Tut, no podía competir con el genio del sumo sacerdote, curtido en muchos ardides y enseñado por la experiencia de muchísimas generaciones desde el mismísimo Imhotep.

Y más allá de mi deber, en lo que a mí mismo concernía, me preguntaba por el extraño comentario del sacerdote. ¿Quién era mi padre? Nunca me lo había cuestionado, puesto que me habían dicho que era huérfano, acogido por la servidumbre en palacio y escogido para ser sirviente por el mismo Tut.

Pero las preguntas acudían a mi cabeza. ¿Es que no era huérfano? ¿Acaso conocían realmente la identidad de mi padre? ¿Acaso vivía aún?

Siempre había pensado que era el ser más afortunado bajo la bóveda de Nut, pues los puestos como el mío eran reservados a hijos de personas de muchísima confianza del Faraón, incluso como premio a sus acciones. También se había dado algún caso en que el príncipe de algún reino vecino acudía a completar su enseñanza a palacio, como rehén pacífico, garantizando con su cabeza la paz y aprendiendo en el cénit de la cultura, pero ni los de fuera ni los de dentro permitían que el huésped olvidase su identidad, y jamás tendría acceso a la familia real, por miedo a un atentado.

Pero mis conjeturas no me llevaban a ninguna parte, y siempre terminaba pensando en lo mismo antes de dormir:

En Nefertiti.