XXI

En el despacho privado de Hitler, en el búnker de Berlín, la energía desplazada del viaje en el tiempo silbó y brotó de Stefan en serpientes de luz resplandeciente, trazando cientos de rayas ondulantes en el suelo y en las paredes de hormigón, tal como había hecho en la sala de conferencias subterráneas de Londres. Sin embargo, aquel brillante y ruidoso fenómeno no atrajo a guardias de otras dependencias, pues en aquel momento Berlín estaba sufriendo otro bombardeo de los aviones aliados; el búnker retembló con el impacto de las bombas en la ciudad, mucho más arriba, e incluso a aquella profundidad el estruendo del ataque sofocó los sonidos particulares de la llegada de Stefan.

Hitler se volvió en su silla giratoria para mirar a Stefan. No mostró más sorpresa que Churchill, aunque, conocía las actividades del Instituto, rosa que había ignorado Churchill, y al instante comprendió cómo se había materializado Stefan dentro de estas habitaciones privadas. Además, conocía a Stefan, tanto como hijo de un fiel y antiguo partidario, como en su calidad de oficial de la SS que había trabajado largo tiempo por la causa.

Aunque Stefan no había esperado ver sorpresa en la cara de Hitler, sí que había esperado ver contraerse de miedo aquellas facciones de buitre. A fin de cuentas, si der Führer había leído los informes de la Gestapo sobre los recientes sucesos en el Instituto, cosa que sin duda había hecho, sabía que Stefan era acusado de haber matado a Penlovski, Januskaya y Volkaw hacía seis días, el 15 de marzo, volando hacia el futuro. Es probable que pensase que Stefan había hecho ilícitamente este viaje hacía tan sólo seis días, poco después de matar a aquellos científicos, y que se disponía a matarle a él también. No obstante, si estaba asustado, dominó su miedo; permaneció sentado, abrió pausadamente un cajón de su mesa y sacó una «Luger».

En el momento de producirse la última descarga eléctrica, Stefan levantó el brazo derecho en el saludo nazi y dijo con toda la falsa pasión que fue capaz de expresar:

¡Heil Hitler! —Para mostrar rápidamente que sus intenciones no eran hostiles, hincó una rodilla en el suelo, como si hiciese una genuflexión ante el altar de una iglesia, e inclinó la cabeza, convirtiéndose en un blanco fácil y sumiso—. Mein Führer, he venido a verle para limpiar mi nombre y ponerle sobre aviso de la existencia de traidores en el Instituto y en el contingente de la Gestapo responsable de la seguridad de aquel.

Durante un largo momento, el dictador no dijo nada.

Desde arriba, las ondas expansivas del bombardeo nocturno cruzaron el suelo, las paredes de acero y hormigón de ocho metros de grueso llenaron el búnker de un continuo, grave y ominoso ruido. Cada vez que una bomba estallaba cerca, los tres cuadros —incautados del Louvre después de la conquista de Francia— repicaban contra las paredes y un sonido vibrante se elevaba de un alto vaso de cobre lleno de lápices y colocado sobre la mesa.

—Levántate, Stefan —dijo Hitler—. Siéntate ahí. —Señaló un sillón de cuero marrón, uno de los únicos cinco muebles del exiguo despacho sin ventanas. Dejó la «Luger» sobre la mesa, pero al alcance de la mano—. No solamente por tu honor, sino también por el de tu padre y el de la SS, espero que seas tan inocente como dices.

Stefan habló enérgicamente, pues sabía que Hitler admiraba mucho la energía. Sin embargo, al mismo tiempo lo hacía con fingida reverencia, como si realmente creyese estar en presencia del hombre en quien se había encarnado el espíritu del pueblo alemán, pasado, presente y futuro. Todavía más que la energía, a Hitler le complacía la veneración que le prestaban algunos de sus subordinados. Era un terreno difícil de pisar, pero no era el primer encuentro de Stefan con aquel hombre; había aprendido a congraciarse con este megalómano, con esta víbora disfrazada de ser humano.

Mein Führer, no fui yo quien mató a Vladimir Penlovski, a Januskaya y a Volkaw. Fue Kokoschka. Era traidor al Reich, y le sorprendí en la sala de documentos del Instituto cuando acababa de matar a Januskaya y a Volkaw. También disparó contra mí. —Stefan se llevó la mano derecha a la parte superior izquierda del pecho—. Si lo desea, puedo mostrarle la herida. Aunque herido, huí de él y corrí al laboratorio principal. Estaba pasmado, sin saber cuántos miembros del Instituto estaban comprometidos en su conspiración. No sabía a quién podía acudir con seguridad; por consiguiente, sólo tenía una manera de salvarme: volé por la puerta al futuro antes de que Kokoschka pudiese alcanzarme y acabar conmigo.

—El informe del coronel Kokoschka dice todo lo contrario. Afirma que él te disparó cuando tú volaste a través de la puerta, después de que hubieses matado a Penlovski y a los otros.

—Si esto fuese así, mein Führer, ¿habría vuelto aquí para intentar limpiar mi nombre? Si fuese un traidor con más fe en el futuro que la que tengo en usted, ¿no me habría quedado en aquel futuro, donde estaba a salvo, en vez de volver junto a usted?

—Pero ¿estabas seguro allí, Stefan? —dijo Hitler, y sonrió taimadamente—. Según tengo entendido, dos equipos de la Gestapo y después uno de la SS fueron enviados en tu persecución a aquel tiempo lejano.

