Laura encendió una lámpara y despertó a Chris.
—Vístete, cariño. De prisa.
—¿Qué pasa? —preguntó él, adormilado, mientras se frotaba los ojos con los pequeños puños.
—Van a venir unos hombres malos y tenemos que salir de aquí antes de que lleguen. Ahora date prisa.
Chris había pasado un año, no sólo llorando a su padre, sino también preparándose para el momento en que el curso engañosamente tranquilo de la vida cotidiana fuese trastornado por otra explosión inesperada del caos que yacía en el corazón de la existencia humana, el caos que, de vez en cuando, estallaba como un volcán activo, como había ocurrido la noche en que su padre había sido asesinado. Chris había observado cómo su madre se convertía en una excelente tiradora de arma corta y reunía un arsenal, había tomado con ella lecciones de autodefensa y, durante ese transcurso, había conservado el punto de vista y las actitudes de un niño, parecía un niño como otro cualquiera, aunque comprensiblemente melancólico desde la muerte de su padre. Sin embargo, ahora, en un momento de crisis, no reaccionó como un niño de ocho años: no lloriqueó ni hizo preguntas innecesarias; no se mostró díscolo, terco ni lento en obedecer. Apartó la sábana, inmediatamente saltó de la cama y corrió al retrete.
—Te espero en la cocina —dijo Laura.
—Está bien, mamá.
Ella se sintió orgullosa de la reacción responsable de su hijo y aliviada de que no les demorase, pero también entristecida de que, a los ocho años, comprendiese lo suficiente cuán breve y dura era la vida, para responder a una crisis con la rapidez y la ecuanimidad de un adulto.
Laura llevaba vaqueros y una blusa de franela azul pálido. Cuando fue a su habitación, sólo tuvo que ponerse un suéter de lana, los zapatos «Rockport» de paseo y, encima de estos, unas botas de excursionista recauchutadas de caña y que se ataban con cordones.
Se había desprendido de la ropa de Danny, y por eso no tenía ningún abrigo para el herido que estaba en la cocina. No obstante, disponía de muchas mantas y sacó dos de ellas del armario del pasillo.
Después, como si recordase algo, fue a su despacho, abrió la caja fuerte y tomó el extraño cinturón negro con aplicaciones de cobre que le había dado su guardián hacía un año. Lo guardó en su bolso grande como una mochila.
En la planta baja, se detuvo en el armario del vestíbulo para recoger una chaqueta azul de esquí y la «Uzi» que estaba colgada detrás de la puerta. Mientras hacía todo esto, se mantenía alerta por si oía algún ruido extraño, voces fuera de la casa o el ruido del motor de un coche; sin embargo, todo permanecía en absoluto silencio.
En la cocina, dejó la metralleta sobre la mesa, junto a la otra, y se arrodilló al lado de su guardián, que volvía a estar inconsciente. Le desabrochó la bata de laboratorio, mojada por la nieve, y después la camisa, y observó la herida del pecho. Estaba arriba a la izquierda, por debajo del hombro y muy por encima del corazón, lo cual era buena señal; no obstante, el herido había perdido mucha sangre, tenía toda la ropa empapada.
—¡Mamá!
Chris estaba en el umbral, vestido para la cruda noche de invierno.
—Toma una de esas «Uzi» de la mesa, busca la tercera detrás de la puerta de la despensa y mételas en el jeep.
—Es él —dijo Chris, abriendo mucho los ojos por la gran sorpresa.
—Sí, lo es. Ha llegado así, muy malherido. Además de las «Uzi», coge dos de los revólveres: el de aquel cajón y el que está en el comedor. Y ten cuidado de que no…
—No te preocupes, mamá —dijo él, disponiéndose a cumplir los encargos.
Lo más delicadamente que pudo, Laura volvió a su guardián sobre el costado derecho —él gruñó, pero no se despertó— para ver si había orificio de salida en la espalda. En efecto, la bala le había atravesado y salido por debajo de la escápula. La espalda también estaba cubierta de sangre, pero ni el orificio de entrada ni el de salida sangraban ya abundantemente; si había una herida grave, sería interna, y ella no podía detectarla ni curarla.
Debajo de la ropa, él llevaba uno de aquellos cinturones. Se lo desabrochó. El cinturón no cabía en el compartimiento central de su bolso, por lo que tuvo que meterlo en el del lado, que se cerraba con cremallera, después de sacar los objetos que solía llevar en él.
Volvió a abrocharle la camisa y se preguntó si debería quitarle la bata mojada. Decidió que sería demasiado difícil sacarle las mangas de los brazos. Moviéndole con suavidad de un lado a otro, tendió una gran manta de lana gris debajo de él y le envolvió en ella.
Mientras Laura hacía esto, Chris hizo un par de viajes hasta el jeep para llevar las armas, empleando la puerta interior que comunicaba el lavadero, con el garaje. Después entró con una carretilla plana de medio metro de ancho por uno de largo —esencialmente una plataforma de madera con ruedecillas— que se había dejado olvidada algún mozo de mudanzas hace casi un año y medio.
Arrastrándola como un patín hacia la despensa, dijo:
—Tenemos que llevar la caja de municiones, pero es demasiado pesada para mí. La pondré encima de esto.
Se movían deprisa, como si hubiesen sido instruidos para esta emergencia particular; sin embargo, Laura pensaba que estaban tardando demasiado. Le temblaban las manos y sentía constantes estremecimientos en el vientre. Esperaba que alguien llamase a la puerta en cualquier momento.
Chris sujetó la tabla con ruedas mientras Laura levantaba al herido sobre ella. Cuando consiguió que la cabeza, los hombros, la espalda y las nalgas reposaran sobre la tabla, pudo levantarle las piernas y empujarle como si estas fuesen los brazos de una carretilla. Chris caminaba agachado delante de las ruedas, sujetando el hombro derecho del hombre inconsciente para que no resbalase.
Les costó un poco pasar por la puerta del fondo del lavadero, pero consiguieron meter al herido en el garaje con capacidad para tres vehículos.
El «Mercedes» estaba a la izquierda y el jeep a la derecha, y no había nada en el espacio de en medio. Empujaron al guardián hasta el jeep.
Chris abrió la puerta de detrás. Había colocado allí una pequeña estera de gimnasio a modo de colchón.
—Eres un gran chico —le dijo ella.
Entre los dos consiguieron trasladar al herido desde la tabla a la parte de atrás del jeep.
—Trae la otra manta y sus zapatos de la cocina —le dijo a Chris.
