I

Más de una hora después, cuando la Policía se dirigió hacia el Norte partiendo del lugar en donde había sido atacado con una metralleta el conductor del coche patrulla en la carretera 111, cuando encontraron el «Toyota» acribillado a balazos y vieron sangre sobre la arena y el esquisto próximo al borde del barranco, cuando vieron la «Uzi» tirada y a Laura y a Chris saliendo trabajosamente del canal cerca del «Buick» con las placas del «Nissan», esperaron encontrar la zona inmediata llena de cadáveres, y no se equivocaron. Los tres primeros estaban en el fondo del barranco cercano, y el cuarto se encontraba en un afluente lejano al que les encaminó la fatigada mujer.

En los días que siguieron, Laura pareció dispuesta a colaborar plenamente con las autoridades locales, estatales y federales; sin embargo, nadie quedó convencido de que dijese toda la verdad. Los traficantes de drogas que habían matado a su marido hacía un año, les dijo, por fin habían enviado a asesinos a sueldo tras ella, porque sin duda tenían miedo de que les identificase. Habían atacado con tal fuerza su casa cerca de Big Bear y habían sido tan implacables, que había tenido que huir, y no había acudido a la Policía porque no creía que las autoridades pudiesen protegerles eficazmente a ella y a su hijo. Había ido de un lado para otro durante quince días, desde el ataque con metralletas en la noche del 10 de enero, primer aniversario de la muerte de su marido; a pesar de todas las precauciones que había tomado, los pistoleros la encontraron en Palm Springs, fueron tras ella por la carretera 111, la obligaron a adentrarse en el desierto y la persiguieron a pie en los barrancos, hasta que por fin pudo más que ellos.

Esta historia —una mujer que había liquidado a cuatro pistoleros expertos, además, como mínimo, de otro cuya cabeza había sido encontrada en el callejón de detrás de la casa de Brenkshaw— habría sido increíble de no haber demostrado ella que era una soberbia tiradora, buena conocedora de las artes marciales y dueña de un arsenal de armas ilegales que habrían sido envidiadas por algunos países del Tercer Mundo. Durante el interrogatorio para determinar cómo había obtenido las «Uzi» ilegalmente modificadas y un gas letal guardado bajo llave por el Ejército, Laura dijo:

—Escribo novelas. La investigación es parte importante de mi trabajo. He aprendido a descubrir lo que quiero saber y a obtener todo lo que necesito.

A continuación delató a Fat Jack, y al registrar su «Pizza Party Palace» hallaron todo lo que ella había dicho que encontrarían.

—No le guardo rencor —dijo Fat Jack a la Prensa al ser detenido—. No me debe nada. Ninguno de nosotros debe nada a nadie que no quiera deberle. Soy anarquista y me gustan las tías como ella. Además, no iré a la cárcel. Estoy demasiado gordo, me moriría, sería un castigo cruel y excepcional.

Laura no les diría el nombre del hombre que había llevado a la casa de Cárter Brenskhaw a primeras horas de la mañana del 11 de enero, el hombre cuya herida de bala había tratado el médico. Sólo diría que era un buen amigo que estaba con ella en la casa cercana a Big Bear cuando los pistoleros habían atacado. Insistió en que era un inocente espectador cuya vida se vería arruinada si le envolvía en este sórdido asunto, y dio a entender que era un hombre casado con el que había tenido una aventura. Se estaba recobrando bien de la herida de bala, y ya había sufrido bastante.

Las autoridades le apretaron de firme sobre la cuestión de su anónimo amante, pero Laura no dio el brazo a torcer, y no podían ejercer demasiada presión sobre ella, ya que estaba en condiciones de requerir los servicios del mejor abogado del país. Nunca creyeron su afirmación de que el hombre misterioso era su amante. Hubo que investigar poco para saber que su marido, muerto hacía solamente un año, había estado extraordinariamente unido a Laura y que ella no se había recobrado lo bastante de su pérdida para convencer a alguien de que era capaz de tener una aventura a la sombra del recuerdo de Danny Packard.

