Dio la casualidad de que el Primer Ministro estaba mirando directamente al sitio donde se materializó Stefan; sin embargo, el hombre de uniforme, un sargento, sólo se dio cuenta de su presencia por la descarga de energía eléctrica que acompañó su llegada. Miles de brillantes serpientes de luz blanca azulada se desprendieron de Stefan como si su propia carne las hubiese engendrado. Tal vez retumbaron truenos y los relámpagos rasgaron el cielo encima de estas habitaciones subterráneas, pero parte de la energía desplazada en el viaje en el tiempo se descargó aquí, en un candente espectáculo que hizo que el hombre de uniforme se pusiese en pie de un salto, sorprendido y aterrorizado. Las serpientes sibilantes de electricidad se deslizaron por el suelo, subieron por las paredes, se confundieron brevemente en el techo y después se disiparon, quedando todo el mundo ileso; el único daño lo sufrió un gran mapa de Europa colgado de la pared, que quedó chamuscado en varios sitios pero no se inflamó.
—¡Guardias! —gritó el sargento. Estaba desarmado, pero sin duda sabía que su grito sería oído y contestado rápidamente, pues lo repitió una sola vez y no se acercó a la puerta—: ¡Guardias!
—Mr. Churchill, por favor —dijo Stefan, haciendo caso omiso del sargento—. No he venido para hacerle daño.
La puerta se abrió de golpe y dos soldados británicos entraron en la habitación, uno de ellos empuñando un revólver, y el otro, una metralleta.
Hablando rápidamente, temeroso de que disparasen contra él, Stefan dijo:
—El futuro del mundo depende de que usted me escuche, señor. Se lo ruego.
Durante todo aquel alboroto, el Primer Ministro había permanecido sentado en el sillón de la cabecera de la mesa. Stefan creyó haber visto un breve destello de sorpresa y tal vez incluso un poco de temor en la cara del gran hombre, pero no habría apostado nada. Ahora, el Primer Ministro parecía tan abstraído e implacable como en todas las fotografías que Stefan había visto de él. Levantó una mano a los guardias.
—Esperen un momento. —Y como el sargento empezó a protestar, añadió—: Si hubiese pretendido matarme, seguramente ya lo habría hecho, en el momento de llegar. —Y a Stefan—: Ha sido una buena entrada, señor. Más espectacular que todas las que jamás hiciera el joven Olivier.
Stefan no pudo evitar el sonreír. Salió del rincón, pero, cuando iba a acercarse a la mesa, vio que los guardias se ponían rígidos, por lo que se detuvo y habló desde lejos.
—Señor, sólo la manera en que he llegado aquí debe haberle convencido de que no soy un mensajero ordinario y de que lo que tengo que decirle debe ser…, algo insólito. También es una materia sumamente delicada, y puede que desee conocer usted solo la información que he venido a darle.
—Si espera que le dejemos a solas con el Primer Ministro —dijo el sargento—, está… ¡está loco!
—Puede que esté loco —añadió el Primer Ministro—, pero está muy bien dotado. Tiene usted que reconocerlo, sargento. Si los guardias lo cachean y no encuentran armas, le dedicaré al caballero un poco de mi tiempo, tal como me pide.
—Pero, señor, usted no sabe quién es. Usted no sabe lo que es. La manera en que irrumpió aquí…
Churchill le interrumpió:
—Sé cómo ha llegado, sargento. Y por favor, recuerde que sólo usted y yo lo sabemos. Espero que mantenga la boca tan cerrada sobre lo que ha visto aquí como la tendría sobre cualquier otra información de guerra que pudiese ser considerada secreta.
Mosqueado, el sargento se apartó a un lado y miró a Stefan echando chispas por los ojos mientras los guardias le cacheaban.
No encontraron armas, sino únicamente los libros en la mochila y unos cuantos papeles en los bolsillos de Stefan. Le devolvieron los papeles y dejaron los libros en medio de la larga mesa, y a Stefan le hizo gracia ver que no habían advertido la naturaleza de aquellos volúmenes.
De mala gana, llevándose el lápiz y el bloc, el sargento acompañó a los guardias fuera de la habitación, tal como había dispuesto el Primer Ministro. Cuando se cerró la puerta, Churchill le indicó a Stefan con un ademán que se sentase en el sillón que había dejado libre el sargento. Por un momento permanecieron en silencio, mirándose con interés. Luego, el Primer Ministro señaló una tetera humeante que había sobre una bandeja.
—¿Té?
Veinte minutos más tarde, cuando Stefan había contado solamente la mitad de su versión resumida de la historia, el Primer Ministro llamó al sargento que estaba en el pasillo.
—Todavía estaremos aquí un rato, sargento. Tendré que aplazar una hora la reunión del Gabinete de Guerra. Por favor, informe a todos… y presénteles mis disculpas.
Veinticinco minutos después, Stefan terminó su relato.
El Primer Ministro hizo unas cuantas preguntas más, sorprendentemente pocas, pero todas ellas bien pensadas y al grano. Por último, suspiró y dijo:
—Es muy temprano para un cigarro, pero lo necesito. ¿Quiere acompañarme?
—No, gracias, señor.
