Pasaron por delante del «Mercedes» atascado y continuaron hacia el extremo norte de la carretera de montaña sin encontrar hombres armados con metralletas. En la intersección con la carretera de la orilla del lago, Laura detuvo el jeep y miró a Chris.
—¿Y ahora?
—Mientras sigamos rodando —dijo él—, y mientras vayamos a un lugar donde no hayamos estado nunca, estaremos bastante seguros. No pueden encontrarnos si no tienen idea de dónde podemos estar. Si hacemos lo que suelen hacer los delincuentes comunes.
«¿Delincuentes comunes?», pensó ella. ¿Qué significa esto? ¿H. G. Wells en combinación con Canción triste de Hill Street?
—Mira —dijo él—, ahora que les hemos dado esquinazo, esos tipos volverán al futuro y buscarán los datos que tienen sobre ti, mamá, tu historial, para ver dónde aparecerás la próxima vez, por ejemplo, cuando quieras volver a casa para vivir en ella. O si te escondes durante un año y escribes otro libro y viajas para promocionarlo, se presentarán en la tienda donde estás firmando ejemplares, porque eso constará en el futuro; sabrán que pueden encontrarte en aquella tienda, a cierta hora de cierto día.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Quieres decir que la única manera de evitarles durante el resto de mi vida es cambiar de nombre, andar siempre huyendo y no dejar rastro de mí en ninguna parte, desvanecerme de la historia registrada de ahora en adelante?
—Sí. creo que tal vez sea eso lo que tengas que hacer —dijo él, muy excitado.
Era lo bastante inteligente para haber concebido la manera de vencer a una pandilla de asesinos viajeros en el tiempo, pero no lo bastante adulto como para darse cuenta de lo difícil que sería para ellos renunciar a cuanto poseían y empezar una nueva vida con sólo el dinero que llevaban en el bolsillo. En cierto modo era como un sabio lelo, terriblemente perspicaz y dotado en un estrecho sector, pero ingenuo y sumamente limitado en todos los demás aspectos. En lo referente a la teoría del viaje en el tiempo, tenía mil años de edad, pero en todo lo demás no había cumplido aún los nueve.
—Nunca —dijo ella—, podré escribir otro libro, porque tendría que establecer contacto con editores y agentes, aunque fuese por teléfono. En ese caso, habría conferencias que quedarían registradas y por las que podrían seguirme la pista, y no podré cobrar los derechos de autor por muchas pantallas que emplee, por muchas cuentas bancarias diferentes en que deposite el dinero, porque, más pronto o más tarde, tendré que retirar fondos personalmente, y eso quedaría registrado. Por consiguiente, tendrían aquel dato en el futuro y viajarían hacia atrás a aquel Banco para matarme en cuanto apareciese. ¿Y cómo crees que podré echar mano al dinero que ya tenemos? ¿Cómo puedo cobrar un cheque en cualquier parte sin dejar un dato que ellos tendrían en el futuro? —Le hizo un guiño—. ¡Dios mío, Chris, estamos en un atolladero!
Ahora fue el muchacho el que se quedó desconcertado. La miró sin acabar de comprender de dónde venía el dinero, cómo era depositado para un uso ulterior o lo difícil que era de obtener.
—Bueno, durante un par de días, podemos seguir viajando, dormir en moteles…
—Sólo podemos dormir en moteles si pago en metálico. Una tarjeta de crédito registrada sería bastante para que nos encontrasen. Entonces volverían en el tiempo a la noche en que había empleado la tarjeta de crédito y nos matarían en el motel.
—Sí, usaremos dinero, ¡y podemos comer siempre en «McDonald’s»! La comida no es cara, ¡y es buena!
Bajaron de la montaña, dejaron atrás la nieve y entraron en San Bernardino, ciudad de unos 300.000 habitantes, sin encontrar ningún asesino. Laura necesitaba llevar a su guardián a un médico, no sólo porque le debía la vida, sino también porque sin él nunca sabría la verdad de lo que estaba ocurriendo y no encontraría la manera de salir del atolladero en que se hallaba.
No podía llevarle a un hospital, porque los hospitales tenían registros que podían dar a sus enemigos del futuro una pista para encontrarla. Tendría que conseguir asistencia médica en secreto, de alguien a quien no tuviese que dar su nombre ni datos sobre el paciente.
Poco antes de medianoche, se detuvo en una cabina telefónica próxima a una gasolinera. El teléfono estaba en una esquina y lejos de la gasolinera propiamente dicha, lo cual era ideal porque no podía arriesgarse a que algún empleado observase las ventanillas rotas del jeep o el hombre inconsciente.
Aunque había echado una siesta de una hora, el muchacho se había levantado temprano, y a pesar de su excitación, ahora se había dormido. En el compartimiento de atrás, su guardián también estaba durmiendo, pero su sueño no era tranquilo ni natural. Ya no murmuraba tanto como antes, pero, durante algunos minutos, su respiración era sibilante y estertórea.
Laura dejó el jeep aparcado, con el motor en marcha, y entró en la cabina telefónica para consultar la guía. Arrancó las páginas amarillas correspondientes a los médicos.
Después de obtener una guía callejera de San Bernardino del empleado de la estación de servicio, empezó a buscar un doctor que no ejerciese en una clínica o en un edificio médico, sino que tuviese el consultorio en su propia casa, que era lo que solían hacer años atrás la mayoría de los médicos de las pequeñas ciudades, aunque ahora eran pocos los que seguían manteniendo juntos el consultorio y el hogar. Se daba perfecta cuenta de que, cuanto más tardase en encontrarle, menores serían las probabilidades de supervivencia de su guardián.
