A las tres de la tarde del viernes 13 de enero, una furgoneta blanca, entró en la mojada zona de aparcamiento del motel, se dirigió al ala del fondo y aparcó junto al «Buick» que llevaba las placas de matrículas de un «Nissan». La furgoneta tenía unos cinco o seis años. La portezuela del lado del pasajero estaba abollada, y enmohecido el metal cromado. Evidentemente, el dueño estaba adecentando el vehículo, porque algunas partes de la plancha habían sido limadas y pulidas, pero aún no se habían pintado.
Laura observó la furgoneta desde detrás de las cortinas, tan sólo entreabiertas, de la ventana de su habitación en el motel. Sostenía la «Uzi» en una mano, junto al costado.
Los faros de la camioneta se apagaron, se detuvieron los limpiaparabrisas y, un momento más tarde, una mujer de cabellos rizados rubios se apeó y se dirigió a la puerta de la unidad de Laura. Llamó tres veces.
Chris se plantó detrás de la puerta y miró a su madre.
Laura asintió con la cabeza.
Chris abrió la puerta y dijo:
—Hola, tía Thelma. ¡Huy, qué peluca tan fea!
Thelma entró, abrazó con fuerza a Chris y dijo:
—Bueno, muchas gracias. ¿Y qué me dirías si te dijese que tú naciste con una nariz terriblemente fea, pero que estás pegado a ella, mientras que yo no estoy pegada a mi peluca? ¿Qué dirías entonces?
Chris rio entre dientes.
—Nada. Porque sé que tengo una nariz muy mona.
—¿Una nariz muy mona? Bueno, chico, eres tan vanidoso como un actor. —Le soltó, miró a Stefan Krieger, que estaba sentado en uno de los sillones cerca del televisor, y después se volvió a Laura—. ¿Has visto en qué cacharro he venido, Shane? ¡Qué lista soy! Cuando subí a mi «Mercedes», me dije: Thelma —siempre me llamo Thelma cuando hablo conmigo misma—, ¿no vas a llamar mucho la atención en aquel sucio motel, si llegas en un coche de sesenta y cinco mil dólares? Por consiguiente, le pedí prestado el suyo al mayordomo, ¿pero sabes lo que tiene él? Un «Jaguar». ¿Beverly Hills está en plena decadencia, o qué? De modo que le tuve que pedir prestada la furgoneta al jardinero. Pero aquí estoy, ¿y qué te parece este disfraz?
Llevaba una peluca rubia rizada que resplandecía con gotas de lluvia, gafas con montura de concha y una dentadura falsa que pareciese que iba a morder.
—Estás mejor de esta manera —dijo sonriendo Laura.
Thelma se quitó los dientes postizos.
—Mira, en cuanto encontré un vehículo que no llamase la atención, me di cuenta de que la llamaría mi persona, ya que soy una estrella importante. Y como la Prensa ya ha averiguado que somos amigas y ha tratado de hacerme preguntas impertinentes acerca de ti, de la famosa autora pistolera, decidí venir de incógnito. —Dejó el bolso y la dentadura de disfraz sobre la cama—. Esta caracterización fue para un nuevo personaje que creé para mi número en los clubes nocturnos, lo representé unas ocho veces en «Bally’s», en Las Vegas. Fue un fracaso terrible. El público me escupió, Shane, y llamaron a la guardia de seguridad del casino para que me detuvieran; discutiendo mi derecho a vivir en el mismo planeta que ellos. Oh, fueron muy rudos, Shane, fueron…
Se interrumpió de pronto en mitad de la frase y rompió a llorar. Corrió hacia Laura y le echó los brazos al cuello.
—¡Oh, Dios, Laura, estaba espantada, muy espantada! Cuando oí las noticias sobre San Bernardino, el tiroteo, y después cómo encontraron tu casa en Big Bear, pensé que tú…, o tal vez Chris… Estaba tan preocupada…
Mientras abrazaba a Thelma con la misma fuerza que esta la abrazaba a ella, Laura dijo:
—Te lo contaré todo, pero lo principal es que estamos bien, y creemos haber encontrado una manera de salir del agujero en que nos hallamos encerrados.
