En los pasillos, y a través de las puertas abiertas de los despachos y laboratorios del Instituto, Stefan vio a sus colegas trabajando, ninguno de ellos le prestó interés especial. Cogió el ascensor hasta la tercera planta y allí, delante de su oficina, se encontró con el doctor Wladyslaw Januskaya, que era el protegido del doctor Vladimir Penlovski y segundo en la dirección de los estudios del viaje en el tiempo, que en principio había sido llamado Proyecto Guadaña, pero que, desde hacía unos meses, era conocido por el adecuado nombre en clave de Ruta Relámpago.
Januskaya tenía cuarenta años, diez menos que su mentor, pero parecía más viejo que el vital y enérgico Penlovski. Bajo, gordo, calvo, de tez rojiza, con dos brillantes dientes de oro y unas gafas gruesas que hacían que sus ojos pareciesen huevos pintados, Januskaya podría haber sido un personaje cómico. Sin embargo, su fe impía en el Estado y su celo en el trabajo por la causa totalitaria eran suficientes para contrarrestar su potencial cómico; en realidad, era uno de los hombres más inquietantes de los que intervenían en Ruta Relámpago.
—Stefan, querido Stefan —dijo Januskaya—. Quería decirte lo agradecidos que estamos a tu oportuna sugerencia, en octubre pasado, de que la energía para la puerta fuese suministrada por un generador seguro. Tu previsión ha salvado el proyecto. Si todavía dependiésemos de las fuerzas eléctricas municipales…, bueno, la puerta se habría derrumbado ya una docena de veces y andaríamos terriblemente retrasados.
Como esperaba ser detenido al regresar al Instituto, Stefan se quedó confuso al ver que su traición no había sido descubierta, y sorprendido al escuchar las alabanzas de aquel vil gusano. Si había sugerido conectar la puerta a un generador seguro, no había sido porque quisiera ver triunfar su maldito proyecto, sino porque no había querido que sus propios viajes a la vida de Laura pudiesen ser interrumpidos por un fallo en el suministro público de energía.
—En octubre pasado no habría pensado que pudiésemos encontrarnos hoy en una situación como esta, sin poder confiar en los servicios públicos ordinarios y con el orden social tan descompuesto —dijo Januskaya, sacudiendo tristemente la cabeza—. ¡Lo que tiene que soportar el pueblo para ver triunfar el Estado socialista de sus sueños!
—Son tiempos sombríos —dijo Stefan, pero significando algo muy diferente de lo que quería decir Januskaya.
—Pero triunfaremos —dijo enérgicamente Januskaya, con sus ojos amplificados llenos de aquella locura que Stefan conocía tan bien—. Gracias a Ruta Relámpago, triunfaremos.
Dio unas palmadas en el hombro de Stefan y siguió andando por el pasillo.
Cuando Stefan vio que el científico se acercaba a los ascensores, dijo:
—¡Oh, doctor Januskaya!
El gusano blanco y gordo volvió la cabeza y le miró.
—¿Qué?
—¿Ha visto hoy a Kokoschka?
—¿Hoy? No, todavía no.
—Está aquí, ¿verdad?
—Oh, me imagino que sí. Siempre está aquí mientras hay alguien trabajando. Es un hombre muy diligente. Si tuviésemos más como Kokoschka, no podríamos dudar del triunfo final. ¿Tiene que hablar con él? Si le veo, puedo enviárselo.
—No, no —contestó Stefan—. No es nada urgente. No quisiera interrumpirle en otros trabajos. Estoy seguro de que le veré, más tarde o más temprano.
Januskaya siguió hacia los ascensores y Stefan entró en su despacho, cerrando la puerta tras sí.
Se agachó junto al archivador que había colocado de manera que cubriese un tercio de la reja de la chimenea de ventilación del rincón. En el estrecho espacio detrás de aquel, un manojo de alambres de cobre, que apenas era visible, salía de la última rendija de la reja. Los alambres estaban conectados a un sencillo aparato de relojería introducido en un hueco de la pared que estaba detrás del archivador. Nada había sido desconectado. Podía meter la mano detrás del armario, poner en marcha el aparato de relojería y, en un tiempo de uno a cinco minutos, dependiendo del giro que diese al disco, el Instituto quedaría destruido.
¿Qué diablos está pasando?, se preguntó.
Se sentó durante un rato a su mesa, contemplando el cuadrado de cielo que podía ver desde una de las dos ventanas: nubes desparramadas y de un gris sucio se movían perezosamente sobre el telón de fondo azul.
