No permití que ninguna lágrima asomara a mis ojos. La dignidad del acto y mi propio orgullo lo impedían, aunque más tarde y a solas, gruesos lagrimones de rabia caerían al suelo polvoriento de mi rincón.
Los golpes se sucedían lentos pero implacables, y sólo un gesto de dolor en el que mis labios se contraían, dejando ver mis blancos dientes apretados, era la prueba de la competencia de mi castigador, al que no ablandaban ni mi corta edad ni mi inocencia manifiesta.
Claro que bajo ningún concepto objetivo yo era inocente, puesto que una de mis funciones, que no la más dura ni penosa, era recibir con resignación y orgullo los castigos que no podían aplicar a un príncipe de sangre real. Y así, de la misma manera en que yo encarnaba al hijo del dios en la ceremonia de su castigo (por supuesto, a espaldas del Faraón, que no consentiría tal acto de violencia gratuita propio de los dioses que él ignoró y cuyos sacerdotes se vengaban ahora en mí) y no podía dar la menor muestra de debilidad, mi propio espíritu se rebelaba ante la idea de dar la satisfacción al propio Amón de no estar a la altura de mi obligación, dando la vida, si era preciso, por mi dueño.
Mi luz.
Y mi amigo, aunque no era yo quien se apropiaba de tal consideración, sino los que rodeaban a la familia real, que casi me trataban como a un vástago más.
El hijo del Faraón, que ya empezaba a ser consciente de su suerte, aunque hijo de una segunda esposa, relegada tras la aparición de la encarnación de la diosa Hathor, Nefertiti, cuyo nombre mismo contribuía a su carisma, pues tanto podía interpretarse como la venida de la hermosura o la encarnación de la diosa, a cuya forma bovina por cierto en nada se asemejaba. Aunque no llegó a haber una confrontación seria entre ambas y además murió al nacer él, no hubiera podido competir con la belleza y la inteligencia de la bella. Pero la sin par Nefertiti no le dio sino hijas. Seis, nada menos, y el Faraón, lejos de reprobarla como era costumbre en los tiempos de Amón, la adoraba con más pasión si cabe.
Así intentaba distraerme y evadir mi kha de mi espalda.
Recordaba los comentarios de los sirvientes y los procedimientos que los médicos comunes solían aplicar para saber si una mujer era o no fértil: en uno de ellos se mezclaba sandía, fruto del sicómoro y leche de una dama que hubiera sido ya madre, y el compuesto se daba a beber a la persona. Si ésta lo vomitaba, era apta para procrear, mientras que si lanzaba ventosidades, no lo era. El otro consistía en introducir un diente de ajo en la vagina de la mujer durante una noche, y si por la mañana el olor se transmitía a su aliento, sin duda sería fértil. Una gran variedad de estos experimentos aclaraba si concebiría varones o hembras, aunque me constaba que el gran Pentu, médico real, no era amigo de supersticiones o métodos que no hubiera verificado personalmente.
Miraba hacia arriba para mantener la cabeza alta, obligándome a retener mis ganas de llorar. Leía las paredes llenas de las bellísimas pinturas del artista favorito del Faraón, Maya, que representaban en este caso una escena de danza. La breve luz de una pequeña ventana, en su recorrido, jugaba con los cuerpos de las bailarinas, que parecían moverse, y aunque en la hora del toro había más sombra que luz[1], pues estábamos en uno de los más pequeños y oscuros de los incontables salones del Gran Palacio, los cuales solían dedicarse a despachos de los escribas o funcionarios pertinentes, a pesar de que los ministerios estaban situados en el barrio Norte, pero sin duda la actividad se llevaba a cabo donde estaba el Faraón, y aun siendo de los más pequeños en tamaño y fasto, en mi búsqueda de distracción me resultó fantástico y casi consiguió evadirme un poco de la vergüenza.
Me consolé pensando que por muchas veces que habíamos pasado por esa sala Tut[2] y yo en nuestras periódicas inspecciones morbosas, jamás habíamos reparado en tal bella escena, aunque si llegaba a traer a Tut para que la apreciara, bostezaría y se iría sin más a ver dónde podía captar algún estímulo vivo.
Me distraía pensando que el misericordioso Atón premiaría mi devoción y mi lucha silenciosa, poniendo a Tut en lo más alto del poder algún día. Me daba mucha rabia pensar que el castigo no se hubiera llevado a cabo si no fuera por la debilidad del Faraón, que descuidaba su casa a favor de los sacerdotes de Amón, que habían llegado de la vieja Tebas al olor de la degeneración del hombre.
Cuando, de repente y casi dolorosamente, los golpes dejaron de sacudir mi espalda, que latía furiosamente, pude soltar un disimulado suspiro de alivio y mirar a mi alrededor.
Las miradas de admiración que encontré justificaron el esfuerzo, aunque bajé la vista, ya que así como no podía mostrar debilidad, ahora no podía sino inclinarme humildemente ante mi castigador, culminando así la ceremonia herética y oculta a la familia real. Cualquier signo de soberbia hubiera estropeado todo lo anterior y dañado a mi luz.
Acudí a curarme con una mezcla de natrón diluido en el jugo de la planta del aloe, que ayudaría a cicatrizar las heridas abiertas. Al fin pude retirarme a llorar por la impotencia de reprimir la respuesta a una agresión injusta. Mi sangre caliente de niño clamaba venganza, pero mi deber estaba por encima de cualquier duda.
Mis sollozos se interrumpieron súbitamente. Volví el cuerpo sorbiéndome las lágrimas y sonrojado por la vergüenza de ser pillado en tan embarazoso trance.
—¡Tut! ¿Qué haces aquí? ¿Es que quieres que vuelvan a castigarme?
Levanté la cara hasta descubrir entre la oscuridad de mi refugio el rostro de mi amigo. Había lágrimas en sus ojos.
—Pero ¿qué haces? ¡Tú no puedes llorar! ¡Si te ven me van a despellejar!
Le levanté la cara y limpié sus lágrimas con mis manos.
—Van a pensar que te he maltratado.
—Pero… Mi pobre Pi. Es por mi culpa que te han hecho esto.