—¿Por qué no me llamaste, estúpida?
—Te llamé.
—¡Esta mañana! Dos días después de causar sensación en los periódicos. Estuve a punto de volverme loca.
—Lo siento. Hubiera debido llamarte antes. Pero no quería meterte en esto si podía evitarlo.
Thelma la soltó de mal grado.
—Estoy inevitablemente, profundamente, desesperadamente metida en esto, idiota, porque tú lo estás.
Sacó un «Kleenex» de un bolsillo de su chaqueta de ante y se enjugó los ojos.
—¿Tienes otro? —preguntó Laura.
Thelma le dio un «Kleenex» y ambas se sonaron.
—Somos fugitivos, tía Thelma —dijo Chris—. Es difícil estar en contacto con la gente cuando se huye.
Suspirando profundamente, Thelma dijo:
—Bueno, Shane, ¿dónde guardas tu colección de cabezas cortadas? ¿En el cuarto de baño? He oído decir que dejaste una en San Bernardino. Un asquito. ¿Es esta una nueva afición tuya, o siempre has apreciado la belleza de la cabeza humana sin todas las molestas extremidades?
—Quiero presentarte a alguien —dijo Laura—. Thelma Ackerson, este es Stefan Krieger.
—Encantada —dijo Thelma.
—Pido disculpas por no levantarme —dijo Stefan—. Todavía estoy convaleciente.
—Si podéis excusar esta peluca, yo puedo excusarlo todo. —Después dijo a Laura—: ¿Es la persona que me imagino?
—Sí.
—¿Tu guardián?
—Sí.
Thelma se acercó a Stefan y le besó en ambas mejillas.
—No tengo idea de dónde vienes ni de quién diablos eres, Stefan Krieger, pero te quiero por lo mucho que has ayudado a mi Laura. —Se echó atrás y se sentó en los pies de la cama al lado de Chris—. Ese hombre que tienes aquí es magnífico. Mírale, es un hombrón. Apuesto a que le disparaste tú, para que no pudiese marcharse. Tiene la presencia que debería tener un ángel de la guarda. —Stefan estaba confuso, pero Thelma no quería ser interrumpida—. Eres un verdadero encanto, Krieger. Quiero saberlo todo acerca de ti. Pero primero, aquí está el dinero que me pediste, Shane.
Abrió su voluminoso bolso y extrajo de él un grueso fajo de billetes de cien dólares.
Al examinar el dinero, Laura dijo:
—Thelma, te pedí cuatro mil. Aquí hay al menos el doble.
—Diez o doce mil, según creo. —Thelma hizo un guiño a Chris y añadió—: Cuando mis amigos huyen, insisto en que viajen en primera clase.
Thelma escuchó el relato, sin expresar la menor incredulidad. A Stefan le sorprendió su comprensión, pero ella dijo:
—Mira, cuando se ha vivido en McIlroy Home y en Caswell Hall, el Universo ya no tiene sorpresas. ¿Viajeros en el tiempo que vienen de 1944? ¡Bah! En McIlroy, habría podido mostrarte una mujer grande como un sofá, que llevaba vestidos hechos de tela mala de tapicería y que cobraba un sueldo espléndido por tratar a los huérfanos como sabandijas, esto es sorprendente.
Se encontraba visiblemente afectada por la procedencia de Stefan, y aterrorizada y sorprendida por la trampa en que se hallaba metido, pero incluso en esas circunstancias seguía siendo Thelma Ackerson, siempre buscando el lado cómico de todo.
A las seis, se puso su dentadura postiza y salió a la calle para ir a buscar comida a un restaurante mexicano.
—Cuando se huye de la ley, hay que llenar la panza de alubias, de comida propia de rufianes.
Volvió con bolsas de tacos, paquetes de enchiladas, dos clases de nachos, burritos y chimichangas, todo ello mojado por la lluvia. Dispusieron la comida sobre la mitad superior. Laura y Stefan lo hicieron en sillones al pie de la cama.
—Thelma —dijo Laura— aquí hay comida para diez.
—Bien, me imaginé que habría bastante para nosotros y las cucarachas. Si no diésemos de comer a las cucarachas, podrían enfadarse y salir y volcar la furgoneta de mi jardinero. Aquí tenéis cucarachas, ¿no? Quiero decir que, a fin de cuentas, un lugar tan bueno como este sin cucarachas sería como el «Beverly Hill Hotel» sin ratas arbóreas.
Mientras comían, Stefan expuso el plan que había concebido para cerrar la puerta y destruir el Instituto. Thelma le interrumpió con agudezas, pero cuando él hubo terminado, estaba muy seria.
—Eso es endiabladamente peligroso, Stefan. Lo bastante audaz como para que tal vez resulte una tontería.
—No hay otra manera.
—Ya lo veo —dijo ella—. Entonces, ¿qué puedo hacer para ayudaros?
Haciendo una pausa cuando iba a llevarse un puñado de palomitas de maíz a la boca, Chris dijo:
—Necesitamos que compres un ordenador, tía Thelma.
Laura dijo:
—Un «IBM» PC, del mejor modelo, igual que el que tengo yo en casa, para saber cómo he de usar todo el software. No tenemos tiempo para aprender el funcionamiento de una máquina nueva. Te he escrito una nota con todo los detalles. Creo que podría comprarlo yo misma con el dinero que me has dado, pero tengo miedo de mostrar la cara en demasiados lugares.
—Y necesitaremos un sitio donde alojarnos —intervino Stefan.
—No podemos permanecer aquí —prosiguió Chris, contento de poder intervenir en la conversación—, no podemos, si tenemos que trabajar con un ordenador. La doncella lo vería por mucho que tratásemos de esconderlo, y hablaría de ello, porque sería muy raro que alguien viniese a un lugar como este con un ordenador.
—Laura me ha dicho que tu marido y tú tenéis una segunda casa en Palm Springs —dijo Stefan.
—Tenemos una casa en Palm Springs, un apartamento en Monterrey, otro en Las Vegas y no me sorprendería que tuviésemos nuestro propio volcán en Hawai, o al menos una participación en él. Mi marido es demasiado rico. Por consiguiente, podéis elegir. Mis casas son vuestras. Solamente debéis absteneros de usar las toallas para limpiar los cubos del coche, y si mascáis tabaco y escupís en el suelo, tratad de hacerlo en los rincones.
—Yo creo que la casa de Palm Springs sería ideal —dijo Laura—. Me has comentado que está bastante aislada.
—Se encuentra en una finca grande con muchos árboles y hay más gente del ramo del espectáculo en aquella manzana, pero todos están muy ocupados, por lo que no suelen venir a tomar una taza de café. Allí nadie os molestará.
—Muy bien —dijo Laura—, pero hay unas cuantas cosas más. Necesitamos mudas de ropa, calzado cómodo, algunos artículos fundamentales. He hecho una lista, con las tallas y todo lo demás. Y, naturalmente, cuando todo esto haya acabado, te devolveré el dinero que me has dado y lo que gastes en el ordenador y estas otras cosas.
—Claro que lo harás, Shane. Y con el cuarenta por ciento de interés. Semanal. Y compuesto cada hora. Además, tu hijo. Tu hijo será mío.
Chris se echó a reír.
—Mi tía Rumpelstiltskin.
—No podrás hacer observaciones ingeniosas cuando seas mi hijo, Christopher Robin. O al menos me llamarás madre Rumpelstiltskin, señor.
—¡Madre Rumpelstiltskin, señor! —dijo Chris, saludando.
A las ocho y media, Thelma se dispuso a marcharse con la lista que Laura había escrito y los datos sobre el ordenador.
—Volveré mañana por la tarde, lo más pronto que pueda —dijo, dando a Laura y a Chris un último abrazo—. ¿Estaréis realmente seguros aquí, Shane?
—Creo que sí. Si ellos hubiesen descubierto que estamos aquí, ya se habrían presentado.
—Recuerda, Thelma —dijo Stefan—, que son viajeros en el tiempo, si descubriesen el lugar donde hemos estado escondidos, simplemente podrían viajar al momento en que llegamos aquí. En realidad, habrían podido estar esperándonos cuando llegamos a este motel el miércoles. El hecho de que hayamos estado todo este tiempo aquí sin ser molestados es casi una prueba de que nunca tendrán conocimiento de que este fue nuestro escondite.
—Me da vueltas la cabeza —dijo Thelma—. ¡Y yo que creía que leer un contrato con unos estudios importantes era complicado!
Salió a la noche y la lluvia, llevando todavía la peluca y las gafas con montura de concha, pero habiendo guardado la dentadura postiza en el bolsillo, y se alejó en la furgoneta de su jardinero.
Laura, Chris y Stefan la observaron desde la gran ventana, y Stefan dijo:
—Es una persona muy especial.
—Mucho —dijo Laura—. Pido a Dios que no la haya puesto en peligro.
—No temas, mamá —dijo Chris—. Tía Thelma es una tía muy dura. Ella siempre lo dice.
Aquella noche, a las nueve, poco después de que Thelma se marchara, Laura se dirigió en el coche a la casa de Fat Jack en Anaheim. La lluvia no era tan fuerte como antes, se había convertido en una llovizna continua. El pavimento asfaltado resplandecía negro y plateado, y las cunetas todavía estaban rebosantes de agua que parecía aceite a la extraña luz de los faroles de vapor de sodio. También había hecho aparición la niebla, no a pasitos de gato, sino deslizándose como una serpiente sobre su vientre.
Contra su voluntad, había dejado a Stefan en el motel. Sin embargo, no era prudente que pasara mucho tiempo en la fría y lluviosa noche de enero, dada su debilitada condición. Además, no podía hacer nada por ayudarle.
Pero si Stefan se quedó atrás, Chris acompañó a Laura, pues esta no quería estar separada de él durante el tiempo que tardase en hacer un trato sobre las armas. El muchacho había ido con ella cuando visitó por primera vez a Fat Jack, hacía un año, cuando compró las «Uzi» ilegalmente transformadas, de manera que aquel hombre gordo no se sorprendería al verle. Tal vez esto le disgustase, sí, porque Fat Jack no era amante de los niños, pero no le sorprendería.
Mientras conducía, a menudo Laura miraba por el espejo retrovisor y por los espejos laterales, y observaba a los otros conductores con una atención que daba un nuevo significado al término conducción prudente. No podía permitir que se le echase encima un idiota que condujese demasiado de prisa en el estado en que se hallaba la carretera. Acudirían policías al lugar del accidente, harían la comprobación rutinaria de sus placas de matrícula y, antes que la detuviesen, hombres armados con metralletas se materializarían y les matarían a ella y a Chris.
Había dejado su propia «Uzi» con Stefan, aunque él había protestado. Era incapaz de abandonarle indefenso. Ella todavía tenía el especial del 38, y llevaba cartuchos de recambio repartidos en los bolsillos cerrados con cremallera de su chaqueta de esquí.
Cerca de Disneylandia, cuando la fantasmagoría de neón del «Fat Jack’s Pizza Party Palace» apareció entre la niebla, como la nave espacial de Encuentros en la tercera fase al descender entre nubes originales por ella misma, Laura se sintió aliviada. Se detuvo en el atestado aparcamiento y paró el motor. Los limpiaparabrisas dejaron de funcionar y la lluvia se deslizó en capas onduladas sobre él cristal. Reflejos anaranjados, rojos, azules, amarillos, verdes, blancos, purpúreos y rosados de neón brillaron en aquella fluida película de agua, de manera que Laura tuvo la curiosa sensación de estar dentro de una de aquellas anticuadas y chillonas máquinas de discos de los años cincuenta.
—«Fat Jack’s» tiene más luces de neón que la primera vez que estuvimos aquí.
—Creo que tienes razón —dijo Laura.
Se apearon del coche y contemplaron la fachada centelleante, resplandeciente, rielante, grotescamente chillona del «Fat Jack’s Pizza Party Palace». El neón no se reservaba exclusivamente para el nombre del establecimiento. Se utilizaba también para perfilar el edificio, el borde del tejado, todas las ventanas y las puertas delanteras. Además había un par de gigantescas gafas de sol en un extremo del tejado y un enorme cohete espacial de neón en posición de disparo en el otro extremo, con vapores de neón que continuamente surgían y se retorcían debajo de los tubos de escape. La pizza de neón de tres metros de diámetro ya estaba tiempo atrás, pero la sonriente cara de payaso era nueva.
La cantidad de neón era tan grande que cada gota de lluvia que caía era brillantemente teñida, como si formase parte de un arco iris que se hubiese desintegrado al hacerse de noche. Cada charco resplandecía con fragmentos de arco iris.
El efecto era desconcertante, pero preparaba al visitante para el interior de «Fat Jack’s» que parecía ser una pizca del caos del que había brotado el Universo hacía billones de años. Los camareros y las camareras iban vestidos de payasos, fantasmas, piratas, astronautas, brujas, gitanos y vampiros, y un trío de cantantes vestidos de osos iban de mesa en mesa, divirtiendo a los niños con sus caras untadas de pizza. En compartimientos separados del salón principal, niños mayores manipulaban juegos electrónicos, de manera que el ruido de estos servía de música de fondo a los osos cantores y a los chiquillos que gritaban.
—Un manicomio —dijo Chris.
Al entrar por la puerta principal, fueron recibidos por Dominick, que era socio minoritario de Fat Jack. Se trataba de un hombre alto, cadavérico, de ojos tristes, y parecía desplazado en medio de aquella forzada hilaridad.
Levantando la voz para hacerse oír en aquel estruendo, Laura preguntó por Fat Jack y dijo:
—Antes he telefoneado. Soy una antigua amiga de su madre —que era lo que había que decir para indicar que se querían armas y no pizza.
Dominick había aprendido a proyectar claramente su voz sin gritar entre aquella cacofonía.
—Creo que usted ya ha estado aquí.
—Muy buena memoria —dijo ella—. Hace un año.
—Tenga la bondad de seguirme —le indicó Dominick con voz fúnebre.
No tuvieron que pasar por el ciclónico alboroto del comedor, lo cual era bueno, porque significaba que Laura estaría expuesta a ser vista y reconocida por uno de los clientes. Una puerta al otro lado del vestíbulo de recepción daba a un pasillo que conducía, más allá de la cocina y del almacén, al despacho particular de Fat Jack. Dominick llamó a la puerta, les invitó a entrar y dijo a Fat Jack:
—Viejos amigos de tu madre —y dejó a Laura y a Chris con el hombrón.
Fat Jack se tomaba su apodo en serio y trataba de acreditarlo. Medía un metro noventa de estatura y pesaba unos ciento sesenta kilos. Con unos enormes y grises pantalones y camisas deportivos, casi tan ajustados como «Spantex», parecía el gordo de la fotografía imantada que los que estaban a dieta podían comprar para fijarla en la nevera y tener menos ganas de comer; en realidad, parecía la nevera misma.
Estaba sentado en una magnífica silla giratoria detrás de una mesa de tamaño adecuado para él, y no se levantó.
—Escuche a esas bestezuelas. —Se dirigía a Laura, prescindiendo de Chris—. Monté un despacho en la parte de atrás del edificio, hice insonorizar sus paredes, y todavía puedo oírles allá fuera, chillando, berreando; es como si estuviese en la antesala del infierno.
—No son más que niños que se divierten —dijo Laura, plantándose con Chris delante de la mesa.
—Y la señora O’Leary no era más que una anciana con una vaca torpe, pero incendió Chicago —dijo agriamente Fat Jack. Estaba comiendo una barra de «Mars». A lo lejos las voces de los niños, aisladas por las paredes insonorizadas, se alzaban en un sordo estruendo, y el gordo, como si hablase a una multitud invisible, dijo—: Así os ahoguéis, enanos.
—Eso parece un manicomio —dijo Chris.
—¿Quién te ha preguntado?
—Nadie, señor.
Jack tenía la tez granujienta, con unos ojos grises casi enterrados en una cara hinchada de culebra. Miró a Laura y dijo:
—¿Has visto mis nuevos adornos de neón?
—El payaso es nuevo, ¿no?
—Sí. ¿No es estupendo? Yo lo dibujé, lo hice construir y después instalar en plena noche, de manera que a la mañana siguiente era demasiado tarde para que alguien consiguiese una orden para impedírmelo. Los malditos concejales estuvieron a punto de palmarla, todos a la vez.
Fat Jack había estado enzarzado durante diez años en una batalla judicial con la Comisión de Distritos de Anaheim y con el Ayuntamiento. Las autoridades no aprobaron las chillonas iluminaciones con neón, especialmente ahora que la zona alrededor de Disneylandia estaba designada para una renovación urbana. Fat Jack había gastado decenas, si no centenares de millares de dólares luchando contra ellos en los tribunales, pagando multas, siendo demandado, reconviniendo, e incluso había pasado algún tiempo en la cárcel por desacato al tribunal. Era un exlibertario que ahora se proclamaba anarquista y no toleraba que vulnerasen sus derechos, reales o imaginarios, de individuo librepensador.
Traficaba con armas ilegales por la misma razón que instalaba rótulos de neón que violaban las ordenanzas municipales: como una manifestación contra la autoridad, como una defensa de los derechos individuales. Podía hablar durante horas sobre los males del Gobierno, de cualquier Gobierno, a todos los niveles, y cuando Laura le había visitado anteriormente con Chris, para que modificase las «Uzi» que quería, había tenido que escuchar una larga explicación de por qué el Gobierno no tenía siquiera derecho a dictar leyes contra el asesinato.
Laura no sentía demasiado aprecio por los gobiernos fuertes, fuesen de derechas o de izquierdas, pero tampoco simpatizaba con Fat Jack. Este no reconocía ninguna autoridad, ninguna autoridad de las instituciones aceptadas, ni siquiera de la familia.
Ahora, después de dar a Jack su nueva lista de compras y de fijar este el precio y contar el dinero, fue conducida con Chris a través de la puerta secreta del fondo del armario del despacho, a una estrecha escalera —en la que él pareció en peligro de quedar atrapado—, hasta el sótano donde guardaba sus artículos ilegales. Y si su restaurante era una casa de locos, en su arsenal reinaba un orden fetichista: cajas sobre cajas de armas cortas y automáticas estaban amontonadas en estantes metálicos, distribuidas según el calibre y también el precio. Al menos tenía mil armas de fuego en el sótano del «Pizza Party Palace».
Podía proporcionarle dos «Uzi» modificadas.
—Un arma enormemente popular desde el atentado frustrado contra Reagan.
También una especial del «38». Stefan había esperado conseguir una «Colt Commander Parabellum» de 9 mm, con un cargador de nueve cartuchos y el cañón dispuestos de manera que se le pudiese adaptar un silenciador.
—No tengo —dijo Fat Jack—, pero puedo darle una «Colt Commander Mark IV» del «38», súper, con un cargador para nueve cartuchos, y dos de ellas preparadas para silenciadores. También tengo muchos silenciadores. —Ella sabía ya que Fat Jack no podía venderle municiones, pero, al terminar su barra de «Mars» él le explicó de todos modos—: No almaceno municiones ni explosivos. Mire, no creo en la autoridad, pero no soy del todo irresponsable. Arriba tengo un restaurante lleno de chiquillos vocingleros y mocosos, y no puedo arriesgarme a hacerles pedazos, aunque esto dejase más tranquilo al mundo. Además, destruiría mis bonitas instalaciones de neón.
—Está bien —dijo Laura, rodeando a Chris con un brazo para tenerle a su lado—, ¿qué hay del gas de mi lista?
—No querrá decir gas lacrimógeno, ¿eh?
—No. «Vexxon». Eso es lo que quiero. —Stefan le había dado el nombre del gas. Decía que era una de las armas químicas de la lista de artículos que el Instituto esperaba traer a 1944, para incorporarla al arsenal militar alemán. Tal vez ahora podría utilizarse contra los nazis—. Necesitamos algo que mate de prisa.
Fat Jack se apoyó de espaldas en la mesa metálica del centro de la habitación, donde había puesto las «Uzi», los revólveres, las pistolas y los silenciadores.
—Bueno, usted está hablando de material de guerra, rígidamente controlado.
—¿Puede conseguirlo?
—Oh, claro, puedo conseguir algo de «Vexxon» —dijo Fat Jack. Se apartó de la mesa, que crujió aliviada al librarse de su peso, y se dirigió a uno de los estantes metálicos, de donde sacó un par de barras de «Hershey» de entre unas cajas de pistolas, un escondrijo secreto. No ofreció una a Chris, sino que se la guardó en el bolsillo del pantalón y empezó a comer la otra—. Aquí no tengo esa porquería; es casi tan peligroso como los explosivos. No obstante, puedo tenerlo mañana a última hora, si no le es ningún inconveniente.
—De acuerdo.
—Le costará caro.
—Lo sé.
Jack sonrió. Algunos trocitos de chocolate se habían pegado entre sus dientes.
—No hay muchos pedidos de este género, y menos de personas como usted, una compradora al por menor. Siento curiosidad por saber lo que va a hacer con ello. Aunque no espero que me lo diga. Generalmente, son los grandes compradores de América del Sur o del Oriente Medio quienes piden estos gases neuroactivos y respiractivos. Irak e Irán los han empleado mucho durante los últimos años.
—¿Neuroactivos? ¿Respiractivos? ¿Cuál es la diferencia?
—Los respiractivos tienen que ser respirados: matan en segundos, una vez que llegan a los pulmones y se extienden por la corriente sanguínea. Para soltarlo, hay que llevar máscara. El neuroactivo, por otra parte, mata aún más rápidamente, sólo con tocar la piel, y con algunos, como el «Vexxon», no se necesita llevar máscara de gas ni ropa protectora, porque antes de usarlo se puede tomar un par de píldoras que actúan como antídotos anticipados.
—Sí, también tendría que pedir las píldoras —dijo Laura.
—«Vexxon». El gas más fácil de utilizar que hay en el mercado. Es usted compradora inteligente —dijo Fat Jack.
Ya había terminado su barra de caramelo y parecía haber crecido ostensiblemente desde que Laura y Chris habían entrado en su despacho hacía media hora. Ella se dio cuenta de que la devoción de Fat Jack por el anarquismo político se reflejaba no sólo en el ambiente de su pizzería, sino también en las condiciones de su cuerpo, pues su carne se hinchaba sin verse restringida por consideraciones sociales o médicas. Asimismo, parecía estar encantado de su volumen, pues con frecuencia se golpeaba en la panza o agarraba los rollos de grasa de sus costados y los amasaba casi con cariño, y caminaba con agresiva arrogancia, apartando a la gente de él con su barriga. Laura se imaginó a Fat Jack aún más gordo, pasando de los doscientos kilos, a medida que las piramidales estructuras de neón se iban haciendo más complicadas sobre el tejado, hasta el día en que este se derrumbase y Fat Jack explotase al mismo tiempo.
—Tendré el gas mañana a las cinco —dijo, mientras depositaba las «Uzi», el especial del «38», la «Colt Commander» y los silenciadores en una caja con el rótulo REGALOS DE CUMPLEAÑOS, que probablemente había contenido sombreros de papel y matracas para el restaurante. Cerró la tapa de la caja y le indicó que Laura tendría que cargar con ella; entre otras cosas, Fat Jack no creía en la caballerosidad.
De nuevo en el despacho de Fat Jack, cuando Chris abrió la puerta del pasillo para que pasara su madre, Laura se alegró de oír el griterío de los niños en la pizzería. Aquel ruido era la primera cosa normal y sana que oía desde hacía más de media hora.
—Escuche a los pequeños cretinos —dijo Fat Jack—. No son niños; son babuinos afeitados que quieren hacerse pasar por niños.
Y cerró de golpe la puerta de su despacho insonorizado detrás de Chris y Laura.
En el coche; mientras volvían al motel, Chris dijo:
—Cuando haya terminado todo esto…, ¿qué vas a hacerle a Fat Jack?
—Denunciarle a la Policía —dijo Laura—. En forma anónima.
—Bien. Es un chiflado.
—Es peor que un chiflado, cariño. Es un fanático.
—¿Qué es exactamente un fanático?
Ella lo pensó un momento y después dijo:
—Un fanático es un loco que tiene algo en lo que creer.