A la una y cuarto, en un tranquilo barrio residencial de viejas casas, se detuvo delante de una de dos pisos, blanca, de estilo Victoriano, levantada en otra época, en una California perdida, antes de que todo se construyese de estuco. Estaba en una esquina, tenía un garaje para dos coches y le daban sombra unos alisos que estaban sin hojas en pleno invierno y hacían que pareciese un lugar transportado enteramente, con paisaje y todo, desde el Este. Según las hojas que había arrancado de la guía telefónica, esta era la dirección del doctor Cárter Brenkshaw, y junto al paseo de entrada, un pequeño rótulo suspendido entre dos postes de hierro forjado confirmaba la exactitud de la guía.
Condujo el coche hasta el final de la manzana y lo aparcó junto al bordillo. Se apeó del jeep, cogió un puñado de tierra mojada de un macizo de flores de una casa cercana y embadurnó con ella lo mejor que pudo las placas de matrícula de delante y de atrás.
Cuando se enjugó la mano en la hierba y volvió al jeep, Chris se había despertado, pero estaba atontado y confuso después de haber dormido más de dos horas. Ella le dio unas palmadas en la cara, le apartó rápidamente los cabellos de la frente y empezó a hablar con él para acabar de despertarle. A ello le ayudó el aire frío de la noche, que entraba por las ventanillas rotas.
—Muy bien —dijo, cuando estuvo segura de que él se hallaba despierto—, escúchame con atención. He encontrado un médico. ¿Puedes simular que estás enfermo?
—Claro.
Puso una cara como si fuese a vomitar y, después, arqueó y gimió.
—No exageres —dijo ella, y le explicó lo que iban a hacer.
—Un buen plan, mamá.
—No, es una locura. Pero no se me ocurre nada mejor.
Dio la vuelta al coche y volvió a la casa de Brenkshaw, donde aparcó en el paseo de entrada, delante del garaje cerrado, un poco apartado de la casa. Chris salió por la puerta del conductor como si se deslizara, y ella le levantó y le sostuvo en brazos contra el costado izquierdo, haciendo que apoyase la cabeza en su hombro. Él se agarró a ella, de manera que Laura sólo necesitó el brazo izquierdo para sostenerlo, aunque pesaba mucho; su pequeño, ya no era pequeño. Con la mano libre, empuñó el revólver.
Mientras cargaba con Chris a lo largo del paseo, dejando atrás los desnudos alisos, sin más luz que el purpúreo resplandor de una de las espaciadas farolas de vapor de mercurio de la acera, esperó que no hubiese nadie en la ventana de alguna de las casas próximas. Por otra parte, es probable que no fuese tan inusual que alguien visitase la casa de un médico en plena noche si necesitaba tratamiento urgente.
Subió la escalinata de la entrada, cruzó el porche y tocó tres veces el timbre, rápidamente, como habría hecho una madre angustiada. Esperó sólo unos segundos antes de tocar de nuevo tres veces.
Al cabo de un par de minutos, después de haber llamado otra vez, y cuando empezaba a pensar que no había nadie en la casa, se encendieron las luces del porche. Vio a un hombre que la observaba a través de la ventana de tres cristales en forma de abanico, en el tercio superior de la puerta.
—Por favor —dijo en tono apremiante, ocultando el revólver detrás de su costado—, mi hijo, veneno, ¡ha tragado veneno!
El hombre abrió la puerta hacia dentro, pero había también una contrapuerta de cristales que se abría hacia fuera, por lo que Laura se apartó a un lado.
El hombre tendría unos sesenta años, cabellos blancos y una cara que parecía irlandesa de no ser por la pronunciada nariz romana y los ojos de color castaño oscuro. Llevaba una bata marrón, pijama blanco y zapatillas. Mirando por encima de la montura de concha de sus gafas, dijo:
—¿Qué sucede?
—Vivo a dos manzanas de aquí, está usted tan cerca, y mi hijo…, veneno.
En pleno ataque de histerismo, soltó a Chris, y este se apartó de su camino al apoyar ella el cañón de su «38» contra el vientre del hombre.
—Le volaré las tripas si grita pidiendo auxilio.
No tenía intención de disparar, pero por lo visto su tono resultó convincente, pues él asintió con la cabeza y no dijo nada.
—¿Es usted el doctor Brenkshaw? —Él asintió de nuevo y ella dijo—: ¿Quién más hay en la casa, doctor?
—Nadie. Vivo solo.
—¿Su esposa?
—Soy viudo.
—¿Hijos?
—Todos son mayores y ya no están aquí.
—No me mienta.
—El no mentir es para mí una costumbre de toda la vida —dijo el médico—. A veces me ha puesto en dificultades, pero decir la verdad generalmente hace que la vida sea más sencilla. Mire, hace mucho frío, y esta bata es muy fina. Puede intimidarme igualmente dentro de la casa.
Ella cruzó el umbral, sin apartar el arma del vientre del hombre y empujándole con ella. Chris la siguió.
—Cariño —murmuró—, ve a inspeccionar la casa. Sin hacer ruido. Empieza por el piso de arriba y no dejes de mirar en todas las habitaciones. Si hay alguien allí, dile que el doctor tiene un paciente urgente y necesita su ayuda.
Chris se dirigió a la escalera y Laura retuvo a Cárter Brenkshaw en el vestíbulo a punta de revólver. Cerca de allí, se oía el suave tictac de un reloj de pared.
—¿Sabe una cosa? —dijo él—. Soy un lector de toda la vida de novelas de miedo.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, con frecuencia he leído escenas en que una hermosa forajida retenía al héroe contra su voluntad. Casi siempre, al cambiar él por fin las tornas, ella se rendía al inevitable triunfo masculino, y hacían apasionadamente el amor. Y ahora que me ocurre a mí, ¿por qué he de ser demasiado viejo para disfrutar de la perspectiva de la segunda mitad de este pequeño espectáculo?
