VI

La gran oficina del doctor Vladimir Penlovski estaba en la cuarta planta del Instituto. Cuando Stefan entró en la sala de espera, esta se hallaba desierta, pero oyó voces en la habitación contigua. Se dirigió a la puerta interior, que estaba entornada, acabó de abrirla y vio a Penlovski que dictaba a Anna Kaspar, su secretaría.

Penlovski levantó la cabeza, ligeramente sorprendido al ver a Stefan. Debió percibir tensión en su semblante, pues frunció el entrecejo y dijo:

—¿Algo anda mal?

—Algo ha andado mal durante largo tiempo —dijo Stefan—, pero creo que ahora todo irá bien.

A continuación, mientras Penlovski fruncía más el ceño, sacó la «Colt Commander» con silenciador del bolsillo de su bata y disparó dos tiros contra el pecho del científico.

Anna Kaspar se levantó de su silla, dejando caer el lápiz y el cuaderno, con un grito sofocado.

A él no le gustaba matar mujeres (no le gustaba matar a nadie), pero ahora no tenía alternativa; por consiguiente, disparó tres veces contra ella, derribándola de espaldas sobre la mesa, antes de que el grito pudiese acabar de salir de su garganta.

Muerta, resbaló de la mesa y se derrumbó en el suelo. Los disparos no habían sido más fuertes que el bufido de un gato irritado, y el sonido del cuerpo al caer había sido insuficiente para llamar la atención.

Penlovski estaba hundido en su sillón, con los ojos y la boca abiertos, mirando sin ver. Una de las balas debió perforarle el corazón, pues sólo había una pequeña mancha de sangre en su camisa: la circulación había sido interrumpida en un instante.

Stefan salió de la habitación y cerró la puerta. Cruzó la sala de espera y, saliendo al pasillo, cerró también la puerta exterior.

Su corazón galopaba. Con estos dos asesinatos se había apartado para siempre de su propio tiempo, de su propia gente. De ahora en adelante, la única vida posible para él estaba en el tiempo de Laura. No podía volver atrás.

Con las manos, y la pistola en los bolsillos de su bata de laboratorio, recorrió el pasillo en dirección al despacho de Januskaya. Al acercarse a la puerta, dos de sus otros colegas salían por ella. Le saludaron al cruzarse con él, y se detuvo para ver si se encaminaban al despacho de Penlovski. Si lo hacían, no tendría más remedio que matarles también.

Sintió alivio cuando se detuvieron ante las puertas de los ascensores. Cuantos más cadáveres dejase a su alrededor, más probable sería que alguien tropezase con uno de ellos y diese la voz de alarma, impidiendo que pudiese montar el aparato de relojería de los explosivos y escapar por la Ruta Relámpago.

Entró en la oficina de Januskaya, que también tenía una sala de recepción. Detrás de la mesa, la secretaria —proporcionada, como en el caso de Anna Kaspar, por la Policía secreta— levantó la cabeza y sonrió.

—¿Está el doctor Januskaya? —preguntó Stefan.

—No. Está abajo, en la sala de documentos, con el doctor Volkaw.

Volkaw era el tercer hombre cuyo conocimiento del proyecto era lo bastante grande como para exigir su eliminación. Parecía un buen augurio que él y Wladyslaw Januskaya estuviesen convenientemente en el mismo sitio.

En la sala de documentos se guardaban y estudiaban los muchos libros, periódicos, revistas, así como otros materiales que habían sido traídos por viajeros en el tiempo de los lugares previstos. Estos días, los hombres que habían concebido la Ruta Relámpago, se hallaban enfrascados en un urgente análisis de los puntos clave en que las alteraciones de la corriente natural de los acontecimientos podían producir los cambios que ellos deseaban en el curso de la Historia.

Mientras bajaba en el ascensor, Stefan sustituyó el silenciador de la pistola por el que traía de recambio. El primero amortiguaría otra docena de disparos antes de que los reflectores del sonido se averiasen gravemente. Pero no quería usarlo demasiado. El segundo silenciador era un seguro adicional. También cambió rápidamente el cargador medio vacío por otro lleno.

El pasillo de la primera planta era un lugar muy transitado, lleno de gente que entraba y salía de los laboratorios y de las salas de investigación. Mantuvo las manos en los bolsillos y fue directamente a la sala de documentos.

Cuando Stefan entró, Januskaya y Volkaw se encontraban de pie junto a una mesa de roble, inclinados sobre un ejemplar de una revista, discutiendo acaloradamente, pero en voz baja. Levantaron la cabeza, pero inmediatamente continuaron su discusión, presumiendo que él estaba allí para sus propios fines de investigación.

Stefan disparó dos balas contra la espalda de Volkaw.

Januskaya reaccionó perplejo e impresionado cuando Volkaw cayó de bruces sobre la mesa, empujado por el impacto de los casi inaudibles disparos.

Stefan disparó ahora contra la cara de Januskaya; después se volvió y salió de la estancia, cerrando la puerta a su espalda. Como no estaba seguro de que pudiese hablar con cierto control o coherencia a sus colegas, trató de parecer sumido en honda reflexión, esperando que esto les disuadiría de acercarse a él. Se dirigió a los ascensores con la mayor rapidez posible sin correr, subió a su despacho de la tercera planta, metió una mano detrás del archivador e hizo girar al máximo el disco del aparato de relojería, dándose exactamente cinco minutos para llegar a la puerta y alejarse antes de que el edificio quedase convertido en un montón de cascotes humeantes.