Y así fue, pero tan poco a poco que apenas lo percibí. Los comentarios de mis compañeros nocturnos comenzaban a agriarse de tono. Decían que el Faraón vivía en un oasis de paz, lujo y buenos propósitos, lejos de la realidad social de las Dos Tierras, que se empobrecían y se doblaban bajo la corrupción, una vez agotada la inmensa fortuna reunida por el gran Faraón Amenhotep III, cuya esposa Tiye, madre de AkhenAtón, intentaba en vano concienciar a su hijo de su desinterés.
AkhenAtón rezaba a un dios en el que sólo parecía creer él, mientras que el resto del país rezaba más fervientemente a los antiguos dioses, por necesidades infinitamente más primarias.
Hablaban de desastres en las fronteras. Los enemigos aprovechaban su debilidad para armarse y apropiarse de tierras, lenta pero inexorablemente.
Los comentarios eran breves y cautelosos, pues una crítica de tal calibre, oída en la misma Residencia Real o en el Gran Palacio, constituiría una falta tan grave como para ser, cuando menos, expulsado de palacio, azotado y devuelto a su aldea con deshonor. Por supuesto dependería de quién sorprendiese tal comentario (recordé mi espalda), pues los cortesanos mismos comenzaban a manifestar sus preferencias por uno u otro dios, dependiendo de qué partido desearan tomar.
Al principio no lo creía, pero sus caras decían mucho más que sus palabras, por mucho que sus estómagos estaban de sobra agradecidos a la afortunada tarea que les había tocado en suerte.
Algunos sí creían en Atón, pero veían a su Faraón marchitarse, y la fe se iba desmoronando al mismo ritmo que su salud.
Incluso Tut cambiaba.
Conforme sus razonamientos iban dejando de ser los de un niño y su mente iba madurando, le aparecía un cierto carácter avinagrado, como un mal vino.
Un día, Tut me sorprendió con una excursión no programada, lo cual para mí solía constituir un inmenso placer, pues no eran muchas las ocasiones para salir de palacio y poder respirar un poco de aire de aquel mundo exterior que, según mis compañeros, tan oprimido estaba, lo que me provocaba una gran curiosidad. Salimos por una pequeña y extraña poterna en el muro, de cuya existencia jamás había sospechado. Me sorprendió también el hecho de llevar menos guardia de lo habitual, lo que me llevó a acercarme a Tut y susurrarle al oído:
—Supongo que en palacio están al corriente de nuestra salida, ¿verdad?… ¿Y quién te ha enseñado esta puerta que ni yo mismo conocía?
Él se volvió y me miró como jamás había hecho antes, con una acritud que no le conocía. Me quedé petrificado, pero hube de concentrarme en seguirle y protegerle bien, pues me parecía que la seguridad no era la suficiente. En ese momento pensé que era una lástima que no se me permitiese llevar armas.
Yo aún pensaba que se trataba de una excursión al desierto, pero nos dirigimos a un arrabal, y pronto entramos en una enorme casa de campo.
Me acerqué a Tut, pues a esas alturas no confiaba ya en nada, pero él acalló mi inquietud con un gesto autoritario; un gesto tajante de su mano abierta. Me pregunté asombrado si ése era el mismo Tut afable al que adoraba.
Pero no hubo tiempo para más reflexiones. La guardia quedó atrás y nos encontramos solos en una amplia estancia abierta, a modo de jardín. Yo me asusté y me puse en alerta, buscando algo que usar como arma.
Tut puso una mano en mi hombro, aunque el hecho de que conociera el lugar no me tranquilizó en absoluto.
Al instante se abrieron unas puertas y entraron dos personajes extraños. Los dos totalmente afeitados, como correspondía a dos sacerdotes, pero uno de ellos, del prohibido dios Amón, con la osadía insultante de ostentar todos sus símbolos. El otro, convertido falsamente al dios oficial, Atón. Unos sirvientes acercaron cuatro sillas y todos tomamos asiento.