Stefan se sobresaltó al oír mencionar un equipo de la SS, porque comprendió que debía ser el grupo que había llegado a Palm Springs media hora antes de que él partiese, el grupo que había ocasionado los relámpagos en el cielo despejado del desierto. De pronto, temió más que antes por Laura y Chris, porque el fanatismo y la capacidad homicida de la SS le infundía más respeto que el que sentía por la Gestapo.

También se dio cuenta de que Hitler no sabía que los pelotones de la Gestapo habían sido derrotados por una mujer; creía que había sido el propio Stefan quien les había plantado cara, sin darse cuenta de que se hallaba en estado de coma durante aquellos encuentros. Esto cuadraba con las mentiras que Stefan pretendía contar; por consiguiente, prosiguió:

—Mi Führer, me enfrenté con aquellos hombres cuando vinieron tras de mí, sí, y lo hice en buena conciencia, porque sabía que todos ellos eran traidores, empeñados en matarme para que no pudiese volver a usted y avisarle del nido de víboras que estaban trabajando, y trabajan todavía, dentro del Instituto. Kokoschka ha desaparecido, ¿no?, y tengo entendido que lo mismo han hecho otros cinco hombres del Instituto. No tenían fe en el futuro del Reich, y temiendo que su intervención en los asesinatos del 15 de marzo pronto sería descubierta, volaron al futuro, para esconderse en otra era.

Stefan hizo una pausa para dejar que Hitler se hiciese perfecto cargo de lo que le había dicho.

Al cesar las explosiones sobre ellos e interrumpirse el bombardeo le observó fijamente. El escrutinio de este hombre era tan directo como el de Winston Churchill, pero no había en él aquella limpia y recta valoración, de hombre a hombre, que había marcado la actitud del Primer Ministro. Hitler valoraba a Stefan desde la perspectiva de quien se creía un dios y buscaba, a través de una de sus propias criaturas, indicios de una mutación peligrosa. Y este era un dios maligno que no amaba a sus criaturas; solamente amaba su obediencia.

Al fin, der Führer dijo:

—Si hay traidores en el Instituto, ¿qué es lo que pretenden?

—Desorientarle —dijo Stefan—. Le dan información falsa sobre el futuro con la esperanza de incitarle a cometer graves errores militares. Le han dicho que, en el último año y medio de guerra, prácticamente todas sus decisiones militares resultarán equivocadas; pero eso no es verdad. Tal como está ahora el futuro, usted perderá la guerra por un margen ínfimo. Tan sólo con unos pocos cambios en su estrategia, puede ganarla.

El semblante de Hitler se endureció y sus ojos se fruncieron, no porque sospechase de Stefan, sino porque súbitamente sospechaba de todos aquellos del Instituto que le habían dicho que cometería fatales errores militares en los días que se avecinaban. Stefan le animaba a creer de nuevo en su infalibilidad, y aquel loco estaba demasiado ansioso de confiar una vez más en su genio.

—¿Con unos pocos cambios en mi estrategia? —preguntó Hitler—. ¿Y cuáles podrían ser estos cambios?

Stefan resumió rápidamente seis alteraciones en la estrategia militar que afirmó que serían decisivas en ciertas batallas clave venideras; en realidad, estos cambios no influirían en el resultado, y las batallas de que hablaba no serían los encuentros más importantes durante el resto de la guerra.

Sin embargo, der Führer quería creer que había estado muy cerca de vencer, en vez de ser un perdedor seguro, y ahora aceptó el consejo de Stefan como la verdad, pues sugería estrategias audaces sólo ligeramente diferentes de las que habría preconizado el propio dictador. Se levantó de su sillón y empezó a pasear excitado por la estancia.

—Desde que el Instituto me presentó sus primeros informes, he sentido que había algo equivocado en el futuro que describían. Estaba convencido de que esta guerra no podía haberse llevado de una manera más brillante, y después, de pronto, me vi abrumado por esa larga serie de errores de juicio. Oh, sí, ahora estamos en un período sombrío, pero esto no durará. Cuando los aliados inicien su tan esperada invasión de Europa, fracasarán; los arrojaremos de nuevo al mar. —Hablaba casi en un murmullo, aunque con la pasión hipnotizadora tan conocida de sus muchos discursos en público—. En este ataque fracasado habrán gastado la mayor parte de sus reservas; tendrán que retirarse en un amplio frente y serán incapaces de recobrar su fuerza y montar una nueva ofensiva en muchos meses. Mientras tanto, nosotros fortaleceremos nuestro dominio en Europa, derrotaremos a los bárbaros rusos ¡y seremos más fuertes de lo que hemos sido jamás! —Dejó de pasear, pestañeó, como si acabase de salir de un trance provocado por él mismo, y dijo—: Sí, ¿qué me dices de la invasión de Europa? Creo que van a llamarlo «Día D». Los informes del Instituto me dicen que los aliados desembarcarán en Normandía.

—Mentiras —dijo Stefan.

Habían llegado a la cuestión que había motivado el viaje de Stefan a este búnker, esta noche de marzo. Por medio del Instituto, Hitler había sabido que las playas de Normandía serían el lugar de la invasión. En el futuro que el hado había ordenado para él, der Führer juzgaría mal a los aliados y se prepararía para un desembarco en otra parte, dejando a Normandía inadecuadamente defendida. Había que animarle para que se aferrase a la estrategia que habría seguido de no existir el Instituto. Debía perder la guerra, tal como quería el destino, y a Stefan le correspondía contrarrestar la influencia del Instituto y asegurar con ello el éxito de la invasión de Normandía.