En la televisión daban One Life to Live, pero ni ella ni Chris prestaban atención al serial. Habían acercado los dos sillones a la cama, para poder observar al hombre dormido. Chris se había vestido y tenía casi secos los cabellos, aunque permanecían mojados sobre la nuca. Laura se sentía sucia y ansiaba ducharse, pero no iba a separarse de su guardián, por si despertaba de nuevo y era capaz de hablar. Ella y el chico hablaban en murmullos.
—Acabo de pensar una cosa, Chris. Si esos hombres viniesen del futuro, ¿cómo no llevan pistolas láser o algo más futurista cuando vinieron a por nosotros?
—Tal vez no querían que se supiese que eran del futuro —contestó Chris—. Por eso llevaban armas y vestían ropa que aquí no pareciesen extrañas. Pero, mamá, él dijo que venía de…
—Sé lo que dijo. Pero eso no tiene sentido, ¿verdad? Si se hubiese podido viajar en el tiempo en 1944, ahora lo sabríamos, ¿no?
A la una y media, su guardián se despertó, y parecía confuso. Pidió más agua, y Laura le ayudó a bebería. Dijo que se sentía un poco mejor, aunque muy débil y todavía sorprendentemente soñoliento. Pidió que le incorporasen más. Chris cogió del armario las dos almohadas de repuesto y ayudó a su madre a levantar al herido.
—¿Cómo se llama? —preguntó Laura.
—Stefan. Stefan Krieger.
Ella repitió el nombre en voz baja, y le gustó; no era melodioso pero sí rotundo, un nombre varonil. Desde luego, no era el nombre de un ángel de la guarda, y aún se sorprendió al darse cuenta de que, después de tantos años, entre ellos dos decenios en los que había declarado no creer en él, todavía esperaba que su nombre fuese musical y misterioso.
—¿Y realmente viene de…?
—Mil novecientos cuarenta y cuatro —repitió él. El simple esfuerzo que había tenido que hacer para incorporarse había hecho que brotasen gotitas de sudor de su frente… o tal vez el sudor era debido en parte al recuerdo del tiempo y el lugar donde había empezado su largo viaje—. Berlín, Alemania. Había un brillante científico polaco, Vladimir Penlovski, considerado loco por algunos…, y es posible que lo estuviese…, muy loco, creo yo, pero que era también un genio. Estuvo trabajando en Varsovia más de treinta y cinco años en ciertas teorías sobre la naturaleza del tiempo, antes de que Alemania y Rusia se pusiesen de acuerdo para invadir Polonia en 1939.
Penlovski, según Stefan Krieger, era simpatizante de los nazis y recibió de buen grado a Hitler. Tal vez sabía que recibiría de él una ayuda financiera para sus investigaciones que no podía obtener de otras fuentes más racionales. Bajo el patrocinio personal del propio Hitler, Penlovski y su más íntimo ayudante, Wladyslaw Januskaya, fueron a Berlín para fundar un instituto para la investigación del tiempo, que era tan secreto que ni siquiera tenía nombre. Era conocido simplemente como el Instituto. Allí, en colaboración con científicos alemanes no menos comprometidos y no menos perspicaces que él, y financiado por un río al parecer inagotable de dinero del Tercer Reich, Penlovski había encontrado la manera de perforar la arteria del tiempo y moverse a voluntad en la corriente de los días, los meses y los años.
—Blitzstrasse —dijo Stefan.
—Blitz… significa relámpago —dijo Chris—. Como Blitzkrieg, la guerra relámpago, en todas aquellas películas antiguas.
—Ruta Relámpago, en este caso —dijo Stefan—. El camino a través del tiempo. El camino hacia el futuro.
Literalmente, habría podido llamarse Zukunftstrasse, o Camino al Futuro, les explicó Stefan, pues Vladimir Penlovski había sido incapaz de descubrir una manera de enviar a los hombres hacia atrás en el tiempo desde la puerta que había inventado. Sólo podían viajar hacia delante, hacia el futuro, y volver automáticamente a su propia era.
—Parece existir algún mecanismo cósmico que impide a los viajeros en el tiempo intervenir en su propio pasado con el fin de cambiar las circunstancias actuales. Si pudiesen viajar hacia atrás en el tiempo, hacia su propio pasado, se producirían ciertas…
—¡Paradojas! —dijo Chris entusiasmado.
Stefan pareció sorprendido al oír que el chico decía aquella palabra.
Laura sonrió y dijo:
—Como ya le había dicho, mantuvimos una larga charla sobre sus posibles orígenes, y el viaje en el tiempo resultó ser la solución más lógica. Y Chris, aquí presente, es mi experto en cosas fantásticas.
—Paradoja —asintió Stefan—. La palabra es igual en inglés que en alemán. Si un viajero en el tiempo pudiese volver a su propio pasado e influir en algún acontecimiento de la Historia, este cambio tendría tremendas ramificaciones. Alteraría el futuro del que él habría venido. Por consiguiente, no podría volver al mismo mundo que habría dejado.
—¡Paradoja! —dijo, jubiloso, Chris.
—Paradoja —convino Stefan—. Por lo visto, la Naturaleza aborrece las paradojas y no quiere permitir que un viajero en el tiempo las cree. Y demos gracias a Dios por ello. Porque…, supongamos, por ejemplo, que Hitler hubiese enviado un asesino hacia atrás en el tiempo para matar a Franklin D. Roosevelt y a Winston Churchill mucho antes de que ascendiesen a sus altos cargos: de ello habría resultado la elección de hombres diferentes en los Estados Unidos e Inglaterra, que habrían podido ser menos brillantes y más fácilmente manejables, y que habrían permitido el triunfo de Hitler en 1944 o antes.
Ahora hablaba con una pasión que sus condiciones físicas no le permitirían mantener, y Laura veía que cada palabra hacía estragos en él. La transpiración casi se había secado en su frente; sin embargo, ahora, aunque ni siquiera hacía ademanes, una nueva y fina película de sudor volvía a teñir de plata aquella frente. Las orejas parecían haberse hecho más oscuras. No obstante, ella no podía interrumpirle para que descansase, porque quería y necesitaba oír todo lo que él tenía que decirle…, y porque tampoco habría podido detenerle.
—Supongamos que der Führer hubiese podido enviar asesinos para que matasen a Dwight Eisenhower, George Patton y el mariscal Montgomery en la cuna, cuando eran pequeños, eliminándoles a ellos y a otros, a los más grandes genios militares que teman los aliados. La mayor parte del mundo habría sido suya en 1944, en cuyo caso los viajeros habrían retrocedido en el tiempo para matar a aquellos hombres que hacía tiempo que estaban muertos y no plantearían ninguna amenaza. Una paradoja, ¿lo veis? Y demos gracias a Dios que la Naturaleza no permita esta paradoja, este juego con el tiempo del pasado del propio viajero, pues, en otro caso, Adolf Hitler habría convertido todo el mundo en un campo de concentración, en un crematorio.