—¿Qué dices? Es culpa mía por dejarte llegar tan lejos. —Sonreí—. Y no lloraba por dolor, sino por no poder devolver cada golpe a ese cocodrilo.
Ambos reímos con el mote que dábamos al sacerdote más intransigente con el dios Atón, y el más leal en presencia del Faraón.
—Hablaré con mi padre. Mañana recibirá veinte veces el castigo que te ha impuesto a ti.
—Ni se te ocurra. Tu padre ya tiene bastante con su enfermedad como para preocuparse de nimiedades de criados.
Tut dejó de sonreír un instante. Sí, el Faraón estaba seriamente enfermo. Pero al instante volvió a abrir sus ojos, recordando algo.
—Pero Pi, ni te imaginas lo que ha pasado. Mi…
—¡No quiero saberlo! —corté—. Sólo puede traernos más problemas, y no es cosa nuestra.
—¡Sí que lo es! He hablado con él.
Ahora el que abrió los ojos hasta reflejar la poca luz del escondrijo fui yo.
—¿Es que te ha visto?
Me senté inmediatamente a rezar al buen Atón. Si espiar al Faraón en su lecho mientras hacía el amor a su bellísima esposa Nefertiti era un crimen a los ojos de los agriados cortesanos que solían esperar a cierta distancia que los reyes terminasen sus no tan espontáneos encuentros amorosos en el Maru Atón (oratorio de Nefertiti en el barrio Sur), y si encima su propio padre le había pillado escabulléndose, me arrancarían la piel.
—¡Levanta, Pi! ¡No seas idiota! No sólo no se ha enfadado conmigo, sino que lo aprueba.
—¿Qué dices? —pregunté asombrado.
—Sí. Me mandó llamar. Yo estaba muerto de miedo, pero me sonrió y dijo: «Mi pequeño Tut. No está bien que robes la intimidad a nadie, por más Faraón o más humilde campesino que sea, pero tampoco te avergüences de lo que has visto. Antes bien, recuérdalo como un valioso presente que te hago, pues has sido testigo del amor más puro, de la manifestación más maravillosa de Atón. Es así y no de otro modo como recibimos y canalizamos su energía, que se expande a lo largo y ancho de las Dos Tierras. Con este acto de amor hemos regado las tierras y las almas con su poder benéfico, y hemos expulsado los maleficios. Sólo deseo que si, como espero, un día llegas a sucederme, encuentres una sacerdotisa digna de Atón y de ti mismo, con la que puedas experimentar tal maravillosa ceremonia, en beneficio del pueblo».
Yo escuchaba sorprendido. No podía creer la audacia de mi amigo Tut (nadie más podía llamarle así en persona, salvo la familia real), como tampoco la bondad sin límites de su padre. Sonreí.
—Es digno hijo de su padre Atón.
—Sí. Aunque no es el de antes. Parecía que esta vez el mismo acto le suponía un gran esfuerzo.
Le miré ceñudo.
—¿Cómo esta vez? ¿Es que no es la primera vez que le espías mientras…?
Se encogió de hombros, malicioso.
—Es la primera vez que me pilla.
—¡Eres un demonio!
—Anda, vamos al jardín a ver regresar las aves.
Me levanté con dolor. El día siguiente sería horrible.
Acudimos juntos al exterior, al enorme jardín, donde siempre me sentía tan pequeño como uno de los animales que vivían en él, pues sólo yo en calidad de criado podía verlo, aunque únicamente en compañía de mi dueño. Yo era su guardián, su protector, su amigo, su conciencia, su chivo expiatorio y muchas cosas más. Todo mi ser era de su propiedad, hasta tal punto que podía disponer de mi vida y mi muerte. Mi vida no tenía otro sentido ni propósito que servirle a él. Y tenía la inconmensurable dicha de que mi luz me regalaba su amistad.
Mi luz.
No era un título oficial, pues yo era demasiado insignificante para tener uno, salvo el que se me otorgó cuando me asignaron mi tarea. Mi título no oficial era «la sombra del príncipe». Y alguien, a modo de burla, probablemente algún exsacerdote de Amón, con no poco acierto, sentenció que si yo era su sombra, él no podía ser sino «mi luz», y los dos quedamos marcados en palacio.
No me incordiaba ser «su sombra» en absoluto. En realidad, luz era exactamente lo que representaba para mí. No conocía persona más pura, ingeniosa y buena que él, aparte de su padre, aunque no contaba pues era el Faraón. El hijo del dios Atón. Tut era un niño enclenque e indefenso, pero más vivo que las seis hijas juntas. Mientras él miraba el descenso de las bellísimas aves tapando el brillo del ocaso del divino disco solar, yo sólo le miraba a él.
Aún me costó una hora larga poder retirarme al austero cubículo en la sala que compartía con otros sirvientes para tumbarme boca abajo sobre una estera limpia a descansar, aunque las heridas me escocían y no me dejaban dormir.
Miré las paredes desnudas, pintadas con una mezcla de natrón y un colorante ocre que solía usarse en las viviendas modestas.
Vivíamos en uno de los múltiples edificios anexos al gran muro que circundaba el jardín, en cuyo centro se alzaba el Gran Palacio, y unida a él por un puente, la Residencia Real. Las habitaciones eran aquí cubículos. Grandes para una casa pobre de aldea alejada, aunque en palacio, hasta el ganado tenía más espacio que los criados.
Pero no me importaba. No podía evitar de vez en cuando que pensamientos tan inoportunos acudieran a mí, y me preguntaba de dónde me venía aquella vena rebelde, que por fortuna aún no había osado rebasar mi pensamiento.
Había sido un día muy duro. Recordaba la indignidad del castigo. ¡Ni siquiera se había celebrado en un lujoso salón, sino en una sala pequeña, escondida y oscura! Por supuesto, por miedo al Faraón. Como única concesión a la ortodoxia, alguien había traído un pequeño altar de la diosa Maat.
No me importaba mucho ante qué dios se me juzgase y Maat estaba fuera de cualquier duda, pero mi corazón rezaba al dios Atón, porque encarnaba todas las virtudes que yo adoraba de la querida familia real.
