IX

Laura y Chris pasaron la Navidad con Thelma en la casa de Jason Gaines en Beverly Hills. Era una mansión estilo Tudor, de veintidós habitaciones, emplazada en un terreno amurallado de dos hectáreas y media, una extensión fenomenal en una zona en que el precio por hectárea había subido hacía tiempo en una proporción irracional. Durante su construcción en los años cuarenta —había sido edificada por un productor de comedias disparatadas y películas de guerra— no se había escatimado nada en lo referente a calidad, y las habitaciones se caracterizaban por bellos detalles que hoy no habrían podido reproducirse por diez veces el coste original. Había techos intrincadamente artesonados algunos de madera de roble y otros de cobre; las molduras superiores estaban cuidadosamente talladas; las ventanas emplomadas eran de cristal pintado o biselado, y se hallaban instaladas tan profundamente en las gruesas paredes, que uno podía sentarse cómodamente en su antepecho; los dinteles interiores decorados con paneles tallados a mano: vides y rosas, querubines y estandartes, ciervos saltarines, pájaros con cintas prendidas en el pico; los dinteles exteriores eran de granito esculpido, y en dos de ellos había incrustadas frutas de cerámica de colores al estilo della Robbia. La finca de dos hectáreas y media alrededor de la casa era meticulosamente cuidada como parque particular, en ella había serpenteantes caminos empedrados que discurrían en un paisaje tropical de palmeras, benjuíes, azaleas cargadas de brillantes flores rojas, balsaminas, helechos, aves del paraíso y flores de temporada de tantas especies que Laura sólo pudo identificar la mitad.

Cuando Laura y Chris llegaron a primera hora de la tarde del sábado, la víspera de Navidad, Thelma los llevó a dar una larga vuelta por la casa y los jardines, después de lo cual tomaron cacao caliente y comieron pasteles diminutos preparados por la cocinera y servidos por la doncella en el porche soleado que daba a la piscina.

—¿No es loca la vida, Shane? ¿Puedes creer que la misma muchacha que pasó casi diez años en agujeros tales como Mcllory y Caswell esté viviendo aquí sin reencarnarse primero en una princesa?

La casa era tan importante que propiciaba que quien la poseyese se sintiese Importante, con mayúscula, y se viese en dificultades para evitar la presunción y la ostentación. Pero cuando Jason Gaines llegó a casa a las cuatro, resultó ser de lo más sencillo que Laura hubiese conocido, algo sorprendente en un hombre que llevaba diecisiete años en el negocio del cine. Tenía treinta y ocho, cinco más que Thelma, y parecía un Robert Vaughn más joven, que era mucho más que «de buen ver», como había dicho Thelma. No había pasado media hora desde su llegada cuando Chris y él se metieron en una de las tres habitaciones de recreo y empezaron a jugar con un tren eléctrico montado sobre una plataforma de cinco por siete metros y completado con aldeas, montañas, onduladas, molinos de viento, cascadas, túneles y puentes.

Aquella noche, mientras Chris dormía en la habitación contigua a la de Laura, Thelma visitó a esta. Las dos en pijama se sentaron con las piernas cruzadas sobre la cama, como cuando eran pequeñas, aunque ahora comían pistachos tostados y bebían champaña de Navidad en vez de galletas y leche.

—Lo más extraño, Shane, es que, a pesar de venir de donde vine, aquí me siento como en mi casa. No me encuentro desplazada.

Tampoco tenía el aire de estarlo. Aunque seguía siendo Thelma Ackerson, había cambiado en los últimos meses. Llevaba el pelo mejor cortado y peinado, tenía la piel tostada por primera vez en su vida, y se comportaba más como una mujer que como una comediante que tratase de provocar carcajadas, como signo de aprobación a cada uno de sus chistes y ademanes. Usaba un pijama menos llamativo, pero más sexy, que de costumbre: ceñido, de seda lisa y color melocotón. Sin embargo, todavía llevaba zapatillas conejito.

