VII

El doctor Juttner introdujo el último número en el tablero de programación que controlaba la puerta. Luego dijo a Erich Klietmann:

—Usted y sus hombres viajarán a las cercanías de Palm Springs, California, en enero de 1989.

—¿Palm Springs? —dijo sorprendido Klietmann.

—Sí. Desde luego, esperábamos que tuviesen que ir a alguna parte de la zona de Los Ángeles u Orange County, donde sus trajes de jóvenes ejecutivos habrían resultado más adecuados que en una población de veraneo; no obstante, tampoco llamará la atención. Se da la circunstancia de que allí es invierno, e incluso en el desierto, los trajes oscuros serán adecuados para la estación. —Juttner tendió a Klietmann una hoja de papel donde había escrito unas direcciones—. Aquí encontrarán a la mujer y al muchacho.

Mientras doblaba el papel y lo guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta, el teniente dijo:

—¿Y Krieger?

—Los investigadores no encontraron rastro de él —respondió Juttner—, pero debe estar con la mujer y el chico. Si no le ven, lo mejor es que capturen a la mujer y al niño. Si tienen que torturarlos para saber el paradero de Krieger, háganlo. Y si ocurre lo peor y no quieren delatar a Krieger mátenlos. Esto le haría salir al descubierto en algún lugar en la línea del tiempo.

—Lo encontraremos, doctor.

Klietmann, Hubatsch, Von Manstein y Bracher llevaban sus cinturones de regreso debajo de sus trajes «Yves St. Laurent». Cogieron sus maletines «Mark Cross», se dirigieron a la puerta, entraron en el gigantesco barril y avanzaron dos tercios, en el recinto desde donde pasarían en un abrir y cerrar de ojos de 1944 a 1989.

El teniente tenía miedo, pero también estaba entusiasmado. Era el puño de hierro de Hitler y Krieger no podría ocultarse de él, ni siquiera a cuarenta y cinco años en el futuro.