Por otro lado, y fuera del entorno más inmediato, debía mostrar respeto a Amón, pues sus sacerdotes se hacían de nuevo fuertes después de años de oscurantismo, tras descubrir el Faraón una trama contra su reinado por parte de los sacerdotes. En uno de los pocos arranques de cólera que se le conocieron, el gran AkhenAtón ordenó borrar los nombres de Amón de las crónicas y estatuas, y poner a Atón en su lugar. Jamás hubiera ordenado tal cosa por su propia iniciativa, pues no ha existido monarca más tolerante ni más liberal, siguiendo el modelo de su padre, el gran Amenhotep III. Yo no conocía la causa de su decisión, pero rompió el equilibrio entre la tríada de dioses para dar preeminencia a Atón. Ordenó construir una nueva capital alejada de Tebas, donde el culto a Amón era tan omnipresente que se sentía agobiado entre los enormes templos custodiados por estatuas gigantes del dios oscuro, templos como aquél donde se crió en la orilla oscura, en Malgatta[3], rodeado de jardines y animales a cuya semejanza creó su residencia, sobre un montículo que llegaba al Río Sagrado a través de unos jardines dispuestos en bellísimas terrazas.
Fueron años felices, y aún éstos lo eran, aunque la enfermedad de AkhenAtón, no divulgada pero a todas luces evidente para aquellos que tenían la gracia de verle, presagiaba malos tiempos.
Sonreí recordando a Tut. No podía decirle nada sobre la presencia más asidua de los viejos sacerdotes, pues no tardaría en clamar justicia ante su padre. La sonrisa se amplió. ¿Cómo iba yo a imaginar, cuando no era más que un huérfano apenas destetado, que iba a ser criado e instruido (aunque bajo severísimas normas de antiquísimo protocolo) como sirviente en la casa real, y que el mismísimo hijo del Faraón iba a escogerme como su sombra, como amigo, compañero de juegos, de aprendizaje y aventuras? ¿Cómo iba yo a pensar que el hijo de un dios vivo iba a tomarme tal afecto, incluso a pesar de que tengo siete años más que él?
Recordaba cuando era un crío y no conocía sino el aprendizaje a base de golpes y castigos, de gritos y malos tratos, de lealtad a unos dioses violentos y vengadores que hablaban de un juicio severo del alma, y que si en él mi corazón llegara a pesar más que una pluma de Maat, sería devorado por Anubis y reencarnado en una bestia oscura e inmunda.
¿Cómo no iba a adorar a aquel dios de belleza, amor y perdón, que se expresaba a través de un Faraón al que no le importaba regalar el amor de un padre a un criado, de inspirar un amor ciego, de aprobar que Tut me amase como un hermano?
Incluso entre Tut y su madrastra Nefertiti había una relación más que cordial, por más que sabía que había desplazado a su propia madre como Gran Esposa Real. Yo suponía que incluso en su más tierna infancia, Tut asumió que una belleza tan radiante y una inteligencia sin par como la de Nefertiti eran más de lo que una extranjera podía darle, aunque el tiempo demostró que ésta le dio algo extremadamente valioso: un hijo. Un heredero. Nefertiti era demasiado inteligente como para guardarle rencor por su propia incapacidad para concebir varones, y le trataba como a un hijo más, aunque no prodigaba en exceso el contacto con sus hijas, como si aún albergara la esperanza de engendrar un niño sano. No pude evitar una carcajada. ¡Después de seis hijas! Como no lo intentara con uno de los sirvientes…
Pero al instante me arrepentí de tal pensamiento impuro y, a pesar del carácter bondadoso de Atón, me prometí hacerle una ofrenda al día siguiente para que me perdonara.
* * *
Y con tal pensamiento me levanté al día siguiente, antes del alba. Me reuní con la familia en pleno (por supuesto, al lado de Tut, tras caminar el corto trecho que separaba el palacio del templo escogido hoy) con mi ofrenda, la comida completa de aquel día. El pecado no era para tomarlo a broma.
El calor extremo parecía reanimar al Faraón, que prodigaba sonrisas y gestos de cariño a toda la prole, en aquel pequeño templo situado en el punto más alto, dominando un bellísimo panorama de la ciudad y el Nilo mismo, frente a un altar circular y sobre un círculo de finísima arena mezclada con especias olorosas.
El Maru Atón parecía querer disculparse conmigo por causarme un castigo tan injusto, regalándome una belleza poco común. Aislado del Palacio Real y la Residencia del Faraón, en lo más alto de una colina rodeada de suntuosos jardines y por encima de las sucesivas terrazas con su diminuta majestuosidad, era como una pequeña joya entre gigantes, muy al gusto de la Reina. No destacaba por la enormidad de sus estatuas como el Gran Palacio, ni por las bellísimas pinturas de escenas de baile, pesca o naturaleza que ocupaban grandes paredes de la Residencia Real, sino que era como un pequeño y bellísimo joyero, como aquéllos que el jefe de escultores solía entregarle por orden del monarca y tras cuantiosas y muy valiosas aportaciones a la fortuna del artista.
Abierto en su mayor parte, eran pocos los espacios donde el pintor Maya, de acuerdo con las instrucciones de la Reina misma, había creado pequeñas escenas donde Atón mismo regalaba su energía a la familia real, de una belleza sin precedentes. Me costaba mucho esfuerzo de concentración no dirigir mis ojos a las pequeñas cenefas pintadas, por más que las hubiese visto tantas veces, pero tal hubiera sido irrespetuoso con la gran solemnidad de la ceremonia privada a la que tenía el honor de asistir.
El Faraón reclamó silencio con un leve gesto, y todos abrimos los brazos y levantamos la vista hacia el brillo creciente del disco. No podíamos ver la cara del Faraón, porque estaba delante de nosotros, de cara al dios, pero sabíamos que su semblante se iluminaba junto con el resto del mundo, y que recibía la energía vital que le permitía combatir su enfermedad, energía que canalizaba al resto del amplio territorio de las Dos Tierras, con ceremonias tan intensas como poco ortodoxas, según me había contado Tut el día anterior.
Pero no debía distraerme de nuevo. Dos días sin comida serían demasiado. AkhenAtón elevó al cielo su plegaria, con voz tan fuerte y segura que ninguno de los presentes dudábamos que no fuera el mismo dios Sol reencarnado en forma mortal:
¡Oh Atón viviente! Eterno señor que apareces resplandeciente.
