XXVI

Ya cuando caía al suelo, Laura supo que su espina dorsal había sido cortada o rota por una de las balas, pues no sentía el menor dolor ni sensación alguna en cualquier parte de su cuerpo más abajo del cuello.

El fuego cesó.

Laura podía mover únicamente la cabeza, y sólo lo bastante como para volverla y ver a Chris de pie delante del «Buick», paralizado por el terror, como lo estaba ella por la bala que le había roto la espina dorsal. Más allá del chico, corriendo hacia ellos desde el Norte y sólo a quince metros de distancia, había un hombre con gafas de sol, camisa blanca y pantalón negro; empuñaba una metralleta.

—Chris —dijo, roncamente—, ¡corre! ¡Corre!

Él contrajo el semblante en una expresión del más puro dolor, como si supiese que ella iba a morir. Luego, corrió con toda la rapidez que le permitían sus pequeñas piernas hacia el Este, en dirección al desierto, y fue lo bastante listo para hacerlo en zigzag y ofrecer el menor blanco posible.

Laura vio cómo el asesino levantaba la metralleta.

En el laboratorio principal, Stefan abrió el panel sobre goznes que cubría el registro automático de los viajes.

Un carrete de papel de cinco centímetros de anchura indicaba que los usos de esta noche de la puerta incluían un viaje al 10 de enero de 1988, que era el que había hecho Heinrich Kokoschka a San Bernardino, cuando había matado a Danny Packard. La cinta registraba además ocho viajes al año 6.000.000.000: los cinco hombres y tres paquetes de animales de laboratorio. También constaban los propios viajes de Stefan: el 20 de marzo de 1944, con la latitud y la longitud del refugio a prueba de bombas cerca de St. Jame’s Park, en Londres; al 21 de marzo de 1944, con la longitud y la latitud exactas del búnker de Hitler, y el destino del viaje que acababa de programar pero que no había hecho todavía: Palm Springs, 25 de enero de 1989. Arrancó el trozo de cinta, se lo metió en el bolsillo y rebobinó el papel en blanco. Había dispuesto ya los relojes del tablero de programación, de manera que volviesen a cero cuando él cruzase la puerta. Los del Instituto se darían cuenta de que alguien había manipulado el registro, pero pensarían que habían sido Kokoschka y los otros desertores para borrar su pista.

Cerró el panel y sujetó la mochila con los libros de Churchill. Pasó la correa de la «Uzi» por encima del hombro y tomó del banco del laboratorio la pistola provista de silenciador. Observó rápidamente la habitación para ver si había olvidado algo que pudiese delatar su presencia allí esa noche. Los cálculos del «IBM» estaban de nuevo doblados y guardados en los bolsillos de sus vaqueros. El cilindro «Vexxon» había sido enviado hacía tiempo a un futuro donde el sol estaba muerto o agonizando. Por lo que podía ver, no había descuidado nada.

Entró en la puerta y se acercó al punto de transmisión con más esperanza de la que se había atrevido a tener en muchos años. Había sido capaz de asegurarse de la destrucción del Instituto y de la derrota de la Alemania nazi gracias a una serie de manipulaciones maquiavélicas del tiempo y las personas; por consiguiente, él y Laura serían capaces de vérselas con aquel único equipo de pistoleros de la SS que estaban en alguna parte de Palm Springs en 1989.

Mientras yacía paralizada sobre el esquisto del desierto, Laura gritó:

—¡No!

La palabra sonó como un murmullo, ya que no tenía fuerza ni aliento para gritar más fuerte.

La metralleta abrió fuego contra Chris y, por un momento, Laura estuvo segura de que el muchacho se pondría fuera de su alcance, lo cual desde luego era una última y desesperada fantasía, porque él no era más que un niño pequeño, de piernas cortas, y estaba sobradamente a tiro cuando las balas le encontraron, trazando un dibujo en el centro de su frágil espalda, derribándole sobre la arena, donde yació inmóvil y manando sangre.

Todo el dolor que no había sentido su cuerpo acribillado había sido como un pinchazo de aguja comparado con la angustia que se apoderó de Laura al ver el cuerpo sin vida de su hijito. En todas las tragedias de su vida, no había sentido un dolor que pudiese compararse a este. Era como si todas las pérdidas que había experimentado —la madre a la que nunca había conocido, su amoroso padre, Nina Dockweiler, la gentil Ruthie y Danny, por quien se habría sacrificado de buen grado— se manifestasen de nuevo en esta nueva brutalidad que le hacía sufrir el destino, y de este modo, no sólo sentía el terrible dolor por la muerte de Chris, sino también la horrible angustia de todas las muertes que la habían precedido. Yacía paralizada e insensible, pero atormentada, espiritualmente lacerada, destrozada al menos emocionalmente en la odiosa rueda del destino, incapaz de ser valiente, incapaz de esperar, indiferente a todo. Su hijo estaba muerto. Había fracasado en su intento de salvarle, y con él había muerto toda perspectiva de dicha. Se sentía horriblemente sola en un Universo frío y hostil, y lo único que esperaba ahora era la muerte, el vacío, la nada infinita, y poner fin a toda pérdida y todo dolor.

