Aproximadamente a diez kilómetros al norte de Palm Springs, donde la árida tierra parecía casi vacía, Laura metió el coche en el arcén. Recorrió despacio unos cientos de metros, hasta que encontró un sitio donde el terraplén descendía hasta casi el nivel del desierto circundante, en una inclinación que le permitía salir a la llanura. Aparte de unos matojos de hierba seca y de unos cuantos mezquites nudosos, la única vegetación era de maleza rodante: algunas veces verde y todavía arraigada; otras, seca y rodando libremente. Las fijas rozaban suavemente los costados del «Buick», las sueltas rodaban con la corriente de aire levantada por el coche.
La tierra dura tenía una base de esquisto, sobre la que se depositaba y en algunas ocasiones se arremolinaba una arena alcalina. Como había hecho cuando encontraron aquel lugar unas noches atrás, Laura se mantuvo apartada de la arena y rodó sobre el desnudo esquisto gris rosado. No se detuvo hasta que estuvo a trescientos metros de la carretera, poniendo aquella transitada vía fuera del radio de acción al aire libre del «Vexxon». Aparcó no lejos de un barranco, un canal natural de drenaje de siete metros de anchura por tres de profundidad, formado por rápidas avenidas de agua durante cientos de las breves estaciones lluviosas del desierto; en las noches anteriores, procediendo con cautela, pero guiándose tan sólo por los faros, habían tenido la suerte de no caer en aquella enorme zanja.
Aunque los relámpagos no habían ido seguidos de señal alguna de hombres armados, la urgencia dominaba la situación; Laura, Chris y Stefan se movían como si pudiesen oír el tictac del reloj que anunciaba una detonación inminente. Mientras Laura sacaba del portaequipajes uno de los cilindros «Vexxon» de quince kilos, Stefan pasó los brazos por las correas de la pequeña mochila verde de nailon que estaba llena de libros, puso en su sitio la correa del pecho y la abrochó. Chris llevó una de las «Uzi» a seis metros del automóvil, al centro de un círculo de esquisto donde no crecía ni una mata de hierba y que parecía un buen lugar de desembarco para Stefan en 1989. Laura se reunió allí con el chico, y Stefan la siguió, llevando la «Colt Commander» con silenciador en la mano derecha.
Al norte de Palm Springs, en la carretera estatal 111, Klietmann forzaba el «Toyota» lo más que podía, pero no era suficiente. El cuentakilómetros marcaba sesenta y cinco mil kilómetros, es probable que su vieja propietaria no hubiese pasado nunca de ochenta por hora, por lo que el coche no respondía bien a lo que Klietmann le pedía. Cuando trataba de pasar de cien, el «Toyota» trepidaba y hacía ruidos extraños, obligándole a aflojar la marcha.
Sin embargo, cuando se encontraba sólo a tres kilómetros al norte del límite de la ciudad de Palm Springs, alcanzaron a un coche patrulla de la Policía de California; Klietmann estaba seguro de que en él iba el oficial encargado de encontrar y detener a Laura y a su hijo. El policía iba a una velocidad ligeramente inferior a noventa kilómetros por hora, que era el límite autorizado en la zona.
—Mátele —dijo Klietmann por encima del hombro al cabo Martin Bracher, que iba sentado en el asiento de atrás, a la derecha.
Klietmann miró por el espejo retrovisor y no vio tráfico a su espalda; lo había, sí, en dirección contraria, en los carriles que conducían hacia el Sur. Pasó al carril de adelantamiento y se acercó al coche patrulla a noventa y cinco por hora.
Bracher bajó el cristal de su ventanilla. La otra ya estaba abierta, porque Hubatsch había disparado a través de ella cuando había matado al policía de Palm Springs; por consiguiente, el viento entraba ruidosamente por la parte de atrás del «Toyota» y pasaba a la de delante, agitando el mapa que Von Manstein tenía todavía sobre las rodillas.
