III

A las dos y media de la mañana del domingo, Laura estaba ante su procesador de texto en el despacho contiguo al dormitorio principal; vestía pijama y una bata, y bebía zumo de manzana mientras trabajaba en un nuevo libro. La única luz de la habitación procedía de las verdes letras electrónicas de la pantalla del ordenador, así como de una pequeña lámpara de mesa que enfocaba las páginas escritas el día anterior. Un revólver estaba sobre la mesa, al lado del manuscrito.

La puerta del oscuro pasillo se encontraba abierta. Aquellos días nunca cerraba ninguna puerta, salvo la del cuarto de baño, porque, más pronto o más tarde, una puerta cerrada podía impedir que oyese el paso cauteloso de un intruso en otra parte de la casa. Esta tenía un perfecto sistema de alarma, pero Laura mantenía las puertas interiores abiertas por si acaso.

Oyó que Thelma venía por el pasillo y se volvió en el momento en que su amiga se asomaba a la puerta.

—Si he hecho algún ruido que te haya despertado, lo lamento dijo Laura.

—No. Las que actuamos en clubes nocturnos, trabajamos hasta muy tarde. Pero yo duermo hasta el mediodía. ¿Y tú? ¿Sueles estar levantada a esta hora?

—Ya no duermo bien. Con cuatro o cinco horas tengo suficiente. En vez de estar tumbada, dando vueltas en la cama, me levanto y escribo.

Thelma cogió una silla, se sentó y apoyó los pies sobre la mesa escritorio de Laura. Su ropa de noche era todavía más llamativa que la que había empleado en su juventud: pijama de seda holgado, rojo, verde y azul, y con dibujos amarillos abstractos de cuadrados y círculos.

—Me alegra ver que aún llevas zapatillas conejito —dijo Laura—. Muestra cierta constancia en tu personalidad.

—Yo soy así. Firme como una roca. Ya no puedo comprar zapatillas conejito de mi número; por consiguiente, tengo que adquirir zapatillas peludas de adulta y un par de zapatillas de niña, arrancar los ojos y las orejas de las pequeñas y coserlos en las grandes. ¿Qué estás escribiendo?

—Un libro negro y amargo.

—Parece muy adecuado para pasar un fin de semana divertido en la playa.

Laura suspiró y se echó atrás en su sillón de respaldo movible.

—Es una novela acerca de la muerte, sobre la injusticia de la muerte. Es un proyecto tonto, porque estoy tratando de explicar lo inexplicable. Trato de explicar la muerte a mi lector ideal, porque tal vez así pueda al fin comprenderle yo misma. Es un libro acerca de por qué tenemos que luchar y seguir adelante a pesar de conocer nuestra mortalidad, por qué tenemos que combatir y aguantar. Es un libro negro, triste, lúgubre, melancólico, deprimente, amargo, profundamente inquietante.

—¿Tendrá mucha demanda un libro así?

Laura se echó a reír.

—Probablemente ninguna. Pero cuando un escritor concibe la idea de una novela…, bueno, es como un fuego interior que al principio te calienta y hace que te sientas bien; sin embargo, luego, empieza a devorarte viva, a quemarte desde dentro. No puedes escapar del fuego; este sigue ardiendo. La única manera de apagarlo es escribir el maldito libro. De todas maneras, cuando me atasco en este, paso a un lindo libro infantil que estoy escribiendo sobre Sir Tommy Toad.

—Estás majareta, Shane.

—¿Quién lleva las zapatillas conejo?

Hablaron de diferentes cosas, con la fácil camaradería que habían compartido durante veinte años. Tal vez fue por la soledad de Laura, más aguda que en los días que siguieron inmediatamente al asesinato de Danny, o tal vez por el miedo a lo desconocido, pero fuese cual fuere la razón, empezaron a hablar de su guardián especial. Thelma era la única en el mundo que podía creer esta historia. En realidad, Thelma parecía hechizada, bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia delante en su sillón, sin expresar jamás incredulidad, mientras se desarrollaba el relato desde el día en que fue muerto el drogadicto hasta que el guardián se desvaneció en la carretera de montaña.