Cuando el muchacho regresó con aquellas cosas, Laura había tendido a su guardián boca arriba sobre la estera de gimnasio. Cubrieron sus pies descalzos con la segunda manta y dejaron los zapatos mojados a su lado.
Mientras cerraba la puerta trasera del vehículo, Laura dijo:
—Chris, sube al asiento de delante y abróchate el cinturón.
Volvió corriendo a la casa. Su bolso, que contenía todas sus tarjetas de crédito, estaba sobre la mesa; pasó las correas por encima del hombro. Cogió la tercera «Uzi» y volvió hacia el lavadero, pero antes de que diese tres pasos, algo golpeó la puerta de atrás con una fuerza terrible.
Laura giró en redondo, levantando el arma.
Algo golpeó de nuevo la puerta, pero la plancha de acero y los cerrojos «Schlage», no podían ser vencidos fácilmente.
Entonces empezó la pesadilla.
Tableteó una metralleta, y Laura se lanzó contra un lado del frigorífico, buscando refugio allí. Estaban tratando de volar la puerta de atrás, pero la gruesa lámina de acero resistió también este ataque.
Sin embargo, la puerta se estremeció y unas balas perforaron la pared a ambos lados del marco reforzado.
Las ventanas del cuarto de estar y de la cocina saltaron hechas añicos al abrir fuego una segunda metralleta. Las persianas metálicas bailaron sobre sus soportes. Las tiras de metal vibraron al pasar entre ellas las balas, y algunas se doblaron, pero la mayor parte de los cristales fue retenida por las persianas, lloviendo sobre los antepechos y cayendo al suelo. Las puertas del armario se astillaron y rompieron por el impacto de los proyectiles; esquirlas de ladrillo saltaron de una pared y rebotaron balas en la campana de cobre de la chimenea, dejándola mellada y abollada. Las ollas y las cacerolas de cobre que colgaban de ganchos del techo también recibieron muchos impactos, produciendo una variedad de clings y pongs. Asimismo, una lámpara fue alcanzada. La persiana metálica de la ventana de encima del escritorio al fin fue arrancada de sus soportes, y media docena de balas dieron en la puerta de la nevera, a pocos centímetros de Laura.
Su corazón palpitaba con fuerza y una descarga de adrenalina hacía que sus sentidos fuesen casi dolorosamente agudos. Quería correr hacia el jeep y tratar de salir del garaje antes de que ellos se diesen cuenta de que se disponía a marcharse, pero un instinto primitivo de guerrero le dijo que se quedase quieta. Se apretó contra el lado del frigorífico, fuera de la línea directa de fuego, esperando no ser alcanzada por un rebote.
«¿Quién diablos sois?», se preguntaba furiosa.
Cesaron los disparos, y su instinto no le había engañado: el tiroteo fue seguido de los propios tiradores. Tomaron la casa por asalto. El primero trepó a la destrozada ventana de encima de la mesa de la cocina. Laura se apartó de la nevera y abrió fuego, derribándole de nuevo sobre el patio. Un segundo hombre, vestido de negro como el primero, entró en el cuarto de estar por la puerta corredera, que estaba rota —ella le vio a través del arco un segundo antes de que él la viese—, y Laura apuntó la «Uzi» en aquella dirección, lanzando una ráfaga de balas, destruyendo la máquina Mr. Coffee, haciendo pedazos todo lo que había en la pared del lado del arco y derribando al hombre cuando este volvía su arma contra ella. Laura había practicado con la «Uzi», pero no recientemente, y se sorprendió al ver cómo podía dominarla. También le sorprendió la repugnancia que sentía por tener que matar, aunque ellos estaban tratando de matarles a ella y a su hijo; la invadieron las náuseas como una oleada de lodo empapado en petróleo, pero contuvo el vómito que subía a su garganta. Un tercer hombre iba a entrar en el cuarto de estar y ella también estaba dispuesta a matarle, y a cien como él, por mucho que esto la marease; sin embargo, él se echó atrás, fuera de la línea de fuego, cuando vio caído a su compañero.
Ahora el jeep.
No sabía cuántos asesinos había en el exterior; tal vez fuesen solamente tres, los dos muertos y el que seguía con vida, o tal vez cuatro, diez o cien; de cualquier forma, fuesen los que fueren, no habían esperado ser recibidos de una manera tan agresiva y ciertamente no con tanto poder de fuego. No habían podido esperarlo de una mujer y un niño pequeño, y sabían que su guardián estaba herido y desarmado. Por consiguiente, tenían que estar pasmados y seguramente se pondrían a cubierto para valorar la situación y proyectar su próxima maniobra. Podía ser la primera y última oportunidad de Laura para huir en el jeep. Cruzó corriendo el lavadero y se metió en el garaje.
Vio que Chris había puesto el motor en marcha al oír el tiroteo; un vapor azulado salía del tubo de escape. Al correr hacia el jeep, la puerta del garaje empezó a levantarse; por lo visto, Chris había empleado el aparato «Genie» de control remoto en el momento en que la había visto.
Cuando se puso detrás del volante, la puerta del garaje estaba un tercio abierta.
Laura metió la marcha.
—¡Agáchate!
Chris obedeció al instante, deslizándose en su asiento hasta quedar por debajo del nivel de la ventanilla, y Laura soltó el freno. Pisó a fondo el acelerador, los neumáticos dejaron fuertes huellas de caucho sobre el hormigón y el vehículo salió rugiendo a la noche, pasando solamente a escasos centímetros de la puerta, que aún se estaba abriendo, y arrancando la antena de la radio.
Los grandes neumáticos del jeep, aunque no llevaban cadenas, tenían las gruesas bandas de rodaduras adecuadas para el invierno. Se hundieron en el fango helado y la gravilla del paseo, agarrándose a él sin dificultad y escupiendo proyectiles de piedra y hielo.
Desde su lado izquierdo, salió una figura oscura, un hombre de negro que corría a través del jardín delantero, levantando nieve, a unos quince metros, y su forma era tan confusa, que podía no haber sido más que una sombra; sin embargo, Laura oyó, por encima del zumbido del motor, un tableteo de arma automática. Varias balas chocaron contra el costado del jeep y la ventanilla de atrás saltó hecha añicos, pero la de su lado permaneció intacta. Laura aceleró para ponerse fuera de tiro; unos segundos más y estarían a salvo. El viento silbaba en la ventanilla rota. Rezó para que ningún neumático fuese alcanzado, y oyó que más balas chocaban contra la plancha metálica, o tal vez fuese la gravilla y el hielo levantados por el jeep.