El policía se volvió para mirar, sorprendido, pues raras veces los conductores se atrevían a adelantar a un coche patrulla cuando este viajaba a sólo cinco kilómetros por debajo del límite permitido de velocidad. Cuando Klietmann puso el «Toyota» a más de noventa y cinco por hora, este retembló y tosió, acelerando de mala gana. El policía apreció en este indicio que Klietmann estaba resuelto a quebrantar la ley, y tocó ligeramente la sirena, con lo cual quería por lo visto decir que Klietmann tenía que frenar y colocarse en el arcén.
En vez de eso, el teniente puso al rebelde «Toyota» a ciento cinco kilómetros por hora, y el vehículo parecía en peligro de descoyuntarse, esta acción fue suficiente para adelantar al sorprendido policía, de manera que la ventanilla de atrás de Bracher quedase en línea con la de delante del coche patrulla. El cabo abrió fuego con su «Uzi».
Los cristales de las ventanillas del coche patrulla saltaron hechos añicos y el oficial murió al instante. Tenía que estar muerto, pues no había previsto el ataque y seguramente había recibido varias balas en la cabeza y en el torso. El coche se desvió hacia el «Toyota» y lo rozó, antes de que Klietmann pudiese esquivarlo, luego giró hacia el arcén.
Klietmann frenó para no alcanzar al coche patrulla sin control.
La carretera de cuatro carriles estaba elevada unos tres metros por encima del desierto, y el Coche patrulla cruzó el borde sin protección del arcén. Voló durante unos segundos y después cayó con tanta fuerza que sin duda se le reventó algún neumático. Se abrieron dos portezuelas, una de ellas la del conductor.
Al pasar Klietmann al carril de la derecha y, lentamente por delante del coche destrozado, Von Manstein dijo:
—Puedo verle allí, caído sobre el volante. Este ya no nos molestará.
Los conductores que venían en sentido contrario habían visto el vuelo espectacular del coche patrulla. Se detuvieron en el arcén de su lado. Cuando Klietmann miró por el espejo retrovisor, vio gente que se apeaba de aquellos vehículos, buenos samaritanos que cruzaban la carretera para ir en auxilio del policía. Si alguno de ellos se dio cuenta de la causa del accidente, optó por no perseguir a Klietmann y entregarlo a la justicia. Lo cual fue muy prudente.
Klietmann aceleró de nuevo, miró el odómetro y dijo:
—A cinco kilómetros de aquí, ese policía habría detenido a la mujer y al niño. Por consiguiente, estad atentos a un «Buick» negro. Cinco kilómetros.
Plantada bajo el fuerte sol del desierto, sobre el esquisto desnudo, cerca del «Buick», Laura observó cómo Stefan pasaba la correa de la «Uzi» por encima del hombro derecho. La metralleta pendía suelta y no estorbaba a la mochila llena de libros.
—Ahora me pregunto si debería llevar esto —dijo Stefan—. Si el gas letal produce el efecto debido, probablemente no necesitaré una pistola, y menos una metralleta.
—Llévala —dijo hoscamente Laura.
Él asintió con la cabeza.
—Tienes razón. Nunca se sabe…
—Lástima que no lleves también un par de granadas —dijo Chris—. Serían muy útiles.
—Esperemos que no se pongan allí las cosas tan negras —replicó Stefan.
Soltó el seguro de la pistola y agarró esta con la mano derecha. Asiendo la bombona de «Vexxon» por aquel asa que parecía de un extintor de incendios, la levantó con la mano izquierda y comprobó su peso, para ver si su hombro lesionado lo soportaría.
—Me duele un poco —dijo—. Tira de la herida. Pero el dolor no es fuerte y podré soportarlo.
Había cortado el alambre del gatillo de la bombona que permitía la descarga manual del «Vexxon». Pasó el dedo por el gancho.
Cuando terminase su trabajo en 1944, haría el viaje final al tiempo de ellos, 1989, y pensaba estar de vuelta cinco minutos después de su partida. Ahora dijo:
—Volveremos a vernos muy pronto. Apenas os daréis cuenta de que me he ido.
De pronto, Laura tuvo miedo de que no volviese nunca. La tocó la cara y le dio un beso en la mejilla.
