XV

El cinturón de Kokoschka devolvió a Stefan al Instituto en un abrir y cerrar de ojos, y él entró en la puerta con la boca del cilindro de «Vexxon» completamente abierta. Apretaba el asa y el gatillo con tal fuerza que le dolía la mano, y el dolor empezaba a subir por el brazo hasta el hombro herido.

Desde el oscuro interior del barril, sólo podía ver una pequeña parte del laboratorio. No obstante, vio a dos hombres vestidos de oscuro que estaban observando desde el otro extremo de la puerta. Parecían agentes de la Gestapo —todos aquellos bastardos daban la impresión de ser engendros del mismo pequeño grupo de degenerados y fanáticos— y le tranquilizó saber que no podían verle tan claramente como él a ellos; al menos de momento, pensarían que era Kokoschka.

Avanzó, sosteniendo delante de él con la mano izquierda la sibilante bombona de «Vexxon» y empuñando la pistola con la derecha, y antes de que los hombres del laboratorio se diesen cuenta del peligro, el gas letal les había alcanzado. Cayeron al suelo, debajo de la puerta elevada, y cuando Stefan bajó al laboratorio, se estaban retorciendo en su agonía. Habían vomitado violentamente, la sangre manaba de sus fosas nasales. Uno de ellos estaba sobre un costado, pataleando y arañándose el cuello; el otro se hallaba encogido, en posición fetal y, con unos dedos doblados como garras, se estaba arrancando horriblemente los ojos. Cerca del tablero de programación de la puerta, tres hombres en bata de laboratorio —Stefan les conocía: Hoepner, Eicke, Schmauser— se habían derrumbado; se clavaban las uñas como si estuviesen locos o rabiosos. Los cinco moribundos trataban de gritar, pero sus gargantas se habían hinchado y cerrado en un instante; sólo podían emitir sonidos débiles, patéticos, estremecedores, como gemidos de pequeños animales torturados. Stefan se plantó entre ellos, físicamente ileso, pero espantado y horrorizado; a los treinta o cuarenta segundos vio que estaban muertos.

Se había cumplido una justicia cruel con el empleo del «Vexxon» contra aquellos hombres, pues en 1936 habían sido investigadores patrocinados por los nazis quienes habían sintetizado el primer gas que atacaba los nervios, un éster organofosfórico llamado tabun. Prácticamente todos los gases subsiguientes de aquel tipo, que mataban al interferir la transmisión de los impulsos nerviosos eléctricos, habían estado relacionados con aquel primer compuesto químico. Incluido el «Vexxon». Estos hombres de 1944 habían muerto por un arma del futuro, y sin embargo era una sustancia que tenía sus orígenes en su propia sociedad degenerada y fundada en la muerte.

Sin embargo, Stefan no disfrutó con aquellas cinco muertes. Había visto tantas matanzas en su vida, que incluso el exterminio de los culpables para proteger a los inocentes, aun el asesinato al servicio de la justicia, le repugnaba. No obstante, tenía que seguir adelante con lo que debía hacer.

Dejó la pistola sobre un banco del laboratorio. Descolgó la «Uzi» de su hombro y la dejó también a un lado.

De un bolsillo de los vaqueros, sacó unos centímetros de alambre que empleó para sujetar abierto el gatillo del «Vexxon». Salió al corredor de la planta baja y depositó la bombona en el centro. En unos minutos, el gas se difundiría por todo el edificio gracias a las escaleras, los huecos de los ascensores y los conductos de ventilación.

Le sorprendió ver que solamente las lámparas de noche iluminaban el pasillo y que todos los otros laboratorios de la planta baja parecían estar desiertos. Dejando que se dispersase el gas, volvió al tablero de programación de la puerta en el laboratorio principal, para enterarse de la fecha y la hora en que el cinturón de Heinrich Kokoschka le había traído a casa. Eran las nueve y once minutos de la noche del 16 de marzo.

En esto había tenido mucha suerte. Stefan había pensado volver al Instituto a una hora en que la mayoría del personal —algunos empezaban a trabajar a las seis de la mañana y otros se quedaban hasta las ocho de la tarde— se encontraría allí. Esto habría significado un centenar de cadáveres en todo el edificio, de cuatro plantas, y cuando hubiesen sido descubiertos, se habría sabido que sólo Stefan Krieger, empleando el cinturón de Kokoschka y penetrando en el Instituto desde el futuro por medio de la puerta, había podido ser el responsable. Se habrían dado cuenta de que no sólo había vuelto para matar a todo el personal que se encontrase allí, sino que había pretendido algo más, y habrían iniciado una investigación a fondo para descubrir la naturaleza de su plan y reparar los daños que hubiese causado. En cambio ahora, si el edificio estaba en su mayor parte vacío, podría hacer desaparecer los pocos cadáveres de manera que encubriese su presencia y dirigiese todas las sospechas contra los muertos.

Al cabo de cinco minutos, el cilindro «Vexxon» quedó vacío. El gas se había desparramado por toda la estructura, a excepción de los vestíbulos de las entradas de delante y de atrás, que no tenían siquiera conductos de ventilación, como el resto del edificio. Stefan fue de planta en planta y de habitación en habitación buscando más víctimas. Los únicos cuerpos que encontró fueron los de los animales del sótano, los primeros viajeros en el tiempo, y la visión de sus patéticos cadáveres le impresionó tanto o más que la de los cinco hombres gaseados.

Volvió al laboratorio principal, cogió cinco cinturones especiales de un armario blanco y se los ciñó a los muertos por encima de la ropa. Reprogramó rápidamente la puerta para que enviase aquellos cuerpos a unos seis mil millones de años en el futuro. Había leído en alguna parte que dentro de seis mil millones de años, el sol se habría convertido en una nova o se habría extinguido, y quería enviar a los cinco hombres a un lugar donde no existiese nadie que pudiese verles o utilizar sus cinturones para venir a la puerta.