Vio que el pistolero se acercaba a ella.

—Mátame —dijo—, mátame por favor, acaba conmigo.

Pero su voz era tan débil que él probablemente no la oyó.

¿Por qué había tenido que vivir? ¿De qué habían servido todas las tragedias que había tenido que soportar? ¿Por qué había sufrido y seguido viviendo, si todo tenía que terminar de esta manera? ¿Qué conciencia cruel estaba detrás de la actividad del Universo, que podía obligarla a luchar en una vida angustiada que, en definitiva, parecía no tener un significado o un objetivo?

Christopher Robin estaba muerto.

Sintió que lágrimas cálidas rodaban por su cara, pero era todo lo que podía sentir físicamente: esto y la dureza del esquisto contra el lado derecho de su cara.

En unas pocas zancadas, el pistolero llegó junto a Laura, se irguió y le dio una patada en el costado. Ella supo que le había dado una patada, pues estaba mirando su cuerpo inmóvil y vio cómo la bota golpeaba a sus costillas, pero no sintió nada en absoluto.

—Mátame —murmuró.

De pronto le aterrorizó que el destino tratase fielmente de reafirmar la pauta preestablecida, en cuyo caso le sería permitido vivir, pero sólo en la silla de ruedas de la que Stefan la había salvado cuando había frustrado las circunstancias ordenadas de su nacimiento. Chris era el hijo que nunca había figurado en los planes del destino, y ahora había desaparecido de la existencia. Sin embargo, tal vez ella no fuese eliminada, pues su destino era vivir como una inválida. Ahora tuvo una visión de futuro: viva, parapléjica o cuadripléjica, confinada en una silla de ruedas, pero atrapada en algo todavía mucho peor; atrapada en una vida de tragedia, de recuerdos amargos, de dolor infinito, de insoportable añoranza de su hijo, de su marido, de su padre y de todos los otros que había perdido.

—Oh, Dios, por favor, mátame, por favor.

Plantado junto a ella, el pistolero sonrió y dijo:

—Bien, yo debo ser el mensajero de Dios. —Rio cruelmente—. En todo caso, responderé a tu plegaria.

Brilló un relámpago y retumbó un trueno en el desierto.

Gracias a los cálculos efectuados por el ordenador, Stefan volvió al punto exacto del desierto desde el que había partido para 1944, exactamente cinco minutos después de que se hubiese marchado. Lo primero que vio a la luz demasiado brillante del desierto fue el cuerpo de Laura y el pistolero de la SS plantado junto a ella. Luego, más allá, vio a Chris.

El pistolero reaccionó al trueno y al relámpago. Empezó a volverse en busca de Stefan.

Este apretó tres veces el botón del cinturón. Inmediatamente aumentó la presión del aire; el olor a cables eléctricos recalentados y a ozono llenó el ambiente.

El asesino de la SS le vio, levantó la metralleta y abrió fuego, al principio al tuntún y después moviendo el cañón para apuntarle directamente.

Antes de que las balas le alcanzasen, Stefan desapareció de 1989 y volvió al Instituto en la noche del 16 de marzo de 1944.

—¡Maldición! —dijo Klietmann cuando Krieger se deslizó ileso en la corriente del tiempo.

Bracher se acercaba corriendo desde el «Toyota» y gritó:

—¡Era él! ¡Era él!

—Sé que era él —dijo Klietmann cuando llegó Bracher—. ¿Quién más podía ser? ¿Cristo en Su segundo advenimiento?

—¿Qué se propone? —dijo Bracher—. ¿Qué está haciendo allí? ¿Dónde ha estado? ¿Qué significa todo esto?

—No lo sé —respondió Klietmann, con irritación. Miró a la mujer gravemente herida y le dijo—: Lo único que sé es que te vio y vio el cadáver de tu hijo, y ni siquiera intentó matarme por lo que os he hecho. Huyó para salvar el pellejo. ¿Qué piensas ahora de tu héroe?

Ella sólo se volvió a pedir que la matasen.

Dando unos pasos atrás, Klietmann dijo:

—Apártese, Bracher.

Bracher se apartó y Klietmann disparó un ráfaga de diez o veinte balas, todas las cuales atravesaron a la mujer, matándola instantáneamente.

—Hubiésemos podido interrogarla —dijo el cabo Bracher— acerca de Krieger, acerca de lo que él estaba haciendo aquí…

—Estaba paralizada —dijo Klietmann, con impaciencia—. No podía sentir nada. Le di una patada en el costado, debí romperle la mitad de sus costillas, y ni siquiera gritó. No se puede torturar a una mujer para sacarle información si no siente el dolor.

16 de marzo de 1944. El Instituto.

Con el corazón palpitando como el martillo de un herrero, Stefan saltó de la puerta y corrió hacia el tablero de programación. Sacó del bolsillo la lista de números obtenidos en el ordenador y la extendió sobre la mesita del programador situada en un hueco de la maquinaria.