Por un momento guardaron silencio, al percibir la posibilidad de aquel infierno en la Tierra. Incluso Chris reaccionó a la imagen de un mundo alterado descrito por Stefan, pues era un niño de los años ochenta, en donde los villanos de las películas o de los melodramas de la televisión generalmente eran voraces extraterrestres, venidos de una estrella lejana, o nazis. La cruz gamada, el símbolo de la calavera de plata y los uniformes negros de la SS, así como aquel extraño fanático de pequeño bigote, eran especialmente terroríficos para Chris, porque formaban parte de la mitología creada por los medios de difusión en la que había sido criado. Laura sabía que las personas y los sucesos reales, una vez absorbidos por la mitología, de algún modo eran más reales, para un niño que el pan que comía.
—Así pues —prosiguió Stefan—, desde el Instituto sólo podíamos viajar adelante en el tiempo, pero esto también tenía su utilidad. Podíamos saltar unos cuantos decenios hacia delante para descubrir si Alemania había resistido en los días negros de la guerra y cambiado el rumbo de la misma. No obstante, naturalmente, descubrimos que Alemania no había hecho tal cosa, que el Tercer Reich había sido derrotado. Sin embargo, al disponer de todo el conocimiento del futuro, ¿no se podría cambiar a fin de cuentas el rumbo de los acontecimientos? Seguro que Hitler podía hacer algo para salvar al Reich incluso en fecha tan tardía como en 1944. Y se podrían traer cosas del futuro con las que ganar la guerra…
—¡Como bombas atómicas! —dijo Chris.
—O el conocimiento de cómo eran construidas —dijo Stefan—. El Reich tenía ya un programa de investigación nuclear, ¿sabéis?, y si hubiesen conseguido un gran proceso lo bastante pronto, si hubiesen descompuesto el átomo…
—Habrían ganado la guerra —dijo Chris.
Stefan pidió agua y esta vez bebió medio vaso. Quiso sostener el vaso con la mano útil, pero temblaba demasiado; se derramó agua sobre la colcha, y Laura tuvo que ayudarle.
Cuando habló de nuevo, la voz de Stefan a ratos era vacilante.
—Debido a que el viajero en el tiempo existe fuera del tiempo durante su viaje, no sólo es capaz de moverse en el tiempo, sino también geográficamente. Imagináoslo suspendido sobre la Tierra, inmóvil, mientras gira el globo debajo de él. Naturalmente, esto no es así pero resulta más fácil considerar esta imagen que imaginarlo flotando en otra dimensión. Así pues, si está suspendido sobre el mundo y este gira debajo de él, y si su viaje al futuro está debidamente sincronizado, puede viajar a un tiempo exacto en que se encontrará sobre Berlín, la ciudad de la que salió años antes. Pero si decide viajar unas pocas horas más o menos, el mundo habrá girado más o menos debajo de él, y llegará a un lugar diferente de su superficie. Los cálculos para una llegada precisa son terriblemente difíciles en mi era, 1944…
—Sin embargo hoy, con los ordenadores, tendría que ser fácil —dijo Chris.
Cambiando dolorosamente de posición sobre las almohadas en que estaba reclinado, llevando la temblorosa mano derecha al hombro izquierdo, como para mitigar el dolor con su propio tacto, Stefan dijo:
—Equipos de físicos alemanes, acompañados de miembros de la Gestapo, fueron enviados en secreto a diversas ciudades de Europa y de los Estados Unidos en el año 1985, para reunir información vital sobre la fabricación de armas nucleares. El material que buscaban no era secreto ni difícil de encontrar. Con lo que ya sabían, fruto de sus propias investigaciones, podían obtener el resto de libros de texto y publicaciones científicas ya existentes en las bibliotecas de todas las Universidades importantes en 1985. Cuatro días antes de que yo partiese del Instituto por última vez, aquellos equipos volvieron de 1985 a marzo de 1944, con un material que daría al Tercer Reich un arsenal nuclear antes del otoño de aquel año. Tenían que pasar unas semanas estudiando el material en el Instituto, antes de decidir cómo y dónde sería introducido aquel conocimiento en el programa nuclear alemán, sin revelar cómo había sido obtenido. Entonces supe que tenía que destruir el Instituto y todo lo que contenía, personal importante y archivos, para impedir un futuro determinado por Adolf Hitler.
Con Laura y Chris escuchándole absortos, Stefan Krieger les contó cómo había colocado explosivos en el Instituto, cómo, en el último de sus días en 1944, había matado a Penlovski, a Januskaya y a Volkaw, y había programado la puerta del tiempo para que le llevase hasta Laura en la América actual.
Sin embargo, algo había funcionado mal en el último minuto, cuando Stefan se estaba marchando de allí. La corriente eléctrica había fallado. La RAF había bombardeado Berlín por primera vez en enero de aquel año, y los bombarderos de los Estados Unidos, de modo que el suministro de energía había sido interrumpido con frecuencia, no sólo por los daños causados por las bombas, sino también por las acciones de saboteadores. Precisamente para salvar estas interrupciones, la propia puerta recibía su energía de un generador seguro. Stefan no había oído bombarderos aquel día, cuando, herido por Kokoschka, se había arrastrado dentro de la puerta, por lo que el corte de la corriente se había debido a saboteadores.
—Y entonces se paró el aparato de relojería de los explosivos. La puerta no fue destruida. Está todavía allí, abierta, y ellos pueden venir a por nosotros. Y…, todavía pueden ganar la guerra.
A Laura otra vez empezaba a dolerle la cabeza. Se llevó las puntas de los dedos a las sienes.
—Pero espere. Hitler no puede haber logrado construir armas atómicas y triunfar en la Segunda Guerra Mundial, porque nosotros no vivimos en el mundo donde ocurrió aquello. No tiene que preocuparse. De alguna manera, a pesar de todos los conocimientos que obtuvieron gracias a la puerta, evidentemente fracasaron en desarrollar un arsenal nuclear.
—No —dijo él—. Han fracasado hasta ahora, pero no podemos presumir que sigan fallando. Para aquellos hombres del Instituto, en Berlín, en 1944, su pasado, como ya he dicho, es inmutable. No pueden viajar hacia atrás en el tiempo y cambiar su propio pasado. Sin embargo, pueden cambiar su futuro y el nuestro, porque el futuro de un viajero en el tiempo es mutable; puede dar pasos para alterarlo.
—Pero su futuro es mi pasado —dijo Laura—. Y si el pasado no puede cambiarse, ¿cómo puede él cambiar el mío?