Disponer de los muertos en aquel edificio en silencio y desierto era una tarea horripilante. Repetidas veces sintió un escalofrío, seguro de que había oído algún movimiento sigiloso. En un par de ocasiones, incluso interrumpió lo que estaba haciendo para ir en busca del sonido imaginado, pero no encontró nada. Una de las veces miró a uno de los muertos que estaba a su espalda, medio convencido de que aquel cuerpo sin vida había empezado a levantarse, de que el suave roce que había oído, había sido el de su mano fría buscando un sitio donde agarrarse en la maquinaria, como si tratase de ponerse en pie. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo mucho que le había trastornado presenciar tantas muertes en tantos años.

Uno a uno arrastró los malolientes cadáveres al interior de la puerta, los empujó hasta el punto de transmisión, haciéndolos cruzar aquel campo de energía. Dando tumbos a través de la invisible puerta del tiempo, se desvanecieron. En un punto inconcebiblemente lejano, reaparecerían, ya fuese en un mundo frío y muerto desde hacía mucho tiempo, sin un insecto o siquiera una planta viva, o en el espacio vacío y sin atmósfera donde había existido el planeta antes de ser consumido por la explosión del sol.

Tuvo sumo cuidado en no aventurarse a través del punto de transmisión. Si súbitamente fuese transportado al vacío del espacio, dentro de seis mil millones de años, estaría muerto antes de que pudiese apretar el botón del cinturón y volver al laboratorio.

Cuando se hubo librado de los cinco cadáveres y limpiado todas las huellas de sus violentas muertes, se sintió fatigado. Afortunadamente, el gas letal no dejaba residuos visibles; no había necesidad de limpiar todas las superficies del Instituto. El hombro le dolía tanto como en los días que habían seguido inmediatamente a aquel en que había sido herido.

No obstante, al menos había borrado hábilmente su pista. Por la mañana, parecería que Kokoschka, Hoepner, Eicke, Schmauser y los dos agentes de la Gestapo habían decidido que el Tercer Reich estaba condenado sin remedio y que habían desertado a un futuro en que podrían encontrar paz y riqueza.

Entonces se acordó de los animales del sótano. Si les dejaba en sus jaulas serían analizados para descubrir la causa de su muerte y tal vez los resultados pusiesen en duda la teoría de que Kokoschka y los otros habían desertado a través de la puerta. En tal caso, el principal sospechoso volvería a ser Stefan Krieger. Era mejor que los animales también desapareciesen. Eso sería un misterio, pero no apuntaría directamente a la verdad, como lo haría la condición de sus cadáveres.

El fuerte y lacerante dolor de su hombro se intensificó, mientras usaba batas limpias de laboratorio como mortajas, envolviendo con ellas grupos de animales y atándolos con cuerdas. Sin cinturones, los envió a seis mil millones de años en el futuro. Recobró la bombona de gas vacía que había dejado en el pasillo y la envió también al final de los tiempos.

Por último estaba listo para hacer los dos viajes cruciales que esperaba que condujesen a la destrucción total del Instituto y a la derrota segura de la Alemania nazi. Volviendo al tablero de programación de la puerta, sacó del bolsillo posterior de sus vaqueros una hoja de papel doblada que contenía los resultados de los días de cálculo que Laura y él habían hecho en el «IBM» PC en la casa de Palm Springs.

Si hubiese podido volver de 1989 con explosivos suficientes para reducir el Instituto a humeantes cascotes, él mismo habría hecho el trabajo, aquí y ahora. Sin embargo, además de la pesada bombona de «Vexxon», la mochila con seis libros, la pistola y la «Uzi», habría sido incapaz de llevar más de veinte o veinticinco kilos de plástico, que hubiesen sido insuficientes para aquello. Los explosivos que había colocado en el ático y en el sótano los había quitado de allí Kokoschka hacía un par de días, hora local. Habría podido volver de 1989 con un par de latas de gasolina e intentar incendiar el edificio; sin embargo, muchos documentos de investigación estaban guardados en archivos refractarios, a los que ni siquiera él tenía acceso, y solamente una explosión devastadora hubiese podido abrirlos y hacer que su contenido fuese pasto de las llamas.

Él solo no podía destruir el Instituto.

Pero sabía quién podía ayudarle.

Valiéndose de los números conseguidos con ayuda del «IBM» PC, reprogramó la puerta para que le llevase a tres días y medio del futuro a contar desde aquella noche del 16 de marzo. Geográficamente, llegaría a suelo británico, en el corazón de los extensos refugios subterráneos que había debajo de las oficinas oficiales que daban a St. Jame’s Park junto a Storey’s Gate, donde se habían construido durante el Blitz oficinas y dependencias a prueba de bomba para el Primer Ministro y otros altos funcionarios, y donde se hallaba todavía el Salón de Guerra. Concretamente, Stefan esperaba llegar a una sala de conferencias particular a las 7.30 de la mañana; un viaje de tanta precisión que sólo los conocimientos y los ordenadores que se usaban en 1989 podían permitir los complicados cálculos necesarios para determinar las coordenadas de tiempo y espacio.

Sin llevar armas, tomando solamente consigo la mochila llena de libros, entró en la puerta, cruzó el punto de transmisión y se materializó en un rincón de una sala de conferencias de techo bajo, en el centro de la cual había una mesa grande rodeada de doce sillas. Diez de estas estaban vacías. Sólo había dos hombres presentes. El primero era un secretario que vestía uniforme del Ejército británico; tenía una pluma en una mano y un bloc en la otra. El segundo hombre, que estaba dictando un mensaje urgente, era Winston Churchill.