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Stefan sintió el familiar y desagradable cosquilleo que acompañaba al viaje en el tiempo, una vibración peculiar que transmitía hacia dentro desde la piel, a través de la carne, hasta la médula de los huesos, y después rápidamente hacia fuera, de los huesos a la carne y a la piel. Con un fuerte chasquido abandonó la puerta y, en el mismo instante, se encontró bajando por la falda empinada y cubierta de nieve de una montaña de California en la noche del 10 de enero de 1989.

Tropezó, cayó sobre el costado herido y rodó hasta el pie de la vertiente, donde se detuvo contra un tronco podrido. Sintió un fuerte dolor, por primera vez desde que había sido herido. Gritó y se desplomó de espaldas, mordiéndose la lengua para no desmayarse y pestañeando en la tumultuosa noche.

Otro rayo rasgó el cielo y la luz pareció salir a borbotones de una herida abierta. Al resplandor espectral de La tierra cubierta de nieve y de los fuertes pero intermitentes relámpagos, Stefan vio que estaba en un claro de un bosque. Árboles negros y sin hojas alzaban las ramas desnudas al cielo inflamado, como si fuesen devotos fanáticos loando a un dios violento. Y árboles de hoja perenne, dobladas las ramas bajo sobrepellizas de nieve, se erguían como solemnes sacerdotes de una religión más santa.

Al llegar en un tiempo que no le era propicio, el viajero trastornaba las fuerzas de la Naturaleza de una manera que requería la emisión de tremendas cantidades de energía. Independientemente del tiempo que hiciese en el punto de llegada, el desequilibrio era corregido por un alarde de relámpagos que rasgaban el cielo y esta era la razón de que la carretera etérea en la que se trasladaban los viajeros fuese llamada Ruta Relámpago. Por causas que nadie había podido determinar en el Instituto, el viaje en la propia era del que lo hacía, no iba acompañado de pirotecnia celeste.

La tormenta amainó, como siempre, pasando de rayos dignos del Apocalipsis a centelleos lejanos. Al cabo de un minuto, la noche volvió a ser oscura y tranquila.

Al cesar los relámpagos, aumentó su dolor. Casi parecía como si los rayos que habían rajado la bóveda del cielo ahora estuviesen encerrados tanto en su pecho como en su hombro y brazo izquierdos, una energía demasiado grande para que la carne mortal pudiese contenerla o soportarla.

Se puso de rodillas y, después, temblorosamente en pie, pensando que tenía pocas probabilidades de salir vivo del bosque. Salvo el resplandor fosforescente del claro cubierto de nieve, la noche nublada era negra como el carbón, amenazadora. Aunque no había viento, el aire invernal era gélido, y él únicamente llevaba una delgada bata de laboratorio sobre la camisa y los pantalones.

Peor aún, podía estar a kilómetros de distancia de una carretera o de cualquier indicador que le permitiese averiguar su posición. Si se consideraba la puerta como un cañón, su exactitud era extraordinaria para la distancia temporal que se tenía que recorrer hasta el blanco, pero su puntería distaba mucho de ser perfecta. El viajero solía llegar con diez o quince minutos de aproximación al tiempo pretendido, pero no siempre con la deseada precisión geográfica. A veces aterrizaba a cien metros de su destino físico, pero en otras ocasiones lo hacía veinte o veinticinco kilómetros, como el día en que él viajó al 10 de enero de 1988 para salvar a Laura, Danny y a Chris del camión de los Robertson.

En todos su viajes precedentes, había llevado consigo un mapa de la zona de destino y una brújula, por si se encontraba en un lugar aislado, como este al que había llegado ahora. Sin embargo, esta vez, al haber dejado su chaqueta en el rincón del laboratorio, no tenía brújula ni mapa, y el cielo nublado le quitaba toda esperanza de encontrar su camino fuera del bosque con ayuda de las estrellas.

La nieve le llegaba casi hasta las rodillas, y llevaba zapatos y no botas; sentía que tenía que empezar a moverse inmediatamente para no morir congelado. Miró a su alrededor en el claro, esperando una inspiración, una chispa de intuición; finalmente, eligió una dirección al azar y se encaminó hacia la izquierda buscando un sendero abierto por los ciervos u otro camino natural que le permitiese cruzar el bosque.

Todo su costado izquierdo, desde el cuello a la cintura, sufría punzadas de dolor. Esperaba que la bala, al atravesar su cuerpo, no hubiese alcanzado alguna arteria y que la pérdida de sangre fuese lo bastante lenta como para permitirle llegar al fin hasta Laura y ver su cara, la cara que adoraba, por última vez antes de morir.