Cuando alcanzó la carretera general al final del paseo, estaba segura de que no podían ser alcanzados. Al frenar con fuerza para girar a la izquierda, miró por el espejo retrovisor y vio, a lo lejos, un par de faros en la puerta abierta del garaje. Los asesinos habían llegado a su casa sin vehículo —sólo Dios sabía cómo habían viajado; tal vez usando aquellos extraños cinturones— y se estaban valiendo de su «Mercedes» para perseguirla.
Al llegar a la carretera, había pensado girar a la izquierda, bajar hacia Running Springs, en dirección al desvío del lago Arrowhead, pasar a la autopista y llegar a la ciudad de San Bernardino, donde habría mucha gente y muchos medios de seguridad, y unos hombres vestidos de negro y blandiendo armas automáticas no la seguirían con tanta audacia, y donde podría recibir tratamiento médico su guardián. Pero cuando vio los faros detrás de ella, respondió a un instinto innato de supervivencia y giró hacia la derecha, en dirección estenordeste hacia Big Bear Lake.
Si hubiese torcido a la izquierda, habrían llegado a aquellos fatídicos setecientos metros de carretera en cuesta donde Danny había sido asesinado hacía un año, y Laura intuitivamente sintió —casi de manera supersticiosa— que el lugar más peligroso del mundo para ellos en aquel momento era aquel tramo inclinado de carretera de dos carriles.
Ella y Chris habían estado dos veces a punto de morir en aquella cuesta: primero, cuando el camión de los Robertson resbaló fuera de control, y segundo, cuando Kokoschka abrió fuego contra ellos. A veces percibía que en la vida había pautas benignas y amenazadoras, y que, si se torcían, el destino luchaba por reafirmar aquellos designios predeterminados. Aunque no tenía ninguna razón intelectualmente sensata para creer que morirían si se dirigían hacia Running Springs, sabía, por una corazonada, que realmente la muerte les esperaba allí.
Mientras entraban en la carretera general y se dirigían a Big Bear, con los altos árboles de hoja perenne alzándose sombríamente a ambos lados, Chris se incorporó y miró hacia atrás.
—Vendrán —le dijo Laura—, pero nosotros correremos más que ellos.
—¿Son los que mataron a papá?
—Sí, creo que sí. Pero entonces no sabíamos nada de ellos y no estábamos preparados.
El «Mercedes» también estaba ahora en la carretera general, aunque la mayor parte del tiempo no le podían ver, porque aquella subía, bajaba y daba vueltas, poniendo colinas y curvas entre los dos vehículos. El automóvil parecía encontrarse a unos doscientos metros detrás de ellos, pero probablemente estaba acortando la distancia, porque tenía un motor más potente y muchos más caballos que el jeep.
—¿Quiénes son? —preguntó Chris.
—No estoy segura, cariño. Y tampoco sé por qué nos quieren hacer daño. No obstante, sí sé lo que son. Son criminales, escoria; aprendí mucho acerca de esa clase de tipos hace mucho tiempo, en Caswell Hall, y sé que lo único que se puede hacer con gente así es plantarles cara y contraatacar, porque lo único que respetan es la brutalidad.
—Allá abajo estuviste magnífica, mamá.
—También tú te portaste muy bien, pequeño. Fuiste muy listo cuando pusiste el jeep en marcha al oír los tiros y cuando abriste la puerta del garaje al ponerme yo detrás del volante. Probablemente, eso nos salvó la vida.
Detrás de ellos, el «Mercedes» se había acercado a unos cien metros. Era un «420 SEI» muy veloz, que rodaba por la carretera tan bien como el que más y mucho mejor que el jeep.
—Se están acercando, mamá.
—Lo sé.
—Muy de prisa.
Al aproximarse al extremo oriental del lago, Laura alcanzó a una destartalada camioneta «Dodge» que llevaba una de las luces de atrás rota y un herrumbroso guardabarros que parecía sujeto por tablones con inscripciones presuntamente graciosas: Freno para rubias, coche del Estado Mayor de la Mafia. Marchaba a cincuenta kilómetros por hora, por debajo del límite de velocidad. Si Laura vacilaba, el «Mercedes» acortaría distancia y, cuando los asesinos estuviesen lo bastante cerca, podrían emplear de nuevo sus armas. Estaban en un tramo de raya continua, pero ella podía ver que había un trecho libre suficiente para arriesgarse; se desvió a un lado de la camioneta, pisó con fuerza el acelerador, la adelantó y volvió al carril derecho. Inmediatamente después, encontró un «Buick» que iba a sesenta por hora, y también lo adelantó, justo antes de que la carretera se hiciese demasiado sinuosa para que el «Mercedes» pudiese adelantar a la vieja furgoneta.
—¡Se están quedando atrás! —dijo Chris.
Laura puso el jeep a noventa por hora, velocidad excesiva en algunas de las curvas, pero no se salió de la carretera y empezó a pensar que iban a escapar. Pero la carretera se bifurcaba al llegar al lago, y ni el «Buick» ni la vieja camioneta «Ford» la siguieron a lo largo de la orilla sur hacia Big Bear City; ambos giraron en dirección a Fawnskin y la orilla norte, dejando la carretera vacía entre ella y el «Mercedes», que una vez más empezó a acortar distancias.
Ahora había casas en todas partes, tanto en la tierra alta de la derecha como en la más baja de la orilla del lago, a su izquierda. Algunas de ellas, probablemente casas de recreo usadas únicamente en verano y en los fines de semana del invierno, estaban a oscuras, pero las luces de otras viviendas eran visibles entre los árboles.
Laura sabía que podía seguir cualquiera de los caminos o paseos de entrada de cien casas diferentes, donde ella y Chris habrían sido recibidos. Sus moradores les abrirían la puerta sin vacilación. Esto no era la ciudad; en el ambiente rural de la montaña, la gente no sospecha inmediatamente de visitantes nocturnos inesperados.
El «Mercedes» se acercó a unos cien metros, y el conductor hizo repetidamente cambio de luces, de largas a cortas y de cortas a largas, como diciendo alegremente: Hola, aquí estamos, Laura; vamos a pillarte, somos grandes cazadores y nadie puede escapar de nosotros para siempre, allá vamos, allá vamos.