Laura contuvo una sonrisa, porque, si sonreía, ya no podría seguir fingiendo que era peligrosa.
—Cállese.
—Seguramente podría hacerlo mejor.
—Estese callado, ¿de acuerdo? Silencio.
Él no palideció ni se echó a temblar. Sonrió.
Chris volvió del piso de arriba.
—No hay nadie, mamá.
Brenkshaw dijo:
—Me pregunto cuántas peligrosas delincuentes tendrán pequeños cómplices que les llamen mamá.
—No me interprete mal, doctor. Estoy desesperada.
Chris desapareció en las habitaciones de la planta baja, encendiendo las luces a su paso.
Laura dijo a Brenkshaw:
—Tengo un hombre herido en el coche…
—De bala, naturalmente.
—Quiero que le cure y mantenga la boca cerrada, porque si no lo hace, volveremos una noche y le liquidaremos.
—Esto —dijo él, casi alegremente—, es delicioso.
Chris volvió, apagando todas las luces que había encendido momentos antes.
—No hay nadie, mamá.
—¿Tiene una camilla? —le preguntó Laura al médico.
Brenkshaw la miró fijamente.
—¿Hay realmente un hombre herido?
—Si no lo hubiese, ¿qué diablos estaría haciendo yo aquí?
—Muy curioso. Bueno, está bien, ¿sangra mucho?
—Antes, mucho; ahora, no tanto. Pero está inconsciente.
—Si ahora no sangra mucho, podremos traerle aquí. Tengo una silla de ruedas plegable en mi despacho. ¿Puedo ponerme un abrigo —dijo, señalando el armario del vestíbulo—, o las mujeres duras como usted se divierten haciendo temblar a los viejos en pijama?
—Póngase el abrigo, doctor, pero ¡maldita sea!, no me menosprecie.
—Sí —dijo Chris—. Esta noche ya ha matado a dos tíos. —Imitó el ruido de una «Uzi»—. Les derribó, sin darles tiempo a que la tocaran.
El chico parecía tan sincero que Brenkshaw miró a Laura con más preocupación.
—Sólo hay abrigos en el armario. Paraguas. Un par de chanclos. No guardo allí ningún arma.
—Tenga cuidado, doctor. No haga movimientos bruscos.
—No haga movimientos bruscos; sabía que lo diría.
Aunque todavía parecía encontrar hasta cierto punto divertida la situación, no la tomaba tan a la ligera como antes.
Cuando se hubo puesto el abrigo, Laura y Chris le siguieron por una puerta a la izquierda del vestíbulo. Sin encender la luz, confiando en la que llegaba del vestíbulo y en su familiaridad con el lugar, el doctor Brenkshaw les condujo a través de una salita de espera donde había varias sillas y un par de mesas rinconeras. Otra puerta les llevó a su consultorio —una mesa, tres sillones, libros de medicina—, donde encendió la luz. Otra puerta les condujo a la sala de reconocimiento.
Laura había esperado ver una mesa de reconocimiento y unos materiales muy usados pero bien conservados durante más de treinta años, un acogedor cuchitril médico tomado de una pintura de Norman Rockwell; sin embargo, todo parecía nuevo. Había incluso un electrocardiógrafo y, en el fondo de la habitación, una puerta con un rótulo que decía: RAYOS X: CUANDO SE UTILICEN, MANTÉNGASE CERRADA.
—¿Tiene un aparato de rayos X? —preguntó Laura.
—Claro. Ahora no son tan caros como antes. Actualmente, todas las clínicas tienen rayos X.
—Todas las clínicas, sí, pero esto es un consultorio particular…
—Debo parecerle Barry Fitzgerald representando el papel de médico de una película antigua, y puede que prefiera el anticuado sistema de tener el consultorio en mi casa, pero no doy a mis pacientes un tratamiento anticuado sólo por mostrarme singular. Me atrevería a decir que yo tengo más de médico que usted de forajida.
—No lo crea —dijo ella duramente, aunque se estaba cansando de fingir sangre fría.
—No se preocupe —dijo él—. Seguiré su juego. Parece que así será más divertido. —Y dirigiéndose a Chris—: Cuando pasamos por mi despacho, ¿viste una gran jarra roja de cerámica sobre la mesa? Está llena de caramelos de naranja y de «Tootsie Pops», si te apetece.
—¡Oh, gracias! —exclamó Chris—. ¿Puedo coger uno, mamá?
—Pero uno o dos —dijo ella—, no vayas a indigestarte.
—Creo que en eso de dar golosinas a mis pacientes jóvenes soy un poco anticuado —dijo Brenkshaw—. Aquí no hay chicles sin azúcar. ¿Qué diablos encuentran en esos chicles? Saben a plástico. Si tienen caries en los dientes después de visitarme, el problema es de su dentista.
Mientras hablaba, sacó una silla de ruedas plegada de un rincón, la desplegó y la hizo rodar hasta el centro de la habitación.
Laura dijo:
—Quédate aquí, cariño, mientras el doctor y yo vamos al jeep.
—Está bien —dijo Chris desde la habitación contigua, donde estaba mirando dentro de la jarra roja para elegir su golosina.
—¿Tiene el jeep en el paseo? —preguntó Brenkshaw—. Entonces, salgamos por la puerta de atrás. Se verá menos, creo yo.
Apuntando al médico con el revólver, pero sintiendo que era una tontería, Laura le siguió por una puerta lateral de la habitación de reconocimiento, que se abría a una rampa por lo cual no había necesidad de bajar escaleras.