—Las zapatillas conejito —dijo— me recuerdan quién soy. Si las llevas, no se te pueden subir los humos a la cabeza. No puedes perder tu sentido de la perspectiva y empezar a actuar como una estrella o como una dama rica. Además, me dan confianza, porque son tan desenvueltas; me recuerdan lo siguiente: «Nada de lo que me haga el mundo podrá rebajarme lo suficiente como para que me vuelva tonta y frívola». Si muriese y fuese a parar al infierno podría soportarlo con estas zapatillas.

El día de Navidad fue como un sueño maravilloso. Jason resultó ser un hombre sentimental, con todas las ilusiones de un chiquillo. Insistió en que se reuniesen alrededor del árbol de Navidad en pijama y bata, abriesen los regalos tirando de las cintas, rasgando ruidosamente el papel y haciendo todos los aspavientos posibles, cantasen villancicos y en que, mientras abrían los regalos, renunciasen a la idea de un desayuno de régimen y comiesen galletas, caramelos, nueces, pasteles de fruta y palomitas de maíz acarameladas. Demostró que no sólo había tratado de ser un buen anfitrión cuando había pasado la tarde anterior con Chris jugando a los trenes, sino que durante todo el día de Navidad jugó con el niño a diferentes juegos, tanto dentro como fuera de la casa, y quedó bien claro que le gustaba mantener una relación natural con los niños. Cuando llegó la hora de la cena, Laura se dio cuenta de que Chris había reído más en un día que en todos los once meses pesados.

Cuando acostó a su hijo aquella noche, él le dijo:

—Qué día tan estupendo, ¿eh, mamá?

—Uno de los mejores —convino ella.

—Lo único que siento —dijo él a punto de dormirse—, es que papá no pueda estar aquí para jugar con nosotros.

—Yo siento lo mismo, cariño.

—Pero en cierto modo estuvo aquí, porque yo pensé mucho en él. ¿Le recordaré siempre, mamá, tal como era, aunque pasen docenas y docenas de años?

—Yo te ayudaré a ello, pequeño.

—Porque a veces hay cositas de él que ya no recuerdo del todo. Tengo que pensar mucho para recordarlas, pero no quiero olvidarlas, porque él era mi papá.

Cuando se hubo dormido, Laura pasó a su propia habitación por la puerta común. Se sintió inmensamente aliviada cuando pocos minutos más tarde, Thelma entró para otra conversación «de muchacha a muchacha», porque, sin Thelma, habría pasado allí unas cuantas horas muy malas.

—Si yo tuviese hijos, Shane —dijo Thelma, subiendo a la cama de Laura—, ¿crees que les permitirían vivir en sociedad o les desterrarían al equivalente de una colonia de leprosos para niños feos?

—No seas tonta.

—Desde luego, podría pagar toda la cirugía plástica que necesitasen. Quiero decir que, aunque resultase que su especie fuese discutible, podría pagar para que les diesen un aspecto aceptablemente humano.

—A veces me indigna el desprecio que tienes de ti misma.

—Lo siento. Atribúyelo a no haber tenido una madre y un padre solícitos. Tengo la confianza y las dudas propias de una huérfana. —Calló un momento y después se echó a reír y dijo—: ¡Eh! ¿Sabes una cosa? Jason quiere casarse conmigo. Al principio pensé que estaba poseído por el demonio y era incapaz de controlar su lengua: sin embargo, él me asegura que no necesitamos un exorcista, aunque evidentemente ha sufrido un pequeño ataque. Bueno, ¿qué piensas tú?

—¿Qué pienso yo? ¿Y eso qué importa? Pero, sea como fuere, te diré que es un hombre magnífico. Vas a agarrarle, ¿no?

—Temo que es demasiado bueno para mí.

—Nadie es demasiado bueno para ti. Cásate con él.

—Temo que esto no funcionaría y que quedaría anonadada.

—Y si no lo pruebas —dijo Laura—, quedarás peor que anonadada; te quedarás sola.