De nuevo solos, el de Amón rompió el silencio para recitar una oración a su dios.
Era una ofensa abierta. Miré a Tut, extrañado de que aguantase sin inmutarse, pero aceptó la situación sin pestañear. Yo estaba boquiabierto.
Al finalizar su oración, el siniestro sacerdote, tal vez crecido por no verse interrumpido, sonrió.
—Gracias por acompañarnos hoy, Faraón.
No pude evitar levantarme con rabia. Esta vez la afrenta iba dirigida hacia su padre. Pero Tut me miró de nuevo con sus grandes ojos estrechos y fríos. Sentí el miedo desde unos ojos que no deberían dármelo. Me senté de nuevo.
—¡Ah, los jóvenes! Tienen el oído en la espalda. ¿No es así, joven Pi?
Ignoré la pulla, aunque mantuve su mirada. No estábamos seguros en absoluto, pero mi curiosidad me picaba, y por otra parte no podía abandonar a mi luz. El sacerdote volvió los ojos hacia Tut.
—Vuestra madre estaría orgullosa de ver un hijo sano y fuerte que respeta a los antiguos dioses.
Tut asintió, pero habló en un tono glacial:
—Decidme lo que deseéis, pues no tengo mucho tiempo. No os andéis con remilgos.
El sacerdote se envaró, aunque sonrió, aparentemente complacido.
—Un carácter fuerte. Sin duda hará falta. Sabemos que vuestro padre está gravemente enfermo. Pronto morirá y la sucesión debe ser deliberada. El reinado podría pasar a una de las hijas de la… mujer que usurpó a la verdadera primera Gran Esposa Real, vuestra madre. O a vos mismo. —Calló durante un instante—. Vuestro padre está solo en su obsesión por su dios. No tiene ningún poder fuera de palacio, donde sólo nosotros gobernamos. Nuestro apoyo sería para vos si continuáis respetando el culto de Amón, como vuestros antepasados, antes de vuestro padre enfermo.
—¡¡Tut!! —No pude evitar levantarme y agarrarle de los hombros. Debíamos marcharnos enseguida.
Pero se desasió con fuerza. Sus ojos eran como el Nilo de noche, sin luz y apenas un brillo oscuro.
—¡Espérame fuera! Yo iré muy pronto.
No admitió negativas, y me avergüenzo al pensar que me alegré de salir de allí, pero no solo. El otro sacerdote me siguió fuera, sin duda para evitar que pusiera en alerta a la guardia, y se encaró conmigo:
—Puedes adquirir un elevado rango si sigues gozando de la confianza del príncipe.
—Tal cosa no está en mis manos —respondí con orgullo.
—¡Oh, sí que lo está! Hay muchas cosas que puedes hacer. Eres una de las pocas personas con acceso al Faraón. Él, por ejemplo, bebería una copa de tu mano.
—¡Ni os atreváis a sugerirlo! No hay nada que podáis darme que me interese.
El sacerdote soltó una risa desagradable, que le afeaba.
—Sí que hay cosas. Y conforme crezcas, su necesidad se hará más perentoria para ti.
—No soy ambicioso.
El sacerdote frunció sus cejas sin pelo.
—¿No quieres saber quién es tu padre?
El calor subió a mi cabeza, mareándome un instante. Jamás había sabido nada, sólo que era huérfano en una lejana aldea y que en uno de sus viajes el Faraón me había tomado a su cargo, como solía hacer.
—¿Cómo podría creer en vuestra palabra?
No hubo tiempo para una respuesta. Tut salió con aire digno y confiado. Caminó hacia fuera sin mirarme y yo le seguí, feliz de abandonar aquella atmósfera agobiante.
* * *
Durante el camino intenté hablarle, pero no contestó. Una vez en palacio, estuve solo el resto de la tarde, pensando qué debía hacer, pues no podía traicionar a Tut por mucho que el mando absoluto estuviera en manos de su padre. Al alba, Tut vino a buscarme, de pronto sonriente.