—Sí —dijo Chris—. Es una paradoja.
Laura añadió:
—Yo no he pasado los últimos treinta y cuatro años en un mundo gobernado por Adolf Hitler y sus sucesores; por consiguiente, a pesar de la puerta, Hitler fracasó.
La expresión de Stefan era lúgubre.
—Si el viaje en el tiempo fuese inventado ahora, en 1989, aquel pasado, la Segunda Guerra Mundial, y todo lo que ha sucedido después, sería inalterable. No se podría cambiar, pues la Naturaleza impide el viaje hacia atrás en el tiempo, y las paradojas del viaje del tiempo os serían aplicables. Sin embargo, el viaje en el tiempo no ha sido descubierto…, o redescubierto aquí. Los viajeros en el tiempo del Instituto, en el Berlín de 1944, están en condiciones de cambiar su futuro, y aunque cambiarían simultáneamente vuestro pasado, ninguna ley de la Naturaleza les detendría. Y aquí tenéis la mayor paradoja de todas, la única que, por alguna razón, parece permitir la Naturaleza.
—¿Está diciendo que todavía podrían fabricar armas nucleares en aquella época, con la información que obtienen en 1985, y ganar la guerra? —dijo Laura.
—Sí, a menos que el Instituto sea destruido antes.
—Y entonces, ¿qué pasaría? ¿Encontraríamos de pronto que todo ha cambiado a nuestro alrededor, que vivimos bajo el régimen nazi?
—Sí. Y ni siquiera sabríais lo que ha ocurrido, porque seríais personas diferentes de lo que sois ahora. Todo vuestro pasado no habría ocurrido nunca. Habríais vivido un pasado completamente diferente y no recordaríais nada más, nada de lo que os ha sucedido en esta vida, porque, en realidad, esta nunca habría existido. Pensaríais que el mundo ha sido siempre como es, que nunca hubo un mundo en el que Hitler había sido vencido.
Lo que él estaba diciendo le aterrorizaba y pasmaba a Laura, porque hacía que la vida pareciese aún más frágil de lo que ella siempre había creído que era. El mundo bajo sus pies de pronto no parecía más real que el mundo de un sueño; podía disolverse sin previo aviso y enviarla dando tumbos a un inmenso y oscuro vacío.
Con creciente horror, dijo:
—Si cambiasen el mundo en el que me crie, nunca habría conocido a Danny, nunca me habría casado.
—Y yo no habría nacido —dijo Chris.
Ella alargó una mano y la apoyó sobre el brazo de Chris, no sólo para tranquilizarle, sino también para asegurarse de su realidad actual.
—También es posible que yo no hubiese nacido. Todo lo que he visto, lo bueno y lo malo del mundo desde 1944…, todo sería destruido como un castillo de arena, y una nueva realidad existiría en su lugar.
—Una realidad nueva y peor —dijo Stefan, visiblemente agotado por el esfuerzo que había hecho para explicar lo que estaba en juego.
—En aquel nuevo mundo, tal vez nunca hubiese escrito mis novelas.
—O en el caso de que escribieses novelas —dijo Stefan—, serían diferentes de las que has escrito en esta vida, obras grotescas producidas por un artista bajo el régimen de un Gobierno opresor, bajo el puño de hierro de la censura nazi.
—Si esos tipos construyen la bomba atómica en 1944 —dijo Chris—, entonces todos nos desharemos en polvo y desapareceremos.
—No literalmente. Pero como polvo, sí —convino Stefan Krieger—. Desaparecido, sin dejar rastro de lo que hemos sido.
—Tenemos que impedírselo —dijo Chris.
—Si podemos —replicó Stefan—. Pero lo primero que necesitamos es permanecer vivos en esta realidad, y puede que esto no sea nada fácil.
Stefan precisaba hacer sus necesidades y Laura le ayudó a ir al cuarto de baño del motel, sosteniéndole como si fuese una enfermera acostumbrada a asistir a los enfermos en estas acciones. Cuando volvió a llevarle a la cama, de nuevo estaba preocupada por él; aunque era musculoso, se sentía flojo, sudoroso y se encontraba espantosamente débil.
Ella le contó brevemente el tiroteo ocurrido en la casa de Brenkshaw, mientras él permanecía en coma.
—Si estos asesinos vienen del pasado y no del futuro, ¿cómo saben dónde encontrarnos? ¿Cómo sabían en 1944 que estaríamos en la casa del doctor Brejikshaw, como fue el caso, cuarenta y cinco años más tarde?
—Para encontrarte —dijo Stefan—, hicieron dos viajes. Primero fueron más allá en el futuro, un par de días más adelante, tal vez al próximo fin de semana, para ver si te habías mostrado en alguna parte. De no ser así, como por lo visto no lo hiciste, empezarían a buscar datos que se hubiesen hecho públicos. Entre otras cosas, números atrasados de periódicos. Buscarían reportajes sobre el tiroteo de la noche pasada en tu casa, y leerían en ellos que habías llevado un hombre herido a la casa de Brenkshaw en San Bernardino. Por consiguiente, volvieron a 1944 e hicieron un segundo viaje, esta vez a la casa del doctor Brenkshaw, a primeras horas de esta mañana del 11 de enero.
—Pueden saltar a nuestro alrededor —le dijo Chris a Laura—. Pueden adelantarse en el tiempo para ver dónde nos hemos mostrado y, entonces, buscar y elegir el lugar más fácil en la corriente del tiempo para tendernos una emboscada. Es como…, si fuésemos vaqueros y todos los indios tuviesen telepatía.
—¿Quién era Kokoschka? —quiso saber Chris—. ¿Quién era el hombre que mató a mi papá?
—El jefe de seguridad del Instituto —contestó Stefan—. Afirmaba ser pariente lejano de Oskar Kokoschka, el famoso pintor expresionistas austríaco, pero yo dudo que fuese verdad, porque nuestro Kokoschka no tenía la menor sensibilidad de artista. El Standartenführer, que significa coronel, Heinrich Kokoschka era un eficaz verdugo de la Gestapo.
—La Gestapo —dijo aterrorizado Chris—. ¿La policía secreta?
