A las tres cuarenta de la tarde del sábado, 14 de enero, poco más de un día después de su primera visita, Thelma volvió a «The Bluebird of Happiness Motel» en la desvencijada furgoneta blanca de su jardinero. Traía dos mudas para cada uno, maletas en las que guardar todas sus cosas y dos mil proyectiles para los revólveres y las «Uzi». También traía el «IBM» PC en la camioneta, además de una impresora, una variedad de software, una caja de pequeños discos y todo lo que necesitarían para hacer funcionar el aparato.
Para hacer tan sólo cuatro días que había recibido la herida en el hombro, Stefan se estaba recuperando con sorprendente rapidez. Permaneció en la habitación del motel con Chris, llenando las maletas, mientras Laura y Thelma transportaban las cajas del ordenador al portaequipajes y al asiento de atrás del «Buick».
La tormenta había cesado durante la noche. Deshilachadas nubes grises pendían como osos en el cielo. La temperatura había subido hasta dieciocho grados y el aire olía a limpio.
Al tiempo que cerraba el portaequipajes del «Buick» sobre la última de las cajas, Laura dijo:
—¿Has ido a comprarlo con esa peluca, esas gafas y esos dientes?
—No —dijo Thelma, quitándose la dentadura postiza y guardándola en un bolsillo de la chaqueta, porque la hacía cecear cuando hablaba—. Un dependiente podría reconocerme, y si iba disfrazada, hubiese llamado más la atención. Pero después de haberlo comprado todo, llevé la furgoneta al extremo desierto del aparcamiento de otro centro de ventas y me disfracé como una mezcla de Harpo Marx y Bucky Beaver antes de venir aquí, para el caso de que alguien me viese desde otro coche en el tráfico. Mira, Shane, me gusta esta clase de intriga. Tal vez sea la reencarnación de Mata Hari, porque cuando pienso en seducir a hombres para arrancarles sus secretos y venderlos después a un Gobierno extranjero, me estremezco deliciosamente.
—Es lo de seducir a los hombres lo que te da escalofríos —dijo Laura—, no la venta de secretos. Tú no eres una espía; tan sólo, una libidinosa.
Thelma dio las llaves de la casa de Palm Springs.
—Allí no tenemos servidumbre fija. Sólo llamamos a una agencia de servicios domésticos para que arreglen la casa un par de días antes de nuestra llegada. Naturalmente, esta vez no les llamé, por lo que es posible que encontréis un poco de polvo, pero no verdadera suciedad, y ninguna de las cabezas Cortadas que tú sueles dejar detrás.
—Eres un encanto.
—Hay un jardinero, no todos los días, como el que tenemos en nuestra casa de Beverly Hills. Este sólo acude una vez a la semana, los martes, para segar el césped, podar los setos y pisotear algunas flores para poder hacer que las sustituyamos. Os aconsejo que os apartéis de las ventanas y no os dejéis ver el martes hasta que él venga y se haya ido.
—Nos esconderemos debajo de la cama.
—Veréis un montón de látigos y cadenas debajo de la cama, pero no os imaginéis que Jason y yo estamos chiflados. Los látigos y las cadenas pertenecieron a su madre, y los guardamos únicamente por razones sentimentales.
Trajeron de la habitación del motel las maletas llenas y las colocaron en el asiento de atrás con los paquetes que no cabían en el portaequipajes del «Buick». Después de abrazar a todos, Thelma dijo:
—Shane, durante las próximas tres semanas no tendré trabajo en los clubes nocturnos, por lo que, si me necesitáis para algo más, podéis llamarme a la casa de Beverly Hills, de día o de noche. Estaré junto al teléfono.
Y se marchó de mala gana.
Laura se sintió aliviada cuando la furgoneta desapareció entre el tráfico; Thelma estaba a salvo. Dejó las llaves de la habitación en la oficina del motel y se alejaron en el «Buick», con Chris en el otro asiento delantero y Stefan en el de atrás con las maletas. Ahora lamentaba el que abandonasen «The Bluebird of Happiness», porque allí habían estado seguros durante cuatro días y nada garantizaba que lo estuviesen en cualquier otra parte del mundo.
En primer lugar, se detuvieron en una armería. Como era mejor que Laura se ocultase lo más posible, Stefan entró para comprar una caja de municiones para la pistola. No habían puesto esto en la lista de compras que le habían dado a Thelma, porque entonces no sabían si conseguirían la «Parabellum» de 9 mm que quería Stefan, y en realidad, habían conseguido la «Colt Commander Mark IV» del 38 en vez de aquella.
De la armería se dirigieron al «Pizza Party Palace» de Fat Jack para recoger dos botes de gas letal. Stefan y Chris esperaron en el coche, debajo de los rótulos de neón que ya estaban encendidos a la hora del crepúsculo, aunque no brillarían en todo su esplendor hasta la noche.