Eres radiante, perfecto, poderoso,
grande es tu amor.
Tus rayos iluminan todos los rostros,
tu brillo da vida a los corazones cuando llenas las Dos Tierras con tu amor.
Venerable dios autocreado,
tú creaste todas las tierras y lo que en ellas existe,
a los hombres, el ganado y los rebaños.
Todos los árboles que crecen en la tierra,
todos los corazones aclaman tu presencia,
cuando te elevas como su señor.
Cuando te ocultas en el horizonte occidental del cielo,
se postran como si muriesen,
cubren sus cabezas y su respiración cesa hasta que de nuevo te elevas en el horizonte oriental del cielo y sus brazos aclaman tu kha,
cuando nutres sus corazones con la perfección,
cuando lanzas tus rayos surge la vida y todas las tierras lo festejan.
Cantantes y músicos gritan de alegría en el patio de tu santuario y en todos los templos de AkhenAtón, los lugares de verdad en los que te regocijas.
Se ofrecen los alimentos en sus centros.
Tu sagrado hijo pronuncia tus oraciones.
¡Oh Atón, que vives diariamente con plenitud en el cielo!
Tu descendencia, tu venerable hijo, el único de Ra, no deja de ensalzar tu perfección.
Soy yo, tu hijo, quien te sirve y exalta tu nombre, tu poder y tu fuerza, que están firmes en mi corazón.
Eres el Atón viviente cuya imagen perdura.
Has creado el cielo lejano para brillar en él y observar todas tus creaciones.
Eres el único y en ti hay un millón de vidas.
Das el aliento divino en las narices de los niños para insuflar la vida.
Gracias a la vista de tus rayos existen todas las flores.
Todo lo que vive y brota del suelo crece cuando tú brillas.
Los rebaños pacen abrevando de tu vista,
los pájaros vuelan con alegría y despliegan sus alas en señal de adoración.
¡Oh Atón viviente, su creador!
Cuando terminó la oración, el sol se situaba ya bien alto y sus rayos picaban en los ojos de todos, salvo en los del Faraón. El día prometía ser muy caluroso. AkhenAtón se volvió hacia nosotros con una amplia sonrisa.
—Estamos de enhorabuena. Atón nos ha premiado con la primera aparición de la estrella Sirio[4].
Todos nos esforzamos en distinguir la estrella, pero ninguno la localizó, aunque todos confiamos en la palabra y la increíble visión del Faraón, y por otra parte nadie se hubiera atrevido a contradecirle.
Me admiraba esa capacidad de afrontar la mirada del dios sin quemarse la vista. Todos lagrimeábamos ya con los ojos enrojecidos, incluso la bella Nefertiti que tanto se esforzaba por no apartar la vista, a la que luego aplicarían colirios curativos. Hasta el más acérrimo sacerdote de Amón hubiera afirmado su divinidad.
Todos nos acercamos al pequeño altar y depositamos las ofrendas, tomadas de una mesa cercana repleta de auténticos manjares… Excepto la mía, un simple pedazo de pan y unas olivas arrugadas.
Cuando llegó mi turno, admiré los finos relieves del pequeño altar que representaba el disco solar que repartía sus rayos en forma de manos que recogían las ofrendas. Rezaba con fervor para que me fuera perdonada mi vileza, cuando una mano se apoyó en mi cabeza, acariciándola con cariño.
—Nuestro querido Pi demuestra más fe que nosotros, que somos carne del mismo dios.
Levanté la vista, sorprendido. Temí un castigo por mi osadía, pero el Faraón me sonreía. Bajé la vista de nuevo. Antes de este monarca, se creía popularmente que no se podía mirar a los ojos a un Faraón bajo riesgo de caer fulminado por su poder divino.
—Perdonad mi falta, majestad. Olvidé cuál es mi sitio.
—¿Tu falta, Pi? Mírame, muchacho. Atón gusta de las personas que le aguantan la mirada.
Levanté de nuevo la vista. El hijo del dios sonreía aún. Observé sus facciones angulosas, su cara deforme, alargada por la enfermedad, pero llena de una desbordante humanidad.
—Tu sitio es elevado en nuestros corazones. Nuestro Tut no podría tener una sombra más fiel. Y no sólo le enseñas a él su camino, sino que nos das valiosas lecciones a todos nosotros.
No pude evitar sonrojarme hasta lo más hondo. El dios vivo me abrazó con sus larguísimos brazos, palpando sin querer mis heridas, aún abiertas. Hube de reprimir un grito de dolor.
—Y ahora comamos, Pi. Sabes que eres bienvenido a nuestra mesa. No quiero que sigas comiendo eso. Tut te necesita fuerte y sano. Es una orden.
Tut me felicitó con un golpe cariñoso, y envalentonado por mi pequeño triunfo (que era el suyo) se encaró con su padre.
—Señor, ¿cuándo me permitiréis asistir a los actos? Debo comenzar mi aprendizaje. Los maestros dicen que soy muy precoz.
El Faraón sonrió de nuevo.
—Querido Tut, ya tendrás tiempo de ser absorbido por los deberes del país. De momento es mejor que disfrutes de tu niñez porque, como dices, no te queda mucho tiempo y entonces lamentarás no haberla vivido con más intensidad. El kap es un bendito regalo, no sólo para los niños anónimos. Recuérdalo. Aprovéchate de la bondad de Atón y pásatelo bien.
Tut no quedó satisfecho con la respuesta, e hizo un pequeño gesto de rabieta, pero enseguida se dio cuenta de que los reyes no iban a hacerle ningún caso en un día tan radiante, tras lo cual volvimos a palacio y nos dedicamos a su pasatiempo más recurrente: espiar.
* * *
A mí me preocupaba que Tut gustase de semejante juego, pues no era ortodoxo ni desde la más permisiva de las educaciones, pero a pesar de mi insistencia, nada podía hacer para convencerle, pues en última instancia sus deseos eran literalmente órdenes para mí. Yo acudía con especial aprensión y cuidado a participar de sus pillerías, aunque tampoco podía evitar sumergirme en su contagioso gozo infantil y disfrutar de mi vida regalada.