Se sentó en la silla, cogió un lápiz y sacó una tablilla del cajón. Le temblaron tanto las manos que dejó caer dos veces el lápiz.

Tenía ya los números que le situarían en aquel desierto cinco minutos después de que lo hubiese abandonado. Podía contar hacia atrás partiendo de estas cifras y encontrar otras que le colocasen en el mismo lugar cuatro minutos y cuarenta y cinco segundos antes, sólo cinco segundos después de haberse separado en principio de Laura y de Chris.

Si su ausencia sólo duraba cinco segundos, los asesinos de la SS todavía no habrían matado a ella y al chico para cuando regresase Stefan. Podía participar en la lucha, y tal vez esto sería suficiente para cambiar el resultado.

Había aprendido las matemáticas necesarias cuando había sido destinado al Instituto en el otoño de 1943. Podía hacer los cálculos. El trabajo no era imposible, porque no tenía que empezar desde el principio; sólo debía modificar los números del ordenador, trabajar hacia atrás unos pocos minutos.

Sin embargo, miraba el papel y no podía pensar, porque Laura estaba muerta y Chris también. Sin ellos, no tenía nada.

Puedes hacerles volver atrás, se dijo. ¡Maldita sea, haz algo! Puedes impedirlo antes de que ocurra.

Puso manos a la obra, trabajando durante casi una hora. Sabía que no era probable que alguien viniese al Instituto a estas horas de la noche y le descubriese, pero varias veces se imaginó que oía pisadas en el vestíbulo de la planta baja, el clic-clic-clic de botas de la SS. En dos ocasiones miró hacia la puerta, medio convencido de que había oído a los cinco hombres muertos volviéndose del año 6.000.000.000 revitalizados de algún modo y viniendo en su busca.

Cuando tuvo los números y los hubo comprobado dos veces, los introdujo en el ordenador. Llevando la metralleta en una mano y la pistola en la otra, subió y cruzó el punto de transmisión…

… y volvió al Instituto.

Se detuvo un momento en la puerta, sorprendido, confuso. Entonces cruzó de nuevo el campo de energía…

… y volvió al Instituto.

La explicación se le presentó con tal fuerza que se dobló hacia delante como si hubiese recibido un puñetazo en el estómago. Ahora no podía ir allí antes, porque ya se había mostrado en aquel lugar cinco minutos después de abandonarlo; si volvía ahora, crearía una situación en la que seguramente se vería llegar él mismo la primera vez. ¡Paradoja! El mecanismo del cosmos no permitiría que un viajero en el tiempo se encontrase a sí mismo en alguna parte de la corriente del tiempo; cuando se intentaba este viaje, invariablemente fracasaba. La Naturaleza rechazaba la paradoja.

Podía oír en su memoria la voz de Chris, en aquella sórdida habitación de motel donde había hablado por primera vez del viaje en el tiempo: «¡Una paradoja! ¿No es esto raro, mamá? ¿No es estupendo?». Y la risa deliciosa y excitada del muchacho.

Pero tenía que haber alguna manera.

Volvió al tablero de programación, dejó las armas sobre la mesa de trabajo y se sentó.

Tenía la frente sudorosa. Se enjugó la cara con la manga de la camisa. Piensa.

Miró la «Uzi» y se preguntó si al menos le podría enviar esto a Laura. Probablemente no. Cuando había vuelto a ella por primera vez, llevaba la metralleta y la pistola, por lo que, si enviaba cualquiera de las armas cuatro minutos y cincuenta y cinco segundos antes, existirían dos veces en el mismo lugar cuando él se mostrase cuatro minutos y cincuenta segundos más tarde. Paradoja.

Empujó las armas a un lado, cogió un lápiz y escribió un breve mensaje en una hoja de papel del bloc: LA SS OS MATARAN A CHRIS Y A TI SI OS QUEDAIS JUNTO AL COCHE. OCULTAOS. Se detuvo, pensando. ¿Dónde podrían ocultarse en aquel desierto llano? Escribió: TAL VEZ EN EL BARRANCO. Arrancó la hoja de papel. Luego, pensándolo mejor, añadió rápidamente: LA SEGUNDA BOMBONA DE «VEXXON». TAMBIÉN ES UN ARMA.

Buscó en los cajones del banco del laboratorio una cubeta de cuello estrecho, pero no las había en aquel laboratorio, donde todos los estudios eran más de electromagnetismo que le química. Salió al pasillo y buscó en otros laboratorios, hasta que encontró lo que necesitaba.

De nuevo en el laboratorio principal, llevando la cubeta con la nota en su interior, entró en la puerta y se acercó al punto de transmisión. Arrojó el objeto a través del campo de energía, como si fuese un náufrago en una isla, arrojando una botella con un mensaje al mar.

No rebotó hacia él.

… pero el breve vacío fue seguido de una fuerte corriente de viento caliente, con el débil olor alcalino del desierto.