El primer aniversario de la muerte de Danny cayó en martes, y aunque Chris no mencionó el significado de la fecha, no le pasó inadvertida. Estuvo desacostumbradamente quieto. Pasó la mayor parte de aquel día triste, jugando en silencio con sus personajes de los Señores del Universo en el cuarto de estar, un juego que normalmente se caracterizaba por imitaciones vocales de armas láser, chasquidos de espadas y motores espaciales. Más tarde, se tumbó en la cama para leer historietas. Resistió todos los esfuerzos de Laura por sacarle del aislamiento que él mismo se imponía, probablemente para bien; cualquier intento que ella hubiese hecho para mostrarse alegre habría sido vano, y él se habría sentido doblemente deprimido al darse cuenta de que también ella estaba luchando desesperadamente por desviar sus pensamientos de aquella pérdida irreparable.

Thelma, que había llamado sólo unos días antes para dar la buena noticia de que había decidido casarse con Jason Gaines, llamó nuevamente a las siete y cuarto de esa tarde, sólo para charlar, como si no se diese cuenta de la importancia de la fecha. Laura recibió la llamada en su despacho, donde estaba luchando todavía con el libro negro y amargo que la había tenido ocupada durante el último año.

—Adivina qué, Shane. ¡He conocido a Paul McCartney! Había venido a Los Ángeles para negociar un contrato para una grabación y coincidimos en la misma fiesta el viernes por la noche. Cuando le vi, tenía la boca llena de entremeses, me dijo hola, con migajas en los labios, y estuvo simpatiquísimo. Me comentó que había visto mis películas, que creía que era muy buena actriz y estuvimos hablando…, ¿vas a creerlo…?, tal vez durante veinte minutos, y gradualmente ocurrió una cosa extraña.

—¿Descubriste que le habías desnudado mientras hablabais?

—Bueno, todavía tiene un buen aspecto, ¿sabes?, aún conserva aquella cara de angelito que hacía que nos desmayásemos hace veinte años, pero marcada ahora por la experiencia, très sofisticada y con una tristeza en los ojos sumamente atractiva; se mostró muy gracioso, encantador. Tal vez al principio tuviese ganas de desnudarle, sí y vivir la fantasía hasta el fin. No obstante, cuanto más hablábamos, menos me parecía un dios, más me parecía una persona, y al cabo de unos minutos, Shane, se evaporó el mito y no fue más que un hombre de edad madura, amable y atractivo. Y ahora, ¿qué conclusión sacas de todo esto?

—¿Qué crees que debo sacar?

—No lo sé —dijo Thelma—. Estoy un poco confusa. ¿No debería una leyenda viva continuar pasmándote veinte minutos después de haberla conocido? Quiero decir que he conocido a muchos astros, y ninguno de ellos me parecía un dios; pero este era McCartney.

—Bueno, si quieres saber mi opinión, su rápida pérdida de altura mitológica no dice nada en contra de él, pero sí mucho a tu favor. Has alcanzado la madurez, Ackerson.

—¿Significa eso que tengo que renunciar a ver las películas de los «Three Stooges» cada sábado por la mañana?

—Los «Stooges» están permitidos, pero los campeonatos de comida deben ser, resueltamente, agua pasada para ti.

Cuando Thelma colgó, a las ocho menos diez minutos, Laura se sentía ligeramente mejor; por consiguiente, pasó del libro negro al cuento sobre Sir Tommy Toad. Sólo había escrito dos frases del libro infantil cuando, más allá de la ventana, la noche se iluminó con un rayo lo bastante brillante como para infundir ideas sobre un holocausto nuclear. El trueno subsiguiente sacudió la casa desde el tejado a los cimientos, como si una esfera de demolición se hubiese estrellado contra una de las paredes. Ella se puso en pie sobresaltada, tan sorprendida que ni siquiera apagó el ordenador. Un segundo rayo rasgó la noche, haciendo que las ventanas fuesen tan luminosas como pantallas de televisión, y el trueno que siguió, aún fue más fuerte que el primero.

—¡Mamá!

Se volvió y vio a Chris plantado en el umbral.

—No pasa nada —dijo. Él corrió hacia ella, y Laura se sentó en el sillón basculante y le atrajo sobre sus rodillas—. No pasa nada. No tengas miedo, cariño.