—La Policía del Estado —precisó Stefan—. Su existencia es muy conocida, pero se le permite operar en secreto. Cuando él apareció en aquella carretera de montaña en 1988, me quedé tan sorprendido como tú. No había habido relámpagos. Debió llegar muy lejos de donde estábamos nosotros, a unos veinticinco o treinta kilómetros, en algún otro valle de las montañas de San Bernardino, y no pudimos observar ningún relámpago. —Los relámpagos asociados a los viajes en el tiempo eran en realidad fenómenos muy localizados, explicó Stefan—. Después de que Kokoschka apareciese allí, sobre mi pista, pensé que, al volver al Instituto, encontraría a todos mis colegas indignados por mi traición; pero cuando llegué, nadie me prestó atención especial. Me quedé confuso. Entonces, después de matar a Penlovski y a los otros, cuando estaba en el laboratorio principal preparando mi viaje final hacia el futuro, entró Heinrich Kokoschka y me disparó. ¡No estaba muerto! No estaba muerto en aquella carretera en 1988. Entonces me di cuenta de que era obvio que Kokoschka acababa de enterarse de mi traición al encontrar a los hombres que yo había matado. Viajaría a 1988, y trataría de matarme…, y de mataros a vosotros…, en una fecha especial. Lo cual quería decir que la puerta tendría que permanecer abierta para que pudiese hacerlo, y que yo estaba destinado a fracasar en mi intento de destruirla. Al menos en aquella ocasión.
—Dios mío, esta jaqueca… —dijo Laura.
Chris parecía no tener la menor dificultad en seguir los enredados hilos del viaje en el tiempo. Dijo:
—Así, después de viajar usted a nuestra casa la noche pasada, Kokoschka viajó a 1988 y mató a mi papá. ¡Oh! En cierto modo, señor Krieger, usted mató a Kokoschka cuarenta y tres años después de que él disparase contra usted en aquel laboratorio…, y, sin embargo, usted le había matado antes de que él le disparase. Esto es formidable. ¿No es formidable, mamá? ¿No es estupendo?
—Extraordinario —convino ella—. ¿Y cómo pudo Kokoschka encontrarle en aquella carretera de montaña?
—Después de descubrir que yo había matado a Penlovski, y después de que yo hubiese escapado por la puerta, Kokoschka debió encontrar los explosivos en el ático y el sótano. Luego, debió buscar en los registros automáticos que lleva la maquinaria de todas las veces que se usa la puerta, un registro de datos que estaba bajo mi responsabilidad, y por eso nadie había advertido previamente mis viajes a tu vida, Laura. De cualquier modo, Kokoschka debió haber hecho algunos viajes en el tiempo por su propia cuenta, debió hacer muchos viajes, para ver adónde había ido yo, observando en secreto cómo cuidaba de ti y cómo alteraba tu destino para bien. Debió estar observando el día en que fui al cementerio, cuando fue enterrado tu padre, así como cuando le di una paliza a Sheener; sin embargo, nunca le vi. Así, partiendo de todos los viajes que yo hacía en tu vida, de todas las veces que te observaba y aquellas en que actuaba para salvarte, eligió un lugar para matarnos. Quería matarme a mí, porque era un traidor, y quería matarte a ti y a tu familia, porque…, bueno, porque se dio cuenta de que eras tan importante para mí.
«¿Por qué? —pensó ella—. ¿Por qué soy tan importante para ti, Stefan Krieger? ¿Por qué te has introducido en mi destino, tratando de darme una vida mejor?». Le habría hecho entonces estas preguntas, pero él tenía más cosas que decir acerca de Kokoschka. Sus fuerzas parecían decaer rápidamente y le costaba conservar el hilo de su razonamiento. Laura no quería interrumpirle y confundirle.
—Fundándose en los relojes y los gráficos del tablero de programación de la puerta —prosiguió—, Kokoschka pudo haber descubierto mi destino final: la noche pasada, tu casa. No obstante, yo pretendía volver la noche en que murió Danny, como te prometí que haría, y en vez de eso regresé un año más tarde, sólo porque cometí algún error cuando introduje mis cálculos en la máquina. Cuando hube salido herido, a través de la puerta, Heinrich Kokoschka debió de encontrar aquellos cálculos. Debió darse cuenta de mi error, y debió saber dónde encontrarme, no solamente la noche pasada, sino aquella en que murió Danny. En cierta manera, al venir a salvarte el año pasado de aquel camión sin control, arrastré tras de mí al asesino de Danny. Me siento responsable de aquello, aunque de todos modos Danny habría muerto en el accidente. Al menos tú y Chris estáis vivos. Por ahora.
—¿Por qué no le seguiría Kokoschka a 1989, a nuestra casa la noche pasada? Sabía que estaba herido, que era una presa fácil.
—Pero también sabía que yo estaría esperando que me siguiese, y tuvo miedo de que estuviese armado y dispuesto a plantarle cara. Por consiguiente, fue a 1988, donde yo no le esperaba, donde él tenía la ventaja de la sorpresa. Es probable que Kokoschka también pensase que si me seguía a 1988 y me mataba allí, yo no habría vuelto nunca al Instituto desde aquella carretera de montaña y no habría tenido oportunidad de matar a Penlovski. Sin duda pensó que podía hacer un truco con el tiempo y deshacer aquellos asesinatos, salvando con ello a los que dirigían el proyecto. Sin embargo, naturalmente no podía hacerlo, porque entonces estaría alterando su propio pasado, lo cual era imposible. Penlovski y los otros ya entonces estaban muertos, y seguirían estándolo. Si Kokoschka hubiese conocido mejor las leyes del viaje en el tiempo, habría sabido que yo le mataría en 1988, cuando me siguiese allí, porque cuando hizo aquel viaje para vengar a Penlovski, yo había vuelto ya al Instituto, ¡sano y salvo!
—¿Estás bien, mamá? —dijo Chris.
—¿Fabrican tabletas de medio kilo de «Excedrin»? —preguntó ella.
—Sé que es muy difícil comprender todo esto —dijo Stefan—. Pero así es Heinrich Kokoschka. O mejor dicho, era. Él quitó los explosivos que yo había colocado. Gracias a él, y a aquel desgraciado corte de corriente que detuvo el aparato de relojería del detonador, el Instituto sigue todavía en pie, la puerta permanece abierta, y los agentes de la Gestapo están tratando de encontrarnos aquí, en nuestro propio tiempo…, y matarnos.
—¿Por qué? —preguntó Laura.
—Por afán de venganza —dijo Chris.
—¿Viajan cuarenta y cinco años en el tiempo para matarnos, sólo por vengarse? —dijo Laura—. Seguramente hay algo más.
—Lo hay —dijo Stefan—. Quieren matarnos porque creen que somos las únicas personas que podemos encontrar la manera de cerrar la puerta antes de que ellos ganen la guerra y alteren su futuro. Y en eso, no se engañan.
—¿Cómo? —preguntó asombrada ella—. ¿Cómo podemos destruir el Instituto cuarenta y cinco años atrás?
—Todavía no estoy seguro —dijo él—. Pero pensaré al respecto.
Ella empezó a hacer más preguntas, pero Stefan sacudió la cabeza. Dijo que estaba agotado y pronto se sumió de nuevo en el sueño.
Chris tomó un almuerzo tardío compuesto de bocadillos a base de los comestibles que había comprado en el supermercado y mantequilla de cacahuete. Laura no tenía apetito.