De pie al lado de ella, agarrándola con fuerza, entusiasmado por la partida mágica de Stefan, Chris dijo:

—¡Huy! ¿No ha sido estupendo, mamá? ¿No ha sido fantástico?

Ella no le respondió, porque vio un coche blanco que salía de la carretera 111 al suelo del desierto.

Brilló un relámpago, un trueno sacudió el día, sobresaltándola, y una botella de cristal apareció en el aire, cayó a sus pies y se hizo añicos sobre el esquisto, y Laura vio que había habido un papel dentro de ella.

Chris cogió el papel entre los trozo de cristal. Con su acostumbrado aplomo, dijo:

—¡Debe de ser de Stefan!

Ella lo tomó, leyó lo que decía y se dio cuenta de que el coche blanco giraba en su dirección. No comprendía cómo y por qué le había sido enviado este mensaje, pero lo creyó implícitamente. Mientras acababa de leerlo, con el relámpago y el trueno centelleando y retumbando todavía en el cielo, oyó rugir el motor del coche blanco.

Levantó la mirada y vio que el vehículo se les venía encima, al acelerar el conductor. Estaba casi a trescientos metros de distancia, pero se les acercaba a toda la velocidad que permitía el áspero suelo del desierto.

—Chris, coge las dos «Uzi» del coche y reúnete conmigo en el borde del barranco. ¡Date prisa!

Mientras el muchacho corría hacia la puerta abierta del «Buick», Laura se dirigió al portaequipajes, que también estaba abierto. Agarró la bombona de «Vexxon», la levantó y alcanzó a Chris antes de que este llegase al borde del profundo canal abierto por el agua en la roca, y que era un torrente impetuoso durante las avenidas, pero que ahora se hallaba seco.

El coche blanco estaba a menos de ciento cincuenta metros.

—Vamos —dijo ella, conduciéndole hacia el Este a lo largo de la orilla—, tenemos que encontrar una manera de bajar al fondo del barranco.

Las paredes del canal estaban un poco inclinadas hacia el fondo, diez metros más abajo, pero sólo un poco. Habían sido talladas por la erosión, llenadas de pequeños canales verticales que descendían por ellas; algunos de tan sólo escasos centímetros; otros, de un metro o más de anchura. Durante las tormentas, el agua caía desde la superficie del desierto, por aquellos canalillos, al lecho del barranco, donde fluía en caudalosos y fuertes torrentes. En algunos de aquellos regueros, la tierra había sido arrastrada, dejando al descubierto rocas que impedían un rápido descenso, mientras que otros eran parcialmente bloqueados por mezquites que habían arraigado en la pared del barranco.

A poco más de cien metros, el coche pasó a la arena, que, al hundirse los neumáticos en ella, redujo su marcha.

Cuando Laura sólo había caminado veinte metros a lo largo del borde del barranco, descubrió un ancho canal que bajaba directamente hasta el lecho de aquel río seco sin ser obstruido por rocas o mezquites. Básicamente era un tobogán de un metro de ancho por diez de largo, de tierra suavizada por el agua.

Dejó caer la bombona de «Vexxon» y esta se deslizó hasta la mitad del camino sin detenerse.

Tomó una de las «Uzi» de Chris, se volvió hacia el coche que se acercaba, y que ahora estaba a unos setenta y cinco metros, y abrió fuego. Vio que las balas al menos hacían dos agujeros en el parabrisas. El resto del cristal se agrietó.

El coche —ahora pudo ver que se trataba de un «Toyota»— giró, primero en una vuelta completa de trescientos sesenta grados y después noventa grados más, levantando nubes de polvo y aplastando un par de matojos rodantes todavía verdes. Se detuvo a unos cuarenta metros del «Buick», a sesenta de ella y de Chris, apuntando con el morro hacia el Norte. Se abrieron las portezuelas del lado que quedaba a resguardo. Laura comprendió que los ocupantes estaban bajando del coche por donde ella no podía verles, agachándose lo más posible.

Cogió la otra «Uzi» de Chris y dijo:

—Deslízate, pequeño, hasta donde se encuentra la bombona y empújala delante de ti hasta el fondo del barranco.

Él así lo hizo, dejándose llevar por la fuerza de gravedad, pero teniendo que esforzarse un par de veces al frenarle el rozamiento. Era exactamente la clase de diablura que en otras circunstancias habría provocado las iras de una madre, pero por la que ella le aclamaba ahora.

Laura disparó al menos cien balas contra el «Toyota», esperando perforar el depósito de gasolina y que esta se inflamase con una chispa producida por una de las balas, asando a aquellos bastardos agazapados al otro lado. No obstante, vació el cargador sin obtener el resultado deseado.

Cuando dejó de disparar, arremetieron contra ella. Sin embargo, fue lo bastante rápida como para no ofrecerles un buen blanco. Con la segunda «Uzi» sujeta delante de ella con ambas manos, se sentó en el borde del barranco y se deslizó por la pendiente por donde ya había bajado Chris. En pocos segundos llegó al fondo.