—La entrada secreta —dijo Brenkshaw en voz baja y por encima del hombro, mientras empujaba la silla de ruedas por el paseo, en dirección a la parte de atrás de la casa. Sus zapatillas chirriaban sobre el suelo de hormigón.
La finca del médico era extensa, por lo que la casa vecina no se les echaba encima. Allí no había alisos plantados, como en el jardín de delante, sino ficus y pinos, que estaban verdes todo el año. Sin embargo, y a pesar de las ramas y de la oscuridad, Laura podía ver las ventanas vacías de la casa vecina, desde donde podría ser vista, si alguien mirase desde allí.
Reinaba en el ambiente ese silencio que sólo existe entre la medianoche y el amanecer. Aunque no hubiese sabido que eran casi las dos de la mañana, habría podido adivinar la hora con un error máximo de treinta minutos. A pesar de que se oían débiles ruidos de la ciudad a lo lejos, el silencio de cementerio habría hecho que se sintiese como una mujer en una misión secreta, aunque sólo hubiese estado recogiendo la basura.
El camino conducía alrededor de la casa, y se cruzaba con otro que se extendía hasta el fondo de la propiedad. Pasaron por delante del porche de atrás y, atravesando un espacio entre la casa y el garaje, salieron al paseo de entrada.
Brenkshaw se detuvo detrás del jeep y rio entre dientes.
—Barro en las placas de la matrícula —murmuró—. Un detalle muy convincente.
Después de bajar la puerta de atrás, subió a la parte posterior del jeep para echar un vistazo al herido.
Ella miró hacia la calle. Todo estaba en silencio. En calma.
Pero si ahora pasara un coche de la Policía de San Bernardino, en un servicio rutinario de patrulla, sin duda se detendría para ver lo que sucedía en la vieja casa del doctor Brenkshaw…
Brenkshaw ya estaba saliendo del jeep.
—Por Dios, que tiene usted un herido ahí dentro.
—¿Por qué diablos se sorprende? ¿Habría armado todo este jaleo para gastarle una broma?
—Metámosle en la casa. De prisa —dijo Brenskhaw.
Él solo no podía cargar con el guardián. Para ayudarle, Laura tuvo que meter el «38» debajo de la cinturilla de sus vaqueros.
Brenkshaw no intentó correr, derribarla ni quitarle el arma. En vez de eso, en cuanto hubo colocado al herido en la silla de ruedas, empujó esta sacándola del paseo y siguiendo alrededor de la casa hasta la entrada «secreta» del otro lado.
Laura agarró una de las «Uzi» del asiento delantero y le siguió. No creía que tuviese que utilizar la metralleta, pero se sentía más segura teniéndola en las manos.
Quince minutos más tarde, Brenkshaw dejó de examinar la radiografía que pendía sobre una pantalla en un rincón de su sala de reconocimiento.
—La bala no rompió nada y salió limpiamente. No alcanzó ningún hueso, por lo que no hay que temer que haya astillas.
—Fantástico —dijo Chris desde la silla de un rincón, chupando satisfecho un «Tootsie Pop». A pesar de que hacía calor en la casa, Chris llevaba todavía su chaqueta, lo mismo que Laura, porque esta quería que estuviesen preparados para salir en caso de apuro.
—¿Está en coma? —preguntó Laura al doctor.
—Sí, está comatoso. No a causa de la fiebre que podría producir una infección grave en la herida; es demasiado pronto para esto. Y ahora que ha recibido un tratamiento, es probable que no haya infección. Es un coma traumático debido al impacto, a la pérdida de sangre, a la impresión, etcétera. Mejor hubiese sido no haberlo movido, ¿sabe?
—No tenía más remedio. ¿Saldrá de esta?
—Probablemente. En este caso, el coma es la manera que tiene el cuerpo de adoptar una actitud pasiva para conservar la energía, facilitando la curación. No ha perdido tanta sangre como parece; el pulso es regular, por lo que es probable que esto no dure mucho. Cuando uno ve una camisa y una bata empapadas en sangre como esas, se imagina que ha perdido litros, pero no es así. Tampoco ha sido una cucharada. Lo ha pasado mal, pero no ha habido rotura de vasos importantes, o estaría mucho peor. Sin embargo, debería ser hospitalizado.
—Ya hemos hablado de eso —dijo Laura con impaciencia—. No podemos ir a un hospital.
—¿Qué Banco han robado? —preguntó con sorna el médico, pero con menos ironía en sus ojos que la que había expresado con sus otras bromas.
Mientras esperaba que se revelasen las radiografías, había limpiado la herida, la había untado con tintura de yodo, espolvoreado con un antibiótico y preparado un vendaje. Ahora tomó una aguja, otro instrumento que ella no pudo identificar y un hilo grueso de un armario, y los colocó en una bandeja de metal inoxidable que había sujetado en un lado de la mesa de reconocimiento. El herido yacía en ella, inconsciente, vuelto sobre el costado derecho con ayuda de varias almohadas de espuma.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Laura.
—Esos orificios son bastante grandes, especialmente el de salida. Si usted insiste en poner en peligro su vida impidiendo que vaya a un hospital, lo menos que puedo hacer es darle unos puntos.
—Bueno, está bien, pero dese prisa.
—¿Teme que los hombres del FBI derriben la puerta en cualquier momento?
—Peor que eso —dijo ella—. Mucho peor.