No, no pudo explicar por qué ninguno de los pistoleros muertos llevaba documentos de identidad, ni por qué vestían todos de una manera idéntica, ni por qué no habían ido en coche propio y se habían visto obligados a robar uno a dos mujeres delante de una iglesia, ni por qué se habían asustado tanto en Palm Springs que habían matado allí a un policía. La carne abdominal de dos de los cadáveres tenía señales de lo que parecía ser una especie de braguero muy ajustado; sin embargo, ninguno lo llevaba y ella tampoco sabía nada al respecto. ¿Quién sabía, preguntó, las razones que tenían hombres como aquellos para su comportamiento antisocial? Era un misterio que los mejores criminólogos y sociólogos no podían explicar. Y si todos estos expertos no podían arrojar alguna luz sobre las más profundas y verdaderas razones de tales actitudes sociopáticas, ¿cómo podían esperar que ella diese respuesta al misterio más vulgar, pero también más extraño, de la desaparición de los bragueros? Enfrentada a las mujeres cuyo «Toyota» había sido robado y que sostenían que los pistoleros eran ángeles, Laura Shane las escuchó con evidente interés, incluso con fascinación, pero después preguntó a los policías si iban a hacerle escuchar las majaderías de todos los chiflados que se interesaban en su caso.

Era de granito.

Era de hierro.

Era de acero.

No había quien la doblegase. Las autoridades la martillearon tan implacablemente y con tanta fuerza, como habría manejado el dios Thor su martillo Mjollnir, pero inútilmente. Después de varios días, estaban irritados con ella. Después de varias semanas, furiosos. Después de tres meses, la aborrecían y querían castigarla, por no temblar de miedo ante su poder. Al cabo de seis meses, se encontraban cansados. Al cabo de diez meses, estaban aburridos. Al cabo de un año, se obligaron ellos mismos a olvidarla.

Mientras tanto, como era natural, habían visto a su hijo, Chris, un punto flaco. No le habían presionado como a ella, prefiriendo emplear un falso afecto, astucia, trucos y engaños para que el muchacho hiciese las revelaciones que su madre se negaba a realizar. Sin embargo, cuando le interrogaron sobre el herido desaparecido, les habló de Indiana Jones y Luke Skywalker y Han Solo. Cuando trataron de sonsacarle algunos detalles de los sucesos en los barrancos, les contó todo lo referente a Sir Tommy Toad, servidor de la reina, que tenía alquilada una habitación en su casa. Cuando pretendieron tener al menos un indicio del lugar donde su madre y él habían estado escondidos (así como de lo que habían hecho) durante los catorce días, entre el 10 y el 25 de enero, el muchacho les dijo:

—Dormí durante todo el tiempo, estaba en coma, creo que tenía paludismo, y ahora tengo amnesia, como la que sufrió el coyote Willy aquella vez en que el Correcaminos le engañó haciendo que dejase caer una piedra sobre su propia cabeza. —Y después, contrariado por la incapacidad de los policías para captar lo que quería decirles, añadió—: Estas son cuestiones de familia. ¿No saben lo que son cuestiones de familia? Yo sólo hablo de esto con mi mamá, pues a los demás no les importa. Si uno empieza a hablar de asuntos de familia con desconocidos, pronto se sabe por dónde va cuando quiere ir a casa.

Para complicar más las cosas a las autoridades, Laura Shane se disculpó públicamente con todos aquellos de cuyos bienes se había apropiado o a los que había causado daño en el curso de sus intentos de escapar de los asesinos a sueldo que la perseguían. A la familia de cuyo «Buick» se había adueñado, les regaló un «Cadillac» nuevo. Al hombre a quien había quitado las placas de matrícula de su «Nissan», le regaló un «Nissan» nuevo. En todos los casos, su restitución fue excesiva y se ganó nuevos amigos.

Sus viejas novelas fueron reeditadas repetidas veces, y algunas de ellas reaparecieron en las listas de best sellers en rústica, años después de su éxito original. Los grandes estudios cinematográficos se disputaron los pocos derechos que aún no habían sido cedidos para versiones filmadas. Circularon rumores, tal vez fomentados por su propio agente, pero probablemente verídicos, en el sentido de que las editoriales competían en ofrecerle un adelanto récord por su próxima novela.