En el caso de que tratase de refugiarse en una de las casas próximas, es probable que los asesinos la siguieran y la matasen, no sólo a ella y a Chris, sino también a las personas que les diesen albergue. Aquellos bastardos podían mostrarse reacios a darle caza en el corazón de San Bernardino, Riverside o incluso de Dedlands, donde probablemente encontrarían una respuesta de la Policía, pero no se dejarían intimidar por un puñado de inocentes, porque, por muchas personas que matasen, sin duda podían eludir la captura apretando los botones amarillos de sus cinturones y desvaneciéndose, como lo había hecho un año atrás su guardián. No tenía la menor idea de dónde iban a parar, pero sospechaba que era un lugar donde la Policía no podría alcanzarles nunca. No quería poner en peligro vidas inocentes; por consiguiente, pasó de largo sin reducir la marcha.
El «Mercedes» estaba a unos cincuenta metros detrás de ellos, y se acercaba de prisa.
—Mamá…
—Ya los veo, cariño.
Se dirigía a Big Bear City, pero desgraciadamente este nombre era inadecuado. No sólo no llegaba a ciudad, sino que ni siquiera era un pueblo, todo lo más una aldea. No había bastantes calles como para que pudiese confiar en despistar a sus perseguidores, y la presencia de guardias era insuficiente para enfrentarse a un par de fanáticos armados con metralletas.
Un tráfico ligero se cruzaba con ellos en dirección contraria, y Laura se encontró detrás de otro coche en su carril, un «Volvo» gris, al que adelantó en un tramo de carretera casi sin visibilidad; sin embargo, no tenía alternativa, ya que el «Mercedes» estaba a cuarenta metros. Los asesinos adelantaron al «Volvo» con la misma temeridad.
—¿Cómo está nuestro pasajero? —preguntó Laura.
Chris, sin desabrocharse el cinturón de seguridad, se volvió a mirar hacia atrás.
—Tiene buen aspecto, creo yo. Aunque está saltando mucho.
—No puedo evitarlo.
—¿Quién es, mamá?
—No sé mucho acerca de él —dijo Laura—. Pero cuando salgamos de este lío, te contaré todo lo que sé. No te lo he contado antes porque…, supongo que porque no sabía lo que pasaba y tenía miedo de que pudiese ser peligroso para ti saber algo de él. Sin embargo, nada puede ser más peligroso que este momento, ¿verdad? Por consiguiente, te lo contaré más tarde.
Suponiendo que hubiese un más tarde.
Cuando estaba a dos tercios del camino de la orilla sur del lago, conduciendo el jeep a la máxima velocidad que se atrevía, con el «Mercedes» a treinta y cinco metros de ellos, vio un desvío de montaña al frente. Conducía entre los montes hasta más allá de Clark’s Summit, y era una carretera vecinal de quince kilómetros, con la que se atajaban los cincuenta o cincuenta y cinco de la vuelta hacia el Este de la general 38, reuniéndose con esta vía de dos carriles cerca y al sur de Barton Fiats. Si no recordaba mal, aquella carretera de montaña tenía pavimentados un par de kilómetros a cada extremo, pero no era más que un camino de tierra en los diez kilómetros intermedios. A diferencia del jeep, el «Mercedes» no tenía cuatro ruedas motrices; llevaba neumáticos de invierno, pero en este momento no iban provistos de cadenas. Probablemente, los hombres que iban en el «Mercedes» no sabían que al pavimento de la carretera de montaña le seguiría una superficie llena de baches, con hielo y, en algunos trechos, cubierta de nieve.
—¡Agárrate! —le dijo a Chris.
No frenó hasta el último momento, girando a la derecha a tal velocidad que el jeep resbaló de lado con un fuerte chirrido de neumáticos. También retembló, como si fuese un caballo viejo obligado a dar un salto arriesgado.
El «Mercedes» tomó mejor la curva, aunque el conductor no sabía lo que iba a hacer. Al subir a cotas más altas y más desiertas, el coche perseguidor acortó la distancia a unos treinta metros.
Veinticinco. Veinte.
Un relámpago como una rama espinosa de pronto brilló en el cielo, hacia el Sur. No estaba tan cerca de ellos como los que habían estallado sobre la casa, pero sí lo bastante para convertir la noche en día a su alrededor. A pesar del ruido del motor, ella pudo oír retumbar el trueno.
Boquiabierto ante el tormentoso espectáculo, Chris dijo:
—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué pasa?
—No lo sé —respondió ella, y tuvo que gritar para hacerse oír sobre la cacofonía del motor acelerado y el cielo que parecía hacerse pedazos.
No oyó los disparos a su espalda, pero sí las balas contra la carrocería del jeep, y un proyectil agujereó la ventanilla de atrás y fue a dar en el respaldo del asiento que ocupaban Chris y ella, y además de oírlo, sintió el fuerte impacto. Entonces empezó a mover el volante de un lado a otro, serpenteando en la carretera para hacer más difícil el blanco, y este vaivén bajo la pálida luz empezó a marearla. Entonces, o el pistolero dejó de disparar o erró en cada ocasión el disparo, pues no sintió más ruidos de balas contra la carrocería. Sin embargo, aquellos giros redujeron más su velocidad y el «Mercedes» seguía acercándose todavía más de prisa.
Tenía que valerse de los espejos laterales en vez del retrovisor. Aunque la mayor parte de la ventanilla posterior se encontraba intacta, el cristal de seguridad estaba surcado por miles de grietas diminutas que lo hacían traslúcido e inútil.
Quince metros, diez.
En el cielo meridional, los relámpagos y los truenos se extinguieron, como la otra vez.
Llegó a la cima de una elevación y vio que el pavimento cesaba en medio del trecho cuesta abajo. Dejó de mover el volante a uno y otro lado y aceleró. Cuando el jeep salió del asfalto, trepidó durante un momento, como sorprendido del cambio experimentado por la calzada, pero siguió adelante sobre la tierra salpicada de nieve y cubierta de hielo. Saltaron sobre una serie de baches, a través de una corta hondonada donde los árboles formaban una bóveda encima de ellos, y emprendieron la siguiente subida.
Por los espejos laterales, Laura vio que el «Mercedes» cruzaba la hondonada y empezaba a subir la cuesta detrás de ellos. Pero al llegar a la cima, el coche empezó a atascarse. Resbaló de costado, desviando los faros. El conductor corrigió excesivamente la dirección, en vez de girar el volante en el sentido del resbalón, que era lo que hubiese debido hacer. Los neumáticos comenzaron a girar inútilmente. Y no sólo resbaló el coche de costado; sino que retrocedió veinte metros, hasta que la rueda derecha de atrás se hundió en la cuneta. Los rayos de los faros alumbraban hacia arriba y hacia un lado de la carretera de tierra.