Algunos matojos rodantes secos habían caído allí desde el desierto superior. Nudosos maderos, arrastrados hacía tiempo por la corriente desde las lejanas ruinas de alguna vieja cabaña, así como algunas piedras, estaban desparramados en el suelo polvoriento que formaba el lecho del barranco. Ninguna de estas cosas ofrecía un sitio donde ocultarse o protección contra el fuego que pronto sería dirigido contra ellos.

—¿Mamá? —preguntó Chris, como queriendo decir: ¿Qué hacemos ahora?

El barranco debía tener docenas de afluentes que se extendían por el desierto, y muchos de estos afluentes a su vez tendrían otros. La red de drenaje era como un laberinto. No podían ocultarse en ella para siempre, pero tal vez si ponían algunas quebradas entre ellos y sus perseguidores, ganarían tiempo para proyectar una emboscada.

—Corre, muchacho —dijo Laura—. Sigue por el barranco principal, toma el primer ramal que hay a la derecha y espérame allí.

—¿Qué vas a hacer?

—Esperaré a que se asomen sobre el borde —dijo ella, señalando la cima de la pared rocosa— y si puedo, les derribaré. Ahora vete, vete.

El niño echó a correr.

Dejando la bombona de «Vexxon» a la vista, Laura volvió a la pared del barranco por la que se habían deslizado. Sin embargo, eligió un canal vertical diferente; era más profundo y empinado, y estaba obstruido a media altura por un mezquite. Se situó al pie de aquella profunda grieta, confiando en que el arbusto impediría que la viesen desde arriba.

Chris se perdió de vista por el lado este, al doblar la esquina de un afluente del barranco principal.

Un momento más tarde, Laura oyó voces. Esperó, esperó, dándoles tiempo para que pensasen que tanto ella como Chris se habían alejado. Entonces salió del canal erosionando en la pared, se volvió y barrió la cima con una ráfaga de balas.

Cuatro hombres estaban allí, mirando hacia abajo, y mató a los dos primeros, pero el tercero y el cuarto saltaron hacia atrás y desaparecieron antes de que el fuego les alcanzase. Uno de los cadáveres quedó tumbado en lo alto de la pared, con un brazo y una pierna colgando sobre el borde. El otro cayó al fondo del barranco, perdiendo las gafas de sol en el camino.

16 de marzo de 1944. El Instituto.

Cuando la botella con el mensaje no rebotó hacia él, Stefan confió lógicamente en que había llegado a manos de Laura antes de que la matasen, sólo unos segundos después de que él hubiese partido por primera vez hacia 1944.

Ahora volvió a la mesa del programador y empezó a hacer los cálculos que volverían a llevarle al desierto pocos minutos después de su anterior llegada allí. Podría hacer este viaje, porque llegaría después de su anterior y presurosa partida, y no habría posibilidad de encontrarse a sí mismo, no se produciría una paradoja.

Tampoco estos cálculos eran terriblemente difíciles, porque tan sólo necesitaba partir de los números que le había proporcionado el «IBM PC». Aunque sabía que el tiempo que pasaba no transcurría en igual medida en el desierto de 1989, estaba ansioso por reunirse con Laura. A pesar de que ella hubiese seguido el consejo del mensaje, aunque el futuro que él había visto hubiese cambiado y Laura aún estuviese viva, tendría que vérselas con los pistoleros de la SS y necesitaría ayuda.

En cuarenta minutos obtuvo los números que necesitaba, y programó la puerta.

De nuevo abrió el panel del registro de viajes y arrancó la prueba delatora de aquel rollo de papel.

Con la «Uzi» y la pistola, y apretando los dientes al aumentar el dolor del hombro no curado del todo, entró en la puerta.

Cargando con la bombona de «Vexxon» y la «Uzi», Laura se reunión con Chris en el estrecho afluente del canal principal, a unos veinte metros del punto en el que habían descendido. Agachándose en la esquina formada por las dos paredes de tierra, miró hacia atrás en dirección al barranco del que había venido.

En el desierto, uno de los asesinos supervivientes empujó el cadáver que pendía del borde, haciéndolo caer en la honda quebrada, sin duda para ver si ella estaba inmediatamente debajo de ellos y abría fuego. Como no se produjo ningún disparo, los dos supervivientes cobraron confianza. Uno se tendió en el borde con una metralleta, cubriendo al otro, mientras este se deslizaba hasta el fondo. Después, el primer pistolero cubrió el descenso del segundo.

Cuando este se reunió con aquel, Laura salió audazmente de detrás de la esquina y disparó una ráfaga de dos segundos. Ambos perseguidores quedaron tan sorprendidos por su agresividad que no respondieron al fuego, sino que se lanzaron hacia los profundos canales verticales de la pared del barranco buscando refugio allí, tal como había hecho Laura mientras esperaba la oportunidad de disparar contra ellos cuando asomasen en la cima de la hondonada. Sólo uno pudo ponerse a cubierto. Ella había derribado al otro.

Laura retrocedió detrás de la esquina, levantó el cilindro de gas y le dijo a Chris.

—Vamos. Démonos prisa.