Los botes estaban sobre la mesa de Jack. Eran del tamaño de pequeños extintores caseros de incendios, pero con un acabado de acero inoxidable en vez de estar pintados de rojo, y con una etiqueta en la que se veía una calavera y unas tibias cruzadas con una inscripción que decía: VEXXON / AEROSOL / ATENCIÓN: TÓXICO LETAL PARA LOS NERVIOS / SU POSESIÓN NO AUTORIZADA ES DELITO SEGÚN LA LEY DE LOS EE. UU., seguida de mucha letra menuda.
Con un dedo rollizo como una salchicha demasiado gorda, Jack señaló un disco del tamaño de medio dólar en la parte alta de cada cilindro.
—Estos son relojes calibrados en minutos, de uno a sesenta. Si lo fija para el momento deseado y aprieta el botón negro del centro, puede soltar el gas desde lejos, a la manera de una bomba de relojería. No obstante, si quiere soltarlo manualmente tiene que coger el fondo del bote con una mano, agarrar esta asa con la otra y apretar esta pequeña palanca como si fuese un gatillo. El gas, soltado bajo presión, se dispersa en todo un edificio de cinco mil metros cuadrados en un minuto y medio, más de prisa que la calefacción o el aire acondicionado. Expuesto a la luz y al aire, se descompone rápidamente en componentes no tóxicos, pero sigue siendo mortal de cuarenta a sesenta minutos. Sólo tres miligramos sobre la piel matan en treinta segundos.
—¿Y el antídoto? —preguntó Laura.
Fat Jack sonrió y dio unas palmadas a las bolsas de plástico azul, de veinticinco centímetros cuadrados, que estaban cerradas y fijadas a las asas de los cilindros.
—Diez cápsulas en cada bolsa: dos para cada persona. Las instrucciones están en la bolsa, pero a mí me dijeron que hay que tomar las píldoras al menos una hora antes de soltar el gas. Entonces le protegen a uno de tres a cinco horas.
Cogió el dinero y metió los cilindros de «Vexxon» en una caja con un rótulo que decía: QUESO MOZZARELLA - MANTÉNGASE FRÍO. Al tapar la caja, se echó a reír y sacudió la cabeza.
—¿Qué sucede? —preguntó Laura.
—Sólo que estoy intrigado —dijo Fat Jack—. Una mujer tan guapa como usted, obviamente educada, con un hijo pequeño… Si alguien como usted está metida en porquerías como esta, la sociedad debe estar descomponiéndose más de prisa de lo que esperaba. Tal vez aún viva para ver el día en que se derrumbe el orden establecido, en que reine la anarquía, en que las únicas leyes sean las que acuerden los individuos entre ellos, sellándolas con un apretón de manos.
Como si recordase algo, levantó la tapa de la caja, sacó unos trocitos de papel de un cajón de su mesa y los dejó caer sobre los cilindros de «Vexxon».
—¿Qué son? —preguntó Laura.
—Es usted una buena parroquiana —dijo Fat Jack—, por consiguiente, le regalo unos vales para unas pizzas gratis.
La casa de Thelma y Jason en Palm Springs en realidad estaba asilada. Era una curiosa pero atractiva mezcla de arquitectura española y de adobe del sudoeste, emplazada en un terreno de media hectárea rodeado de un muro de tres metros de altura, de estuco de color melocotón, interrumpido únicamente por la entrada y la salida del paseo circular. El terreno estaba plantado de olivos, palmeras y ficus muy apretados, de manera que los vecinos no podían ver nada desde tres lados y solamente la fachada de la casa quedaba al descubierto.
Aunque llegaron a las ocho de la tarde de aquel sábado, después de cruzar el desierto desde el establecimiento de Fat Jack en Anaheim pudieron ver la casa y el jardín con todo detalle porque estaban iluminados con luces decorativas hábilmente colocadas y controladas por célula fotoeléctrica, lo cual les daba tanta seguridad como valor estético. Las sombras de las palmeras y los helechos trazaban fantásticos dibujos sobre las paredes de estuco.
Thelma les había dado el aparato de control remoto de la puerta del garaje, de modo que metieron el «Buick» en el garaje de tres plazas y entraron en la casa por la puerta que comunicaba con el lavadero, después de desactivar el sistema de alarma con la clave que también les había dado Thelma.
La casa era mucho más pequeña que la mansión de Gaines en Beverly Hills, pero todavía espaciosa, con diez habitaciones y cuatro cuartos de baño. El sello único de Steve Chase, el diseñador de interiores preferido en Palm Springs, era visible en todas las habitaciones: espectaculares espacios espectacularmente iluminados; colores sencillos —albaricoque fuerte, salmón mate— acentuados con turquesa aquí y allá; paredes tapizadas de ante, techos de cedro; aquí, unas mesas de cobre con rica pátina; allí, mesas de granito en interesante contraste con cómodos sillones tapizados con variedad de tejidos; una casa elegante, pero acogedora.