Vio que Stefan iba a dormir unas horas, y se dio una ducha. Después se sintió mejor, incluso con su ropa arrugada.
Durante toda la tarde, la televisión ofreció implacablemente programas idiotas: seriales, deportes, más seriales, reposiciones de Fantasy Island, The Bold and the Beautiful y Phil Donahue paseando arriba y abajo entre el público del estudio, exhortándoles a que tuviesen conciencia, y sintiesen compasión, de la singular y difícil situación de los dentistas travestidos.
Laura llenó el cargador de la «Uzi» con las municiones que había comprado por la mañana en una armería.
Fuera, al declinar el día, se formaron y crecieron nubes oscuras que acabaron cubriendo todo el cielo azul. La palmera que había al lado del «Buick» robado parecía juntar sus hojas, como si esperase una tormenta.
Laura se Sentó en uno de los sillones, apoyó los pies en el borde de la cama, cerró los ojos y durmió durante un rato. Despertó de un mal sueño en el que había descubierto que estaba hecha de arena y que se disolvía rápidamente bajo un aguacero. Chris estaba durmiendo en el otro sillón y Stefan seguía roncando suavemente en la cama.
Llovía, y el agua tamborileaba sordamente sobre el techo de metal, chapoteando en los charcos de la zona de aparcamiento, con un sonido como de grasa hirviendo, aunque el día era fresco. Era una típica tormenta del sur de California, con la fuerza de los trópicos, pero sin truenos y relámpagos. En ocasiones, esta pirotecnia acompañaba a la lluvia en esta parte del mundo, pero con menos frecuencia que en otras partes. Ahora Laura tenía una razón especial para agradecer esta circunstancia climatológica, porque, si hubiese habido rayos y truenos, no habría sabido si eran naturales o si anunciaban la llegada de agentes de la Gestapo de otra era.
Chris se despertó a las cinco y cuarto y Stefan Krieger lo hizo unos cinco minutos más tarde. Ambos dijeron que tenían hambre, y Stefan, además de su apetito, dio otras señales de recuperación. Sus ojos habían estado lacrimosos e inyectados en sangre; ahora eran claros. Pudo incorporarse en la cama sólo con ayuda de su brazo ileso. Tenía tacto en la mano izquierda, que había estado entumecida y había permanecido prácticamente inútil, y podía flexionarla, doblar los dedos y cerrar débilmente el puño.
Laura, en vez de la cena, quería respuestas a sus preguntas, pero la vida que había llevado le había enseñado, entre otras cosas, a tener paciencia… Cuando entraron en el motel poco después de las once de la mañana, había advertido que había un restaurante chino al otro lado de la calle. Ahora, aunque reacia a dejar solos a Stefan y a Chris, salió bajo la lluvia para comprar comida y llevársela.
Portaba el «38» debajo de la chaqueta y había dejado la «Uzi» sobre la cama, al lado de Stefan. Aunque la metralleta era demasiado grande y potente para que la manejase Chris, Stefan podía apoyarse en la cabecera y disparar una ráfaga valiéndose tan sólo de la mano derecha, aunque el retroceso podía repercutir en su herida.
Cuando volvió, chorreando agua, colocaron sobre la cama las cajas de cartón encerado que contenían la comida, a excepción de dos clases de sopa, de huevo y flores, que eran para Stefan, y que ella dejó sobre la mesita de noche, cerca de él. Después de entrar en el aromático restaurante, se había dado cuenta de que había recobrado el apetito y, naturalmente comprado demasiada comida: pollo al limón, buey a la naranja, gambas con pimienta roja, moo goo gai pan, cerdo moo shu y dos paquetes de arroz.
Ella y Chris probaron todos los platos con tenedores de plástico y regaron la comida con «Coca-Cola» que había adquirido en la máquina automática del motel. Stefan bebió su sopa. En un principio pensó que no podría retener comida más sólida; no obstante, cuando hubo terminado la sopa, cuidadosamente empezó a probar el moo goo gai pan y el pollo al limón.
A petición de Laura, mientras comían les habló de él mismo. Había nacido en 1909, en la población alemana de Gittelde, en las montañas Harz, por lo que tenía treinta y cinco años. («Bueno —dijo Chris—, si contamos los cuarenta y cinco años que se ha saltado cuando viajó en el tiempo desde 1944 hasta 1989, ahora tiene ochenta años». Se echó a reír, satisfecho. «Caramba, ¡está muy bien para ser un viejo de ochenta años!»). Después de trasladarse con su familia a Munich al terminar la Primera Guerra Mundial, el padre de Stefan, Franz Krieger, había sido uno de los primeros partidarios de Hitler en 1919, y miembro del Partido Alemán de los Trabajadores desde la misma semana en que Hitler habla empezado su carrera política en aquella organización. Incluso había trabajado con Hitler y Antón Drexler para escribir el programa con el que aquel grupo, esencialmente una asociación organizadora de debates, se convertiría en definitiva en un verdadero partido político, que más tarde sería llamado Nacional Socialista.
—Yo fui uno de los primeros miembros de la Juventud Hitleriana en 1926, cuando tenía diecisiete años —dijo Stefan—. Antes de que pasara un año, ingresé en la Sturmabteilung o SA, los camisas pardas, el brazo armado del partido, prácticamente un ejército privado. Sin embargo, en 1928, ingresé como miembro de Schutzstaffel…
—¡La SS! —dijo Chris, en el mismo tono de horror mezclado con extraña atracción que habría empleado si hubiese estado hablando de vampiros o de hombres lobo—. ¿Fue miembro de la SS? ¿Llevó el uniforme negro y la insignia de la calavera de plata y un puñal?
—No me enorgullezco de ello —dijo Stefan Krieger—. Oh, en aquella época me sentía orgulloso desde luego. Era un tonto. Mi padre era otro tonto. Al principio, la SS era un pequeño grupo, la esencia de la élite, y nuestro objetivo era proteger a der Führer en caso necesario. Todos temamos entre dieciocho y veintidós años y éramos jóvenes ignorantes y acalorados. En mi propia defensa, diré que yo no era particularmente acalorado, no estaba tan comprometido como los que me rodeaban. Hacía lo que quería mi padre, pero confieso que era más ignorante de lo que hubiera debido.
La lluvia, azotada por el viento, repicaba contra la ventana y salía a chorros ruidosos por el canalón de la pared exterior contigua adonde estaba la cama.
Desde que se había despertado de su siesta, Stefan parecía encontrarse mejor, y todavía había mejorado más con la sopa caliente. Pero ahora, al recordar una juventud pasada en un caldero de odio y de muerte, de nuevo palideció, y sus ojos parecieron hundirse más en las cuencas.