—Pero ¿qué haces aquí? No es lugar para ti.
—Vamos. Hoy la guardia está relajada y podremos colarnos por muchos lugares interesantes.
Parecía el niño ausente de ayer.
—Pero… ¿es que no vas a decir nada de lo que ha pasado?
No dejaba de sonreír.
—No te preocupes. Sólo les escuché. No pueden hacer nada. Vamos.
Y me arrastró, palmeándome la espalda de contento. Espalda cuyo dolor recordaba más que nunca.
Yo conocía la causa de que la guardia estuviera más tranquila: AkhenAtón estaba de nuevo enfermo. Debía de haber sufrido uno de sus violentos ataques y le estaban atendiendo en el ala del palacio donde los médicos habían instalado un hospital improvisado.
¡Y su hijo pensaba en corretear y jugar a los espías!
Callé las voces en mi interior, pues no era mi potestad juzgarle sino protegerle. Recorrimos casi todo el palacio, pero la guardia no era lo único relajado. No parecía haber actividad alguna.
Tut, fastidiado de no encontrar nadie a quien espiar, cabeceó agriado un rato, hasta que levantó la cabeza como un zorro y me guiñó un ojo.
—¡Veamos qué hace la Reina!
Yo, escandalizado, intenté disuadirlo de ello, aunque por supuesto en vano.
Poco después nos encontrábamos en la cámara de la Reina, donde nos colamos gracias a un despiste del único guardia. Nos escondimos detrás de un pesado sillón cubierto de tapices bordados. Yo estaba acurrucado detrás de una de sus gruesas patas en forma de garra de león, que imaginé devorándome como castigo.
Tut gruñó aburrido. Allí no parecía haber nadie. Por supuesto, la Reina debía de estar al lado de su marido, aunque cuando le daban los ataques echaba a todos los miembros de su familia, y sólo permitía la presencia de los médicos, en especial de su querido amigo Pentu.
Casi nos levantamos, convencidos de que estábamos solos, cuando un breve gemido nos sobresaltó y volvimos a agacharnos. Tut sonrió y rodeó el sillón, asomando la cabeza. Cuando la volvió hacia mí, su cara era una máscara blanca de músculos desencajados. Yo estaba tan asustado que debería haber salido corriendo, pero la curiosidad pudo más que el miedo, y asomé la cabeza.
—¡Hathor, protégeme!
La voz sonó en un largo gemido. Nefertiti se hallaba acostada en la cama. Al principio no pude ver bien qué hacía, salvo que se movía como si sufriese una pesadilla, y que su bellísimo cuerpo desnudo estaba perlado de sudor. Se movía tan sinuosamente como un nido de serpientes. Pensé que tal vez bailaba algún tipo de danza ceremonial.
Pero al alzar más la cabeza, pude ver que manejaba un objeto que aparecía y desaparecía entre los rizos mojados de su sexo. Estaba bien despierta. Gemía de placer mientras repetía la misma letanía.
—¡Hathor, protégeme!
Su boca entreabierta emitía pequeños gemidos al mismo ritmo que el instrumento se movía en su interior. Parecía gozar de manera tal que un dios mismo la poseyese, y se retorcía entre contracciones que la recorrían desde su sexo hasta su vello erizado, como olas en una crecida del Nilo, incapaz de controlar el placer que le hacía tan pronto cerrar las piernas entre jadeos como abrirlas para mover el objeto mientras volvía a repetir, como para recordarse a sí misma la función divina del acto:
—¡Hathor, protégeme!