En la cocina, Laura se encontró con que la mayor parte de la despensa estaba vacía, salvo un estante de artículos en conserva. Como se encontraban demasiado cansados para ir de compras, improvisaron una cena con lo que tenían a mano. Aunque Laura hubiese irrumpido en la casa sin llave y hubiese ignorado quiénes eran los dueños, habría sabido que pertenecía a Thelma y a Jason con sólo mirar en la despensa, pues no podía imaginarse otra pareja de millonarios que fuesen tan infantiles como para tener espaguetis y raviolis preparados «Chef Boyardee». Chris estaba encantado. Para postre, terminaron dos cajas de bolas de helado «Klondike» revestidas de chocolate, que habían encontrado en el congelador por lo demás vacío.
Laura y Chris compartieron la regia cama del dormitorio de los dueños y Stefan se instaló en la habitación de los invitados, al otro lado del pasillo. Aunque ella había vuelto a conectar el sistema de alarma, que incluía todas las puertas y ventanas, a pesar de que tenía una «Uzi» cargada a su lado, en el suelo, una pistola del «38» cargada estaba sobre la mesita de noche y aunque nadie en el mundo, salvo Thelma, podía saber dónde estaban, Laura durmió a intervalos. Cada vez que se despertaba, se incorporaba en la cama, escuchando en la noche por si oía algún ruido: pisadas cautelosas, voces hablando en voz baja.
Ya de madrugada, cuando no pudo volver a conciliar el sueño, se quedó mirando largo rato el oscuro techo, pensando en algo que Stefan le había dicho un par de días atrás, al explicarle alguno de los puntos más delicados del viaje en el tiempo y los cambios que podían efectuar los viajeros en su futuro: El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto. Cuando Stefan la había salvado del drogadicto en la tienda de comestibles, en 1963, el destino la había llevado en definitiva hacia otro pederasta, Willy Sheener, en 1967. Había sido destinada para ser huérfana, y así, cuando encontró un nuevo hogar con los Dockweiler, el destino había conspirado para matar a Nina Dockweiler de un ataque al corazón, y Laura había tenido que volver al orfanato.
El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto.
¿Y ahora qué?
En el plan previsto, Chris no debía nacer. Por consiguiente, ¿dispondría el destino que muriese pronto, para que los acontecimientos se pareciesen lo más posible a los que habían sido ordenados y no se habían cumplido por la intervención de Stefan Krieger? Ella había sido predestinada a la vida en una silla de ruedas, antes de que Stefan impidiese a punta de pistola que el doctor Paul Markwell asistiese a su madre al darla a luz. Tal vez ahora el destino la pusiese al alcance de las balas de la Gestapo, que romperían su espina dorsal y la dejarían paralítica de acuerdo con el plan original.
¿Durante cuánto tiempo tendrían que luchar las fuerzas del destino para reafirmar la pauta, después de que se hubiese producido un cambio en ella? Chris ya había vivido más de ocho años. ¿Era tiempo suficiente para que el destino decidiese que su existencia era aceptable? Ella había vivido treinta y cuatro sin una silla de ruedas. ¿Le preocupaba todavía al destino el que ella se hubiese zafado de una manera tan antinatural del plan ordenado?
El destino se esfuerza en reafirmar lo que tiene previsto.
Al dorar ligeramente el amanecer los bordes de las cortinas, Laura se volvió en la cama, cada vez más irritada, pero sin saber contra quién o contra qué tendría que dirigir su cólera. ¿Qué era el destino? ¿Cuál era el poder que dictaba las pautas y trataba de forzar su cumplimiento? ¿Dios? ¿Debía encolerizarse contra Dios…, o suplicarle que dejase vivir a su hijo y la salvase a ella de la vida de inválida? ¿O el poder que estaba detrás del destino simplemente era un mecanismo natural, una fuerza que no se diferenciaba en su origen de la gravedad o del magnetismo?
Como no había un objetivo lógico contra el que descargar sus emociones, Laura sintió que su cólera se metamorfoseaba en miedo. Parecían estar seguros en la casa de Gaines en Palm Springs.
Después de pasar una noche sin incidentes en aquella casa, casi podían estar seguros de que su presencia nunca sería de conocimiento público, pues, de otro modo, los asesinos del pasado se habrían presentado ya. Sin embargo, Laura tenía miedo.
Algo malo iba a ocurrir. Algo muy malo.
Se avecinaban desgracias, pero no sabía de qué dirección.
Rayos. Pronto.
Lástima que el antiguo dicho no fuese verdad. En realidad, el rayo caía dos veces en el mismo sitio, tres, cien, y ella era el pararrayos infalible que los atraía.