—¡Se han atascado! —dijo Chris.
—Necesitarán media hora para salir de ese lío.
Laura siguió hasta la cima de la pendiente y descendió la nueva cuesta de la oscura carretera de montaña.
Aunque debía sentirse satisfecha, o al menos aliviada, por haber escapado, su miedo no menguó. Tenía la impresión de que todavía no estaba a salvo, y había aprendido a confiar en sus presentimientos hacía más de veinte años, cuando había sospechado que Anguila Blanca iría en su busca la noche en que estaría sola en la habitación próxima a la escalera de McIlroy, la noche en que, efectivamente, había dejado un «Tootsie Roll» debajo de su almohada. A fin de cuentas, los presentimientos no eran más que mensajes del subconsciente, que estaba pensando furiosamente durante todo el tiempo y procesando información que ella no había observado conscientemente.
Algo andaba mal. Pero ¿qué?
Rodaban a menos de treinta kilómetros por hora por aquella estrecha, serpenteante y helada carretera llena de baches. Durante un trecho, el camino seguía la cresta rocosa de una cadena montañosa donde no había árboles; después, descendía por la vertiente hasta el fondo de un barranco paralelo, donde los árboles eran tan espesos a ambos lados que la luz de los faros, al rebotar en los troncos, parecía revelar falanges de pinos tan sólidas como murallas.
En la parte posterior del jeep, el guardián murmuró algo inarticulado en un sueño febril. Laura estaba preocupada por él y habría querido ir más de prisa, pero no se atrevía.
Durante los primeros kilómetros después de perder a sus perseguidores, Chris guardó silencio. Por fin, dijo:
—En la casa, ¿mataste a alguno de ellos?
Ella vaciló.
—Sí. A dos.
—Bravo.
Desconcertada por la triste satisfacción que expresaba aquella sola palabra, Laura dijo:
—No, Chris. Matar no es bueno. Me sentí muy mal.
—Pero se lo merecían —dijo él.
—Sí, se lo merecían, pero esto no quiere decir que fuese agradable matarles. No lo es. No hay satisfacción en ello.
Solamente disgusto por tener que hacerlo. Y tristeza.
—Yo quisiera haber podido matar a uno de ellos —dijo él, con una fría cólera que era desconcertante en un chico de su edad.
Ella le miró fijamente. Con su cara esculpida por las sombras y la pálida luz amarilla del tablero, parecía mayor de lo que era, y Laura tuvo una visión del hombre en que se convertiría.
Cuando el suelo del barranco se hizo demasiado rocoso para transitar por él, subió de nuevo a la carretera, siguiendo una cornisa en la falda de los montes.
Laura mantenía los ojos fijos en el tosco camino.
—Más tarde hablaremos largamente de esto. De momento, sólo quiero que escuches con atención y comprendas una cosa. Hay muchas filosofías malas en el mundo. Sabes lo que es filosofía, ¿verdad?
—Un poco. No, realmente no lo sé.
—Entonces digamos simplemente que la gente cree en muchas cosas que no debería creer. Pero dos de ellas, en las que creen dos clases diferentes de personas, son las peores, las más peligrosas, las peores de todas. Algunos creen que la mejor manera de resolver un problema es la violencia: apalear o matar a quien no esté de acuerdo con ellos.
—Como esos que nos persiguen.
—Sí. No hay duda de que son gente de esa clase. Esta es una mala manera de pensar, porque la violencia conduce a más violencia. Además, si solventas las diferencias a tiros, no hay justicia, no hay un momento de paz, no hay esperanza, ¿entiendes?
—Creo que sí. Pero ¿cuál es la otra peor manera de pensar?
—El pacifismo —dijo ella—. Es exactamente lo contrario de la primera manera mala de pensar. Los pacifistas creen que nunca se debe levantar una mano contra otro ser humano, independientemente de lo que haya hecho o de lo que sepas que va a hacer. Si un pacifista estuviese al lado de su hermano y viese que llegaba un hombre dispuesto a matarle, aconsejaría a su hermano que echase a correr, pero no empuñaría un arma para matar al asesino.
—¿Dejaría que el asesino persiguiese a su hermano? —preguntó perplejo Chris.
—Sí. Y en el caso de que ocurriese lo peor, dejaría que su hermano fuese asesinado, antes que violar sus propios principios y convertirse a su vez en un homicida.
—Eso es una barbaridad.
Rodearon la punta de la cadena montañosa y la carretera descendió a otro valle. Las ramas de los pinos eran tan bajas que rozaban el techo del jeep; puñados de nieve caían sobre el capó y el parabrisas.
Laura puso en marcha las escobillas y se inclinó sobre el volante, aprovechando el cambio de terreno como excusa para no hablar hasta que hubiese tenido tiempo de pensar la manera de expresar más claramente su tesis. Habían soportado mucha violencia durante la última hora; sin duda les esperaba mucha más, y quería que Chris se enfrentase a ella con una actitud digna. No quería que concibiese la idea de que las armas y los músculos eran sustitutos aceptables de la razón. Por otra parte, no quería que quedase traumatizado por la violencia y la temiese a costa de su dignidad personal y, en definitiva, de su supervivencia.
Por fin, dijo:
—Algunos pacifistas son cobardes disfrazados, pero otros realmente creen que es justo permitir el asesinato de una persona inocente antes que matar para impedirlo. Están equivocados, porque, al no luchar contra el mal, se convierten en parte del mal. Son tan malos como el tipo que aprieta el gatillo. Tal vez esto no puedas comprenderlo ahora y tengas que pensar mucho antes de que lo entiendas, pero lo importante es que sepas que hay una manera intermedia de vivir, entre los que matan y los pacifistas. Trata de evitar la violencia. No la provoques nunca. No obstante, si alguien la inicia, defiéndete, defiende a tus amigos, a tu familia, a quienquiera que esté en peligro. Cuando tuve que matar a aquellos dos hombres en la casa, sentí náuseas. No soy una heroína. No me enorgullezco de haberles matado, pero tampoco me arrepiento de ello. No quiero que te sientas orgulloso de mí por haberlo hecho, ni creas que matarles fue satisfactorio, que la venganza haga que me sienta mejor después de la muerte de papá. No es así.
Guardó silencio. Después dijo:
—¿Es esto demasiado profundo para ti?