No fue el beso que habría dado una amante, ni había en él una promesa de pasión, fue solamente el beso afectuoso de una amiga, el beso de una mujer que le debía gratitud eterna, pero que no le entregaba su corazón. Leyó en sus ojos que él se daba cuenta de ello. En el fondo, a pesar de sus destellos de humor, era un hombre melancólico, y ella hubiese querido poder hacerle feliz. Lamentaba no poder simular al menos que sentía algo más por él; sin embargo, sabía que no le engañaría con esa simulación.
—Quiero que vuelvas —dijo—. Lo quiero de veras. Muchísimo.
—Está bien. —Miró a Chris y dijo—: Cuida de tu madre mientras yo esté fuera.
—Lo intentaré —dijo Chris—. Pero mi madre sabe cuidar de sí misma.
Laura atrajo a su hijo a su lado.
Stefan levantó un poco más el cilindro «Vexxon» de unos quince kilos y apretó el gatillo.
Al salir el gas a presión, con un sonido parecido al de doce serpientes silbando a la vez, Laura sintió un breve ataque de pánico, segura de que las cápsulas que habían tomado no les protegerían de aquel tóxico, de que se caerían al suelo y se retorcerían en espasmos y convulsiones musculares, y morirían en treinta segundos. El «Vexxon» era un gas incoloro, pero no inodoro ni insípido; incluso al aire libre, donde se dispersaba rápidamente, Laura pudo detectar un olor dulzón a albaricoque y un sabor acre y nauseabundo que parecía de zumo de limón y leche agria. No obstante, a pesar de lo que olía y gustaba, no sintió ningún efecto nocivo.
Mientras sostenía la pistola contra el cuerpo, Stefan metió debajo de la camisa un dedo libre de la mano con la que empuñaba la pistola y apretó el botón tres veces.
Von Manstein fue el primero en ver el coche negro parado en aquel erial de arena blanca y roca pálida, a unos cien metros al este de la carretera. Se lo indicó a los otros.
Naturalmente, el teniente Klietmann no podía ver la marca del coche desde tan lejos, pero estaba seguro de que era el que andaban buscando. Había tres personas de pie cerca del automóvil; a aquella distancia eran poco más que muñecos, y parecían rielar como espejismos bajo el sol del desierto, pero Klietmann pudo ver que eran dos adultos y un niño.
Súbitamente, uno de los adultos desapareció. Y no era un truco del aire y la luz del desierto. La figura no volvió a aparecer un momento más tarde. Se había ido, y Klietmann sabía que era Stefan Krieger.
—¡Ha vuelto atrás! —dijo, pasmado, Bracher.
—¿Por qué había de hacerlo —preguntó Von Manstein— si todos los del Instituto quieren su pellejo?
—Peor aún —dijo Hubatsch, desde detrás del teniente—. Vino a 1989 días antes que nosotros. Por consiguiente, su cinturón le habrá devuelto al mismo lugar y al mismo día en que le disparó Kokoschka, a once minutos exactos después de que Kokoschka le disparase. Sin embargo, sabemos con seguridad que no volvió aquel día. ¿Qué diablos está ocurriendo aquí?
Klietmann también se mostraba preocupado, pero no tenía tiempo de pensar en lo que pasaba. Su misión era matar a la mujer y a su hijo, si no a Krieger.
—Prepárense —dijo, reduciendo la marcha para buscar un sitio por el que pudiese bajar del terraplén.
Hubatsch y Bracher ya habían sacado las «Uzi» de sus maletines en Palm Springs. Ahora, Von Manstein empuñó su arma.
El campo se elevó casi al nivel de la carretera. Klietmann sacó el «Toyota» de la calzada y descendió al suelo del desierto, dirigiendo el coche hacia la mujer y el niño.
Cuando Stefan activó el cinturón, el aire se hizo denso y Laura sintió un gran peso invisible que la oprimía. Hizo una mueca al percibir un hedor a cable eléctrico recalentado y a fusible quemado, mezclado con el olor a ozono y el aroma de albaricoque del «Vexxon». La presión del aire aumentó, los olores mezclados se intensificaron y Stefan salió de su mundo con un súbito y fuerte chasquido. Por un instante, pareció no haber aire para respirar, pero el breve vacío fue seguido de una violenta corriente de viento cálido teñido del olor débilmente alcalino del desierto.