Por fin salió de su despacho, se dirigió a la escalera norte y rápidamente subió a la cuarta planta y al ático. La puerta se abrió con un breve chirrido. Encendió la luz y entró en la larga estancia a medio terminar, andando lo más silenciosamente posible sobre el suelo de tablas. Comprobó tres de las cargas de plástico que había escondido en las vigas dos noches atrás. Los explosivos no habían sido tocados.
No necesitaba examinar las cargas del sótano. Salió del ático y volvió a su oficina.
Evidentemente, nadie sabía nada de su intención de destruir el Instituto ni de desviar la vida de Laura de una serie de tragedias ordenadas por su destino. Nadie, salvo Kokoschka. Maldita sea, Kokoschka tenía que saberlo porque se había presentado en la carretera de montaña con una «Uzi».
Pero ¿por qué no se lo había dicho a nadie?
Kokoschka era un oficial de la Policía secreta del Estado, un verdadero fanático, obediente y abnegado servidor del Gobierno, y personalmente responsable de la seguridad de Ruta Relámpago. Al descubrir a un traidor en el Instituto, Kokoschka no habría vacilado en llamar a sus compañías de agentes para que cercasen el edificio, guardasen la puerta e interrogasen a todo el mundo.
Seguramente no habría permitido que Stefan acudiese en ayuda de Laura en la carretera de montaña, para seguirle después con intención de matarles a todos. En primer lugar, habría querido detener a Stefan e interrogarle para determinar si tenía cómplices en el Instituto.
Kokoschka se habría enterado de que Stefan había intervenido en los acontecimientos decretados en la vida de una mujer. Y habría descubierto o no los explosivos colocados en el Instituto; probablemente no, o al menos los habría desconectado. Entonces por razones personales, no había reaccionado como policía, sino como individuo. Esta mañana había seguido a Stefan a través de la puerta hacia aquella fría tarde de enero de 1988, con unas intenciones que Stefan no comprendía en absoluto.
Era absurdo. Sin embargo, esto era lo que tenía que haber ocurrido.
¿Qué había pretendido Kokoschka?
Probablemente nunca lo sabría.
Ahora Kokoschka había muerto en una carretera, en 1988, y pronto alguien del Instituto se daría cuenta de su ausencia.
Esta tarde, a las dos, Stefan tenía que emprender un viaje aprobado, bajo la dirección de Penlovski y Januskaya. Había pretendido volar el Instituto (en dos sentidos) a la una, una hora antes de la operación prevista. Ahora, a las 11.43, decidió que tendría que actuar más de prisa de lo que en principio se había propuesto antes de que la desaparición de Kokoschka provocase una alarma.
Se dirigió a uno de los altos archivadores, abrió el cajón inferior, que estaba vacío, y lo desprendió de sus costados, sacándolo por completo del mueble. Sujeta a la parte de atrás del cajón había una pistola —«Colt Commander Parabellum» de 9 milímetros, con un cargador de nueve proyectiles— adquirida en uno de sus ilícitos viajes y traída en secreto al Instituto. De detrás de otro cajón sacó dos silenciadores de alta tecnología y otros cuatro cargadores llenos. De nuevo en su mesa, trabajando rápidamente por si alguien entraba si llamar, enroscó uno de los silenciadores en el cañón de la pistola, soltó el seguro y repartió el otro silenciador y los cargadores entre los bolsillos de su bata de laboratorio.
No podía confiar en que, cuando saliese por última vez del Instituto por la puerta, los explosivos matarían a Penlovski Januskaya y algunos otros científicos. La explosión derribaría el edificio y destruiría indudablemente toda la maquinaria y todos los archivos, pero ¿qué pasaría si sobreviviese uno solo de los principales investigadores? Penlovski y Januskaya tenían conocimientos suficientes para reconstruir la puerta; por consiguiente, Stefan había proyectado matarles, así como a otro hombre, Volkaw, antes de poner en marcha el aparato de relojería de los explosivos y entrar en la puerta para volver hacia Laura.
Una vez fijado el silenciador, la «Commander» era demasiado larga como para caber en el bolsillo de su bata de laboratorio, en vista de lo cual volvió el bolsillo del revés y rasgó el fondo. Con el dedo en el gatillo, introdujo la pistola en el bolsillo, ahora sin fondo, y la mantuvo allí mientras abría la puerta de su despacho y salía al pasillo.
El corazón le palpitaba furiosamente. Era la parte más peligrosa de su plan, porque había muchas probabilidades de que algo saliese mal antes de que terminara su trabajo mortal con la pistola y volviera a su despacho para conectar el aparato de relojería con los explosivos.
Laura estaba muy lejos, y era posible que no volviese a verla.