—Nunca abandoné la SS, porque era una posición muy deseada y no había manera de salirse del cuerpo sin despertar sospechas de haber perdido la fe en nuestro líder. Sin embargo, año tras año, mes tras mes, día tras día, me sentía más asqueado de lo que veía, de la locura, el asesinato y el terror.
Ni las gambas con pimienta ni el pollo al limón sabían ya tan bien, y Laura tenía la boca tan seca que el arroz se le pegaba al paladar. Empujó a un lado la comida y bebió su «Coca-Cola».
—Pero, si nunca dejó la SS, ¿cuándo fue al colegio, cuándo se metió en investigaciones científicas?
—Oh —dijo él—, yo no estaba en el Instituto como investigador. No tenía educación universitaria. A excepción…, de dos años en que recibí cursos intensivos de inglés, tratando de aprender a hablarlo con un acento americano aceptable. Formé parte de un proyecto para lanzar cientos de agentes encubiertos en Gran Bretaña y los Estados Unidos. No obstante, nunca pude borrar del todo mi acento alemán, por lo que nunca fui enviado a ultramar; además, como mi padre era uno de los más antiguos partidarios de Hitler, creyeron que era digno de confianza y encontraron otros empleos para mí. Fui asignado al personal de der Führer, donde me encargaron misiones delicadas, generalmente como enlace entre facciones del Gobierno que se peleaban entre sí. Era una posición excelente para obtener información útil para los ingleses, cosa que hice desde 1938 en adelante.
—¿Fue un espía? —preguntó, excitado, Chris.
—Algo así. Tenía que hacer lo poco que podía para derribar al Reich, para reparar el hecho de haber formado parte de él. Tenía que hacer expiación, aunque pareciese imposible. Y entonces, en el otoño de 1943, cuando Penlovski empezó a tener éxito con la puerta del tiempo, enviando animales a sabe Dios dónde y haciéndoles volver, fui destinado al Instituto como observador, como representante personal de der Führer. Y también como conejillo de Indias, como el primer ser humano enviado hacia delante en el tiempo. Fijaos, cuando estuvieron preparados para enviar un hombre al futuro, no quisieron poner en peligro a Penlovski, Januskaya, Helmut Volkaw, Mitter o Shenck, o a cualquiera de los otros científicos cuya pérdida habría sido perjudicial para el proyecto. Nadie sabía si un hombre volvería con tanta seguridad como lo habían hecho los animales…, o si volvería entero y sano.
Chris asintió gravemente con la cabeza.
—Cabía la posibilidad de que el viaje en el tiempo fuese doloroso, trastornase la mente o causara otros daños, sí. ¿Quién podía saberlo?
«Ciertamente, ¿quién podía saberlo?», pensó Laura.
Stefan prosiguió:
—También querían que la persona a quien enviasen fuese digna de confianza y capaz de guardar secreto sobre su misión. Yo era el hombre ideal.
—¡Oficial de la SS, espía y el primer crononauta! —dijo Chris—. ¡Qué vida tan fascinante!
—Quiera Dios darte una vida menos agitada —dijo Stefan Krieger. Después miró a Laura menos directamente que antes. Sus ojos tenían un bello y puro azul; sin embargo, revelaban un alma torturada—. Laura…, ¿qué piensas ahora de tu guardián? No es un ángel, sino un ayudante de Hitler, un criminal de la SS.
—No un criminal —dijo ella—. Su padre, su época y su sociedad pudieron tratar de hacer de usted un criminal, pero había una esencia interior que no podían doblegar. No un criminal, Stefan Krieger. Nunca.
—Y tampoco un ángel —dijo él—. Algo muy distinto de un ángel. Después de mi muerte, cuando las manchas de mi alma sean leídas por el Juez, me enviará a una pequeña celda en el infierno.
La lluvia que tamborileaba en el techo parecía como el tiempo fugaz, muchos millones de hermosos minutos, horas y días y años, vertiéndose en canalones y desagües, escurriéndose, perdiéndose.
Después de retirar la comida sobrante y arrojarla en un cubo de la basura que había detrás de las dependencias del motel, tras haber adquirido tres «Coca-Cola» más en la máquina automática, una para cada uno, finalmente le hizo a su guardián la pregunta que había, esperado desde que este había salido del coma.
—¿Por qué se fijó en mí, en mi vida, y por qué quiso ayudarme, salvarme en diferentes ocasiones? Por el amor de Dios, ¿qué tiene que ver mi destino con los nazis, con los viajeros en el tiempo, con el sino del mundo?
En su tercer viaje al futuro, explicó él, había ido a California en 1984. A California, porque sus dos anteriores viajes —dos semanas en 1954 y otras dos en 1964— le habían demostrado que California era tal vez el futuro centro cultural y el actual centro científico de la nación más avanzada de la Tierra. En mil novecientos ochenta y cuatro, porque distaba exactamente cuarenta años de su propio tiempo. Entonces no era él el único que cruzaba la puerta; otros cuatro empezaron a hacer viajes en cuanto se supo que no había peligro. En el tercer viaje, Stefan todavía había estado explorando el futuro, aprendiendo con detalle lo que había ocurrido en el mundo durante y después de la guerra. También había estado aprendiendo que los adelantos científicos de los cuarenta años intermedios probablemente serían llevados a Berlín en 1944 para que Hitler ganase la guerra, y no lo hacía porque pretendiese ayudar en este sentido, sino porque pensaba sabotear el proyecto. Sus investigaciones consistían en leer periódicos, observar la televisión y frecuentar la sociedad americana, tanteando cómo eran los últimos años del siglo XX.
Reclinado ahora en las almohadas, hablando de aquel viaje en un tono de voz completamente distinto del otro tono, apagado, con que había descrito la vida triste hasta 1944, dijo:
—No podéis imaginaros lo que significó para mí caminar por las calles de Los Ángeles por primera vez. Si hubiese viajado a mil años en el futuro, en vez de cuarenta, no habría podido parecerme más maravilloso. ¡Coches! Coches por todas partes, y muchos de ellos alemanes, lo cual parecía indicar que, en cierto modo, la guerra había sido perdonada, y que la nueva Alemania era aceptada, y esto me conmovió.
—Nosotros tenemos un «Mercedes» —dijo Chris—. Es muy bonito, pero a mí me gusta más el jeep.
—Los coches —dijo Stefan—, los estilos, adelantos sorprendentes en todos los terrenos: relojes digitales, ordenadores caseros, cintas magnéticas para ver películas en el cuarto de estar. Incluso después de cinco días de visita, me hallaba en un estado de agradable asombro, y esperaba ver cada mañana nuevas maravillas. El sexto día, al pasar por delante de una librería en Westwood, vi una serie de personas que hacían cola para comprar una novela firmada por su autor. Entré para curiosear y ver qué clase de libro podía ser tan popular, y para que me ayudase a comprender un poco más la sociedad americana. Y allí estabas tú, Laura, detrás de una mesa con un montón de ejemplares de tu tercera novela y tu mayor éxito: Cornisas.