Era una vida maravillosa. Me levantaba antes del alba y, tras la higiene de rigor, acudía con Tut a la ceremonia tradicional, llevada a cabo de la misma manera desde tiempos inmemoriales, aunque dirigida a otro dios.
Comíamos al sol mientras éste se hacía dueño del mundo, tras cruento combate con las fuerzas oscuras. El día que se prescindiera de los antiguos ritos, corríamos el riesgo de que la noche se perpetuara, y con ella sus demoníacos moradores. El sol fortalecía al Faraón, aunque algunos días aparecía con aire de estar casi vencido por el dolor, pero su imagen en la ceremonia, con sus inacabables brazos alzados hacia el dios, su sonrisa angulosa y sus ojos que le miraban de igual a igual, me acompañaría siempre. Retenía esos instantes como los más felices que recordaba, porque sabía que no durarían mucho. Todos lo sabíamos, aunque no se puede conjeturar cuando se trata del hijo de un dios.
Cuando pensaba en la contradicción que suponía que éste no pudiese controlar y vencer una simple enfermedad mortal, el miedo me provocaba temblores y renunciaba a continuar pensando. Por supuesto, no podía preguntar sobre eso a los instructores.
Cuando la comida ceremonial terminaba, Tut y yo acudíamos a clase con nuestros maestros. Era el período que menos me gustaba del día, como a casi todos los niños, aunque yo debía dar especial ejemplo (para todo), pues era uno de los mayores y mi carácter de criado me obligaba más que a cualquier otro.
Los viejos escribas, ya retirados la mayoría, a las órdenes del primer cortesano Ahmosis, escriba real (que por supuesto no se había enterado de mi castigo), nos enseñaban con férrea disciplina el arte de la escritura y las ciencias.
Primero celebrábamos una pequeña ceremonia en honor a Maat y al gran escriba del padre del Faraón, Amenofis, que era honrado casi como un dios entre los escribas, por su talentoso servicio al anterior.
Luego preparábamos ceremoniosamente los útiles del escriba, que eran como una extensión de sus miembros corporales, y como tales eran cuidados, por divinos, útiles y caros. Ni el mismo Tut se libraba de las agrias broncas de los escribas si rompía su cálamo o las tintas no estaban bien preparadas.
Y al fin, escribíamos lo que un viejo escriba dictaba, que tal podía ser una oración a Atón, Ra, Maat, Hathor, Horus o cualquiera de los otros dioses salvo Amón, como un recuento de ganado o grano, una sentencia de un juez, una carta de amor, una solicitud de divorcio, o lo más aburrido: la letanía mil veces repetida del alfabeto y las antiguas reglas, lo que a mí me aburría y a mi luz le exasperaba sin disimulo.
—¡Para eso están los escribas! —decía Tut con acritud.
El resto de los niños solía disimular más su frustración por tener que recluir su kha entre cálamos en un día tan estupendo. Pensé con humildad que tal vez estaba aprovechándome de mi posición privilegiada, en comparación con algunos chicos y todos los criados junto a los que dormía, y que a veces aplacaban su envidia con unos cuantos golpes.
Luego nos dábamos a los juegos, aunque tras su accidente, Tut gustó más de espiar al incauto que descuidara su vigilancia, pues no se sentía de igual a igual en los juegos, al menos en los físicos, pero sí que gustaba del senté y el mehet o juego de la serpiente, ambos de tablero.
Un año atrás, en uno de sus peligrosos escarceos, nos escapamos a las obras de extensión del jardín, a una terraza todavía no terminada en una zona insegura sobre el Nilo. El suelo se venció bajo sus pies y cayó al río. Yo acudí con el alma en un puño y sin vacilar me arrojé al agua, de donde le saqué como pude hasta que alguien respondió a mis gritos. Una mala caída sobre una roca le provocó una rotura en un hueso de la pierna que, aunque soldó bien, le dejó como recuerdo una leve cojera que supuso lo peor para un niño tan competitivo como Tut, una minusvalía en el plano físico, puesto que su carácter combativo le hacía esmerarse más que nadie en los deportes y entrenamientos para contrarrestar sus poco desarrollados músculos, y tal rémora le causó un profundo sentimiento de inferioridad. Se seguía esforzando en los deportes, y se enojaba mucho cuando yo me dejaba ganar. Al final del día estaba tan cansado que se ayudaba de un pequeño bastón para caminar, como había visto hacer a los ancianos ricos.
Tut se encargó de exagerar la historia con la supuesta presencia de un cocodrilo cerca de nosotros en el río, aunque si estaba, yo no lo vi. Supongo que se lo inventó para pasar más tiempo a mi lado, pues si bien a veces algún cocodrilo rondaba, era prestamente cazado para evitar que pudiera sentirse atraído por cualquier cosa que se moviera en la zona.
Así fue que, sin quererlo, me encontré en el lugar de preferencia que ocupaba, en el corazón de la familia real.
Nos ocultábamos en las horas de mayor calor, en las que el Faraón atendía (cada día menos) a sus consejeros. Básicamente yo me dedicaba a seguir a Tut en sus correrías intentando minimizar sus efectos mientras él pretendía espiar a todo el mundo. Generalmente, todo el mundo sabía que se encontraba allí y permitían su presencia, aunque debo reconocer que en los últimos meses perfeccionaba los escondrijos y artes para no ser descubierto, lo que restaba emoción al juego, pero las conversaciones robadas fueron ganando en interés a medida que mis escrúpulos menguaban.
Los sirvientes con quienes dormía me hablaban por la noche de un mundo distinto fuera de palacio, del desinterés del Faraón por su pueblo, que sólo sabía de las innumerables ceremonias. El pueblo llano clamaba su necesidad de bienes materiales, de primera necesidad, que calmaran su hambre, en vez de fervor religioso. Las diferencias sociales crecían abrumadoramente y la corrupción y la injusticia se adueñaban de las Dos Tierras, salvo la pequeña extensión entre las catorce estelas de poder que delimitaban la ciudad del disco, cuya extensión prometió no sobrepasar el propio Faraón el día de su creación.
