Laura llegó a Riverside a las 3.15 de la mañana, robó un «Buick» de una tranquila calle residencial, trasladó a él a su guardián y la silla de ruedas, y abandonó el «Cutlass». Chris durmió durante toda la operación y tuvo que ser transportado de un coche al otro.
Media hora más tarde, en otro barrio, agotada y con falta de sueño, empleó un destornillador de una bolsa de herramientas que había en el portaequipajes del «Buick», para robar las placas de matrícula de un «Nissan». Colocó las placas del «Nissan» en el «Buick», y metió las del «Buick» en el portaequipajes, para que no fuesen descubiertas más tarde por la Policía.
Podían pasar un par de días antes de que el dueño del «Nissan» se diese cuenta de que le faltaban las placas, e incluso cuando denunciase su sustracción, la Policía no prestaría al asunto tanta atención como lo hacía con los coches robados. Normalmente, las matrículas eran robadas por muchachos que gastaban bromas estúpidas o por gamberros, y su recuperación no era un asunto de alta prioridad para una Policía abrumada de trabajo y que tenía que perseguir muchos delitos graves. Este era otro dato útil que había aprendido al investigar para un libro en el que un ladrón de coches representaba un papel secundario.
También se detuvo lo suficiente para poner a su guardián los calcetines de lana, los zapatos y un suéter, con el fin de impedir que se enfriase. Por un momento él abrió los ojos, pestañeó y pronunció su nombre, y ella pensó que estaba volviendo en sí; pero luego se sumió de nuevo en la inconsciencia, murmurando algo en una lengua que ella no pudo identificar, al no poder oír con claridad ninguna de las palabras.
Condujo desde Riverside hasta Yorba Linda, en Orange County, donde aparcó en una esquina de un supermercado «Ralph’s», detrás de un puesto de Beneficencia, a las 4.50 de la mañana. Apagó las luces y el motor y se desabrochó el cinturón de seguridad. Chris permanecía con el suyo abrochado, recostado en la portezuela y durmiendo profundamente. Tumbado en el asiento de atrás, su guardián seguía inconsciente, aunque su respiración no era tan sibilante como antes de que le visitase Cárter Brenkshaw. Laura no pensó que iba a dormirse, sólo pretendía serenar su mente y dar descanso a sus ojos; no obstante, al cabo de uno o dos minutos estaba durmiendo.
Después de matar por lo menos a tres hombres, después de que disparasen reiteradas veces contra ella, después de robar dos coches, después de sobrevivir a una caza que la había llevado a través de tres condados, cabía esperar que soñase con la muerte, cuerpos destrozados y sangre, y con el frío tableteo de las metralletas como música de fondo de la pesadilla. Habría cabido esperar que soñase con perder a Chris, puesto que era una de las dos luces que permanecían encendidas en su oscuridad personal —él y Thelma—, y le espantaba la idea de seguir adelante sin él. Pero en vez de esto, soñó con Danny, y fueron sueños agradables, no una pesadilla. Danny volvía a estar vivo, y ambos revivían la venta de Shadrach por más de un millón de dólares; sin embargo, Chris también estaba allí, y tenía ocho años, aunque en realidad aún no había nacido entonces, y celebraban su buena suerte pasando el día en Disneylandia, donde los tres se hacían fotografiar con «Mickey Mouse», y en el «Carnation Pavilion», Danny le decía que la amaría siempre, mientras Chris fingía que podía hablar en un lenguaje de gruñidos que había aprendido de Carl Dockweiler, que estaba sentado en la mesa contigua con Nina y con el padre de Laura, y en otra mesa, las sorprendentes gemelas Ackerson tomaban helados de fresa…
Se despertó cuando habían pasado más de tres horas, a las 8.26, sintiéndose tan descansada por aquella comunión familiar, ofrecida por su subconsciente, como por el propio sueño. La luz del sol de un cielo sin nubes resplandecía sobre el metal cromado del Coche, y unos rayos brillantes penetraban por la ventanilla de atrás. Chris todavía estaba durmiendo. En el asiento posterior, el herido no había recobrado el conocimiento.
Laura se arriesgó a ir rápidamente a una cabina telefónica situada al lado del supermercado, y desde la que podía ver el coche. Con unas monedas sueltas que llevaba en el bolso, llamó a Ida Palomar, la institutriz de Chris en Lake Arrowhead, para decirle que estarían fuera durante el resto de la semana. No quería que la pobre Ida se dirigiese sin sospechar nada a la casa acribillada de balas y salpicada de sangre cerca de Big Bear, donde los equipos de policías forenses debían de estar trabajando de firme. No le dijo a Ida desde dónde la llamaba; de todos modos, no pretendía estar mucho más tiempo en Yorba Linda.