Laura se inclinó hacia delante, como si la perplejidad la obligase a sentarse sobre el borde del sillón.
—¿Cornisas? ¡Pero si nunca escribí un libro con ese título!
Chris de nuevo comprendió.
—Es un libro que escribiste en la vida que habrías vivido si el señor Krieger no se hubiese entremetido en ella.
—Tenías veintinueve años cuando te vi por primera vez en aquella librería de Westwood, firmando ejemplares de un libro —prosiguió Stefan—. Te hallabas en una silla de ruedas, porque tenías las piernas torcidas, inútiles. Tu brazo izquierdo estaba también paralizado.
—¿Paralítica? —dijo Chris—. ¿Mamá estaba paralítica?
Laura ahora se encontraba literalmente en el borde del sillón, pues, aunque lo que decía su guardián parecía demasiado fantástico para creerlo, a un nivel profundo y aún más primitivo que el instinto percibía una exactitud en la imagen de ella misma sentada en una silla de ruedas, con las piernas lisiadas e inútiles: tal vez lo que captaba era un débil eco de su destino frustrado.
—Habías estado así desde tu nacimiento —dijo Stefan.
—¿Por qué?
—Esto sólo lo supe mucho más tarde, después de haber investigado mucho tu vida. El médico que asistió a tu madre al dar a luz en Denver, Colorado, en 1955, por cierto, se llamaba Markwell, era alcohólico. De todas maneras, fue un parto difícil…
—Mi madre murió al darme a luz.
—Sí, en aquella realidad murió también. No obstante, en aquella realidad, Markwell cometió una pifia y sufriste una lesión en la espina dorsal que te dejó inválida para toda la vida.
Laura se estremeció. Como para demostrarse que había escapado a la vida que el destino no había proyectado en principio para ella, se levantó y se dirigió a la ventana, usando las piernas, sus ilesas y, por fortuna, útiles piernas.
Stefan le dijo a Chris:
—Aquel día la vi en la silla de ruedas, y tu madre era muy hermosa. Sí, muy hermosa. Su cara, naturalmente, era la misma de ahora. Sin embargo, no era solamente la cara lo que la hacía hermosa. La envolvía una aureola de valor, y estaba de buen humor a pesar de su parálisis. Cada persona que se acercaba a ella con Cornisas, era despedida no sólo con una firma, sino también con una risa. A pesar de estar condenada a vivir en una silla de ruedas, tu madre era divertida, animada. Yo la observaba desde lejos, y me sentí hechizado y profundamente conmovido, como nunca me había sentido.
—Es estupenda —dijo Chris—. Nada, absolutamente nada, espanta a mi mamá.
—Todo espanta a tu mamá —dijo Laura—. Esta conversación inverosímil casi me está matando de miedo.
—Tú nunca huyes de nada ni te escondes —dijo Chris, volviéndose para mirarla. Y se ruborizó; se presumía que un muchacho de su edad, en una fase en que empezaba a preguntarse si no era infinitamente más sabio que su madre, debía mostrarse frío. En una relación ordinaria, estas muestras de admiración por la propia madre raras veces se expresan tan directamente, salvo cuando el hijo cumple cuarenta años o cuando muere la madre, fuese lo que fuere lo que ocurriese antes—. Tal vez tengas miedo, pero nunca lo demuestras.
Ella había aprendido de joven que los que mostraban miedo eran considerados presas fáciles.
—Aquel día compré un ejemplar de Cornisas —prosiguió Stefan y me lo llevé al hotel donde me hospedaba. Lo leí durante toda la noche; era tan bello, que lloré en ciertos pasajes…, y tan divertido en otros, que reí a mandíbula batiente. Al día siguiente compré tus otros dos libros, El candado de plata y Campos de noche, que eran tan buenos y tan conmovedores como el tercero, que te había hecho famosa.
Era extraño escuchar una crítica tan favorable de libros que no había escrito en esta vida. No obstante, estaba menos interesada en enterarse del argumento de aquellas novelas que en oír la respuesta a una pregunta que se le acababa de ocurrir y le producía escalofríos:
—En esa vida que estaba destinada a vivir, en ese otro 1984…, ¿estaba casada?
—No.
—Pero había conocido a Danny y…
—No. No habías conocido a Danny. No te habías casado nunca.
—Y yo no había nacido —dijo Chris.
—Todas estas cosas —dijo Stefan— ocurrieron porque volví a Denver, Colorado, en 1955, e impedí que el doctor Markwell asistiese a tu madre en el parto. El médico que ocupó el sitio de Markwell no pudo salvarla, pero hizo que vinieses al mundo entera y sana. Y todo cambió en tu vida a partir de entonces. Era tu pasado lo que yo estaba cambiando, sí, pero era también mi futuro y, por consiguiente, flexible. Y demos gracias a Dios por esta peculiaridad del viaje en el tiempo, pues, de otra manera, no habría podido salvarte de tu vida de parapléjica.
El viento arreció y la lluvia volvió a tamborilear sobre la ventana junto a la cual se encontraba Laura.
A esta le atormentaba de nuevo el sentimiento de que la habitación en donde se hallaba, la tierra sobre la que había sido construida y el universo en que esta giraba eran tan poco consistentes como el humo, estaban expuestos a un cambio repentino.
—Yo controlé tu vida desde entonces —dijo Stefan—. Entre mediados de enero de 1944 y mediados de marzo, hice más de veinte viajes secretos para ver cómo te iban las cosas. En el cuarto de estos viajes, cuando fui a 1964, descubrí que hacía un año que habías muerto, así como tu padre, a manos de aquel drogadicto que atracó la tienda. Por consiguiente, viajé a 1963 y le maté, antes de que él pudiese acabar con vosotros.
—¿Un drogadicto? —dijo perplejo Chris.
—Te lo contaré más tarde, cariño.
—Y hasta la noche en que Kokoschka se presentó en aquella carretera de montaña —siguió diciendo Stefan—, creo que había tenido éxito en hacer que tu vida fuese más fácil y mejor. Sin embargo, mi intervención no te privó de tu arte y del resultado de este en unos libros que no eran menos bellos que los que habías escrito en aquella otra vida. Eran diferentes, pero no menos buenos; en realidad, libros escritos con la misma inspiración con que escribes ahora.
Sintiendo que le temblaban las rodillas, Laura volvió a su silla.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué se tomó tanto trabajo en mejorar mi vida?