Yo no hacía caso de tales difamaciones, pues como Tut, había pasado toda mi vida en palacio y detestaba a los envidiosos que manchaban el nombre de aquellos a los que amaba, lo que me costó más de una paliza.
No obstante, tampoco podía denunciar sus comentarios despectivos, puesto que, al fin y al cabo, ellos eran mi origen, el pueblo al que pertenecía y al que volvería cualquier día, cuando perdiera el favor de la familia real. Había visto criados que apenas duraban un par de días, incluso con el carácter benévolo del Faraón, y mi caso era el más longevo de los sirvientes inmediatos de la familia.
Por eso saboreaba cada instante de mi dicha.
¡Qué placer sentía cuando Tut me regalaba un paseo en barca por el Nilo, para el que movilizaba a docenas de criados, soldados, marineros, cocineros, músicos…! Era tan gracioso que daban ganas de reír, aunque me aguantaba por respeto… ¡Que luego tenía que dormir con ellos!
Sentía la brisa fresca del Nilo en el rostro y admiraba la belleza del brillo sobre el agua y los cantos suaves de los músicos que Tut hacía traer sólo porque sabía que me gustaban.
Tut sabía que yo lo disfrutaba como sólo un siervo puede hacerlo, como un beso robado o un sueño inalcanzable, y aunque él se aburría, permitía que yo me deleitase en silencio, estudiándome como a un animal curioso, hasta que se hartaba y con sus bromas me arrancaba del paraíso.
Algunos sirvientes me envidiaban y se vengaban por las noches, pero yo procuraba defenderme, pues aunque aún era niño, era vivo y fibroso y no era fácil vencerme, salvo el buen Tut, al que dejaba ganar casi siempre con mucho cuidado, pues si llegaba a darse cuenta se enfadaba muchísimo.
* * *
Aquella mañana en concreto, tras la enseñanza obligatoria del día, como nuestro reciente episodio no aconsejaba volver a espiar durante unos días, nos reunimos en las terrazas inferiores con los demás niños del kap o parvulario real, lo que me encantaba, pues me daba la oportunidad de explayarme con más chicos que Tut, que podía resultar un poco agobiante, aunque debía reprimir mi entusiasmo para que el príncipe no se sintiera celoso, que no era cosa de poner en peligro mi posición.
Allí estaban todos los que solíamos juntarnos, las hijas mayores de los reyes, MaketAtón y la pequeña AnkhesepAtón. La pobre MaritAtón, la primogénita, había muerto no hacía mucho de unas fiebres en el palacio del barrio Norte, por aquel entonces Residencia Real. Pentu, el querido jefe de los médicos del Faraón, lo achacó al contacto con alguno de los animales que eran criados en jaulas en el jardín, y con los que los niños jugábamos, razón por la que la residencia oficial se trasladó al palacio del barrio Sur. Acababan de terminar un palacio para la buena de Marit, y su presencia silenciosa encogía los corazones de los reyes y todos en general pasamos una época oscura. Todos… salvo Tut, que continuaba con sus pillerías, indiferente. No las consideraba (secretamente, por supuesto) sus hermanas, y tampoco gustaba de relacionarse con ellas en exceso, más de lo protocolariamente necesario. Tal secreto sólo lo confió a su nodriza Maia, a la que, sin embargo, ordenó enviar de vuelta a su pueblo cuando interpretó que comenzaba a pretender tener demasiada influencia sobre él. Sospecho que tenía mucho que ver el aspecto enclenque de las niñas y que sus largos miembros le recordaban la enfermedad de su padre, que aún no parecía manifestarse en ellas salvo por su enorme parecido.
Al cambiar de residencia la familia y Nefertiti dedicarse de lleno a la construcción del Maru Atón, pequeño templo de culto a Atón y a la pequeña Marit, la alegría, aunque lentamente, pareció renacer de nuevo, aunque no podía evitar un velo de tristeza al ver a las niñas sin la compañía de su hermana mayor, y por otra parte, ver a Tut loco de contento porque tenía muchos nuevos lugares para espiar y un grandísimo salón de actos donde podría esconderse.
Estaba Maya, el más aplicado con el cálamo y los números, al que todos preveíamos como escriba real en el futuro. Hijo de un noble de baja clase, al que AkhenAtón premió por su devoción arrancándole a su hijo más querido para criarlo en palacio. Al padre no le hizo mucha gracia, aunque vieron mejoradas sus condiciones de vida, y el responsable niño acató su futuro. Era el más esforzado en aprender, y objeto de las burlas de Tut y las chicas, aunque era un buen chico de gran corazón y yo le protegía de las pullas con la mínima autoridad que me daba la mayor edad, aunque ambos éramos una especie de apestados sociales entre los niños, cuyos mayores salvo los reyes habían instruido en los usos de la sociedad clasista tradicional.
También estaba el príncipe de Miam, Djehutyhotep, que se criaba en palacio por obligación de un pacto de Estado como pacífico rehén que garantizaba la buena relación de los dos países con su cabeza, y que un día reinaría de acuerdo a nuestras costumbres con total empatía de nuestro modo de vida y una estupenda relación con el futuro Faraón. Era huraño por lo general, aunque a veces parecía despertar y entonces era el más divertido. De todos el más ágil y fuerte, sólo le interesaban los juegos de guerra y las competiciones deportivas. Quizá por lo forzado de su situación (aunque no más que el resto de los niños que nos hallábamos ahí) desarrollaba una ironía que a veces resultaba mordiente.
Pay era hijo de un noble y como tal se comportaba. Tut era su mejor amigo… oficial (yo no era sino un criado, aunque su favorito). Los dos rechazaban y se burlaban de los pequeños que el Faraón acogió huérfanos o de familias humildes.
El pequeño Inuia era también huérfano, aunque reservado e introvertido, pero tremendamente inteligente.
Y por último, Usermont, hijo de un juez de provincias, premiado también por el monarca por su buena acogida en una visita real, y por la paz que reinaba en su pequeña provincia.
