Al expresar Stefan su gratitud al Primer Ministro y levantarse para marcharse, Churchill señaló los libros de encima de la mesa y dijo:
—No quisiera que se dejase esto olvidado. Si lo hiciera, ¡qué tentación sería plagiarme a mí mismo!
—Que no me haya pedido que los dejase para este fin —dijo Stefan— es una prueba de su carácter.
—Tonterías. —Churchill dejó su cigarro en un cenicero y se levante de su sillón—. Si poseyese ahora estos libros, escritos por mí, no me satisfaría que se hubiesen publicado de esta forma. Indudablemente, encontraría cosas que habrían de mejorarse y pasaría los años posteriores a la guerra pensando continuamente en ellos, para encontrarme, después de corregidos y publicados, que había destruido los elementos que los han hecho clásicos en su futuro.
Stefan se echó a reír.
—Hablo completamente en serio —dijo Churchill—. Usted me ha dicho que mi Historia será la definitiva. Esta previsión me satisface. La escribiré como la escribí, por así decirlo, y no me arriesgaré a revisarme yo mismo.
—Tal vez sea lo más prudente —convino Stefan.
Mientras este metía los seis libros en la mochila, Churchill se levantó, con las manos cruzadas a la espalda y meciéndose ligeramente sobre los pies.
—Hay muchas cosas que me gustaría preguntarle sobre el futuro que estoy ayudando a formar. Cosas que son más interesantes para mí que el éxito que puedan tener mis libros.
—Tengo que irme, señor, pero…
—Lo sé —dijo el Primer Ministro—. No le entretendré, pero dígame al menos una cosa. Me estoy muriendo de curiosidad. Vamos…, por ejemplo, ¿qué harán los soviéticos después de la guerra?
Stefan vaciló, cerró la mochila y dijo:
—Primer Ministro, lamento tener que decirle que los soviéticos llegarán a ser mucho más poderosos que Gran Bretaña; sólo los Estados Unidos podrán rivalizar con ellos.
Por primera vez, Churchill pareció sorprendido.
—Aquel abominable sistema suyo, ¿podrá llevar realmente a un triunfo económico, a la abundancia?
—No, no. Su sistema llevará a la ruina económica, pero a una tremenda fuerza militar. Los soviéticos militarizarán implacablemente a toda la sociedad y eliminarán a todos los disidentes. Algunos dicen que sus campos de concentración igualarán incluso a los del Reich.
La expresión de la cara del Primer Ministro permanecía inescrutable, pero no pudo disimular la mirada inquieta de sus ojos.
—Sin embargo, ahora son aliados nuestros.
—Sí, señor. Y sin ellos, tal vez la guerra contra el Reich nunca se ganaría.
—Oh, la ganaríamos —dijo confiadamente Churchill—, aunque no con tanta rapidez. —Suspiró—. Dicen que los políticos son extraños compañeros de cama, pero las alianzas requeridas por la guerra lo son más todavía.
Stefan se dispuso a partir.
Se estrecharon la mano.
—Su Instituto será reducido a cascotes, astillas, polvo y cenizas —dijo el Primer Ministro—. Le doy mi palabra.
—Es cuanto necesitaba saber —replicó Stefan.
Metió la mano debajo de su camisa y apretó tres veces el botón que activaba la relación del cinturón con la puerta.
En lo que pareció ser el mismo instante, se encontró en el Instituto, en Berlín. Salió de aquella puerta que parecía un barril y volvió al tablero de programación. Habían pasado exactamente once minutos en el reloj desde que había partido hacia aquellas habitaciones a prueba de bombas del subsuelo de Londres.
Todavía le dolía el hombro, pero el dolor no había aumentado. Sin embargo, las continuas punzadas le estaban agotando gradualmente, y tuvo que sentarse en la silla del programador para descansar un rato.
Después, empleando números de los suministrados por el ordenador «IBM» en 1989, programó la puerta para su penúltimo viaje. Esta vez se adelantaría cinco días en el futuro, llegando a las once de la noche del 21 de marzo, a otras dependencias subterráneas y a prueba de bombas, no en Londres, sino en su propia ciudad de Berlín.
Cuando la puerta estuvo dispuesta, entró en ella, sin llevar armas. Esta vez tampoco se llevó los seis volúmenes de la Historia de Churchill.
Al cruzar el punto de transmisión del interior de la puerta, el conocido pero desagradable cosquilleo pasó hacia dentro desde la piel, a través de la carne y hasta el tuétano de los huesos, y después, instantáneamente, de los tuétanos a la carne y a la piel.
La habitación subterránea sin ventanas a la que Stefan llegó estaba iluminada por una sola lámpara sobre una mesa rinconera y, momentáneamente, por la luz chispeante que él había traído consigo. En aquel misterioso resplandor, la figura de Hitler fue claramente visible.