Cuando Laura hubo apagado aquel fuego interior, Thelma dijo:

—¿Por qué no me hablaste de este…, de este guardián hace años, cuando estábamos en McIlroy?

—No lo sé. Parecía algo…, mágico. Algo que debía guardar para mí sola, porque si lo compartía, rompería el hechizo y nunca volvería a verle. Después, cuando dejó que me enfrentase sola a Anguila, cuando no hizo nada para salvar a Ruthie, supongo que dejé de creer en él. Nunca hablé de él a Danny, porque, cuando le conocí, mi guardián no era más real para mí que Santa Claus. Entonces, de pronto…, volvió a aparecer en la carretera.

—Aquella noche, en la montaña, ¿no te dijo que volvería dentro de pocos días para explicártelo todo?

—Pero no he vuelto a verle desde entonces. He estado siete meses esperando, y me imagino que, cuando alguien se materialice de pronto, será bien mi guardián u otro Kokoschka con una metralleta.

La historia había electrizado a Thelma, que rebulló en su sillón como sacudida por una corriente. Por fin se levantó y empezó a pasear arriba y abajo.

—¿Qué me dices de Kokoschka? ¿Descubrió la Policía algo acerca de él?

—Nada. No llevaba ningún documento de identidad. El «Pontiac» que conducía había sido robado, lo mismo que el jeep rojo. Comprobaron sus huellas dactilares con todas las que tenían registradas y no sacaron nada de ello. Y no podían interrogar a un cadáver. No saben quién era, de dónde había venido, ni por qué quería matarnos.

—Has tenido mucho tiempo para pensar en todo esto. ¿Te has hecho alguna idea? ¿Quién es este guardián? ¿De dónde vino?

—No lo sé. —Tenía una idea en particular que le parecía atrayente, pero creía que era una locura y no tenía pruebas que apoyasen la teoría. No se lo dijo a Thelma porque fuese una idea loca, sino porque la veía demasiado egocéntrica—. Sencillamente, no lo sé.

—¿Dónde está el cinturón que te dejó?

—En la caja fuerte —dijo Laura, señalando con la cabeza hacia el rincón donde una caja de seguridad empotrada en el suelo estaba oculta debajo de la alfombra.

Juntas levantaron la alfombra en aquel rincón y apareció la caja fuerte, que era un cilindro de treinta centímetros de diámetro por cuarenta de profundidad. En ella, sólo había una cosa, y Laura la sacó.

Volvieron a la mesa para mirar el misterioso artículo bajo una luz mejor. Laura ajustó el cuello flexible de la lámpara.

El cinturón tenía diez centímetros de ancho y estaba hecho de una tela elástica, negra —tal vez nailon—, entretejida con hilos de cobre que formaban intrincados y peculiares dibujos. Debido a su anchura, el cinturón necesitaba dos pequeñas hebillas en vez de una; también eran de cobre. Además, cosida al cinturón, a la izquierda de las hebillas, había una cajita del tamaño de una antigua pitillera, de unos diez centímetros por ocho, y solamente dos centímetros de profundidad, y también esta era de cobre. Ni aun observándola minuciosamente, se podía descubrir cómo abrir la cajita rectangular de cobre; su única característica era un botón amarillo situado cerca del ángulo inferior izquierdo, y que tenía menos de tres centímetros de diámetro.

Thelma manoseó el extraño material.

—Repíteme otra vez lo que él dijo que ocurriría si apretabas el botón amarillo.

—Sólo me dijo que, por el amor de Dios, no lo apretase, y cuando le pregunté por qué, me respondió: «No querrás ir a donde te llevaría».

Estaban de pie, una al lado de la otra, contemplando a la luz de la lámpara el cinturón que sostenía Thelma. Eran más de las cuatro de la mañana, y la casa estaba tan silenciosa como un cráter muerto y sin atmósfera de la Luna.

Por fin, Thelma dijo:

—¿No te has sentido nunca tentada a apretar el botón?

—No, nunca —respondió Laura sin vacilar—. Cuando se refirió al lugar al que me llevaría… había una expresión terrible en sus ojos. Y sé que él mismo volvió allí de mala gana. No sé de dónde viene, Thelma, pero si no interpreté mal lo que vi en sus ojos, el lugar está a sólo un paso del infierno.