—Pero no está lloviendo —dijo él—. ¿Por qué truena si no está lloviendo?

Fuera la increíble serie de rayos y truenos siguió durante casi un minuto, y luego fue menguando. La fuerza del fenómeno había sido tan grande, que Laura fue capaz de imaginar que, por la mañana, encontrarían el cielo roto en grandes pedazos a su alrededor, como fragmentos de una cáscara de huevo gigante.

Antes de que hubiese andado cinco minutos desde el claro al que había llegado, Stefan se vio obligado a detenerse y apoyarse en el grueso tronco de un pino cuyas ramas se alzaban justo por encima de su cabeza. El dolor de la herida le hacía sudar copiosamente; sin embargo, estaba temblando por el frío de enero, demasiado mareado para poder aguantarse en pie, pero temiendo que, si se sentaba, se dormiría y no despertaría nunca. Con las lánguidas ramas del pino gigantesco sobre su cabeza y a su alrededor, tuvo la impresión de que se había refugiado bajo el manto negro de la Muerte, del que ya no podría salir.

Antes de acostar a Chris, Laura preparó para los dos, helados de coco con jarabe «Hershey’s». Los tomaron en la mesa de la cocina y el muchacho pareció recobrar el ánimo. Tal vez el hecho de que el triste aniversario hubiese terminado de un modo tan espectacular, con aquel chocante fenómeno atmosférico, había alejado de su mente la idea de la muerte, sumiéndole en la contemplación de maravillas parecidas. No paraba de hablar del rayo que había roto el cordel de una cometa y penetrado en el laboratorio del doctor Frankenstein en la vieja película de James Whale, que había visto por primera vez hacía una semana, y del rayo que había asustado al Pato Donald en unos dibujos animados de Disney, así como de la noche tormentosa de 101 Dálmatas, durante la cual Drusilla DeVille había lanzado su terrible amenaza contra los cachorros que daban nombre a la cinta.

Cuando ella le arropó y le dio el beso de buenas noches, Chris se estaba acercando al sueño con una sonrisa, al menos una media sonrisa, en vez del ceño fruncido que había mostrado durante todo el día. Laura se sentó en una silla al lado de su cama y esperó a que estuviese profundamente dormido, aunque él ya no tenía miedo y no necesitaba su presencia. Se quedó allí simplemente, porque tenía necesidad de contemplarle durante un rato.

Volvió a su despacho a las nueve y cuarto, pero antes de acercarse al procesador de texto, se detuvo ante una ventana y contempló el jardín cubierto de nieve, la franja negra del paseo de grava que conducía a la lejana carretera y el cielo nocturno sin estrellas. Algo de aquella tormenta de rayos la inquietaba; y no era el hecho de que hubiese sido tan extraña ni posiblemente destructora, pero su fuerza sin precedentes y casi sobrenatural le había resultado en cierto modo… familiar. Creía recordar haber presenciado una tormenta parecida en otra ocasión, pero no sabía cuándo. Era un sentimiento raro, parecido al déjà vu, y no quería desvanecerse.

Se dirigió al dormitorio principal y comprobó el control de seguridad dentro del armario, para asegurarse de que la alarma estaba conectada con todas las puertas y ventanas. De debajo de la cama sacó la «Uzi» que tenía un cargador grande para cuatrocientas balas exóticas, ligeras y forradas con una aleación. Llevó el arma a su despacho y la colocó en el suelo junto a su sillón.

Estaba a punto de sentarse cuando un relámpago rasgó de nuevo la noche, asustándola, y al instante fue seguido de un trueno que sintió en sus huesos. Otro relámpago, otro y otro brillaron en las ventanas como una serie de burlones rostros espectrales formados por luz ectoplasmática.

Al retemblar los cielos estremecidos por las centellas, Laura corrió a la habitación de Chris para tranquilizarle. Para su sorpresa, aunque los rayos y los truenos habían sido todavía más violentos que la primera vez, el niño no se había despertado, tal vez porque aquel estruendo parecía formar parte de algún sueño sobre los cachorros dálmatas en una noche tormentosa de aventura.

Tampoco llovía.

Los rayos y truenos cesaron rápidamente, pero no menguó la ansiedad de Laura.