—No. Pero creo que tengo que pensarlo —dijo él—. Precisamente ahora, creo que pienso mal. Porque quiero verlos muertos a todos, a todos los que tuvieron algo que ver con…, con lo que le ocurrió a papá. Sin embargo, me esforzaré, mamá. Trataré de ser mejor.
Ella sonrió.
—Sé que lo harás, Chris.
Durante su conversación y los pocos minutos de silencio que siguieron, Laura continuó atosigada por la impresión de que no se habían librado aún de un peligro inminente. Habían recorrido unos diez kilómetros de carretera de montaña, y tal vez les faltasen otros dos de calzada de tierra y tres más asfaltados para llegar a la general 38. Cuanto más avanzaba, más segura estaba de que algo se le pasaba por alto y de que se estaban acercando más problemas.
De pronto se detuvo en la cresta de otra elevación, antes de que la carretera descendiese, por última vez, hacia tierras más bajas. Apagó las luces y el motor.
—¿Qué pasa? —preguntó Chris.
—Nada. Sólo necesito pensar, echar un vistazo a nuestro pasajero.
Se apeó y se dirigió a la parte de atrás del jeep. Abrió la puerta cuya ventanilla había sido atravesada por una bala. Algunos trozos de cristal inastillable se desprendieron y cayeron a sus pies. Subió al automóvil, se agachó al lado de su guardián y le tomó el pulso. Todavía era débil, tal vez más débil que antes, pero regular. Con una mano le tocó la cabeza, y vio que ya no estaba fría; parecía arder por dentro. Le pidió a Chris, y este le dio la linterna que estaba en la guantera. Levantó las mantas para ver si el herido sangraba más que cuando le habían cargado en el jeep. La herida tenía mal aspecto, pero no había mucha sangre fresca, a pesar de las sacudidas del camino. Volvió a colocar las mantas en su sitio, le devolvió la linterna a Chris, saltó del jeep y cerró la puerta trasera.
Rompió todos los cristales que quedaban en la ventanilla de atrás y en la segunda del lado del conductor. Al no haber restos de cristales, los daños eran menos visibles y llamarían menos la atención a un guardia o a cualquier otra persona.
Durante un rato, permaneció en el aire frío junto al jeep, contemplando fijamente aquella oscuridad desierta, tratando de establecer una relación entre la razón y el instinto. ¿Por qué estaba tan segura de que le esperaban nuevas dificultades y de que la violencia de esta noche no había terminado aún?
Las nubes se deshilachaban bajo un viento de mediana altura que las empujaba hacia el Este, un viento que todavía no había alcanzado el suelo, donde el aire estaba casi extrañamente inmóvil. La luz de la luna se filtraba por los mellados orificios e iluminaba misteriosamente el paisaje cubierto de nieve de montes ondulados, árboles de hoja perenne, despojados por la noche de su color, y racimos de formaciones rocosas.
Laura miró hacia el Sur, donde, a escasos kilómetros, desembocaba la carretera de montaña en la general 38, y todo parecía en calma en aquella dirección. Miró hacia el Este, al Oeste y atrás, hacia el Norte, por donde habían venido, y en ninguna parte de las montañas de San Bernardino se veían señales de una vivienda humana, ni una sola luz, y parecía existir allí una pureza y una paz primigenias.
Se hizo las mismas preguntas y se dio las mismas respuestas que habían sido parte de un diálogo anterior durante el año pasado. ¿De dónde venían los hombres con aquellos cinturones? ¿De otro planeta, de otra galaxia? No. Eran tan humanos como ella. Tal vez de Rusia. Es posible que los cinturones actuasen como transmisores de materia, eran ingenios parecidos a la cámara de teletransporte de aquella antigua película: La mosca. Esto podría explicar el acento de su guardián, en el caso de que hubiese sido teletransportado desde Rusia, pero no por qué no había envejecido en un cuarto de siglo; además, no podía creer en serio que la Unión Soviética ni nadie hubiese estado perfeccionando transmisores de materia desde que ella tenía ocho años. Sólo quedaba el viaje en el tiempo.
Había considerado esta posibilidad desde hacía algunos meses, aunque nunca había confiado lo bastante en su análisis para mencionárselo a Thelma. No obstante, si su guardián había entrado en momentos cruciales de su vida, viajando en el tiempo, podía haber hecho todos sus viajes en el lapso de un mes o una semana de su propia era, mientras que para ella habían pasado muchos años, y por esto parecía no haber envejecido. Hasta que pudiese interrogarle y saber la verdad, la teoría del viaje en el tiempo era la única que podía considerar. Su guardián había viajado hasta ella desde algún mundo futuro, porque, al hablarle del cinturón, le había dicho: «No querrías ir a donde te llevaría», y en aquel momento había una mirada triste y temerosa en sus ojos. Laura no tenía idea de por qué un viajero en el tiempo había de volver del futuro para protegerla, precisamente a ella, de drogadictos armados y de camiones sin control, y no tenía tiempo de considerar las posibilidades.
La noche era tranquila, oscura y fría.
Se encaminaban directamente a un peligro.
Lo sabía, pero ignoraba cuál era y de dónde vendría.
Cuando volvió al jeep, Chris le dijo:
—¿Qué hay de malo ahora?
—Tú estás loco por Star Trek, La guerra de las galaxias, Nuestros maravillosos aliados y todas esas monsergas; por consiguiente, tal vez lo que tengo aquí es la clase de experto en datos que busco cuando estoy escribiendo una novela. Tú eres mi experto permanente en cosas misteriosas.
El motor se encontraba parado y el interior del jeep sólo estaba iluminado por la luz de la luna que se filtraba entre las nubes. Sin embargo, podía ver bastante bien la cara de Chris, porque, durante los pocos minutos que había estado fuera, sus ojos se habían adaptado a la oscuridad. Él pestañeó y pareció perplejo.
—¿De qué estás hablando?
—Como te dije antes, Chris, te voy a contar todo sobre el hombre que yace ahí atrás, así como acerca de las otras extrañas apariciones que ha hecho en mi vida, pero ahora no tenemos tiempo para esto. Por consiguiente, no me apabulles a preguntas, ¿de acuerdo? No obstante, supón que mi guardián, yo le llamo así porque me ha protegido de grandes peligros siempre que ha podido…, supón que fuese un viajero del tiempo desde el futuro. Supón que no viene en una tosca máquina del tiempo. Supón que toda la máquina está en un cinturón que lleva debajo de la ropa, y que se materializa en el aire cuando llega aquí desde el futuro. ¿Me sigues?
