III

El año en que Chris cumplió los doce, Jason y Thelma compraron una casa de recreo en Monterrey, desde la cual se dominaba la costa más bella del mundo, e insistieron en que Laura, Stefan y Chris pasaran con ellos el mes de agosto, en un intervalo entre proyectos cinematográficos. En la península de Monterrey, las mañanas eran frescas y brumosas; los días templados y claros, y las noches, francamente frías a pesar de la estación; un clima que daba vigor.

El segundo viernes del mes, Stefan y Chris fueron con Jason a dar un paseo por la playa. En unas rocas, no lejos de la costa, irnos leones marinos tomaban el sol y gruñían ruidosamente. Los turistas aparcaban sus coches como podían en la carretera que conducía a la playa; se aventuraban en la arena para tomar fotografías de aquellas «focas» —como ellos la llamaban— adoradoras del sol.

—Cada año hay más turistas extranjeros —dijo Jason—. Es una invasión regular. Notaréis que la mayoría son japoneses, alemanes o rusos. Hace menos de medio siglo que hicimos la guerra más grande de la Historia contra los tres, y ahora todos prosperan más que nosotros. Aparatos electrónicos y coches japoneses, coches y ordenadores rusos, coches y maquinaria de alta calidad alemanes… Por Dios, Stefan, creo que los americanos tratamos con frecuencia a nuestros enemigos mejor que a nuestros viejos amigos.

Stefan se detuvo para mirar los leones marinos que habían llamado la atención de los turistas, y pensó en el error que había cometido en su reunión con Winston Churchill.

Pero dígame al menos una cosa, me muero de curiosidad. Veamos…, por ejemplo, ¿qué harán los soviéticos después de la guerra?

El viejo zorro había hablado de manera tan natural, como si la pregunta se le hubiese ocurrido por casualidad, del mismo modo que habría podido preguntar si el corte de los trajes masculinos cambiaría en el futuro, cuando, en realidad, su pregunta había sido calculada y la respuesta tenía gran interés para él. Basándose en lo que Stefan le había dicho, Churchill había incitado a los aliados occidentales a seguir luchando en Europa después de que fueron derrotados los alemanes. Empleando las tierras que los rusos se habían apropiado en Europa oriental como excusa para volverse contra ellos, los otros aliados habían luchado contra los rusos, empujándole hacia su país y, en definitiva, derrotándoles completamente; en realidad, durante toda la guerra contra Alemania, los soviéticos habían sido abastecidos de armas y suministros por los Estados Unidos, y cuando este apoyo les fue retirado se derrumbaron en pocos meses. A fin de cuentas, habían quedado agotados después de la guerra contra su antiguo aliado: Hitler. Ahora, el mundo moderno era muy diferente de lo que el destino había pretendido, y todo porque Stefan había contestado la única pregunta de Churchill.

A diferencia de Jason, Thelma, Laura o Chris, Stefan era un hombre fuera del tiempo, un hombre para quien esta época no era la que le correspondía; los años transcurridos desde las grandes guerras eran su futuro, mientras que estos años pertenecían al pasado de aquellas otras personas; por consiguiente, recordaba tanto el futuro que había sido antaño como el futuro que ahora había venido a sustituir al viejo. En cambio, ellos no podían recordar un mundo diferente a este, en que no había grandes potencias hostiles entre ellas, en que ningún gran arsenal nuclear esperaba ser lanzado, en que la democracia florecía incluso en Rusia, donde había abundancia y paz.

El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto. Pero a veces, afortunadamente, fracasa.

Laura y Thelma permanecían en unas mecedoras en el porche, observando cómo los hombres se dirigían hacia el mar y después hacia el Norte a lo largo de la playa, hasta perderse de vista.

—¿Eres feliz con él Shane?

—Es un hombre melancólico.

—Pero encantador.

—Nunca será como Danny.

—Pero Danny se fue.

Laura asintió con la cabeza. Se mecieron las dos.

—Dice que yo le redimí —dijo Laura.

—¿Quieres decir como los cupones para comestibles?

Por fin, Laura dijo:

—Le amo.

—Lo sé —dijo Thelma.

—Pensé que nunca volverla… Quiero decir que nunca amaría a un hombre de esta manera.

—¿De qué manera, Shane? ¿Estás hablando de alguna nueva posición retorcida? Te estás acercando a la edad madura, Shane; tendrás cuarenta años antes de que pasen muchas lunas; por consiguiente, ¿no es hora de que reformes tus costumbres libidinosas?

—Eres incorregible.

—Trato de serlo.

—¿Y tú, Thelma? ¿Eres feliz?

Thelma se dio unas palmadas en el abultado vientre. Estaba embarazada de siete meses.

—Muy feliz, Shane. ¿Te dije que…, tal vez serán mellizos?

—Me lo dijiste.

—Mellizos —dijo Thelma, como si la perspectiva la pasmase—. Piensa en lo contenta que habría estado Ruthie.

Mellizos.

«El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto, —pensó Laura—. Y a veces, afortunadamente, lo consigue».

Guardaron un rato de amigable silencio, respirando el saludable aire marino, escuchando el suave respiro del viento entre los pinos y los cipreses de Monterrey.

Al cabo de un rato, Thelma dijo:

—¿Recuerdas aquel día que fui a tu casa en la montaña y estabas haciendo prácticas de tiro en el jardín de atrás?

—Lo recuerdo.

—Acribillando aquellas siluetas humanas. Gruñendo, desafiando al mundo, con armas escondidas en todas partes. Aquel día me dijiste que pasarías la vida soportando los golpes del destino, pero que ya no ibas a soportarlos más, ibas a luchar por proteger el tuyo. Aquel día estabas muy irritada, Shane, y muy amargada.

—Sí.

—Ahora, sé que todavía eres resistente. Y sé que todavía eres una luchadora. El mundo aún está lleno de muerte y tragedia. Pero a pesar de todo esto, por alguna razón, ya no estás amargada.

—No.

—¿Me confías el secreto?

—He aprendido la tercera gran lección, eso es todo. De pequeña, aprendí a soportar. Después de la muerte de Danny, aprendí a luchar. Ahora, sin dejar de ser lo que era, he aprendido también a aceptar. El destino existe.

—Eso parece una gansada oriental-místico-trascendental, Shane. ¡Caray! «El destino existe». Ahora me pedirás que cante una mantra y me contemple el ombligo.

—Hinchada como estás con los mellizos —dijo Laura— ni siquiera puedes vértelo.

—Oh, sí puedo, mediante un juego de espejos.

Laura se echó a reír.

—Te quiero, Thelma.

—Te quiero, hermanita.

Siguieron meciéndose.

Allá abajo, en la playa, estaba subiendo la marea.