Mientras corrían a lo largo del afluente, buscando otro ramal en el laberinto, un relámpago y un trueno sacudieron al cielo azul.

—¡El señor Krieger! —dijo Chris.

Stefan volvió al desierto siete minutos después de haber partido la primera vez para sus encuentros con Churchill y Hitler en 1944, exactamente dos minutos después de su primer retorno, cuando había visto a Laura y a Chris muertos a manos de los pistoleros de la SS. Esta vez no había muertos; únicamente el «Buick», y, el acribillado «Toyota» en una posición diferente.

Esperando que su plan hubiese dado resultado, Stefan corrió hacia el arroyo y a lo largo de su borde, buscando a alguien, fuese amigo o enemigo. Al poco rato vio los tres muertos en el fondo del barranco.

Tenía que haber un cuarto. Ningún equipo de la SS habría estado compuesto de sólo tres hombres. En alguna parte de aquella red de barrancos en zigzag que cruzaban el desierto como una cadena de relámpagos dentados, Laura todavía estaba huyendo del último hombre.

En la pared del barranco, Stefan encontró un canal vertical que ya parecía haber sido utilizado; se quitó de encima la mochila llena de libros y se deslizó hacia el fondo. Mientras bajaba, al rozar su espalda con la tierra, sintió un terrible dolor en el orificio de salida de su herida, que tan sólo había cicatrizado a medias. Al final de la pendiente, cuando se puso en pie, la cabeza le daba vueltas y subió bilis a su garganta.

En alguna parte del laberinto, hacia el Este, se oyó el tableteo de armas automáticas.

Laura se detuvo en la boca de un nuevo afluente y le hizo señas a Chris para que estuviese quieto.

Respirando por la boca abierta, esperó a que el último asesino doblase la esquina del canal que ella acababa de dejar. Incluso en el suelo blando, eran audibles las pisadas presurosas.

Ella se asomó para derribarlo. Pero el hombre era ahora sumamente cauteloso; corría muy agachado. Cuando los disparos de ella le revelaron su posición, cruzó el canal y se ocultó contra la misma pared en la que se abría el nuevo afluente, de modo que Laura sólo podría disparar bien contra él si salía al barranco donde él esperaba.

En realidad, ella lo intentó, arriesgándose, pero cuando disparó una ráfaga de dos segundos, esta duró menos de uno. La «Uzi» escupió sus últimas diez o doce balas, y se calló.

Klietmann oyó que la «Uzi» se había vaciado. Se asomó a mirar desde la grieta en donde se había refugiado y vio que Laura arrojaba el arma, antes de desaparecer en la boca del afluente donde había estado esperándole.

Consideró lo que había visto en el «Buick», arriba, en el desierto: un revólver del «38» sobre el asiento del conductor. Supuso que ella no había tenido tiempo de cogerlo, o que, en su prisa por sacar aquella curiosa bombona del portaequipajes, se había olvidado de él.

Llevaba dos «Uzi», pero ahora ya no le servían. ¿Podía haber tenido dos revólveres y dejado uno en el coche?

Creía que no. Dos metralletas era lógico, porque eran útiles para disparar desde lejos y en diferentes circunstancias. Pero a menos que fuese una tiradora experta, un revólver podía servirle de poca utilidad, salvo muy de cerca, donde sólo necesitase seis proyectiles para hacer frente a su atacante o morir en sus manos. Un segundo revólver sería superfluo.

El nuevo afluente era más estrecho que el anterior, que a su vez era más estrecho que el canal principal. Tenía unos ocho metros de profundidad y sólo tres de anchura en la boca, y se hacía más hondo y la mitad de estrecho al cortar un camino irregular en el suelo desierto. A los cien metros, se acababa.

Allí Laura buscó una salida. Las dos paredes laterales eran demasiado empinadas, blandas y desmoronadizas como para que pudieran escalarse fácilmente, pero la del fondo tenía una inclinación accesible y había en ella muchos mezquites a los que agarrarse. Sin embargo, sabía que tan sólo estarían a mitad de la cuesta cuando los descubriese su perseguidor; suspendidos en aquella tierra alta, resultarían blancos fáciles.

Sería aquí donde tendría que hacer su último intento.

Atrapada en el fondo de esta zanja grande y natural, miró el trozo rectangular de cielo azul y pensó que igual podían haber estado en el fondo de una enorme tumba, en un cementerio donde sólo se enterrasen gigantes.

El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto.

Empujó a Chris detrás de ella, en el extremo del barranco. Delante, podía ver casi quince metros del camino por el que habían venido, a lo largo del canal de metro y medio de anchura, hasta el punto en que torcía a la izquierda. Él aparecería en aquella esquina dentro de uno o dos minutos.

Laura se puso de rodillas, tratando de soltar el seguro de la bombona de «Vexxon». Pero el alambre no estaba simplemente sujeto alrededor del gatillo, sino que había sido enrollado repetidas veces y soldado. No podía desenrollarse; había que cortarlo, y no tenía nada con que hacerlo.