Después de volver al coche, se sentó bostezando, estirándose y dándose un masaje en la nuca, mientras observaba a los madrugadores compradores que entraban y salían del supermercado a unos setenta metros de distancia. Tenía hambre. Con los ojos empañados por el sueño y el aliento agrio, Chris se despertó antes de que transcurriesen diez minutos, y ella le dio dinero para que fuese al supermercado y comprase una bolsa de panecillos dulces y dos botes de zumo de naranja; un desayuno no muy nutritivo, pero que les daría energía.
—¿Y él? —preguntó Chris, señalando a su guardián.
Laura recordó la advertencia del doctor Brenkshaw sobre el peligro de deshidratación del paciente. No obstante, también sabía que no podía hacerle tragar líquidos por la fuerza en estado comatoso: se atragantaría y moriría.
—Bueno…, trae otro bote de zumo de naranja. Tal vez pueda despertarle. —Y al apearse Chris del coche, añadió—: Quizá podrías comprar también algo para almorzar, algo que no se estropee; por ejemplo, una hogaza de pan y un tarro de mantequilla de cacahuetes. Y compra un desodorante y un frasco de champú.
Él sonrió.
—¿Por qué no me dejas comer así en casa?
—Porque si no tienes una buena nutrición, vas a crecer con un cerebro todavía más retorcido que el que tienes ahora, pequeño.
—Aun huyendo de unos asesinos a sueldo, me sorprende que no cargases con un horno microondas, verduras frescas y un frasco de vitaminas.
—¿Me estás diciendo que soy una buena madre pero un poco atolondrada? Acepto el cumplido y tomo nota de la censura. Ahora vete.
Él empezó a cerrar la portezuela. Laura añadió:
—Y, Chris…
—Ya lo sé —dijo el chico—. Ten cuidado.
Cuando Chris se hubo marchado, puso en marcha el motor y conectó la radio para escuchar las noticias de las nueve. Oyó un reportaje sobre ella misma: la escena en su casa cerca de Big Bear, el tiroteo en San Bernardino. Como la mayoría de las noticias radiadas, era inexacta, inconexa, y tenía poco sentido. Sin embargo, confirmaba que la Policía la estaba buscando en todo el sur de California. Según el reportero, las autoridades esperaban encontrarla pronto, debido en gran parte a que su cara era muy conocida.
La noche pasada se había impresionado cuando Cárter Brenkshaw la había reconocido como Laura Shane, la famosa escritora. No se consideraba una celebridad; no era más que una narradora, una tejedora de cuentos, que trabajaba con un telar de lenguaje, fabricando un tejido especial de palabras. Únicamente había hecho un viaje de promoción de una de sus primeras novelas, había aborrecido aquella espantosa gira y no había repetido la experiencia. No era una invitada regular en las entrevistas de televisión, nunca había anunciado un producto en la televisión, nunca había apoyado públicamente a un político y, en general, había evitado participar en el circo de los medios de difusión. Había observado la tradición de que su fotografía apareciese en la sobrecubierta de sus libros, porque le parecía inofensivo, y a los treinta y tres años podía confesar sin avergonzarse que era una mujer extraordinariamente llamativa; no obstante, nunca se había imaginado que, como decía la Policía, su cara fuese sumamente conocida.
Ahora estaba consternada, no sólo porque la pérdida del anonimato la hacía presa fácil para la Policía, sino también porque sabía que convertirse en una celebridad en la América moderna era tanto como perder la facultad de la autocrítica y sufrir una decadencia de la capacidad artística. Unos pocos conseguían ser personajes públicos y notables escritores, pero la mayoría parecía dejarse corromper por la atención de la Prensa. Laura temía esta trampa casi tanto como ser aprehendida por la Policía.
De pronto, con cierta sorpresa, se dio cuenta de que, si era capaz de preocuparse por el hecho de convertirse en una celebridad y perder su equilibrio artístico, tenía que ser porque todavía creía en un futuro seguro, en el que escribiría más libros. A veces, durante la noche, se había jurado luchar hasta la muerte, arrostrar un final sangriento para proteger a su hijo; sin embargo, siempre había tenido la sensación de que su situación era prácticamente desesperada, que su enemigo era demasiado poderoso e inalcanzable para ser destruido. Ahora, algo en ella había cambiado, le había infundido un débil y cauteloso optimismo.