El domingo por la tarde, vestidas con pantalones cortos y camisetas de manga corta, tendieron un par de mantas en el jardín de atrás y perezosamente tomaron un almuerzo a base de ensalada de patata, lonchas de embutidos, queso, fruta fresca, patatas frías y bollos de cinamomo, revestidos de crujiente pacana. Jugaron con Chris, que aquel día disfrutó de lo lindo, en parte porque Thelma sabía orientar su ingenio cómico para que fuese adecuado para niños de ocho años.

Cuando Chris vio unas ardillas que jugueteaban al fondo del jardín, cerca del bosque, quiso darles de comer. Laura le dio un bollo y dijo:

—Hazlo migajas y arrójaselas. Ellas no dejarán que te acerques demasiado. Y no te alejes de mí, ¿oyes?

—Sí, mamá.

—No vayas hasta el bosque. Sólo hasta la mitad del camino.

Él corrió, alejándose unos diez metros de la manta, sólo a poco más de medio camino hasta los árboles, y se arrodilló en el suelo. Arrancó trocitos del bollo de cinamomo y se los arrojó a las ardillas, haciendo que estos veloces y cautelosos animalitos se acercasen cada vez un poco más.

—Es un buen chico —dijo Thelma.

—No puede ser mejor.

Laura acercó la «Uzi» a su lado.

—Sólo está a unos diez metros —dijo Thelma.

—Pero está más cerca del bosque que de mí.

Laura estudió las sombras de debajo de los apretados pinos.

Sacando unas cuantas patatas fritas de la bolsa, Thelma dijo:

—No había almorzado nunca al aire libre con alguien que llevase una metralleta. Y me gusta. Así no tengo miedo a los osos.

—Pero hay muchas hormigas.

Thelma se tendió de costado sobre la manta, apoyando la cabeza en un brazo doblado; sin embargo, Laura permaneció sentada, con las piernas cruzadas al estilo indio. Mariposas de color naranja, brillantes como luz de sol condensada, revoloteaban en el aire cálido de agosto.

—Parece que el chico se desenvuelve bien —dijo Thelma.

—Bastante —convino Laura—. Tuvo unos días muy malos. Lloraba mucho, estaba emocionalmente desequilibrado. Pero pasó. A esa edad son flexibles, se adaptan rápidamente, aceptan las cosas. No obstante, por muy bien que parezca estar…, temo que haya ahora en él algo sombrío que no tenía antes y que no se le va a quitar jamás.

Mientras Thelma observaba cómo Chris alimentaba a las ardillas, Laura estudió el perfil de su amiga.

—Todavía añoras a Ruth, ¿verdad?

—Todos los días desde hace veinte años. ¿No echas tú todavía en falta a tu padre?

—Claro —dijo Laura—. Sin embargo, cuando pienso en él, creo que lo que siento es diferente de lo que sientes tú. Pues todos esperamos que nuestros padres mueran antes que nosotros, e incluso cuando mueren prematuramente, podemos aceptarlo, porque siempre hemos sabido que tenía que ocurrir, más pronto o más tarde. Pero es diferente cuando el que muere es la esposa, el marido, un hijo…, o una hermana. No esperamos verlos morir, no tan pronto en la vida. Por consiguiente, es difícil asimilarlo. Especialmente, supongo, si es una hermana gemela.

—Cuando tengo alguna buena noticia, me refiero a mi carrera, lo primero que pienso es en lo mucho que se habría alegrado Ruthie. Pero ¿qué me dices de ti, Shane? ¿Te vas arreglando?

—Por las noches lloro.

—Ahora, eso es bueno. No lo era tanto hace un año.

—Por la noche, despierta, escucho los latidos de mi corazón, y es un sonido solitario. Le doy gracias a Dios por Chris. Él es una razón para vivir. Y tú. Os tengo a ti y a Chris, y formamos una especie de familia, ¿no te parece?

—No una especie. Somos una familia. Tú y yo somos hermanas.

Laura sonrió, alargó una mano y revolvió los enmarañados cabellos de Thelma.

—Pero que seamos hermanas —añadió Thelma— no quiere decir que tengas que pedirme prestada mi ropa.