Inclinándose hacia delante en el sillón de cuero del búnker, Stefan dijo:
—Mentiras, todo mentiras, mi Führer. Ese intento de desviarle hacia Normandía es la clave del complot urdido por los conspiradores del Instituto. Quieren obligarle a que cometa ese gran error, en contra de lo que realmente tiene previsto el destino. Quieren que centre su atención en Normandía, cuando la verdadera invasión se producirá en…
—¿Calais? —dijo Hitler.
—Sí.
—Yo siempre creí que sería en la zona de Calais, bastante al norte de Normandía. Cruzarán el canal por su parte más estrecha.
—Exacto, mi Führer —dijo Stefan—. Desembarcarán unas tropas en Normandía el siete de julio…
En realidad, se produciría el seis de junio, pero el tiempo sería tan malo aquel día, que el Alto Mando alemán no creería que los aliados fuesen capaces de realizar la operación con un mar tan alborotado.
—… pero será una fuerza poco importante, de distracción, para atraer nuestras divisiones Panzer a Normandía, mientras se abre el verdadero frente en Calais.
Esta información estaba de acuerdo con los prejuicios del dictador y reafirmaba la creencia en su propia infalibilidad. Volvió a su sillón y golpeó la mesa con el puño.
—Eso tiene visos de realidad, Stefan. Pero he visto documentos, páginas seleccionadas de historias de la guerra que han sido traídas del futuro…
—Falsificaciones —dijo Stefan, contando con la paranoia del hombre para hacer plausibles sus mentiras—. En vez de mostrarle los verdaderos documentos del futuro, los falsificaron para desorientarle.
Con un poco de suerte, el bombardeo prometido por Churchill se realizaría mañana, destruyendo la puerta y a todos los que conocían la manera de reproducirla, así como todos los materiales que habían sido traídos del futuro. Entonces der Führer no tendría la oportunidad de ordenar una investigación a fondo sobre la veracidad de Stefan.
Hitler guardó silencio tal vez durante un minuto, mirando la «Luger» que tenía sobre la mesa y pensando intensamente.
Arriba, el bombardeo empezó a aumentar de nuevo, sacudiendo los cuadros de las paredes y los lápices dentro del vaso de cobre.
Stefan esperó ansiosamente, para saber si Hitler le había creído.
—¿Cómo ha llegado hasta mí? —preguntó este—. ¿Cómo ha podido emplear ahora la puerta? Ha estado perfectamente guardada desde la deserción de Kokoschka y los otros cinco.
—No he venido hasta usted a través de la puerta —dijo Stefan—, sino directamente desde el futuro, empleando únicamente el cinturón del viaje en el tiempo.
Era la mentira más descarada de todas, porque el cinturón no era una máquina del tiempo, sino tan sólo un aparato que lo único que podía hacer era llevar de nuevo al Instituto a aquel que lo portaba. Contaba con la ignorancia de los políticos para salvarse. Ellos sabían algo de lo que se estaba haciendo bajo su gobierno, pero no había nada de lo que tuviesen un conocimiento profundo. Naturalmente, Hitler conocía la existencia de la puerta y la naturaleza del viaje en el tiempo, pero tal vez solamente en un sentido general; podía ignorar la mayoría de los detalles, como, por ejemplo, la manera en que funcionaban los cinturones.
Si Hitler llegaba a la conclusión de que Stefan había venido del Instituto después de volver allí con el aparato de Kokoschka, sabría que este y los otros cinco habían sido enviados por Stefan y no habían desertado, y entonces todo el complicado cuento sobre una conspiración se vendría abajo. Y Stefan sería hombre muerto.
Frunciendo el ceño, el dictador dijo:
—¿Usó usted el cinturón sin la puerta? ¿Es eso posible?
—Oh, sí, mi Führer, es muy sencillo…, ceñirse el cinturón y emplearlo no sólo para volver a la puerta, sino para viajar a través del tiempo según le dicte su propia voluntad. Y es una suerte que sea así, pues, de otro modo, si hubiese tenido que volver a la puerta para venir aquí, habría sido detenido por los judíos que la controlan.
—¿Los judíos? —dijo, sobresaltado, Hitler.
—Sí, señor. La conspiración dentro del Instituto ha sido organizada, según creo, por miembros del personal que tienen sangre judía, pero han ocultado su herencia.
El semblante del loco se endureció aún más, con una expresión de súbito furor.
—Judíos. Siempre el mismo problema. En todas partes, el mismo problema. Y ahora, también en el Instituto.
Al oír esta declaración, Stefan supo que había conseguido que la Historia volviese a seguir el derrotero que le correspondía.
El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto.