La maquinaria chascó y zumbó.
Erich Klietmann miró el reloj. Exactamente dentro de tres minutos el equipo de investigación regresaría al Instituto.
Dos científicos, sucesores de Penlovski, Januskaya y Volkaw, se hallaban ante el tablero de programación, estudiando los numerosos discos e indicadores.
La luz de la habitación era artificial, pues las ventanas no sólo estaban ennegrecidas para no ofrecer una indicación a los bombarderos enemigos, sino que se encontraban tapiadas por razones de seguridad. El aire era bochornoso.
De pie, en un rincón del laboratorio principal, cerca de la puerta, el teniente Klietmann esperaba excitado su viaje a 1989, no porque este futuro estuviese lleno de cosas maravillosas, sino porque la misión le daba la oportunidad de servir a der Führer de una manera que muy pocos hombres hubiesen podido hacerlo. Y si conseguían matar a Krieger, a la mujer y al niño, se habría ganado un encuentro personal con Hitler, una ocasión de ver al gran hombre cara a cara, de conocer el tacto de su mano y, a través de este tacto, sentir el poder, el tremendo poder del Estado alemán, así como de su pueblo, de su Historia y de su destino. El teniente habría desafiado a la muerte diez veces, mil veces, por la oportunidad de llamar la atención personal de der Führer, de hacer que Hitler le conociese, no como un oficial más de la SS sino como individuo, como Erich Klietmann, el hombre que habría salvado al Reich del triste destino que casi se había visto obligado a soportar.
Klietmann no era el ario ideal, y se daba perfecta cuenta de sus defectos físicos. Su abuelo materno había sido polaco, un repelente mestizo eslavo, lo cual hacía que Klietmann sólo tuviese tres cuartas partes de sangre alemana. Además, aunque sus otros tres abuelos y sus padres habían sido rubios y de ojos azules, con facciones nórdicas, Erich tenía los ojos castaños, los cabellos negros y las facciones más duras y sensuales de su abuelo bárbaro. Odiaba su aspecto, y trataba de compensar sus deficiencias físicas siendo el nazi más vigilante, el soldado más valeroso y el más ardiente partidario de Hitler en toda la Schutzstaffel, lo cual era difícil, pues muchos le hacían la competencia para este honor. A veces había desesperado de no ser designado jamás para la gloria. Sin embargo, nunca se había dado por vencido, y ahora estaba aquí, al borde del heroísmo que le valdría el Valhalla.
Quería matar personalmente a Stefan Krieger, no sólo porque esto le valdría el favor de der Führer, sino también porque Krieger era el ario ideal: rubio, de ojos azules y facciones realmente nórdicas, y de buena estirpe. Con todas estas ventajas, el odioso Krieger había resuelto traicionar a su Führer, y esto enfurecía a Klietmann, que tenía que luchar por la grandeza bajo la carga de genes mestizos.
Ahora, cuando faltaban poco más de dos minutos para que el equipo investigador regresase de 1989, Klietmann contempló a sus tres subordinados, vestidos todos como jóvenes ejecutivos de otra época, y sintió por ellos un orgullo tan fuerte y sentimental que estuvo al borde de las lágrimas.
Todos eran de humilde cuna. El Unterscharführer Félix Hubatsch, sargento de Klietmann y segundo en el mando de la unidad, era hijo de un tornero alcohólico y una madre tosca, a los cuales despreciaba. El Rottenführer Rudolph von Manstein era hijo de un pobre agricultor cuya vida de fracasos le avergonzaba, y el Rottenführer Martin Bracher era huérfano. A pesar de proceder de cuatro rincones diferentes de Alemania, los dos cabos, el sargento y el teniente Klietmann tenían en común una cosa que les unía más que si hubiesen sido hermanos: comprendían que la más verdadera, profunda y noble relación de un hombre no era con su familia, sino con el Estado, la patria y líder que la encarnaba; el Estado era la única familia que importaba, y el simple hecho de saberlo, les encumbraba y hacía de ellos valiosos padres de la superraza del futuro.
Klietmann disimuladamente se frotó las comisuras de los párpados con el pulgar, para reprimir las lágrimas nacientes que no había podido contener.
Dentro de un minuto estaría de vuelta el equipo investigador.
La maquinaria chascaba y zumbaba.