Tal vez una piedra. Una piedra de borde afilado podría cortar el alambre raspándolo repetidamente.

—Busca una piedra —dijo al muchacho en tono apremiante—. Que tenga un borde afilado.

Mientras él revolvía la tierra suave que había sido arrastrada del suelo del desierto por las avenidas, buscando un trozo de pizarra adecuado, ella examinó el aparato automático de relojería de la bombona, que era un segundo medio de soltar el gas. Era sencillo: un disco giratorio calibrado en minutos; si se quería fijar el tiempo en veinte minutos, se hacía girar el disco hasta que el 20 coincidiese con la marca roja del borde de aquel; cuando se apretaba el botón del centro, empezaba la cuenta atrás.

El problema radicaba en que el tiempo mínimo era de cinco minutos. El pistolero daría con ellos mucho antes.

No obstante, puso el disco en el 5 y apretó el botón que ponía en marcha el aparato.

—Toma, mamá —dijo Chris, ofreciéndole un trozo de pizarra que podía servir para lo que ella se proponía.

Aunque el reloj estaba funcionando, Laura puso manos a la obra, aserrando frenéticamente el fuerte y retorcido alambre que impedía el uso manual. Cada pocos segundos, miraba para ver si el asesino les había encontrado, pero el estrecho barranco parecía desierto.

Stefan siguió las huellas de pisadas sobre el blando suelo que formaba el lecho del barranco. No tenía idea de lo lejos que podían estar. Sólo le llevaban unos minutos de ventaja, pero probablemente se movían más de prisa que él, porque el dolor del hombro, el agotamiento y el vértigo le retrasaban. Había desenroscado y tirado el silenciador de la pistola e introducido esta debajo de su cinturón. Sostenía la «Uzi» con ambas manos, a punto para disparar.

Klietmann había tirado sus «Ray-Bans» porque el suelo de los barrancos estaba en sombra en muchos lugares, sobre todo en los afluentes más estrechos, donde las paredes dejaban sólo una estrecha abertura para que entrase la luz del sol.

Sus zapatos «Bally» se habían llenado de arena, por lo que su andar aquí no era más fácil que sobre el esquito del desierto. Finalmente, se detuvo, se descalzó, se quitó los calcetines y continuó descalzo, con lo que andaba mucho mejor.

No seguía a la mujer y al muchacho con la rapidez que hubiese querido, en parte por culpa de los zapatos que había desechado, pero principalmente porque miraba hacia atrás a cada paso que daba. Había visto y oído los recientes relámpagos y truenos; sabía que Krieger debía haber regresado. Es probable que mientras él seguía a la mujer y al muchacho, Krieger le estuviese siguiendo a él. No pretendía convertirse en carnaza para aquel tigre.

Habían pasado dos minutos en el aparato de relojería.

Entretanto, Laura había estado rascando el alambre, al principio con el trozo de pizarra que Chris había encontrado y después con otro que le ofreció cuando el primero se deshizo entre sus dedos. El Gobierno no haría sellos que se pegasen con seguridad en un sobre, no construiría un tanque capaz de cruzar un río a cada intento, no protegería el ambiente ni eliminaría la pobreza, pero sin duda sabía cómo procurarse alambre indestructible. Este debía ser de algún material que habían inventado para las naves espaciales y para el que, en definitiva, habían encontrado usos más terrenos; era el cable que emplearía Dios para sujetar los pilares del mundo.

Tenía los dedos despellejados; el segundo trozo de pizarra se le resbalaba a causa de la sangre, y sólo había cortado la mitad de los hilos del cable cuando el hombre descalzo, de pantalón negro y camisa blanca, dobló la esquina del estrecho barranco, a menos de quince metros de distancia.

Klietmann avanzó con cautela, preguntándose por qué diablos Laura estaba tan atareada con el extintor. ¿Creía realmente que un chorro de niebla química le desorientaría y le protegería de un fuego de metralleta?

¿O era aquel extintor para algo distinto de lo que parecía ser? Desde que había llegado a Palm Springs hacía menos de dos horas, había visto varias cosas que no eran lo que parecían ser. Una curva roja, por ejemplo, no significaba APARCAMIENTO DE EMERGENCIA, como él creía, sino PROHIBIDO APARCAR EN CUALQUIER MOMENTO. ¿Quién podía saberlo? ¿Y quién podía saber a ciencia cierta lo que era aquella bombona con la que estaba trajinando?

Ella le miró y volvió a manipular en el asa del extintor.

Klietmann se deslizó por el estrecho barranco, cuya anchura no permitía ahora siquiera pasar a dos hombres al mismo tiempo. No se acercaría más a ella, mientras no pudiese ver al chico. Si había metido a este en alguna grieta, tendría que obligar a revelar dónde estaba, pues tenía la orden de matarlos a todos: a Krieger, a la mujer y al muchacho. No creía que el niño pudiese ser un peligro para el Reich, pero era incapaz de discutir las órdenes.

Stefan encontró un par de zapatos tirados y un par de calcetines sucios de arena. Antes había encontrado unas gafas de sol.