Mientras preparaba el cigarro, Churchill dijo:
—Aparte de su espectacular entrada, que realmente demuestra la existencia de un medio revolucionario de viaje, sea o no en el tiempo, ¿qué prueba tiene para convencer a un hombre razonable de que los detalles de su historia son ciertos?
Stefan había esperado esta pregunta y estaba preparado para ella.
—Señor, precisamente porque he estado en el futuro y leído fragmentos de sus memorias sobre la guerra, sabía que estaría en esta habitación y a esta hora. Además, sabía lo que estaría haciendo aquí una hora antes de su reunión con el Gabinete de Guerra.
Mientras chupaba su cigarro, el Primer Ministro arqueó las cejas.
—Estaba dictando un mensaje para el general Alexander en Italia, expresando su preocupación por la manera en que se dirige la batalla por la ciudad de Cassino, que se ha estado prolongando con un terrible coste de vidas.
Churchill permaneció inescrutable. Debió de sorprenderle lo que sabía Stefan, pero no le animó con un asentimiento de cabeza o por medio de fruncir los párpados.
Stefan no necesitaba que le animase, porque sabía que lo que estaba diciendo era correcto.
—Del relato de la guerra que usted escribirá en definitiva, me he aprendido de memoria el principio de este mensaje al general Alexander, que usted todavía no había acabado de dictar al sargento cuando llegué hace un rato: «Quisiera que me explicase por qué este paso por el monasterio de Monte Cassino, etcétera, en un frente de dos o tres días, es el único lugar en que usted debe seguir atacando».
El Primer Ministro chupó de nuevo su cigarro, exhaló el humo y estudió atentamente a Stefan. Sus sillones estaban muy cerca el uno del otro, y el hecho de ser objeto del reflexivo escrutinio de Churchill era más desconcertante de lo que Stefan había esperado.
Al fin, el Primer Ministro dijo:
—¿Y ha obtenido usted esa información de algo que escribiré en el futuro?
Stefan se levantó de su sillón, tomó los seis gruesos libros que los guardias habían sacado de su mochila, reediciones en rústica publicadas por «Houghton Mifflin Company» a 9,95 dólares cada uno, y los extendió sobre el extremo de la mesa delante de Winston Churchill.
—Esta, señor, es su Historia de la Segunda Guerra Mundial, en seis volúmenes, que será considerada como el relato definitivo de aquel conflicto y alabada como una magnífica obra histórica y literaria.
Iba a añadir que aquellos libros eran la principal razón de que a Churchill se le otorgase el Premio Nobel de Literatura en 1953, pero decidió no hacerle esta revelación. La vida sería menos interesante si le quitásemos estas grandes sorpresas.
El Primer Ministro examinó las cubiertas de los seis libros, por delante y por detrás, y se permitió una sonrisa cuando leyó el extracto en tres líneas de la crítica que había aparecido en el Times Literary Supplement. Abrió un volumen y lo hojeó rápidamente, sin leer nada.
—No son hábiles falsificaciones —le aseguró Stefan—. Si quiere leer una página al azar, reconocerá su único e inconfundible estilo. Verá…
—No tengo necesidad de leer nada. Le creo, Stefan Krieger. —Empujó los libros y se retrepó en su sillón—. Y creo que comprendo por qué ha acudido a mí. Quiere que ordene un bombardeo aéreo sobre Berlín, apuntando exactamente al distrito en que está situado ese Instituto.
—Sí, Primer Ministro, eso exactamente. Debe hacerse antes de que los científicos que trabajan en el Instituto hayan terminado de estudiar el material referente a armas nucleares que le es traído desde el futuro, antes de que acuerden un medio de dar esa información a la comunidad científica alemana, cosa que pueden hacer el día menos pensado. Debe usted actuar antes de que vuelvan del futuro con algo más que pueda volver las cosas contra los aliados. Le daré la situación exacta del Instituto. A fin de cuentas, los bombardeos americanos y de la RAF han hecho incursiones diurnas y nocturnas sobre Berlín desde primeros de año…
—Se ha producido mucho alboroto en el Parlamento por el bombardeo de ciudades, aunque sean enemigas —observó Churchill.
—Sí, pero esto no quiere decir que Berlín no pueda ser bombardeada. Desde luego, como el blanco es tan restringido, la misión debería realizarse de día. No obstante, si se ataca aquel distrito, si se pulveriza aquella manzana…
—Varias manzanas contiguas podrían quedar reducidas a cascotes —dijo el Primer Ministro—. No podemos actuar con suficiente exactitud para extirpar quirúrgicamente los edificios de una sola manzana.
—Sí, lo comprendo. Pero debe ordenarlo, señor. Hay que lanzar en aquel distrito, y en fecha cercana, más explosivos que en cualquier otro pedazo de tierra en todo el teatro europeo y en cualquier tiempo de toda la guerra. Sólo debe quedar polvo del Instituto.
El Primer Ministro guardó silencio durante un minuto, observando la fina voluta de humo azulado de su cigarro y pensando. Al fin dijo:
—Naturalmente, tendré que consultar con mis consejeros, pero creó que lo más pronto que podríamos preparar y efectuar el bombardeo sería dentro de dos días, el veintidós o tal vez el veintitrés.
—Creo que será suficiente —dijo Stefan, sumamente aliviado—. Pero no más tarde. Por el amor de Dios, señor, no más tarde.