El teniente Erich Klietmann de la SS estaba atento al segundero del reloj del tablero de programación, y cuando se acercó a las doce, sé volvió y miró hacia la puerta. Dentro de aquel tubo de cuatro metros de longitud, en continua penumbra, algo resplandeció, una mancha gris negruzca que se concentró en la silueta de un hombre y después de otros tres, uno tras otro. El equipo investigador salió de la puerta de la sala y fue recibido por tres científicos que habían estado controlando el tablero de programación.
Habían vuelto de febrero de 1989 y estaban sonrientes, lo cual hizo que el corazón de Klietmann latiese más fuerte, porque no habrían sonreído si no hubiesen localizado a Stefan Krieger, la mujer y al niño. Los dos primeros pelotones de asesinos que habían sido enviados al futuro —el que había atacado la casa próxima a Big Bear y el de San Bernardino— habían estado compuestos de oficiales de la Gestapo. Su fracaso había hecho que der Führer insistiese en que el tercer equipo fuese Schutzstaffel, y ahora Erich entendía que la sonrisa significaba que su pelotón tendría una oportunidad de demostrar que la SS tenía mejores hombres que la Gestapo.
Los fracasos de los dos equipos anteriores no eran las únicas notas negras de la intervención de la Gestapo en este asunto. Heinrich Kokoschka, jefe de seguridad del Instituto, también había sido oficial de la Gestapo y por lo visto se había convertido en un traidor. Las pruebas de que se disponía parecían confirmar la teoría de que, hacía dos días, el 16 de marzo, había desertado al futuro con otros cinco miembros del personal del Instituto.
La tarde del 16 de marzo, Kokoschka había viajado solo a las montañas de San Bernardino con la presunta intención de matar a Stefan Krieger en el futuro de antes de que este volviese a 1944 y matase a Penlovski, deshaciendo así las muertes de los mejores hombres del proyecto. Sin embargo, Kokoschka no había vuelto. Algunos argüían que había muerto allí, en 1988, que Krieger había triunfado en el enfrentamiento; no obstante, esto no explicaba lo que les había ocurrido a los otros cinco hombres en el Instituto aquella tarde: los dos agentes de la Gestapo que esperaban el regreso de Kokoschka y los tres científicos que controlaban el tablero de programación de la puerta.
Todos habían desaparecido, así como también cinco cinturones de vuelta a casa; por consiguiente, todos los indicios acusaban a un grupo de traidores dentro del Instituto, los cuales se habían convencido de que Hitler perdería la guerra, a pesar de las armas exóticas traídas del futuro, y habían desertado a otra época en vez de permanecer en un Berlín condenado a la destrucción.
Pero Berlín no estaba condenado. Klietmann no admitía esa posibilidad. Berlín era la nueva Roma; el Tercer Reich duraría mil años. Ahora que la SS tendría la oportunidad de encontrar y matar a Krieger, el sueño de der Führer se vería cumplido. Una vez hubiesen eliminado a Krieger, que era la principal amenaza contra la puerta y cuya ejecución era su tarea más urgente, centrarían su atención en encontrar a Kokoschka y a los otros traidores. Dondequiera que hubiesen ido esos cerdos, en cualquier año y lugar remotos donde se hubiesen refugiado, Klietmann y sus hermanos de la SS les exterminarían con extremado cuidado y gran satisfacción.
Ahora, el doctor Theodore Juttner, director del Instituto desde el asesinato de Penlovski, Januskaya y Volkaw y las desapariciones del 16 de marzo, se volvió a él y dijo:
—Tal vez hayamos encontrado a Krieger, Obersturmführer Klietmann. Prepare a sus hombres para partir.
—Estamos preparados, doctor —dijo Erich.
«Preparados para el futuro —pensó—; preparados para Krieger; preparados para la gloria».