No era nada extraño. Un rito de fertilidad común entre las mujeres que no concebían hijos, o en el caso de la Reina, fácilmente explicable porque sólo concebía féminas, si no fuera porque a los ojos de Tut, mucho más exacerbado en el culto a Atón hasta el día anterior, cometía un horrible pecado, orando a una diosa que él odiaba, ella, gran sacerdotisa de Atón. Incluso pude ver la forma de cabeza de vaca del instrumento que daba tanto placer a la bella Reina. La cama estaba más elevada del lado cabecero que de los pies, con lo que facilitaba nuestra visión.
El sudor que la cubría pareció extenderse hasta mi piel, y pese a lo violento de la situación, no pude evitar excitarme. Ora sus pezones erguidos, ora el brillo del sudor en su piel, antes los movimientos de su pelvis, un poco más tarde sus jadeos y gemidos extáticos. No sabía si era la belleza natural de Nefertiti, aunque en muchas ocasiones la había visto desnuda bañándose en alguno de los pequeños lagos del jardín, o lo robado, lo morboso de ver una escena tan prohibida. Casi respiraba tan agitado como la propia Reina.
Tanto que no vi cómo Tut se levantaba, abandonando su escondrijo. Su voz sonó alta y fuerte.
—¿No deberíais estar cuidando a mi padre?
La Reina abrió los ojos, sorprendida. La violencia de la interrupción fue tal que necesitó unos segundos para despertar de su sueño. Me pareció el acto más cruel que jamás hubiera presenciado. Se sentó en la cama, tras arrancarse de las entrañas el objeto húmedo, que escondió entre los pliegues de las ropas a su lado. Las últimas contracciones involuntarias aún sacudieron el cuerpo frágil y para mí todavía más bello, y sus pechos erguidos temblaron con las últimas oleadas del placer que se escapaba tan bruscamente, hasta que los cubrió con lo primero que encontró.
Yo estaba muerto de miedo, pero a la vez tan excitado que resultaba doloroso. Sentía mucha pena por ella, pero su indefensión y su esfuerzo por encontrar la dignidad perdida en su desnudez, me resultaban tan abrumadoramente sensuales que no podía controlar mis manos temblorosas y mi piel sudorosa. No podía moverme, paralizado de estupor, y sólo pude asistir sin hablar a la escena.
Pensé que la Reina se pondría como una fiera, pero Tut irradiaba un odio y a la vez un poder oscuro y extraño. Su taparrabo no escondía que él también estaba muy excitado, pero ni debía darse cuenta, pues a ella sólo la miraba a los ojos, y su mirada era fría.
Nefertiti, probablemente por primera vez en muchos años, se asustó. Intentó reaccionar con furia, pero su voz sonó temblorosa e insegura, lo que la hizo infinitamente más frágil y bella a mis ojos.
—No tienes edad para estos juegos… ¡Tu padre se va a enfadar!
Tut sonrió.
—Sin duda. Cuando te mire a los ojos y te pregunte por tu fe.
Aunque asustado por la gravedad de la acusación y avergonzado por su infamia, no pude sino admirar cómo a pesar de su juventud Tut manejaba la situación con frialdad, pero sentí lástima por Nefertiti. No merecía aquel trato de alguien que había sido tratado como un hijo más.
—¿Qué quieres de mí? —dijo.
—Nada. Sólo recuerda que te controlo. —Miró el objeto oculto—. Y no hace falta que invoques a Hathor. Yo te daré los hijos que mi padre no puede.
Y salió de la estancia. Yo aún estaba paralizado sin saber qué hacer.
—¡Pi!
Su llamada me sobresaltó, aunque no sonó furioso. Pensé que con suerte presenciaba un sueño y mi presencia no era física, hasta que oí mi nombre.
Me levanté ante ella. Se había cubierto más dignamente, aunque aún se veía más de lo que ocultaba, y las brillantes perlas del sudor de su piel atacaban mis sentidos y captaban mi mirada donde yo pretendía dejar de mirar. Al fin, bajé la vista avergonzado.