Stefan Krieger miró a Chris, después a ella y por último cerró los ojos, para decir al fin:
—Después de verte en aquella silla de ruedas, firmando ejemplares de Cornisas, y después de leer tus libros…, me enamoré de ti…, me enamoré profundamente de ti.
Chris rebulló en su silla, visiblemente confuso al oír expresar aquellos sentimientos cuando el objeto de aquel afecto era su propia madre.
—Tu mente era todavía más hermosa que tu cara —dijo suavemente Stefan, todavía con los ojos cerrados—. Me enamoré de tu gran valor, tal vez porque el verdadero valor era algo que no había visto en mi propio mundo de engreídos fanáticos uniformados. Cometían atrocidades en nombre del pueblo y lo llamaban valor. Estaban dispuestos a morir por un ideal totalitario tortuoso, y a esto le llamaban valor, cuando no era más que estupidez, locura. Y yo me enamoré de tu dignidad, porque no tenía ninguna, ni un respeto por mí mismo como el que vi resplandecer en ti. Me enamoré de tu compasión, que era una parte tan rica de tus libros, pues en mi mundo había visto muy poca. Me enamoré, Laura, y me di cuenta de que podía hacer por ti lo que todos los hombres harían por el ser amado si tuviesen el poder de dioses: hice cuanto pude por ahorrarte lo peor que el destino habría proyectado para ti.
Por fin abrió los ojos.
Eran hermosamente azules. Y torturados.
Ella se sentía inmensamente agradecida. No correspondía a su amor, pues apenas le conocía. No obstante, al declarar él la profundidad de una pasión que había hecho que transformase su destino y le había impulsado a navegar por los vastos mares del tiempo para estar con ella, le había devuelto en cierto grado la aureola mágica que antaño había percibido en él. De nuevo parecía más grande que la vida, un semidiós, si no un dios, llevado de la condición de simple mortal por la intensidad de su desinteresada dedicación a ella.
Aquella noche Chris compartió la cama de crujientes muelles con Stefan Krieger. Laura trató de dormir en un sillón, con los pies apoyados en el otro.
La lluvia caía sin parar, con un ritmo adormecedor, que hizo que Chris se quedase muy pronto dormido. Laura podía oír sus suaves ronquidos.
Después de permanecer sentada tal vez una hora en la oscuridad, dijo en voz baja:
—¿Duerme?
—No —respondió al instante Stefan.
—Danny —dijo ella—. Mi Danny…
—¿Sí?
—¿Por qué no…?
—… hice un segundo viaje a aquella noche de 1988 y no maté a Kokoschka antes de que pudiese matar a Danny.
—Sí. ¿Por qué no lo hizo?
—Porque…, mira, Kokoschka era del mundo de 1944; por consiguiente, la muerte que infligió Danny así como su propia muerte formaba parte de mi pasado, y no podía deshacerlo. Si hubiese intentado viajar de nuevo a aquella noche de 1988, a una hora más temprana de la noche, para detener a Kokoschka antes de que matara a Danny, habría saltado inmediatamente atrás a través de la puerta y me habría hallado de nuevo en el Instituto, sin ir a ninguna parte; ante todo, la ley de la Naturaleza contra la paradoja me habría impedido ir.
Laura guardó silencio.
—¿Lo comprendes? —preguntó Stefan.
—Sí.
—¿Lo aceptas?
—Nunca aceptaré su muerte.
—Pero…, ¿me crees?
—Creo que sí; sí.
—Laura, sé lo mucho que amabas a Danny Packard. Si hubiese podido salvarle, aun a costa de mi vida, lo habría hecho. No habría vacilado.
—Lo creo —dijo ella—. Porque sin usted…, no habría tenido nunca a Danny.
—Anguila —dijo ella.
—El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto —dijo Stefan en la oscuridad—. Cuando tenías ocho años, maté a aquel drogadicto, impedí que te violase y te matase, pero, inevitablemente, el destino te envió a otro pederasta con facultades de asesino. Willy Sheener. Anguila. Sin embargo, el destino también determinó que fueses escritora, y escritora notable; que transmitieses el mismo mensaje al mundo en tus libros, independientemente de lo que yo hiciese para cambiar tu vida. Y ese era un buen plan. Hay algo espantoso, y no obstante tranquilizador, en la manera en que alguna fuerza trata de restablecer los designios rotos del destino…, casi como si hubiese un sentido en el universo, algo a lo que, a pesar de su insistencia en nuestro sufrimiento, podríamos incluso llamar Dios.
Durante un rato, escucharon la lluvia y el viento barriendo el mundo exterior.
—Pero —preguntó ella—, ¿por qué no se encargó de Anguila, en vez de dejarlo para mí?
—Le esperé una noche en su apartamento…
—Y le dio una paliza tremenda. Sí, sabía que había sido usted.
—Le di una paliza y le advertí que se mantuviese lejos de ti. Le dije que, la próxima vez, le mataría.
—Pero eso sólo hizo que estuviese más resuelto a poseerme. ¿Por qué no le mató en seguida?
—Hubiera debido hacerlo. Sin embargo…, no lo sé. Tal vez había visto tantas muertes y participado en ellas, que…, esperaba que, por una vez no fuese necesario matar.
Ella pensó en su mundo de guerra, de campos de concentración, de genocidio, y comprendió que él hubiese esperado evitar una muerte, aunque Sheener no mereciese vivir.
—Pero, cuando Sheener me siguió a la casa de los Dockweiler, ¿por qué no estuvo allí para detenerle?
—La siguiente vez que comprobé tu vida tenías trece años, ya habías matado a Sheener y habías sobrevivido; por consiguiente, decidí no volver a vérmelas con él.
—Sobreviví —dijo ella—. Pero no Nina Dockweiler. Tal vez si no hubiese venido a casa y visto la sangre, el cadáver…
—Tal vez, sí —dijo él—. Y tal vez no. El destino lucha por restablecer el plan previsto lo mejor que puede. Tal vez habría muerto de todos modos. Además, yo no podía protegerte de todos los traumas, Laura. Para eso habría tenido que hacer mil viajes en el tiempo. Y quizás eso no habría sido bueno para ti. Sin ninguna adversidad en tu vida, es posible que no te hubieses convertido en la mujer de quien me enamoré.
Se hizo un silencio entre los dos.
Ella escuchaba la lluvia y el viento.
Escuchaba los latidos de su propio corazón.
Al fin dijo:
—Yo no te amo.
—Lo comprendo.
—Tal vez debería…, un poco.
—En realidad, todavía no me conoces.
—Tal vez nunca pueda amarte.
—Lo sé.
—A pesar de todo lo que has hecho por mí.
—Lo sé. Pero si salimos de esta…, bueno, tendremos mucho tiempo por delante.
—Sí —dijo ella—. Supongo que tendremos mucho tiempo por delante.