Desde que habían llegado a la casa de Brenkshaw había estado esperando una súbita y sonora tormenta de rayos y truenos, como el redoble de los cascos gigantescos de los caballos de los jinetes del Apocalipsis, y la llegada de otros viajeros en el tiempo mejor armados. Hacía quince minutos que, mientras el médico examinaba por rayos X el pecho de su guardián, había creído oír un trueno tan lejano que apenas había sido audible. Corrió a la ventana más próxima para escudriñar el cielo, pero no vio ningún relámpago a través de las ramas de los árboles, tal vez porque el cielo de San Bernardino tenía ya un resplandor rojizo producido por las luces de la ciudad, o quizá porque, en realidad, no había oído el trueno. Finalmente, llegó a la conclusión de que tal vez había oído el zumbido de un avión a reacción y, en su pánico, lo había interpretado erróneamente como un sonido más lejano.
Brenkshaw cosió las heridas de su paciente, cortó el hilo —«los puntos se disolverán»— y sujetó los apósitos en su sitio con un ancho esparadrapo, con el que ciñó repetidamente el pecho y la espalda del guardián.
Flotaba en el aire un olor penetrante a medicamentos que hizo que Laura se sintiese ligeramente mareada, pero que no le molestaba a Chris. Este seguía sentado en su rincón, chupando alegremente otro «Tootsie Pop».
Mientras esperaba las radiografías, Brenkshaw administró también una inyección de penicilina. Ahora se dirigió a los altos y blancos armarios metálicos adosados a la pared y metió unas cápsulas de un bote grande en otro mucho más pequeño, y después otras de un bote grande en otro también más pequeño.
—Guardo aquí algunos medicamentos básicos y los vendo a los pacientes más pobres al precio de coste, para que no se arruinen en la farmacia.
—¿Qué son? —preguntó Laura cuando él volvió a la mesa de reconocimiento junto a la que ella se encontraba y le dio los dos pequeños botes de plástico.
—En este, hay más penicilina. Tres al día, con las comidas…, si es que puede comer. Creo que pronto recobrará el sentido. Si no es así, empezará a deshidratarse y necesitará suero intravenoso. No puedo darle líquido por vía oral estando en coma, pues se atragantaría. Este otro es un analgésico. Sólo debe tomarlo cuando lo necesite, y no más de dos cápsulas al día.
—Deme más de estas. En realidad, deme todas las que tenga.
Señaló los dos botes de litro que contenían cientos de cápsulas de ambas clases.
—No necesitará tantas, de ninguna de ellas. El…
—No, estoy segura de que no —dijo ella—, pero no sé qué otros problemas podremos tener. Tal vez necesitemos penicilina y analgésicos para mí…, o para mi hijo.
Brenkshaw la miró fijamente durante largo rato.
—Por el amor de Dios, ¿en qué se ha metido? Parece algo de uno de sus libros.
—Sólo deme… —Laura se interrumpió pasmada por lo que el médico acababa de decir—. ¿Algo de uno de mis libros? ¡De uno de mis libros! Oh, Dios mío, usted sabe quién soy.
—Naturalmente. Lo he sabido casi desde el momento en que la vi en el porche. Como le he dicho, leo libros escalofriantes, y aunque los suyos no son propiamente de este género, tienen mucho suspense, por consiguiente, también los leo, y su fotografía está en la cubierta posterior. Créame, señora Shane, ningún hombre olvidaría su cara después de verla, aunque la hubiese visto solamente en fotografía y fuese un viejo carcamal como yo.
—Pero ¿por qué no me dijo…?
—Al principio creí que se trataba de una broma. A fin de cuentas la manera melodramática en que llamó a mi puerta en plena noche, el revólver, su manera de hablar embarullada…, todo parecía un truco. Créame si le digo que tengo algunos amigos capaces de inventar un bromazo tan complicado y, si la conocían, habrían podido persuadirla de participar en el juego.
Señalando a su guardián, ella dijo:
—Pero cuando le vio…
—Entonces supe que no era una broma —dijo el médico.
Corriendo al lado de su madre, Chris se sacó el «Tootsie Pop» de la boca.
—Mamá, si nos delata…
Laura había sacado el «38» de la cintura. Empezó a levantarlo, pero bajó la mano al darse cuenta de que el arma ya no servía para intimidar a Brenkshaw; en realidad, nunca le había asustado. En primer lugar, ahora comprendía que no era hombre que se dejase intimidar, y en segundo lugar, no podía representar de manera convincente el papel de una forajida peligrosa cuando él sabía quién era.
Sobre la mesa de reconocimiento, su guardián gimió y trató de salir de su sueño anormal, pero Brenkshaw apoyó una mano sobre su pecho para que se estuviese quieto.
—Escuche, doctor, si usted le dice a alguien lo que ha ocurrido aquí esta noche, si no puede mantener secreta mi visita durante el resto de su vida, significará mi muerte y la de mi hijo.
—Naturalmente, la ley exige que el médico informe de cualquier herida de bala que haya tratado.
—Pero este es un caso especial —dijo Laura en tono apremiante—. No huyo de la ley, doctor.
—Entonces, ¿de quién huye?
—En cierto sentido…, del mismo hombre que mató a mi marido, el padre de Chris.
Él pareció sorprendido y afectado.
—¿Su marido fue asesinado?
—Sin duda lo leería en los periódicos —dijo amargamente ella—. Durante un tiempo, fue una noticia sensacional, de esas que le encantan a la Prensa.
—Tengo que decirle que no leo los periódicos ni veo los noticiarios de la televisión —dijo Brenkshaw—. Todo son incendios, accidentes y terroristas enloquecidos. No informan de las verdaderas noticias importantes; solamente de sangre, tragedia y política. Lamento lo de su marido. Y si los que le mataron, fuesen quienes fueren, quieren matarle ahora a usted, debería acudir directamente a la Policía.
