Esperando evitar la catástrofe, el teniente Klietmann bajó la ventanilla del conductor y sonrió al policía de Palm Springs que había golpeado en el cristal para llamarle la atención y que ahora se inclinaba para observarle.
—¿Qué desea, oficial?
—¿No ha visto la curva roja cuando ha aparcado aquí?
—¿La curva roja? —dijo Klietmann, sonriendo y preguntándose de qué diablos estaba hablando aquel hombre.
—Bueno, señor —dijo el oficial, en un tono curiosamente humorístico—, ¿va usted a decirme que no vio la curva roja?
—Sí, señor, claro que la vi.
—Ya sabía que no mentiría —dijo el policía, como si conociese a Klietmann y supiese que era de fiar, cosa que desconcertó al teniente—. Si vio la curva roja, señor, ¿por qué ha aparcado aquí?
—Ah, ya veo —dijo Klietmann—, sólo se puede aparcar en curvas que no sean rojas. Sí, claro.
El policía de tráfico le hizo un guiño al teniente. Después miró a Von Manstein en el asiento del acompañante y luego a Bracher y a Hubatsch en el de atrás, les sonrió y les saludó con la cabeza.
Klietmann no necesitó mirar a sus hombres para saber que estaban en vilo. La atmósfera del coche se hallaba llena de tensión.
Cuando volvió a mirar a Klietmann, el agente de Policía sonrió y dijo:
—¿Me equivoco al pensar que los cuatro son predicadores?
—¿Predicadores? —dijo Klietmann, desconcertado por la pregunta.
—Tengo una mente un poco deductiva —dijo el policía, sin dejar de sonreír—. No soy un Sherlock Holmes. Pero las pegatinas en los parachoques de su coche dicen «Amo a Jesús» y «Cristo ha resucitado». Hay una convención baptista en la ciudad, y ustedes visten de oscuro.
Por eso había dicho que pensaba que Klietmann no mentiría. Creía que eran pastores baptistas.
—Exacto —dijo Klietmann al instante—. Participamos en la convención baptista, oficial. Siento lo del aparcamiento ilegal. En el lugar del que venimos no tenemos curvas rojas. Ahora, si…
—¿De dónde vienen? —preguntó el policía, no con recelo, sino intentando mostrarse amable.
Klietmann sabía mucho acerca de los Estados Unidos, pero no lo bastante como para continuar una conversación de esta clase sin llevar él la voz cantante. Creía que los baptistas eran de la parte sur del país; no sabía si los había en el Norte, en el Este o en el Oeste; por consiguiente, trató de pensar en un Estado del Sur.
—Yo soy de Georgia —dijo, antes de darse cuenta de lo inverosímil que parecía esta declaración hecha con acento alemán.
La sonrisa se hizo vacilante en el rostro del guardia. Mirando a Von Manstein, dijo:
—¿Y de dónde es usted, señor?
Siguiendo la indicación de su jefe, pero con un acento todavía más marcado, Von Manstein dijo:
—De Georgia.
Desde el asiento de atrás, Hubatsch y Bracher, sin ser preguntados, dijeron:
—Georgia, somos de Georgia —como si fuese una palabra mágica que hechizaría al policía de tráfico.
La sonrisa de este de pronto se extinguió. Frunció el entrecejo y le dijo a Klietmann:
—¿Tendría la bondad de apearse un momento del coche, señor?
—Desde luego, oficial —respondió Klietmann, abriendo la portezuela y advirtiendo que el policía retrocedía dos pasos y apoyaba la mano derecha en la culata de su enfundado revólver—. Pero se nos hace tarde para una sesión de oración…
En el asiento de atrás, Hubatsch abrió su maletín y sacó de él la «Uzi» con la misma rapidez con que habría podido hacerlo un guardaespaldas del presidente. No bajó la ventanilla, sino que apoyó el cañón contra el cristal y disparó contra el policía, sin darle tiempo a que sacara su revólver. El cristal saltó hecho añicos al perforarlo las balas. Alcanzado al menos por veinte proyectiles a bocajarro, el guardia cayó hacia atrás en la calzada. Hubo un chirrido de frenos al detenerse bruscamente un coche para no pasar por encima del cuerpo, y al otro lado de la calle quedaron destrozados los escaparates de una tienda de ropa para caballero, al dar en ellos las balas.
Con la frialdad y la rapidez del pensamiento que hacían que Klietmann se enorgulleciese de pertenecer a la Schutzstaffel, Martin Bracher se apeó del «Toyota» por su lado y disparó la «Uzi», en un amplio arco, para aumentar el caos y tener más posibilidades de escapar. Saltaron en pedazos los cristales de los escaparates de tiendas de lujo, no sólo en la calle lateral en cuyo extremo habían aparcado, sino también hasta la intersección con el lado este de Palm Canyon Drive. La gente gritó, se arrojó al suelo o buscó refugio en los portales. Klietmann vio pasar coches alcanzados por las balas en Palm Canyon, y tal vez algunos conductores resultaron heridos o fueron sólo presa del pánico, pues los vehículos saltaban locamente de un carril a otro; un «Mercedes» de color castaño golpeó de refilón a una camioneta de reparto, y un elegante coche deportivo rojo tropezó con un bordillo, cruzo la acera, rozó el tronco de una palmera y se metió en una tienda de regalos.
Klietmann se puso de nuevo al volante y soltó el freno de mano. Oyó que Bracher y Hubatsch saltaban dentro del coche, metió la marcha y arrancó velozmente hacia Palm Canyon, girando bruscamente hacia la izquierda en dirección norte. En seguida descubrió que la calle era de una sola dirección y que él rodaba en sentido contrario. Maldiciendo, esquivó los coches que venían. El «Toyota» se balanceaba como loco sobre una deficiente suspensión, y la guantera se abrió, derramando su contenido sobre las rodillas de Von Manstein. Klietmann giró a la derecha en el primer cruce de calles. Después de recorrer una manzana, pasó un semáforo en rojo, evitó por los pelos atropellar a unos peatones y torció a la izquierda, metiéndose en una avenida de dirección hacia el Norte.
—Sólo tenemos veintiún minutos —dijo Von Manstein, señalando el reloj del tablero.
—Dígame hacia dónde he de ir —dijo Klietmann—. Me he perdido.
—No, no se ha perdido —respondió Von Manstein, sacudiendo el contenido de la guantera (llaves de repuesto, servilletas de papel, un par de guantes blancos, botes de catsup y de mostaza, documentos de varias clases) de encima del mapa abierto sobre sus rodillas—. No se ha perdido. Esta calle sale o Palm Canyon donde se convierte en una vía de doble dirección. Desde allí, yendo hacia el Norte, llegaremos directamente a la carretera 111.