Tal vez había sido el sueño.
Chris volvió con una bolsa grande de panecillos de cinamomo y pacana, tres botes de zumo de naranja y los otros artículos. Comieron los panecillos y bebieron el zumo; nunca habían degustado nada mejor.
Cuando terminó su desayuno, Laura pasó al asiento de atrás y trató de despertar a su guardián; pero no lo consiguió.
Dio el tercer bote de zumo de naranja a Chris y le dijo:
—Guárdalo para él. Probablemente se despertará pronto.
—Si no puede beber, no podrá tomar la penicilina —dijo Chris.
—No necesita tomarla hasta dentro de unas horas. El doctor Brenkshaw le dio una inyección bastante fuerte la noche pasada; todavía surte efecto.
No obstante, Laura estaba inquieta. Si él no recobraba el conocimiento, nunca sabrían la verdadera naturaleza del peligroso laberinto en donde se hallaban perdidos…, y tal vez nunca podrían encontrar la salida.
—¿Y ahora qué? —preguntó Chris.
—Buscaremos una estación de servicio, emplearemos los lavabos, después pasaremos por una armería y compraremos municiones para la «Uzi» y para el revólver. Luego empezaremos a buscar un motel, un motel que nos convenga, un lugar donde podamos ocultarnos.
Cuando se detuviesen en alguna parte, estarían al menos a ochenta kilómetros de la casa del doctor Brenkshaw, donde sus enemigos les habían encontrado por última vez. No obstante, ¿importaba la distancia a unos hombres que medían sus viajes estrictamente en días y años y no en kilómetros?
Algunas zonas de Santa Ana, los barrios al lado sur de Anaheim, así como los alrededores, ofrecían el mayor número de moteles del tipo que estaba buscando. No quería una moderna y resplandeciente «Red Lion Inn» o «Howard Johnson’s Motor Lodge», con televisiones en color, gruesas alfombras y piscina con agua caliente, porque los establecimientos acreditados exigían un documento de identidad válido y una tarjeta de crédito importante, y no se atrevía a dejar alguna huella escrita que pudiese atraer a la Policía o a los asesinos tras ella. Prefería buscar un motel que no fuese lo bastante limpio o que no se hallase en un estado tal que atrajese a los turistas; un lugar sórdido donde se contentasen con ir al negocio, estuviesen ansiosos de dinero y fuesen reacios a hacer preguntas que pudiesen alejar a los clientes.
Sabía que le costaría encontrar una habitación, y no se sorprendió al ver que en los primeros doce lugares donde preguntó no tenían habitación disponible o no estaban dispuestos a recibirla. Las únicas personas que podían verse entrando o saliendo de aquellos moteles barriobajeros eran jóvenes mexicanas con niños en los brazos o tirando de ellos, y jóvenes o maduros mexicanos con zapatos de lona, pantalones caqui, camisa de franela y chaqueta ligera de algodón o de pana, algunos llevaban sombreros de paja vaqueros y otros gorras de béisbol, y todos ellos mostraban un aire vigilante y receloso. La mayoría de estos decrépitos moteles se habían convertido en pensiones para inmigrantes ilegales, cientos de miles de los cuales residían de modo no muy secreto en Orange County. Familias enteras vivían en una sola habitación, apretujadas, cinco, seis o siete personas en un exiguo espacio, compartiendo una vieja cama, dos sillones y un cuarto de baño, con los mínimos requisitos funcionales, por lo que pagaban ciento cincuenta dólares o más a la semana, sin ropa de cama ni servicio de camareras ni comodidades de ninguna clase, pero con cucarachas a miles. Preferían soportar estas condiciones y dejarse explotar desvergonzadamente como obreros mal pagados, a volver a su patria y vivir bajo el régimen del «Gobierno revolucionario del pueblo», que, durante decenios, no les había brindado más fraternidad que la de la desesperación.
En el decimotercer motel, «The Bluebird of Happiness», el propietario todavía esperaba servir a los turistas más humildes, y no había sucumbido aún a la tentación de darse buena vida chupando la sangre a los pobres inmigrantes. Algunas de las veinticuatro unidades era obvio que estaban alquiladas a ilegales, pero la dirección todavía proporcionaba ropa limpia todos los días, servicio de doncellas, televisiones y dos almohadas suplementarias en cada habitación. Sin embargo, el hecho de que el recepcionista aceptase dinero en efectivo, no le pidiese el documento de identidad y evitase mirarla a los ojos, era una triste prueba de que, dentro de un año, «The Bluebird of Happiness» sería un monumento más a la estupidez política y a la avaricia humana, en un mundo tan lleno de estos monumentos como lleno estaba de lápidas cualquier viejo cementerio de ciudad.