A Laura le gustaba este hombre y pensó que compartían muchas opiniones y simpatías. Parecía razonable y amable. Sin embargo, tenía pocas esperanzas de persuadirle de que mantuviese cerrada la boca.
—La Policía no puede protegerme, doctor. Nadie puede protegerme salvo yo misma…, y tal vez ese hombre cuyas heridas acaba usted de coser. Los que nos persiguen, son crueles, implacables, y están fuera del alcance de la ley.
Él sacudió la cabeza.
—Nadie está fuera del alcance de la ley.
—Ellos sí, doctor. Tardaría una hora en explicarle el porqué y, probablemente, no me creería. No obstante, le suplico que, a menos que quiera que nuestras muertes pesen sobre su conciencia, mantenga la boca cerrada sobre nuestra presencia aquí. Y no sólo durante unos días, sino para siempre.
Al observarle, Laura supo que era inútil. Recordó lo que él le había dicho antes en el vestíbulo, cuando ella le había advertido que no mintiese sobre la presencia de otras personas en la casa. Le había dicho que él no mentía, porque decir siempre la verdad hacía la vida más sencilla; decir la verdad era un hábito de toda la vida. Apenas cuarenta y cinco minutos más tarde, le conocía lo bastante para creer que en realidad era un hombre extraordinariamente veraz. Ni siquiera ahora, al suplicarle ella que guardase el secreto sobre su visita, era capaz de decirle la mentira que la sosegaría y la haría salir de su consultorio. La miraba con aire culpable, y no era capaz de obligar a su lengua a falsear la verdad. Cumpliría con su deber cuando ella se hubiese marchado; informaría a la Policía. Los agentes la buscarían en su casa, cerca de Big Bear, donde descubrirían la sangre, si no los cuerpos de los viajeros en el tiempo, y encontrarían cientos de balas usadas, ventanas rotas y paredes con huellas de proyectiles. Mañana o pasado mañana, la noticia la difundirían todos los periódicos…
El avión que había volado sobre sus cabezas más de media hora antes, podía, a fin de cuentas, no haber sido un reactor. Podía haberse tratado muy bien de lo que al principio ella había pensado que era: un trueno muy lejano, a veinticinco o treinta kilómetros de distancia.
Más truenos en una noche sin lluvia.
—Doctor, ayúdeme a vestirle —dijo, señalando a su guardián sobre la mesa—. Haga al menos esto por mí, ya que más tarde va a traicionarme.
Él hizo una visible mueca al oír la palabra traicionarme.
Laura había enviado antes a Chris al piso de arriba a buscar una camisa, un suéter, una chaqueta, unos pantalones, un par de calcetines y un par de zapatos de Brenkshaw. El médico no era tan musculoso y delgado como su guardián, pero tenía aproximadamente la misma estatura.
En aquel momento, el herido sólo llevaba sus pantalones manchados de sangre, pero Laura sabía que no había tiempo para ponerle toda aquella ropa.
—Ayúdeme solamente a ponerle la chaqueta, doctor. Me llevaré lo demás y le vestiré más tarde. La chaqueta será suficiente para protegerle del frío.
Levantando de mala gana al hombre inconsciente y sentándole sobre la mesa de reconocimiento, advirtió el médico:
—No debería moverse.
Haciendo caso omiso de Brenkshaw y luchando por meter el brazo derecho del herido en la manga de la gruesa chaqueta de pana, Laura dijo:
—Chris, ve a la sala de espera de la parte delantera de la casa. Está a oscuras. No enciendas las luces. Acércate a una ventana y observa bien la calle, arriba y abajo, y por el amor de Dios, no dejes que nadie te vea.
—¿Crees que están aquí? —preguntó temeroso el chico.
—Si no están ya, vendrán muy pronto —dijo ella, introduciendo el brazo izquierdo de su guardián en la otra manga de la chaqueta.
—¿De qué están hablando? —preguntó Brenkshaw, mientras Chris corría al despacho contiguo y a la oscura sala de espera.
Laura no respondió.
—Vamos, pongámosle en la silla de ruedas.
Juntos levantaron al herido de la mesa de reconocimiento, le sentaron en la silla y abrocharon un cinturón alrededor de su cintura.
Mientras Laura recogía el resto de la ropa y los dos botes de medicamentos, envolviéndolos en las prendas y sujetándolo todo con la camisa, Chris llegó corriendo de la sala de espera.
—Mamá, acaban de detenerse en el exterior; deben ser ellos. Dos coches llenos de hombres, al otro lado de la calle; son seis u ocho. ¿Qué vamos a hacer?
—¡Maldición! —dijo ella—. Ahora no podemos llegar hasta el jeep. Y no podemos salir por la puerta lateral porque nos verían desde donde están.
Brenkshaw se encaminó a su despacho.
—Llamaré a la Policía.
—¡No!
Laura dejó el paquete de ropa y medicamentos sobre la silla de ruedas, entre las piernas de su guardián; asimismo, puso su bolso allí y agarró la «Uzi» y el «38» especial.
—No hay tiempo, ¡maldita sea! Estarán aquí dentro de dos minutos y nos matarán. Tiene que ayudarme a bajar la silla de ruedas por la escalera del porche de atrás.
Parece ser que su terror se le contagió al médico, porque este ya no vaciló ni siguió contradiciéndola. Cogió la silla y la empujó rápidamente a través de una puerta que conectaba la sala de reconocimiento con el vestíbulo de la planta baja. Laura y Chris le siguieron a lo largo del oscuro corredor y a través de una cocina iluminada simplemente por los relojes digitales del horno y del microondas. La silla tropezó en el umbral, entre la cocina y el porche de atrás, sacudiendo fuertemente al herido; pero este había soportado cosas peores.
