Mientras la mujer estaba agazapada junto al guardabarros del lado del conductor del «Buick» y observaba el desierto al norte de su posición, Klietmann la estaba vigilando desde detrás de unos mezquites y unas matas rodantes. Ella no le veía. Cuando pasó al otro guardabarros y volvió la espalda a Klietmann, este se levantó al instante y corrió agachado hacia el refugio siguiente, una roca erosionada por el viento y que era más estrecha que él.
El teniente maldijo en silencio los zapatos «Bally» que llevaba, porque las suelas eran demasiado resbaladizas para esta clase de acción. Ahora parecía una tontería haber venido en una misión de asesinato vestidos como jóvenes ejecutivos… o pastores baptistas. Al menos, las «Ray-Ban» eran útiles. El brillante sol resplandecía sobre cada piedra y montón de arena; sin las gafas de sol, no habría podido ver tan claramente el terreno como ahora, y ciertamente habría tropezado y caído más de una vez.
Estaba a punto de buscar otro refugio cuando oyó que la mujer abría fuego en la otra dirección. Con esta prueba de que estaba distraída, siguió adelante, A continuación oyó aquellos gritos estridentes y ululantes que casi no parecían humanos; eran más bien como los alaridos de un animal salvaje destripado por las garras de otra bestia, pero todavía vivo.
Estremecido, se refugió en una larga y estrecha depresión de la roca, por debajo de la línea de visión de la mujer. Se arrastró sobre la panza hacia el extremo de aquella, y yació allí respirando fuerte. Cuando levantó la cabeza para elevar los ojos al nivel del terreno circundante, vio que estaba a quince metros directamente al norte de la portezuela de atrás del «Buick». Si podía desplazarse unos cuantos metros más al Este, se situaría detrás de la mujer, en posición perfecta para derribarla.
Los gritos se extinguieron.
Imaginándose que el otro hombre al sur de ella estaría echado en el suelo, porque le habría aterrorizado la muerte de su compañero, Laura pasó una vez más al otro guardabarros delantero, y al pasar le dijo a Chris:
—Dos minutos, pequeño. Dos minutos, como máximo.
Agazapada detrás del coche, observó su flanco norte. El desierto, en aquella parte, seguía pareciendo solitario. La brisa había cesado y no se movía ni una mata rodante.
Si únicamente eran tres, es posible que no hubiesen dejado un hombre en el «Toyota» mientras los otros dos trataban de cercarla en la misma dirección. Si hubiesen sido sólo tres, los dos del lado sur se habrían separado, dirigiéndose uno de ellos hacia el Norte. Esto significaba que tenía que haber un cuarto hombre, tal vez incluso un quinto, en el esquisto, la arena y los matojos del desierto, al noroeste del «Buick».
¿Pero dónde?