El motel tenía tres alas en forma de U, con aparcamiento en medio, y su unidad estaba en la esquina de la derecha del ala posterior. Una gran palmera florecía cerca de la puerta de su habitación, no afectada visiblemente por el smog ni perjudicada por su pequeño trozo de tierra en medio de tanto hormigón y asfalto, echando nuevos brotes incluso en invierno, como si la Naturaleza la hubiese elegido como sutil presagio de su intención de apoderarse nuevamente de todos los rincones de la tierra cuando desapareciese la Humanidad.
Laura y Chris desplegaron la silla de ruedas y colocaron en ella al herido, sin tratar de disimular lo que estaban haciendo, como si sólo cuidasen de una persona inválida. Completamente vestido, con sus heridas ocultas, su guardián podía pasar por un parapléjico…, salvo por la manera en que su cabeza colgaba sobre el hombro.
Su habitación era pequeña aunque aceptablemente limpia. La alfombra estaba gastada, pero había sido lavada recientemente y un par de bolas de pelusa en un rincón estaban muy lejos de tener el tamaño de los matorrales rodantes del desierto. La colcha marrón a cuadros sobre la cama grande estaba raída en los bordes, y su dibujo no era lo bastante complicado para ocultar dos remiendos; sin embargo, las sábanas estaban limpias y tenían un ligero olor a detergente. Trasladaron a su guardián de la silla de ruedas a la cama, y pusieron dos almohadas debajo de su cabeza.
El televisor, de diecisiete pulgadas, estaba firmemente atornillado sobre una mesa de superficie mellada, y las patas de atrás de esta se hallaban atornilladas al suelo. Chris se sentó en uno de los dos sillones desparejos, conectó la televisión y cambió de canal en busca de una película de dibujos o alguna reposición de viejos programas. Puso Superagente 86, pero se quejó de que era «demasiado estúpido para ser divertido», y Laura se preguntó cuántos chicos de su edad habrían pensado lo mismo.
Se sentó en el otro sillón.
—¿Por qué no te das una ducha?
—¿Y volver a ponerme esta misma ropa? —preguntó dubitativo.
—Ya sé que parece una tontería, pero pruébalo. Te aseguro que te sentirás más limpio, incluso con la misma ropa.
—Pero toda la molestia de ducharme, para ponerme después ropa arrugada…
—¿Desde cuándo eres un modelo tan exigente que te repugnan unas cuantas arrugas?
Él sonrió, se levantó del sillón y se fue saltando al cuarto de baño como hubiese podido hacerlo un petimetre empedernido.
—El rey y la reina se ofenderían si me viesen tan desastrado.
—Haremos que se venden los ojos cuando vengan a visitarnos —dijo ella.
Chris volvió del cuarto de baño al cabo de un minuto.
—Hay un bicho muerto en el inodoro. Creo que es una cucaracha, pero no estoy seguro.
—¿Importa algo la especie? ¿Tenemos que notificar la muerte al pariente más próximo?
Chris se echó a reír. Dios mío, ¡cuánto le gustaba a ella oírle reír!
—¿Qué he de hacer? —dijo él—. ¿Tirar de la cadena?
—A menos que prefieras pescarlo, meterlo en una caja de cerillas y enterrarlo en el macizo de flores del exterior.
Él rio de nuevo.
—No. Será un entierro en el mar.
En el cuarto de baño, silbó una marcha fúnebre y tiró de la cadena.
Mientras el chico se estaba duchando, terminó Superagente 86 y empezó una película: Los Harlem Globertrotters en la isla de Gilligan. En realidad, Laura ni miraba al televisor; lo dejó encendido como música de fondo, pero incluso la resistencia de una mujer en fuga tenía sus límites, por lo que cambió rápidamente al canal once para ver Hour Magazine.
Durante un rato observó a su guardián, pero su sueño anormal la deprimía. Desde su sillón, varias veces tiró de las cortinas, abriéndolas lo necesario para ver el aparcamiento del motel; pero nadie en el mundo podía saber dónde se hallaba; no corría un peligro inminente. Por tanto, contempló la pantalla del televisor, sin interesarse en lo que ofrecían, hasta que se quedó casi hipnotizada con la imagen. El presentador de Hour Magazine estaba entrevistando a un actor joven que peroraba acerca de sí mismo, no siempre con demasiado sentido, y al cabo de un rato, vagamente ella se dio cuenta de que decía algo acerca del agua; sin embargo, ahora empezaba a adormilarse, y aquella charla insistente sobre el agua era al mismo tiempo hipnótica y aburrida.
