Se presumía que llegarían a los ocho, para tener tiempo de sobra para ir al lugar donde los investigadores habían localizada a la mujer y al muchacho, ya que no a Krieger. Sin embargo, cuando el teniente Klietmann pestañeó y se encontró cuarenta y cinco años por delante de su propia época, supo al momento que se habían retrasado un par de horas. El sol estaba demasiado alto sobre el horizonte. La temperatura era de veinticinco grados, demasiado alta para una mañana temprana de invierno en el desierto.
Como una grieta blanca en un tazón azul, un rayo bajó del cielo. Se abrieron otras grietas, y brillaron chispas en lo alto, con el estruendo de un toro suelto en una tienda de objetos de porcelana.
Al extinguirse los truenos, Klietmann se volvió para ver si Von Manstein, Hubatsch y Bracher habían hecho sin novedad el viaje. Allí estaban, todos ellos con sus maletines y las gafas del sol guardadas en el bolsillo superior de sus caros trajes.
El problema era que, diez metros más allá del sargento y los dos cabos, un par de ancianas de cabellos blancos, con pantalones y blusas de colores pastel, estaban de pie junto a un coche blanco, cerca de la puerta de una iglesia, mirando pasmadas a Klietmann y a sus hombres. Sostenían lo que parecían ser unas cacerolas.
Klietmann miró a su alrededor y vio que él y sus hombres habían llegado a la zona de aparcamiento de detrás de la iglesia. Había allí otros dos coches, además del que parecía pertenecer a las mujeres, pero no se veía a otros mirones. El lugar estaba cercado por un muro, por lo que la única salida era pasando por delante de las mujeres y a lo largo del lateral de la iglesia.
Decidiendo que la audacia era su mejor recurso, Klietmann se dirigió hacia las mujeres, como si el hecho de haberse materializado en el aire, seguido de sus hombres, no tuviese nada de particular. Las mujeres le vieron acercarse, como hipnotizadas.
—Buenos días, señoras. —Como Krieger, Klietmann había aprendido a hablar inglés con acento americano, con la esperanza de operar como agente secreto, pero no había podido perder por completo su propio acento, por mucho que hubiese estudiado y practicado. Aunque su reloj estaba sincronizado con la hora local, ya no podía confiar en él; por consiguiente, dijo—: ¿Serían tan amables de decirme qué hora es?
Ellas le miraron fijamente.
—¿Qué hora es? —repitió.
La mujer de amarillo pastel torció la muñeca sin soltar la cacerola, miró su reloj y dijo:
—Oh, las once menos veinte.
Habían llegado con dos horas y cuarenta minutos de retraso. No podían perder tiempo buscando un coche al que tuviesen que poner en marcha con un puente, sobre todo cuando tenían a su alcance uno de magnífica calidad, y con las llaves. Klietmann estaba dispuesto a matar a las dos mujeres con tal de conseguir el coche. No podía dejar sus cuerpos en el aparcamiento; se daría la alarma cuando los encontrasen y, poco después, la Policía estaría buscando su coche…, y sería una desagradable complicación. Tendría que meter los cadáveres en el portaequipajes y llevárselos con él.
La mujer de azul pastel dijo:
—¿Por qué han venido a nosotras? ¿Acaso son ángeles?
Klietmann se preguntó si estaría chalada. ¿Ángeles con trajes a rayas? Entonces se dio cuenta de que se encontraban cerca de una iglesia y habían aparecido milagrosamente, era lógico que una mujer religiosa presumiese que eran ángeles, a pesar de su indumentaria. A fin de cuentas, tal vez no fuese necesario perder tiempo matándolas.
—Sí, señora —dijo—. Somos ángeles y Dios necesita su coche.
La mujer de amarillo dijo:
—¿Mi «Toyota»?
—Sí, señora. —La portezuela del conductor estaba abierta y Klietmann dejó su maletín sobre el asiento de delante—. Dios nos ha encomendado una misión urgente; ya han visto cómo salíamos ante sus ojos de las puertas nacaradas del cielo, y necesitamos un medio de transporte.
Von Manstein y Bracher habían pasado al otro lado del «Toyota», abierto las portezuelas y subido a él.
La mujer de azul dijo:
—Shirley, tú has sido la elegida para darles el coche.
—Dios se lo devolverá —dijo Klietmann—, cuando hayamos cumplido nuestra misión. —Recordando la escasez de gasolina de su época, afligida por la guerra, y sin saber si era abundante en 1989, añadió—: Naturalmente, sea cual fuere la cantidad de gasolina que haya ahora en el depósito, estará lleno cuando lo devolvamos, y lo estará para siempre. Como en el caso de los panes y los peces.
—Pero hay ensalada de patatas para los feligreses —dijo la mujer de amarillo.
Félix Hubatsch ya había abierto la portezuela de atrás del lado del conductor y encontrado la ensalada de patatas. La sacó del coche y la puso sobre el macadam, a los pies de la mujer.
Klietmann subió, cerró la portezuela, oyó que Hubatsch cerraba la de atrás, encontró puestas las llaves, arrancó y salió del aparcamiento de la iglesia. Cuando miró por el retrovisor, antes de girar hacia la calle, las dos ancianas todavía estaban allí, sosteniendo sus cacerolas y mirándoles.