Colgándose la «Uzi» del hombro e introduciendo el revólver debajo del cinturón, Laura corrió alrededor del médico hasta el pie de la escalera del porche. Cogió la silla de ruedas por delante y le ayudó a bajarla a la calzada de cemento.
Miró hacia el espacio entre la casa y el garaje, en parte esperando ver salir de allí a un hombre armado, y murmuró a Brenkshaw:
—Tendrá que venir con nosotros. Si se queda aquí, le matarán; estoy segura.
Él tampoco discutió en esta ocasión, sino que siguió a Chris cuando este echó a andar por el camino que cruzaba el jardín de atrás hasta la puerta de la cerca de madera de secoya del fondo de la larga finca. Laura había descolgado la «Uzi» del hombro e iba la última, dispuesta a volverse y abrir fuego si oía algún ruido a su espalda.
Al llegar Chris a la puerta, esta se abrió delante de él y la cruzó un hombre vestido de negro que venía del callejón; era más oscuro que la noche que les rodeaba, a no ser por su cara pálida como la luna y sus manos blancas, y pareció tan sorprendido como ellos. Había venido por la calle lateral y había entrado en el callejón para cubrir la parte de atrás de la casa. Llevaba en la mano izquierda una metralleta que resplandecía amenazadoramente, no en posición de disparar, pero empezó a levantarla. Laura no podía disparar como le había enseñado Henry Takahami durante meses. El muchacho giró sobre sí mismo y lanzó una patada contra el brazo derecho del asesino, haciendo saltar el arma de su mano —la metralleta cayó al suelo con un ruido sordo—, y después le dio otra patada en el bajo vientre, y el hombre de negro, lanzando un gemido de dolor, se tambaleó hacia atrás y fue a dar contra el poste de la puerta.
Entonces Laura, esquivando la silla de ruedas, se colocó entre Chris y el asesino. Invirtió la posición de la «Uzi», la levantó sobre la cabeza y golpeó con la culata el cráneo del hombre; de nuevo le golpeó con toda su fuerza, y él se derrumbó sobre el césped, lejos del camino, sin que hubiese podido lanzar un solo grito.
Ahora los sucesos se precipitaban demasiado aprisa, como en una carrera cuesta abajo, y Chris ya cruzaba la puerta; Laura le siguió y sorprendieron a un segundo hombre de negro, con unos ojos como agujeros en su cara blanca, un rostro de vampiro; sin embargo, se hallaba fuera del alcance de una patada de kárate y Laura no tuvo más remedio que disparar antes de que él pudiese emplear su propia arma. Disparó por encima de la cabeza de Chris; una ráfaga de balas que fueron a dar en el pecho y cuello del asesino, prácticamente decapitándole antes de que cayese de espaldas sobre el pavimento del callejón.
Brenkshaw había cruzado la puerta detrás de ellos, empujando la silla de ruedas hacia el callejón, y Laura lamentó haberle metido en esto, pero ya no había manera de volver atrás. El callejón era estrecho, flanqueado de setos de arbustos a ambos lados, con unos cuantos garajes y muchos cubos de basura detrás de las calles a ambos extremos de la manzana, pero sin faroles propios.
Laura le dijo a Brenkshaw:
—Llévelo por el callejón hasta un par de casas más abajo. Busque una puerta que esté abierta y métale en algún jardín, donde no puedan ser vistos. Chris, ve con ellos.
—¿Y usted?
—Le seguiré dentro de un segundo.
—Mamá…
—¡Ve, Chris! —dijo ella, pues el médico ya había empujado la silla de ruedas en diagonal irnos quince metros en el callejón.
Una vez que el muchacho siguió de mala gana al doctor, Laura volvió a la puerta abierta de la parte posterior de la finca de Brenkshaw. Llegó justo a tiempo de ver dos figuras oscuras que se escabullían en el espacio entre la casa y el garaje, a treinta metros de ella, únicamente visibles porque se movían. Corrían agachados, uno en dirección al porche y el otro hacia el jardín, porque no sabían exactamente dónde estaba el jaleo, de dónde habían venido los disparos.
Cruzó la puerta, entró en el camino y disparó contra ellos antes de que la viesen, rociando de balas la parte de atrás de la casa. Aunque no dominaba su objetivo desde arriba, los hombres estaban al alcance de su arma —treinta metros no era mucha distancia— y corrieron para refugiarse. Ella no podía saber si les había dado, y no siguió disparando porque, incluso con un cargador de cuatrocientos proyectiles y en ráfagas cortas, la «Uzi» podía vaciarse rápidamente, y ahora era la única arma automática que poseía. Volvió a salir por la puerta y corrió en busca de Brenkshaw y Chris.
En ese momento entraban por la puerta de hierro forjado de la parte de atrás de una finca, al otro lado del callejón, dos puertas más abajo. Cuando Laura llegó allí y entró en el jardín, vio que unas viejas eugenias estaban plantadas a lo largo de la verja de hierro, a derecha e izquierda de la puerta; formaban un seto espeso, de manera que nadie podía verla fácilmente desde el callejón, salvo que estuviese directamente delante de la puerta.
El médico había empujado la silla de ruedas hasta la parte posterior de la casa. Esta era de estilo Tudor, no Victoriano como la de Brenkshaw, pero también había sido construida hacía cuarenta o cincuenta años. El doctor empezaba a dar la vuelta por el lado del edificio, para salir al paseo en dirección a la calle principal más próxima.