Chris la miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Eso es él?
—Podría serlo, sí.
El niño se desabrochó el cinturón de seguridad, se puso de rodillas sobre el asiento y miró hacia el hombre que yacía en el compartimiento de atrás.
—¡Carajo!
—Dadas las circunstancias —dijo ella—, pasaré por alto tu lenguaje soez.
Él la miró, compungido.
—Perdona. Pero ¡un viajero en el tiempo…!
Si hubiese estado enfadada, su enfado se habría extinguido, pues ahora veía surgir en él aquella excitación infantil y aquella capacidad de maravillarse que no había exhibido en un año, ni siquiera en Navidad, cuando tanto se había divertido con Jason Gaines. La perspectiva de un encuentro con un viajero en el tiempo le produjo instantáneamente una impresión de aventura y regocijo. Esto era lo bueno de la vida. Aunque fuese cruel, también era misteriosa y estaba llena de cosas maravillosas y de sorpresas; a veces las sorpresas eran tan maravillosas que eran calificadas de milagrosas y, al presenciar estos milagros, la persona desalentada podía descubrir una razón para vivir, el cínico obtener un alivio inesperado de su tedio y un muchacho profundamente herido encontrar la voluntad de sanar y un remedio contra la melancolía.
—Bien —dijo ella—, supongamos que quiere salir de nuestro tiempo y volver al suyo; entonces aprieta un botón del cinturón especial que lleva.
—¿Puedo ver el cinturón?
—Más tarde. Recuerda que me has prometido no hacer ahora un montón de preguntas.
—Está bien. —Miró otra vez al guardián, se volvió, se sentó de nuevo y centró la atención en su madre—. ¿Qué pasa cuando aprieta el botón?
—Desaparece.
—¡Huy! Y cuando llega del futuro, ¿aparece saliendo del aire?
—No lo sé. Nunca le he visto llegar. Aunque creo que, por alguna razón, siempre hay relámpagos y truenos.
—¡Como esta noche!
—Sí; pero no siempre hay relámpagos. Está bien. Supongamos que volvió a tiempo de ayudarnos, de proteger nos de ciertos peligros…
—Como del camión sin control.
—No sabemos por qué quiere protegernos; no lo sabremos hasta que él nos lo diga. En todo caso, supongamos que otras personas del futuro no quieren que seamos protegidos. Tampoco podemos comprender, sus motivos. No obstante, una de aquellas personas fue Kokoschka, el hombre que mató a tu padre…
—Y los tipos que aparecieron esta noche en la casa —dijo Chris— vinieron también del futuro, ¿verdad?
—Creo que sí. Querían matar a mi guardián, a ti y a mí. Sin embargo, nosotros matamos a algunos de ellos y dejamos a dos atascados con el «Mercedes». Y ahora…, ¿qué crees que van a hacer, pequeño? Tú eres el experto permanente en cosas misteriosas. ¿Tienes alguna idea?
—Déjame pensar.
La luz de la luna se reflejaba con brillo apagado en el techo sucio del jeep.
El interior del vehículo se estaba enfriando; el aliento de sus ocupantes producía volutas de vapor helado, y las ventanillas empezaban a empañarse. Laura encendió el motor, la calefacción y el descongelador, pero no las luces.
—Bueno, mira —dijo Chris—, como su misión ha fracasado, no se quedarán rondando por ahí. Volverán al futuro del que vinieron.
—¿Los dos que iban en nuestro coche?
—Sí. Probablemente apretaron los botones de los cinturones de los que tú mataste, devolviendo sus cuerpos al futuro, de manera que no habrá ningún muerto en la casa, ninguna prueba de que unos viajeros en el tiempo estuvieron en ella. Salvo tal vez un poco de sangre. Y así, cuando los dos o tres últimos tipos se quedaron atascados en el camino, es probable que renunciasen a su intento y se fueran al lugar del que habían venido.
—Entonces, ¿crees que ya no están allí? ¿Que no volverán a pie a Big Bear, robarán otro coche y tratarán de encontrarnos?
—Quizá. Eso sería demasiado complicado. Quiero decir que tienen una manera más sencilla de encontrarnos que rondar en un coche en nuestra busca, como harían unos hombres malos corrientes.
—¿Qué manera?
El chico levantó la cara y contempló, a través del parabrisas, la nieve, la luz de la luna y la oscuridad al frente.
—Mira, mamá, al perdernos, pudieron apretar los botones de sus cinturones, volver al futuro y emprender un nuevo viaje a nuestro tiempo para tendernos otra trampa. Sabían que habíamos tomado esta carretera. Por consiguiente, probablemente lo que hicieron fue otro viaje a nuestro tiempo, pero esta noche más temprano, y montaron una trampa al otro extremo de esta carretera, y nos están esperando allí. Sí, ¡allí es donde están! Apuesto a que están allí.
—Pero ¿por qué no podían volver aún más temprano esta noche, antes de que llegaran por primera vez, y atacarnos antes de que mi guardián viniese a avisarnos?
—Una paradoja —dijo el muchacho—. ¿Sabes lo que esto quiere decir?
La palabra parecía demasiado complicada para un chico de su edad, pero ella dijo:
—Sí, sé lo que es una paradoja. Algo que se contradice pero que posiblemente es verdad.
—Mira, mamá, lo cierto es que el viaje en el tiempo está lleno de toda clase de paradojas posibles; cosas que no podían ser verdad, que no debían ser verdad, pero que pueden serlo. —Ahora hablaba con el entusiasmo con que describía escenas de sus películas fantásticas y de sus historietas preferidas, pero con más intensidad que nunca, probablemente porque esto no era un cuento, sino una realidad todavía más sorprendente que la ficción—. Supón, por ejemplo, que vuelves atrás en el tiempo y te casas con tu propio abuelo. Entonces serías tu propia abuela. Si el viaje en el tiempo fuese posible, tal vez podrías hacerlo; sin embargo, en ese caso, ¿cómo hubieses podido nacer si tu verdadera abuela no se hubiera casado con tu abuelo? ¡Paradoja! ¿O qué pasaría si volvieses atrás en el tiempo y te encontrases con tu madre cuando era pequeña y la matases accidentalmente? ¿Dejarías simplemente de existir como si nunca hubieses nacido? Pero, si dejases de existir, ¿cómo habrías podido volver atrás en el tiempo? ¡Paradojas! ¡Paradojas!