—Lo siento, mi señora. Intenté persuadirle…
Ella asintió, aunque sorprendí su mirada en el bulto de mi taparrabos, que se negaba a menguar. Fue un momento embarazoso para ambos. Yo enrojecí hasta el alma. No bajé las manos para no estropear más mi dignidad ausente.
Al fin habló con voz asustada.
—Espero que no hables de lo que has visto.
Yo asentí. Ella continuó:
—Tut está creciendo. Y se vuelve ambicioso. Temo que los sacerdotes influyan en él.
Asentí de nuevo. Me pregunté si sabía algo de nuestra salida.
—¿De qué lado estás, Pi?
Me sorprendió la pregunta. Reflexioné antes de responder.
—Por un lado debo ser la sombra de Tut y he jurado protegerle, pero mi lealtad a los reyes está intacta. Sólo espero poder proteger a Tut de sí mismo.
Aliviada, ella sonrió.
—Gracias, mi buen Pi. Lo recordaré. Ahora déjame. Nada ha pasado.
Asentí.
—Lo siento —dije. Miré mi entrepierna abultada en medio de un sonrojo que me quemaba la cara—. Os pido perdón.
Y salí, sin poder evitar una última mirada lujuriosa que pretendió ser disimulada, aunque perfectamente advertida por ella, a su cuerpo perfecto de suaves curvas, piel tersa y senos que desafiaban la edad de una mujer que ya había tenido seis retoños. Ella reconoció la mirada desde el primer instante e hizo un amago de sonrisa cómplice. Salí de la estancia preguntándome si era el único al que la situación había excitado, a tal punto que hube de aliviarme en solitario entre las sombras de mi cubículo.
Tut no acudió a mí aquella larga noche, en la que no pude dormir pensando en aquel cuerpo, ya no joven pero igualmente bello, retorciéndose entre gemidos de placer. Sentía que era un gran pecado excitarse con la Reina, la mujer que me había dado su amor y confianza como a sus hijas, mujer a la que había visto desnuda completamente cientos de veces, pues la desnudez no era algo extraño. Incluso en ceremonias o actos públicos se solía asistir desnudo si se quería expresar pureza o ponerse en manos de un dios en acto de humildad cuando se había cometido un pecadillo. Pero jamás la había visto desnuda en el sentido más íntimo de la expresión. La había descubierto en su pasión sexual prohibida. Incluso el amor carnal era un tema abierto y sin tabúes. Antes de que la enfermedad de él se agravara, los reyes solían dar rienda suelta a su amor en el jardín mismo, en presencia de cortesanos, sabiendo que su intimidad era respetada por éstos, pero tales actos jamás me habrían excitado tanto como aquella visión.
Y me preguntaba si era sólo un sentimiento morboso.
Pensé en ella, en Tut, en el Faraón y los sacerdotes, y a punto estuve de salir corriendo de palacio calle arriba hacia el desierto. La tentación me asaltaba, y el riesgo era alto. Ya no era una presencia anónima junto al príncipe, sino una figura activa en aquel nuevo juego que me sobrepasaba. Quizás escaparía hasta encontrar una lejana aldea donde trabajaría en los campos junto al río. Era joven y fuerte y saldría adelante. Y correría menos peligro.
Sentía que la paz se había roto. Había presenciado algo de tal importancia que ya nada volvería a ser lo mismo. Ni la confianza de la Reina, ni la del Faraón si llegaba a enterarse (pensé qué me harían los del dios oscuro si supieran…), ni la mismísima confianza de Tut.
Llegué a hacer un hatillo con mi estera y mis pocas posesiones, e incluso salí al jardín, pensando en buscar aquella poterna tan bien disimulada que había aparecido como por arte de magia, para huir, pero a mitad de camino pensé que no era una actitud digna de un hijo de Atón, aunque sólo fuera por la confianza que me daba Akh, y volví, aunque no pude dormir.
Incluso el perro que dormía a mi lado se revolvía inquieto por mi vigilia, como si barruntase un escorpión o una serpiente.