—Los judíos —dijo de nuevo Hitler, encolerizado. Y después—: ¿Y qué hay de esa arma nuclear con la que dicen que podemos ganar la guerra?
—Otra mentira, mi Führer. Aunque se hicieron muchos intentos de inventar esa arma en el futuro, nunca tuvieron éxito. Es una fantasía que han creado los conspiradores para desviar los recursos y las energías del Reich.
Un estruendo sacudió las paredes, como si no estuviesen bajo tierra, sino suspendidos en el cielo en medio de una tormenta.
Los pesados marcos de los cuadros golpearon el hormigón.
Los lápices repicaron en el vaso de cobre.
Hitler miró a Stefan a los ojos y le estudió durante un largo rato. Después dijo:
—Supongo que si no me fueses fiel, habrías venido armado y me habrías matado en el instante de llegar.
En realidad había pensado hacerlo, pues solamente matando a Adolf Hitler podría borrar en parte la mancha de su propia alma. Sin embargo, habría sido un acto egoísta, pues, al matar a Hitler, habría cambiado radicalmente el curso de la Historia y habría puesto el futuro, tal como lo conocía, en un peligro extremo. No podía olvidar que su futuro era también el pasado de Laura; si su intervención bastaba para cambiar la serie de acontecimientos ordenados por el destino, tal vez cambiaría el mundo para mal en general y para Laura en particular. ¿Qué pasaría si mataba a Hitler aquí y al volver a 1989 encontraba un mundo tan drásticamente alterado que, por alguna razón, Laura ni siquiera hubiera nacido?
Quería matar a esta serpiente con piel humana, pero no podía asumir las responsabilidades del mundo que podía resultar de tal acción. El sentido común le decía que aquel mundo sólo podría ser mejor, pero sabía que el sentido común y el destino eran conceptos que se excluían mutuamente.
—Sí —dijo—, si hubiese sido un traidor, mi Führer, habría podido hacer precisamente eso, y temo que los verdaderos traidores del Instituto piensen más pronto o más tarde en ese método de asesinato.
Hitler palideció.
—Mañana cerraré el Instituto. La puerta permanecerá cerrada hasta que sepa que el personal ha sido purgado de traidores.
«Ojalá te destrocen los bombarderos de Churchill», pensó Stefan.
—Triunfaremos, Stefan, si conservamos la fe en nuestro gran destino y no jugamos a ser adivinos. Triunfaremos porque nuestro destino es triunfar.
—Es nuestro destino, sí —convino Stefan—. Nosotros defendemos la verdad.
Por fin sonrió aquel loco. Abrumado por un sentimentalismo que resultaba extraño debido a la suma rapidez del cambio de humor, Hitler habló del padre de Stefan, Franz, y de los primeros días en Munich: las reuniones secretas en el apartamento de Antón Drexler, las reuniones públicas en las cervecerías, las Hofbrauhaus y Eberlbrau.
Stefan escuchó durante un rato, simulando estar cautivado, pero cuando Hitler expresó su continuada e inconmovible fe en el hijo de Franz Krieger, Stefan aprovechó la oportunidad para marcharse.
—Y yo, mi Führer, tengo una fe eterna en usted y seré siempre su discípulo fiel. —Se levantó, saludó al dictador, introdujo una mano debajo de la camisa hasta tocar el botón del cinturón, y dijo—: Ahora debo volver al futuro, pues tengo algo más que hacer por usted.
—¿Volver? —dijo Hitler, levantándose de su sillón—. Yo pensaba que ya se quedaría en nuestro tiempo. ¿Por qué tiene que irse ahora que me ha demostrado su inocencia?
—Creo que debo averiguar dónde ha ido el traidor Kokoschka, en qué rincón del futuro se ha refugiado. Tengo que encontrarle, traerle de nuevo aquí, pues es posible que sólo Kokoschka sepa los nombres de los traidores del Instituto y haremos que los revele.
Saludó rápidamente, apretó el botón del cinturón y abandonó el búnker antes de que Hitler pudiese replicar.
Volvió al Instituto en la noche del 16 de marzo, la noche en que Kokoschka había salido en su persecución hacia San Bernardino para no volver jamás. Poniendo en juego toda su habilidad, había dispuesto la destrucción del Instituto y casi se había asegurado de que Hitler desconfiaría de cualquier información procedente de aquel. Habría estado entusiasmado si no le hubiese inquietado tanto el equipo de la SS que por lo visto estaba acechando a Laura en 1989.
En el tablero de programación, introdujo los números obtenidos por el ordenador para el último viaje que haría jamás: al desierto, cerca de Palm Springs, donde Laura y Chris le estaban esperando en la mañana del 25 de enero de 1989.