II

Durante aquel año, Stefan Krieger añoró terriblemente a Laura y a Chris, pero la vida en la mansión de Gaines, en Beverly Hills, no era en modo alguno dura. Las habitaciones eran soberbias; la comida, deliciosa. Jason disfrutaba enseñándole cómo podían manipularse las películas en sus estudios, y Thelma era infaliblemente divertida.

—Escucha, Krieger —dijo un día de verano, junto a la piscina—. Tal vez preferirías estar con ellos, puede que te estés cansando de esconderte aquí, pero considera la alternativa. Podrías verte atascado en tu propia época, cuando no había bolsas de plástico para la basura, ni «Pop Tarts», ni ropa interior «Day-Glo», ni películas de Thelma Ackerson, ni reposiciones de La isla de Gilligan. Dime si no es una bendición que te encuentres en esta era ilustrada.

—Sólo es que… —Se quedó mirando durante un rato las manchas de sol sobre el agua con olor a cloro—. Bueno, temo que durante este año de separación, estoy perdiendo las pocas posibilidades que podía tener de conquistarla.

—Nunca podrías conquistarla, Herr Krieger. Ella no es como uno de esos juegos contenedores de cereales que se rifan en una reunión «Tupper Ware». Una mujer como Laura no se deja conquistar. Decide cuándo quiere entregarse, y eso es todo.

—No eres muy alentadora.

—Alentar no es mi oficio.

—Lo sé…

—… mi oficio…

—… sí, sí…

—… es la comida. Aunque, con mi devastador aspecto, probablemente tendría el mismo éxito como prostituta ambulante al menos en los remotos campamentos de leñadores.

Laura y Chris fueron a pasar la Navidad a la casa de Gaine, y el regalo de ella para Stefan fue una nueva identidad. Aunque vigilada de bastante cerca por ciertas autoridades durante la mayor parte del año, había conseguido, por medio de terceras personas, hacerse con una licencia de conducir, un carnet de la Seguridad Social, tarjetas de crédito y un pasaporte a nombre de Stefan Krieger. Se lo regaló la mañana de Navidad, en una caja de Neiman-Marcus.

—Todos los documentos son válidos. En El río sin fin, dos de mis personajes están huyendo y necesitan nuevos documentos de identidad…

—Sí —dijo Stefan—, lo he leído. Tres veces.

—¿Tres veces el mismo libro? —dijo Jason. Todos estaban sentados alrededor del árbol de Navidad, comiendo golosinas y bebiendo cacao, y Jason parecía más animado que nunca—. Laura, ten cuidado con ese hombre. Me parece un obsesivo compulsivo.

—Bueno —dijo Thelma—, para vosotros, los tipos de Hollywood, alguien que lee cualquier libro, aunque sólo sea una vez, es considerado un gran intelectual o un psicópata. Y ahora, Laura, ¿cómo conseguiste todos esos documentos falsos que parecen legítimos?

—No son falsos —dijo Chris—. Son verdaderos.

—Tienes razón —dijo Laura—. El permiso de conducir y todo lo demás consta en los archivos oficiales. Mientras estudiaba para escribir El río sin fin, tuve que descubrir qué se hacía para obtener una nueva identidad sólida, y encontré a un hombre muy interesante en San Francisco, que dirige una verdadera industria de documentos desde el sótano de un club de topless

—¿No tiene tejado? —preguntó Chris.

Laura revolvió los cabellos del chico y dijo:

—En todo caso, Stefan, si buscas más en esa caja, encontrarás también un par de talonarios. He abierto cuentas a tu nombre en el «Security Pacific Bank» y en «Great Western Savings».

Él protestó:

—No puedo aceptar dinero tuyo. No puedo.

—Tú me salvaste de una silla de ruedas, me has salvado varias veces la vida, ¿y yo no puedo darte dinero si me apetece? Thelma, ¿es que está mal de la cabeza?

—Es un hombre —respondió Thelma.

—Creo que eso lo explica todo.

—Velludos, neandertálicos —dijo Thelma—, siempre medio enloquecidos por dosis excesivas de testosterona, atormentados por recuerdos raciales de la gloria perdida en las cacerías de mamuts; todos iguales.

—Hombres —dijo Laura.

—Hombres —dijo Thelma.

Para sorpresa suya, y casi contra su voluntad, Stefan Krieger sintió que parte de la oscuridad empezaba a desvanecerse en su interior y que la luz encontraba un cristal para alumbrar a través de él su corazón.

A finales de febrero del año siguiente, trece meses después de los sucesos en el desierto de Palm Springs, Laura le sugirió que viniese a vivir con ella y Chris en la casa próxima a Big Bear. Él fue al día siguiente, conduciendo un flamante coche deportivo ruso que había comprado con parte del dinero que ella le había dado.

Durante los siete meses siguientes, durmió en el cuarto de invitados. Todas las noches. No necesitaba más. Estar con ellos, día tras día, ser aceptado por ellos, compartir su vida, fue todo el amor que recibió durante un tiempo.

A mediados de setiembre, veinte meses después de haber aparecido ante la puerta de ella con un orificio de bala en el pecho, ella le invitó a compartir su cama. Tres noches después tuvo el valor de aceptar la invitación.