De pie, a su lado, y agarrándola con fuerza, Chris dijo:
—¡Huy! ¿No ha sido estupendo, mamá?
Ella no respondió porque observó que un coche blanco salía de la carretera 111 y se introducía en el desierto. Giró en dirección a ellos y saltó hacia delante al acelerar el conductor.
—Chris, ponte delante del «Buick». ¡Y échate al suelo!
Él vio el vehículo que venía y obedeció sin rechistar.
Laura corrió hacia la portezuela abierta del «Buick» y agarró una de las metralletas que había sobre el asiento. Después se plantó detrás del portaequipajes abierto, de cara al coche que venía.
Ahora estaba a menos de doscientos metros y se acercaba de prisa. La luz del sol resplandecía sobre el metal cromado y se proyectaba a través del parabrisas.
Laura consideró la posibilidad de que los ocupantes no fuesen agentes alemanes de 1944, sino personas inocentes. Sin embargo, era tan improbable que no podía dejar que la posibilidad la inhibiese.
El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto.
No. ¡Maldita sea, no!
Cuando el coche blanco estuvo a unos cien metros, apretó dos veces el gatillo de la «Uzi» y vio que las balas hacían al menos dos agujeros en el parabrisas. El resto del cristal se agrietó instantáneamente.
El coche —ahora pudo ver que era un «Toyota»— dio un giro de trescientos sesenta grados y, después, noventa grados más, levantando nubes de polvo y arrancando un par de matojos todavía verdes. Se detuvo a unos sesenta metros, con el morro apuntando hacia el Norte y el lado correspondiente al acompañante vuelto hacia ella.
Se abrieron las portezuelas del otro lado y Laura comprendió que los ocupantes salían del coche y se mantenían agachados para que no pudieran verles.
Disparó de nuevo, no con la esperanza de alcanzarles a través del «Toyota», sino con la intención de perforar el depósito de gasolina; entonces, tal vez una chispa de suerte, producida por una bala al chocar contra el metal, prendería fuego a la gasolina y algunos de los hombres refugiados detrás del vehículo se verían envueltos en llamas. Sin embargo, vació el cargador de la «Uzi» sin que el coche se incendiase, aunque estaba casi segura de que había perforado el depósito de gasolina.
Arrojó el arma, abrió la puerta de atrás del «Buick» y agarró la otra «Uzi» completamente cargada. También cogió la especial del «38» del asiento de delante, sin apartar más de un segundo los ojos del «Toyota» blanco. A fin de cuentas, lamentaba que Stefan no hubiese dejado la tercera metralleta.
Desde el otro coche, a sesenta metros de distancia, uno de los pistoleros abrió fuego con un arma automática, y ahora ya no había duda de quiénes eran. Mientras Laura se agazapaba junto al costado del «Buick», las balas chocaron contra la tapa abierta del portaequipajes, rompieron la ventanilla de atrás, rajaron el parachoques posterior, rebotaron en el guardabarros, saltaron sobre el esquisto circundante con fuertes chasquidos y levantaron nubecillas de arena blanca y polvorienta. Oyó un par de proyectiles que cortaban el aire cerca de su cabeza, con silbidos estridentes y mortales, y empezó a retroceder hacia la parte delantera del «Buick», pegándose a él y tratando de ofrecer el menor blanco posible. Al cabo de un momento, se reunió con Chris, que estaba apretado contra el radiador del automóvil.
El pistolero del «Toyota» dejó de disparar.
—¿Mamá? —dijo temerosamente Chris.
—No temas —respondió ella, esforzándose por creer lo que decía—. Stefan volverá antes de que transcurran cinco minutos, cariño. Tiene otra «Uzi», y esto igualará mucho las fuerzas. Saldremos de esta. Sólo tenemos que entretenerles unos minutos. Tan sólo unos minutos.