Él vio extrañas formas de ébano en la oscuridad, cosas que se deslizaban entre los árboles y le observaban con ojos más negros que sus cuerpos; no obstante, aunque le sorprendían y asustaban, sabía que no eran reales, sino fantasmas creados por su mente cada vez más desorientada. Siguió andando a pesar del frío exterior, del calor interior, de las punzantes agujas de los pinos, de las afiladas espinas de las zarzas, de la tierra helada que a veces cedía bajo sus pies y en ocasiones giraba como un plato de fonógrafo. El dolor del pecho, el hombro y el brazo era tan intenso que le asaltaban imágenes delirantes de ratas que le roían la carne desde dentro de su cuerpo, aunque no podía imaginarse cómo habían podido entrar allí.

Después de caminar durante al menos una hora —a él le parecieron muchas, incluso días, pero no podían haber sido días porque el sol no se había levantado—, llegó al borde del bosque y, más allá de un cuarto de hectárea de césped cubierto de nieve, vio la casa. Las luces eran vagamente perceptibles en los bordes de las ventanas de cerradas persianas.

Se quedó plantado, con incredulidad, convencido al principio de que aquella casa no era más real que las figuras tenebrosas que le habían acompañado en el bosque. Después empezó a moverse hacia el espejismo…, por si, a fin de cuentas, no era un sueño provocado por la fiebre.

Sólo había dado unos pasos, cuando un relámpago azotó la noche y rasgó el cielo. El látigo chascó repetidamente, y cada vez parecía manejarlo un brazo más vigoroso.

La sombra de Stefan saltó y se retorció sobre la nieve a su alrededor, aunque él estaba temporalmente paralizado por el miedo. A veces tenía dos sombras, porque los relámpagos las proyectaban simultáneamente desde dos direcciones. Cazadores adiestrados ya le habían seguido por la Ruta Relámpago, resueltos a detenerle antes de que tuviese oportunidad de avisar a Laura.

Se volvió para mirar el bosque del que había venido. Bajo el cielo estroboscópico, los árboles de hoja perenne parecían saltar hacia él, volver atrás y saltar de nuevo. No vio allí ningún cazador.

Al cesar los relámpagos, avanzó de nuevo, tambaleándose, hacia la casa. Cayó dos veces, se levantó, siguió avanzando, aunque tenía miedo de que, si se caía de nuevo, fuese incapaz de ponerse en pie o de gritar lo bastante fuerte como para hacerse oír.

Mientras contemplaba la pantalla del ordenador, tratando de pensar en Sir Tommy Toad y pensando en cambio en la tormenta, Laura recordó de pronto dónde había visto un cielo tan extraordinariamente tempestuoso: había hablado por primera vez de Sir Tommy, el día en que el drogadicto había entrado en la tienda, el día en que había visto a su guardián por vez primera, aquel verano, cuando tenía ocho años.

Se irguió en su sillón.

Su corazón empezó a palpitar con fuerza.

Unos relámpagos de fuerza tan extraordinaria significaban un peligro de naturaleza completa, un peligro para ella. No recordaba que hubiese habido rayos el día de la muerte de Danny, ni cuando su guardián apareció en el cementerio durante el entierro de su padre. Pero, con una certidumbre absoluta que no podía explicar, sabía que el fenómeno que había presenciado esta noche tenía un significado terrible para ella: era un presagio, y no bueno por cierto.

Cogió la «Uzi» e inspeccionó el piso de arriba, comprobando todas las ventanas, mirando en habitación de Chris, asegurándose de que todo estaba en orden. Después bajó a toda prisa para registrar las otras habitaciones.

Al entrar en la cocina, algo golpeó en la puerta de atrás. Con un grito ahogado de sorpresa y de miedo, se volvió en aquella dirección y a punto estuvo de abrir fuego con la «Uzi».

Sin embargo, no era el ruido resuelto de alguien que se dispusiera a entrar por la fuerza. Era un sonido que nada tenía de amenazador, apenas más fuerte que una llamada con los nudillos; se repitió dos veces. También creyó haber oído una voz que la llamaba débilmente por su nombre.

Silencio.

Se acercó a la puerta y escuchó quizá durante medio minuto.

Nada.

La puerta era de un modelo de alta seguridad, con una lámina de acero embutido entre tablas de roble de cinco centímetros de grueso; por consiguiente, no tenía miedo de que un pistolero pudiese disparar contra ella desde el otro lado. No obstante, vaciló en acercarse a observar por la mirilla, porque temía ver un ojo aplicado al otro lado, tratando de mirarla a ella. Cuando al fin tuvo valor para hacerlo, pudo ver un amplio sector del patio y, tumbado sobre el hormigón, un hombre con los brazos abiertos, como si hubiese caído de espaldas al chocar con la puerta.