—¡Mamá!
Pestañeó, se incorporó y vio a Chris en la puerta del cuarto de baño. Acababa de salir de la ducha. Tenía mojados los cabellos y sólo llevaba los calzoncillos. La visión de su cuerpo delgado, infantil, todo costillas, codos y rodillas, se le clavó en el corazón, tan inocente y vulnerable le parecía. Era tan pequeño y frágil, que se preguntó cómo podría protegerle, y de nuevo sintió miedo.
—Mamá, está hablando —dijo Chris, señalando al hombre de la cama—. ¿No le has oído? Está hablando.
—Agua —farfulló su guardián—. Agua.
Ella se acercó rápidamente a la cama y se inclinó sobre él. Ya no se hallaba en estado comatoso. Estaba tratando de incorporarse, pero le faltaban fuerzas. Tenía abiertos los ojos azules y, aunque inyectados de sangre, se fijaron en ella, despiertos y observadores.
—Tengo sed —dijo.
—Chris… —dijo ella.
Pero el chico ya había vuelto del cuarto de baño con un vaso de agua.
Laura se sentó en la cama junto a su guardián, le levantó la cabeza, tomó el vaso de agua de Chris y ayudó al herido a beber. Sólo dejó que tomase pequeños sorbos; no quería que se atragantase. Él tenía los labios secos por la fiebre, y la lengua estaba revestida de una fina película, como si hubiese estado comiendo ceniza. Bebió más de un tercio del vaso de agua e hizo señal de que ya tenía bastante.
Laura hizo que descansara la cabeza sobre la almohada y le tocó la frente con una mano.
—No tiene tanta fiebre como antes.
Él movió la cabeza de un lado a otro, tratando de mirar la habitación. A pesar del agua, su voz era seca, áspera.
—¿Dónde estamos?
—A salvo —contestó ella.
—En ningún lugar…, estamos a salvo.
—Es posible que hayamos comprendido esta absurda situación más de lo que se imagina —le dijo ella.
—Sí —dijo Chris, sentándose en la cama al lado de su madre—. ¡Sabemos que es un viajero en el tiempo!
El hombre miró al muchacho, consiguió sonreír débilmente e hizo una mueca de dolor.
—Tengo medicamentos —dijo Laura—. Un analgésico.
—No —dijo él—. Ahora no. Tal vez más tarde. ¿Más agua?
Laura le incorporó de nuevo, y esta vez bebió casi todo lo que quedaba en el vaso. Ella se acordó de la penicilina y le puso una cápsula entre los dientes. Él la engulló con los dos últimos tragos.
—¿De cuándo ha venido? —preguntó Chris, sumamente interesado, olvidándose de las gotas de agua que caían de los mojados cabellos y rodaban por su cara—. ¿De cuándo?
—Cariño —dijo Laura—, está muy débil, y no creo que debamos molestarle ahora con demasiadas preguntas.
—Pero esto puede decírnoslo, mamá. —Y dirigiéndose al herido—: ¿De cuándo ha venido?
El hombre miró a Chris, después a Laura, y aquella expresión de animal perseguido volvió a pintarse en sus ojos.
—¿De cuándo ha venido? ¿Eh? ¿Del año 2100? ¿Del 3000?
Con voz seca, el guardián dijo:
—De mil novecientos cuarenta y cuatro.
Esta pequeña actividad le había cansado ostensiblemente, pues parecía tener los párpados pesados y su voz era más débil; por lo que Laura tuvo la seguridad de que deliraba de nuevo.
—¿Cuándo? —repitió Chris, desconcertado por la respuesta que él le había dado.
—Mil novecientos cuarenta y cuatro.
—Eso es imposible —dijo Chris.
—Berlín —añadió el guardián.
—Está delirando —le dijo Laura a Chris.
El herido tenía ahora la voz estropajosa por el cansancio, pero lo que dijo era inconfundible:
—Berlín.
—¿Berlín? —preguntó Chris—. ¿Quiere decir Berlín, de Alemania?
El sueño se apoderó del herido, no el sueño anormal del coma, sino un sueño reparador que fue inmediatamente marcado por unos suaves ronquidos. No obstante, en el momento de dormirse, dijo:
—La Alemania nazi.