En realidad había muchos más niños, pero éstos eran los favoritos del Faraón y los escribas, pues sólo aquellos que destacaban en las enseñanzas y la fe, aparte de mi caso especial, permanecían entre los elegidos del kap que recibían tan distinguida enseñanza. Aquellos que no tenían aptitudes eran discretamente apartados y pasaban al servicio como funcionarios menores, los más ceporros como criados, y alguno especialmente travieso era devuelto a su pueblo con sus padres, con total garantía de una vida mejor, pues la sola estancia en palacio, aunque fueran unas simples horas, le convertía en un privilegiado en su comunidad. Yo mismo habría sido llevado sin importarme mucho al lugar donde nací, por mi delito, si no fuera porque Tut montó en cólera.
Todos se acercaron a mí. Maya fue el primero en palmearme el hombro con mucho cuidado.
—Me he enterado. Lo siento mucho.
—Sí —dijo el pequeño e inocente Inuia—. Tut nos convenció para que no hablásemos con el Faraón.
Miré de reojo a Tut, pero ni se inmutó. Hubo un silencio incómodo, que rompió Djeh con inteligencia.
—Dicen que te comportaste con la valentía de un noble guerrero.
Maket, tan cariñosa como siempre, me acarició la cara sin decir nada, pero su hermana Ankhesep, que siendo más cría era mucho más viva, siempre en eterno contraste con su hermana mayor, enseguida saltó.
—Un campesino jamás podría comportarse como un noble. ¿Qué puede saber sino de ganado y tierra?
Tut respondió, aunque no de la manera que a mí me hubiese gustado.
—Ocúpate de tu sombra, si tienes una. Ésta es mía. —Rió a carcajadas—. Más vale que lo respetes, pues cuando sea Faraón, quizá me divierta dándotelo como marido.
Ella torció el gesto, sonriendo maliciosamente.
—Antes me casaría con un hipopótamo.
Todos rieron. Pay continuó la broma.
—No te preocupes, pequeña. Yo mismo me casaré contigo. Las más feas siempre tienen la mejor dote.
De nuevo reímos todos, aunque aquí Tut más que nadie, abrazando incluso a Pay. Yo contuve la risa, pues no era prudente. Ankhesep salió corriendo enfurecida y su hermana mayor, dubitativa, finalmente corrió tras ella. Usermont me separó del grupo.
—No deberían burlarse. Eres tan listo como el que más. No te preocupes, el sabio Parennenfer dice siempre que Maat pone finalmente a cada cual en su lugar.
Yo reí amargamente.
—¡Pues va a tener que trabajar mucho!
Los dos acabamos riendo con Inuia.
Pero las rencillas no duraban mucho, pues al día siguiente estábamos de nuevo en manos de los escribas y sus durísimas lecciones. En aquel grupo no existían los castigos físicos (salvo sobre mí), tan al uso en la enseñanza tradicional, pues el monarca se oponía, y sus favoritos eran respetados, pero la regla original dictaba que la letra entra por la espalda (yo lo sabía bien). Y tras las clases, los últimos rencores se solían olvidar de un día para otro, y al poco todos jugábamos de nuevo a apostar lo que cada uno era capaz de hacer. Cuando Tut no estaba de humor o el ejercicio físico era demasiado duro para su cojera, me señalaba:
—Si lo hace mi sombra, cuenta como si lo hiciera yo.
Todos se ponían a chillar.
—¡Trampa!
—¡Las reglas las pongo yo! —Y solía terminar de un modo como aquel día, en que se acercó al pequeño Inuia—: Tal vez prefieras que le diga a mi padre que has osado atacarme.
Todos callaban y al rato volvían la espalda y se iban a continuar sus juegos en las terrazas inferiores, que Tut no gustaba de frecuentar desde su accidente. Evidentemente no podía ir con ellos si mi luz no me daba permiso.
—¡Bah! Vayamos a ver qué descubrimos por ahí.
Y nos perdíamos por las innumerables estancias del palacio o la residencia, hasta el anochecer.
El anochecer era el momento preferido de Tut, que se guardaba de decírselo a su padre, pues éste se enfadaría mucho y le tacharía de hereje. Los días que había alguna fiesta o recepción (que eran mayoría) resultaban especialmente dichosos para él, que encontraba la misma felicidad cuando pasaba inadvertido en su escondite, que yo en mis paseos por el río.
Había días que pasábamos la tarde entera buscando el mejor escondrijo para acceder a las mejores conversaciones o los mejores puestos de vigía donde poder tener la mejor panorámica. No podría expresar cuánto disfrutaba Tut mirando a las damas rivalizar en riqueza y ostentación, que (generalmente) no en belleza, ya que no podían competir con Nefertiti, que iluminaba la sala de noche, como su esposo de día.
Jugábamos a adivinar qué posición ocupaba cada personaje en la sociedad. Yo suspiraba de rabia cuando veía a los antiguos sacerdotes de Amón, que habían mantenido su poder en el escalafón social a costa de declarar su adhesión a Atón y su renuncia a Amón, pero bien me constaba que ni su adhesión ni mucho menos su renuncia eran sinceras, y que eran gobernados en la sombra por el sumo sacerdote, que jamás había renunciado y por tanto debía permanecer en Tebas.
Nos doblábamos de risa cuando algún dignatario extranjero hacía su entrada con sus mejores galas, lo que para nosotros era cómicamente ridículo, aunque nadie más se reía. La tónica era cubrirse con capas de gruesas pieles, pesados ropajes y enormes joyas que les hacían sudar como si se cocieran al vapor, y algunos incluso llegaban a caerse desmayados, y nuestras disimuladas carcajadas histéricas se ahogaban entre los murmullos de desaprobación.
Escogíamos la dama que más nos gustaba, e incluso jugábamos a reconocer la que más estimábamos que gustaría al otro, tan bien nos conocíamos. La mía solía ser humilde en porte, traje y joyas, de facciones limpias y andar respetuoso, aunque erguido. La de Tut, exótica y morbosa, con carácter. Le encantaban las princesas extranjeras, a las que miraba con superioridad, casi con desdén. Ni que decir tiene que encontraba bellísimas las que a mí me parecían animales dignos de enjaular, y las que a mí me gustaban eran campesinas vulgares para Tut. Cuando intercambiábamos estos comentarios, lejos de enfadarnos, nos moríamos de la risa.
Aquel día nos aventuramos por las estancias administrativas de palacio, donde tenían sus despachos los sirvientes y funcionarios de más confianza de los reyes.