«Una trampa —pensó—. Un truco».

Encendió las luces de fuera y se deslizó hacia la ventana de encima de su escritorio. Con sumo cuidado, levantó uno de los listones de la persiana. El hombre que yacía en el patio de hormigón era su guardián. Tenía los zapatos y los pantalones cubiertos de nieve, llevaba lo que parecía ser una bata blanca de laboratorio, con la parte delantera manchada de sangre.

Por lo que podía ver, nadie estaba agazapado en el patio ni en el césped más allá, pero tenía que considerar la posibilidad de que alguien hubiese arrojado allí su cuerpo, como un cebo para hacerla salir de la casa. Abrir la puerta de noche, y en aquellas circunstancias era una temeridad.

Sin embargo, no podía dejarle allá fuera. No a su guardián, no si estaba herido y muriéndose.

Desconectó el botón de alarma de la puerta, abrió los fuertes cerrojos y, recelosamente, salió a la gélida noche con la «Uzi» preparada. Nadie disparó contra ella. En el jardín, débilmente iluminado por la nieve, y hasta en el bosque, nada se movió.

Se acercó a su guardián, se arrodilló a su lado y le tomó el pulso. Estaba vivo. Le abrió uno de los párpados. Se hallaba inconsciente. La herida en el lado izquierdo de su pecho podía ser grave, aunque en aquel momento parecía que no sangraba.

Sus lecciones con Henry Takahami y su programa de ejercicios regulares habían aumentado notablemente su fuerza, pero no lo bastante como para levantar al herido con un brazo. Dejó la «Uzi» junto a la puerta y descubrió que no podía levantarle siquiera con ambos brazos. Parecía peligroso mover a un hombre tan gravemente herido, pero más peligroso aún era dejarle en la gélida noche, especialmente cuando, por lo visto, alguien le perseguía. Medio a rastras, consiguió introducirlo en la cocina, y le tendió en el suelo. Con alivio, recobró la «Uzi», volvió a cerrar la puerta y conectó de nuevo la alarma.

Él estaba terriblemente pálido y frío; por consiguiente, lo más urgente era quitarle los zapatos y los calcetines cubiertos de nieve helada. Cuando hubo terminado con su pie izquierdo y estaba desatando los cordones del zapato derecho, murmuró algo en una lengua extraña, demasiado confusas las palabras como para que ella pudiese identificar el idioma, y después farfulló en inglés sobre explosivos, puertas y «fantasmas en los árboles».

Aunque Laura sabía que estaba delirando y que probablemente él no la entendería mejor de lo que ella le entendía a él le habló para tranquilizarle:

—Tranquilo, descanse, se pondrá bien; en cuanto le haya sacado el pie de este bloque de hielo, llamaré a un médico.

La mención de un médico sacó brevemente a Stefan de su confusión. Agarró débilmente el brazo de ella y le dirigió una intensa y temerosa mirada.

—Médico, no. Tenemos que irnos…, tenemos que irnos…

—No está en condiciones de ir a ninguna parte —le dijo ella—. Salvo a un hospital en ambulancia.

—Tenemos que irnos. En seguida. Ellos vendrán…, vendrán pronto…

Ella miró la «Uzi».

—¿Quién va a venir?

—Asesinos —respondió él, apremiante—. Me matarán para vengarse. Te matarán a ti, matarán a Chris. Vendrán. Ahora.

En aquel momento no había delirio en sus ojos ni en su voz. Su cara pálida y sudorosa ya no estaba fláccida, sino tensa de terror.

Todo el adiestramiento de ella con armas y artes marciales ya no parecían precauciones histéricas.

—Está bien —dijo—, nos iremos en cuanto haya echado un vistazo a esa herida, en cuanto vea si hay que vendarla.

—¡No! Ahora. Hemos de irnos ahora.

—Pero…

—Ahora —insistió él.

Había en sus ojos tal expresión de terror, que ella casi creyó que los asesinos de los que hablaba no eran hombres normales, sino criaturas de origen sobrenatural, demonios con la crueldad y la furia de los seres sin alma.

—Está bien —dijo ella—. Nos iremos ahora.

Él le soltó el brazo. Desenfocó la mirada y empezó a farfullar cosas sin sentido.

Mientras Laura cruzaba la cocina para subir a despertar a Chris, oyó que su guardián hablaba como en sueños, pero con ansiedad, de una «gran máquina negra y rodante de la muerte», que no significaba nada para ella, pero que la espantó igualmente.