Al contemplarle en la oscuridad del jeep, teñida por la luna, Laura tuvo la impresión de que estaba viendo a un muchacho diferente del que siempre había conocido. Desde luego, había advertido su gran fascinación por las historias de la era espacial, que parecían preocupar a la mayoría de los muchachos de este tiempo, independientemente de su edad. No obstante, hasta ahora no había tenido una visión profunda de la mente moldeada por aquellas influencias. Evidentemente, los niños americanos de finales del siglo XX no sólo vivían fantasías interiores más ricas que las de los muchachos de cualquier otra época de la Historia, sino que parecían haber extraído de sus fantasías algo que no les habían dado los duendes, las hadas y los fantasmas, que habían divertido a generaciones anteriores de chiquillos: la facultad de pensar en conceptos abstractos, como el espacio y el tiempo, de una manera impropia de su edad intelectual y emocional. Tenía la peculiar impresión de que estaba hablando con un niño y un científico espacial que coexistían en un solo cuerpo.
Desconcertada, dijo:
—Si es así…, cuando esos hombres no pudieron matarnos en su primer viaje de esta noche, ¿por qué no hicieron un segundo viaje anterior al primero, para matarnos antes de que mi guardián nos avisase de su llegada?
—Mira, tu guardián ya había aparecido en la corriente del tiempo para avisarnos. Por lo tanto, si volvían antes de que nos avisase, en primer lugar, ¿cómo habría podido avisarnos, y cómo podríamos estar vivos aquí y ahora? ¡Paradojas!
Se echó a reír y batió palmas como un gnomo que celebrase algún efecto secundario y particularmente divertido de un hechizo mágico.
En contraste con su buen humor, Laura empezaba a tener jaqueca al tratar de resolver todas las complicidades de estos conceptos. Chris dijo:
—Algunas personas creen que el viaje en el tiempo es imposible, debido a todas las paradojas. No obstante, otros creen que es posible con la condición de que el viaje que se haga al pasado no cree una paradoja. Ahora bien, si eso es verdad, los asesinos no podían volver en un segundo viaje más temprano, porque dos de ellos ya habían muerto en el primer viaje. No podían hacerlo porque ya estaban muertos, y eso sería una paradoja. Sin embargo, los hombres a los que no mataste y tal vez algunos nuevos viajeros en el tiempo podían hacer otro viaje para cerrarnos el paso al final de esta carretera. —Se inclinó hacia delante para mirar de nuevo a través del manchado parabrisas—. Por eso, brillaron todos aquellos relámpagos hacia el Sur cuando estábamos dando bandazos en la carretera para que no nos alcanzasen los disparos: estaban llegando más hombres del futuro. Sí, apuesto a que nos están esperando en alguna parte allá abajo, en la oscuridad.
Frotándose las sienes con las puntas de los dedos, Laura dijo:
—Pero si damos la vuelta y volvemos atrás, si no caemos en la trampa que nos han tendido, se darán cuenta de que les hemos burlado. Entonces harán un tercer viaje hacia atrás en el tiempo y volverán al «Mercedes» y dispararán contra nosotros cuando tratemos de volver por aquel camino. Nos sorprenderán, sea cual fuere la dirección en que vayamos.
Él sacudió la cabeza enérgicamente.
—No. Porque cuando vean que no llegamos, tal vez dentro de media hora, ya habremos dado la vuelta y pasado por donde está el «Mercedes». —El muchacho ahora saltaba excitado sobre el asiento—. Por consiguiente, si tratasen de hacer un tercer viaje en el tiempo para volver al principio de esta carretera y atraparnos allí, no podrían hacerlo, porque nosotros ya habremos salido de ella y estaremos a salvo. ¡Paradoja! Mira, tienen que seguir las reglas de juego, mamá. No son magos. Tienen que seguir las reglas de juego, ¡y pueden ser derrotados!
En treinta y nueve años, ella nunca había sufrido un dolor de cabeza que se hubiese convertido, tan rápidamente, de una ligera jaqueca a unas palpitaciones que parecían romperle el cráneo. Cuanto más se esforzaba por resolver las dificultades de eludir a una pandilla de asesinos viajeros en el tiempo, tanto más profundo se hacía el dolor.
Por fin dijo:
—Me rindo. Supongo que hubiese debido ver Star Trek y leer a Robert Heinlein todos estos años en vez de portarme como una adulta seria, porque no soy capaz de enfrentarme a esta situación. Por consiguiente, te diré una cosa: voy a confiar en ti para burlarles. Tendrás que tratar de ir siempre un paso por delante de ellos. Quieren matarnos. Entonces, ¿cómo pueden tratar; de matarnos sin crear una de esas paradojas? ¿Dónde se presentarán la próxima vez y la siguiente? De momento, volveremos por donde hemos venido, pasaremos por delante del «Mercedes» y, si estás en lo cierto, nadie nos estará esperando allí. Pero ¿dónde aparecerán después? ¿Volveremos a verlos esta noche? Piensa en todas estas cosas, y cuando se te ocurra alguna idea, dímelo.
—Lo haré, mamá.
Se arrellanó en su asiento, sonriendo ampliamente durante un instante; después, mordiéndose el labio inferior, se entregó con más intensidad juego.
Salvo que no era un juego, naturalmente. Sus vidas estaban realmente en peligro. Tenían que esquivar a unos asesinos con facultades casi sobrehumanas, y estaban cifrando sus esperanzas de supervivencia únicamente en la riqueza de imaginación de un niño de ocho años.
Laura arrancó, puso marcha atrás y retrocedió unos doscientos metros hasta que encontró en la carretera un lugar lo bastante ancho para dar la vuelta. Entonces volvieron por donde habían venido, hacia el «Mercedes» atascado en la cuneta, en dirección a Big Bear.
Ya no estaba aterrorizada. Su situación contenía tantos elementos desconocidos, e incognoscibles, que no había tiempo para el terror. El terror no era como la felicidad o la depresión; es una condición aguda que, por su propia naturaleza, tiene que ser de corta duración. El terror se debilita de prisa. O aumenta hasta que uno se desmaya o se muere de miedo; uno grita hasta que un vaso sanguíneo se rompe en el cerebro. Ella no gritaba, y a pesar de su dolor de cabeza, no creía que se le fuese a reventar alguna arteria. Sólo sentía un miedo limitado y crónico, algo más que ansiedad.
¡Qué día había sido! ¡Qué año! ¡Qué vida!
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