Tut tenía mucho cuidado, porque nuestras andanzas eran ya famosas y a nadie le agradaba tener un pequeño espía cerca, sobre todo en tiempos tan inciertos.
Una de las estrategias de Tut era escondernos cuando la sala estaba aún vacía y esperar pacientemente a que llegara alguien, ya que al estar sobre aviso, resultaba imposible entrar en una estancia donde ya hubiese alguien reunido, a no ser que fuera el gran Salón Real. Nos ocultábamos detrás de unos muebles que antes habíamos movido para que resultasen mejor parapeto.
Tut siempre decía que era más divertido que pescar un inútil bicho que no valía para nada, cuando la comida de palacio era mil veces mejor que los insípidos pescados.
Aquel día la espera fue aburrida, pero cuando ya nos dábamos por vencidos, escuchamos unos pasos. Tut tembló de la excitación. Yo siempre experimentaba un sentimiento de culpabilidad y rezaba una pequeña oración a Maat para ofrecerle nuestras excusas. Al fin, dos personas entraron y cerraron tras de sí con cuidado. Evidentemente se escondían para hablar libremente.
Cuando nos atrevimos a mirar, abrimos los ojos de excitación. ¡Habíamos pescado buenos peces! Nada menos que el primer cortesano real Parennenfer y el jefe de los médicos, Pentu.
—La enfermedad se está agravando y no conozco el remedio que la cure —decía éste—. Los ataques se irán haciendo más frecuentes y de mayor fuerza. Los canales de la sangre se le rompen por dentro, aunque su cuerpo aún es fuerte, pero se irá debilitando y el cuerpo y su energía, tarde o temprano, no podrán reparar lo que un ataque fuerte rompa, y su sangre se liberará dentro de él, lo que le matará.
—Pero ¿puedes retrasar su avance?
—Sí, pero no por mucho tiempo. Quería hablar contigo antes que con nadie. Somos amigos.
—Gracias. Has hecho bien. ¿Cuánto tiempo estimas que le queda?
—Un año. Tal vez dos.
Observé el semblante del bueno de Pentu. Era una persona afable y un gran profesional de la medicina, estricto y sabio, además de un gran amigo del Faraón y seguidor de su doctrina. Había lágrimas en sus ojos ojerosos.
—No puedo evitar reprocharme no poder hacer nada más.
—Es el hijo de Atón, y objeto de su voluntad, como todos nosotros.
—Sí, aunque no le favorezca mucho.
Dimos un respingo, como Parennenfer.
—¿Y eso?
—No es un buen momento, y tampoco lo será en los próximos años. El joven Tut no está preparado para la responsabilidad y aunque la Gran Esposa Real sí lo está, dudo que pueda con el empuje de los Oscuros.
—Tal día habrá una desbandada en la ciudad. —Parennenfer agarró a Pentu por los brazos—. ¿Qué debemos hacer? Yo no soy tan inteligente como tú. Si los Oscuros se hacen con el poder no tendremos muchas opciones. Tendremos que escapar.
Pentu se zafó del medio abrazo.
—¡No puedo creer lo que oigo! No sólo es tu Faraón, Paren, es tu Dios. ¡No puedes abandonarlos a ambos!
Parennenfer se masajeó la cabeza con sus enormes manos.
—Lo sé. Tienes razón una vez más. Perdona mi debilidad. Nunca os dejaría. Es sólo que yo no tengo tu fe.
Ahora fue Pentu el que abrazó a su amigo.
—No te disculpes. Eres un buen hombre. Cuando llegue el momento escucha a tu kha y haz lo que te dicte. Yo no te reprocharía que huyeras, aunque ten por seguro que yo no lo haré.
—¿Y a quién se lo decimos?
—¿Aparte de Nefertiti? Podemos contar con Ay.
—¿Y su hermana, la madre de Akh?
Pentu se estremeció.
—¿La vieja Tiye? ¡Ni pensarlo! No he conocido mujer más colérica. Se opuso con firmeza al progreso de Atón en su día, aunque pareció aceptarlo. Incluso el Faraón llegó a pensar si no tuvo parte en el atentado fallido de los Oscuros, que provocó la caída de Amón. Le procuró a Nefertiti para controlarle, pero le salió mal. —Ambos rieron—. Si se entera, no permanecerá quieta, y con ella nunca se sabe de qué lado está. Además, tiene sus propias fuentes de información, incluso entre mis propios médicos, así que cuenta con que lo saben ya, tanto ella como los Oscuros.
—Debemos ser cautos.
—Sí. He enviado a los médicos a los hospitales y sólo me he quedado con Mamut, que es de confianza, para que atienda a la familia real, y yo me voy a dedicar en exclusiva a Akh. Nadie tendrá acceso a mis estancias y mis medicinas. No quiero ni pensar que un remedio mío sea adulterado y le cause la muerte.
—Vayamos a hablar pues con la Reina.
Y se fueron.
Tut se quedó quieto, asimilando la información. Yo estaba al borde del llanto, pues el Faraón era lo más parecido a un padre que jamás hubiera tenido, y como tal le amaba. Pensé que Tut se hallaba en igual trance e intenté abrazarle, pero se desasió con rabia.
—¿Por qué dice ese estúpido médico que no estoy preparado?
Le miré fijamente. No podía creer que pensara en aquello. No pude contenerme.
—¡Tut! ¿Es que no has oído nada? ¡Tu padre se muere!
—¡Y están conspirando para evitar mi sucesión! ¡Esos sirvientes imbéciles! ¡No saben contra quién luchan!
—¡Tut!
—No te preocupes, Pi. Dos años es mucho tiempo para pensar.
Yo le seguí, sorbiéndome las lágrimas.
Aquella noche pensé que no podía hacer nada sino rezar para que el último ataque se retardase lo máximo posible, y seguir disfrutando de la vida regalada que la familia real me daba, exactamente como le había dicho el Faraón a su hijo, mi luz.
Y me dediqué a ser feliz e ignorar las perlas que de vez en cuando lanzaba Tut al aire.
* * *
Así, las semanas y los meses pasaron en un suspiro, y apenas si me detuve a pensar lo feliz que era y que tal estado se podía torcer como el tallo seco de un papiro.