Nunca había perseguido a un hombre que se fuese desnudando mientras corría y, al principio, le pareció que tenía cierta gracia. Pero entonces pensó en el mundo retratado en las novelas de Laura Shane, un mundo en el que la comedia y el terror estaban entremezclados, un mundo en el que la tragedia solía presentarse entre carcajadas, y de pronto, aquellos zapatos y calcetines le asustaron porque eran graciosos; tuvo la loca idea de que su risa sería el catalizador de la muerte de Laura y Chris.

Y si morían esta vez, no podría salvarles volviendo atrás en el tiempo y enviándoles otro mensaje anterior al que les había enviado en la botella, pues sólo tendría cinco segundos para hacerlo. Aun con un «IBM PC», no podría partir un cabello tan fino.

Las huellas del hombre descalzo en el barranco conducían a la boca de un afluente. Aunque el dolor del hombro todavía no curado le hacía sudar y le mareaba, siguió aquella pista como Robinsón Crusoe hiciera con la de Viernes, pero con más temor.

Con creciente desesperación, Laura observaba cómo se acercaba el asesino nazi entre las sombras de aquel pasillo de tierra. Le apuntaba con la «Uzi», pero, por alguna razón, no le había disparado inmediatamente. Y Laura empleó el inesperado período de gracia para seguir cortando el cable de seguridad sobre el gatillo de la bombona de «Vexxon».

Incluso en estas circunstancias mantenía la esperanza, sobre todo porque hacía un momento había vuelto a su memoria un párrafo de una de sus novelas: En la tragedia y la desesperación, cuando parece que la noche va a ser eterna, podemos hallar esperanza si nos damos cuenta de que el compañero de la noche no es otra noche, de que el compañero de la noche es el día, de que la oscuridad siempre da paso a la luz, y de que la muerte sólo gobierna la mitad de la creación, y la vida, la otra mitad.

Ahora sólo a siete metros, el asesino dijo:

—¿Dónde está el muchacho? El muchacho. ¿Dónde está?

Laura sentía a Chris a su espalda acurrucado en la sombra que había entre ella y la pared del callejón sin salida. Se preguntaba si su cuerpo le protegería de las balas y si, después de matarla, aquel hombre se marcharía sin darse cuenta de que Chris estaba en el oscuro hueco que había a su espalda.

El aparato de relojería de la bomba dio un chasquido. El gas letal brotó de la boquilla con su rico olor a albaricoques y su repugnante sabor a zumo de limón mezclado con leche agria.

Klietmann no pudo ver lo que salía de la bombona, pero sí oírlo: era como el silbido de una veintena de serpientes.

Un instante más tarde sintió como si alguien hubiese metido la mano a través de su cintura, le hubiese agarrado el estómago con una tenaza y se lo hubiese arrancado. Se dobló, vomitando violentamente sobre el suelo y sus pies descalzos. Con un chispazo doloroso que le quemó el fondo de los ojos, algo pareció estallar en sus senos frontales, y empezó a manar sangre de su nariz. Al caer al suelo del barranco, apretó, como en un movimiento reflejo, el gatillo de la «Uzi»; consciente de que se estaba muriendo y perdía todo el control sobre sí mismo, hizo un postrer esfuerzo de voluntad para caer de costado, frente a la mujer, para que la última ráfaga de la metralleta se la llevara con él.

Poco después de que Stefan entrase en el más estrecho de los afluentes, allí donde las paredes parecían cerrarse sobre él en vez de abrirse hacia el cielo, como en los otros canales, oyó un largo tableteo de metralleta muy cerca, y corrió hacia delante. Tropezó muchas veces y chocó contra las paredes de tierra, pero siguió el torcido pasadizo hasta el final, donde vio al oficial de la SS muerto por el ponzoñoso «Vexxon».

Más allá del cadáver, Laura estaba sentada, con las piernas separadas y la bombona del gas entre los muslos, agarrándola con las manos ensangrentadas. Tenía la cabeza gacha, apoyada la barbilla sobre el pecho; parecía fláccida como una muñeca de trapo.

—Laura, no —dijo él, con una voz que casi no reconoció como propia—. No, no.

Ella levantó la cabeza y pestañeó, se estremeció y, por último sonrió débilmente. Estaba viva.

—Chris —dijo él, pasando sobre el muerto—. ¿Dónde está Chris?

Ella empujó la bombona de gas y se apartó a un lado.

Chris salió del oscuro hueco que había detrás de ella y dijo:

—Señor Krieger, ¿se encuentra bien? Está hecho un asco. Perdona mamá, pero es verdad.

Por primera vez en más de veinte años, o por primera vez en más de sesenta y cinco años, si se contaban los que había saltado al venir a vivir al tiempo de Laura, Stefan Krieger lloró. Le sorprendieron sus propias lágrimas, pues creía que su vida bajo el Tercer Reich le había incapacitado para llorar por alguien o por algo. Y más sorprendente aún: estas primeras lágrimas vertidas después de decenios eran de alegría.