Empezaron a encenderse luces en las casas de todo el vecindario. Laura estaba segura de que habían muchas caras apretadas contra los cristales de las ventanas, incluso entre aquellas que se encontraban a oscuras, pero no creía que nadie pudiese ver gran cosa.
Alcanzó a Brenkshaw y a Chris en la parte delantera de la casa y les detuvo a la sombra de unos grandes arbustos.
—Doctor, quisiera que esperase aquí con su paciente —murmuró.
Él estaba temblando, y ella le pidió a Dios que no le diese un ataque de corazón; no obstante, aún permanecía sereno.
—Aquí estaré.
Ella se dirigió con Chris a la calle más próxima, donde al menos había una veintena de coches aparcados a lo largo de la acera en aquel bloque. A la luz azulada de las farolas, el muchacho tenía mal aspecto, pero no tan malo como ella había temido. No se encontraba tan asustado como el médico; se estaba acostumbrando al terror.
—Bueno —dijo ella—, empecemos a probar las puertas de los coches. Tú por este lado, yo por aquel. Si la puerta está abierta, busca el encendido debajo del asiento del conductor y las llaves detrás de la visera.
—Entendido.
Al investigar para un libro en el que un personaje había sido ladrón de coches, se había enterado, entre otras cosas, de que, por término medio, un conductor de cada diecisiete dejaba las llaves en el coche durante la noche. Esperaba que esta proporción estuviese aún más a su favor en una población como San Bernardino; a fin de cuentas, en Nueva York, Chicago, Los Ángeles, así como otras grandes ciudades, sólo los masoquistas dejaban las llaves en sus coches, por lo que si allí se daba una proporción de uno a diecisiete, tenía que haber más gente confiada en otros lugares de América.
Trató de no perder de vista a Chris mientras probaba las puertas de los coches del otro lado de la calle, pero pronto dejó de verle. De los ocho primeros vehículos cuatro estaban abiertos, pero no encontró las llaves en ninguno de ellos.
A lo lejos sonaron unas sirenas.
Es probable que esto hiciese huir a los hombres de negro. Sin embargo, era muy posible que todavía estuviesen buscando a lo largo del callejón de detrás de la casa de Brenkshaw, moviéndose con cautela y esperando que alguien volviese a disparar contra ellos.
Laura ahora se movía con audacia, sin tomar la menor precaución, sin preocuparle que la viesen los vecinos de las casas próximas. La calle estaba flanqueada de palmeras viejas pero enanas, palmeras datileras atrofiadas que ofrecían una buena protección. Y de todos modos, si alguien se hubiese levantado a esta hora de la noche, probablemente estaría en la ventana de una segunda planta, mirando, no hacia su propia calle entre las palmeras, sino hacia la siguiente, hacia la casa de Brenkshaw, donde se había producido el tiroteo.
El noveno vehículo era un «Oldsmobile Cutlass», y las llaves estaban debajo del asiento. En el mismo instante en que ponía el motor en marcha y cerraba la portezuela, Chris abrió la del lado del pasajero y le mostró un juego de llaves que había encontrado.
—Un «Toyota» nuevo —dijo.
—Este servirá —dijo ella.
Las sirenas sonaban más cerca.
Chris tiró las llaves del «Toyota», se metió de un salto en el coche y se dirigió con su madre al paseo de entrada de la casa que estaba al otro lado de la calle y después hacia la esquina donde se hallaba el doctor, esperando a la sombra de un edificio en donde todavía no se habían encendido las luces. Tal vez tuviesen suerte; quizá no había nadie en aquella casa. Levantaron a su guardián de la silla de ruedas y le tendieron en el asiento de atrás del «Cutlass».
Las sirenas ahora estaban muy cerca y, en realidad, un coche patrulla de la Policía cruzó por el extremo de aquella manzana, metiéndose en la calle lateral, con sus luces rojas centelleando y dirigiéndose al bloque de Brenkshaw.
—¿Está bien, doctor? —preguntó ella, volviéndose a él al cerrar la portezuela de atrás del coche.
Él se había dejado caer en la silla de ruedas.
—No me dará un ataque de apoplejía, si es eso lo que teme. ¿En qué diablos se ha metido, joven?
—No hay tiempo, doctor, tengo que salir pitando.
—Escuche —dijo él—, tal vez no les diga nada.
—Sí, se lo dirá —dijo ella—. Puede que piense que no lo hará, pero se lo dirá todo. Si no fuese a decírselo, no constaría en un atestado policial o en los artículos de los periódicos, y sin esa pista para el futuro, aquellos pistoleros no me habrían encontrado.
—¿Qué significa ese galimatías?
Ella se inclinó y le besó en la mejilla.
—No tengo tiempo para explicárselo, doctor. Gracias por su ayuda. Y, lo siento, pero tengo que llevarme también esta silla de ruedas.
Él la plegó y la metió en el portaequipajes.
Ahora sonaban muchas sirenas en la noche.
Laura se sentó detrás del volante y cerró la portezuela.
—Chris, abróchate el cinturón.
—Ya está —dijo él.
Ella giró a la izquierda al final del paseo y se dirigió a la esquina más lejana de la manzana, alejándose de la casa de Brenkshaw, hacia el cruce por el que había pasado el coche patrulla un momento antes. Se imaginó que si los policías acudían en respuesta a los disparos de metralleta, lo harían desde diferentes zonas de la ciudad, desde diferentes puestos de vigilancia, por lo que era posible que ningún otro coche se acercase por el mismo camino. La avenida estaba casi desierta y los pocos vehículos que vio, no llevaban luces de emergencia en el techo. Giró a la derecha, apartándose cada vez más de la casa de Brenkshaw, cruzando San Bernardino, preguntándose dónde podría encontrar refugio.