II

Stefan abandonó la noche de nieve de las montañas de San Bernardino, y un instante más tarde, estaba dentro de la puerta al otro extremo de la Ruta Relámpago. La puerta parecía un barril grande, como esos que se habían hecho populares en los parques de atracciones, salvo que su superficie interna era de cobre pulido en vez de madera, y que no giraba bajo sus pies. El barril tenía dos metros y medio de diámetro y cuatro de longitud, y unos pocos pasos le bastaron para salir de él al laboratorio principal de la planta baja del Instituto, donde estaba seguro de que sería recibido por hombres armados.

El laboratorio se encontraba desierto.

Asombrado, se detuvo un momento, con la chaqueta salpicada de nieve, y miró a su alrededor con incredulidad. Tres de las paredes de la estancia, de diez por trece metros, estaban llenas, desde el suelo hasta el techo, de maquinaria que zumbaba y repiqueteaba sin que nadie la atendiese. La mayoría de las lámparas se hallaban apagadas, de manera que la habitación estaba débil y misteriosamente iluminada. La maquinaria alimentaba la puerta y tenía docenas de discos e indicadores que resplandecían con un color gris pálido o anaranjado, pues la puerta —que era una brecha en el tiempo, un túnel hacia cualquier fecha— no se cerraba nunca; una vez cerrada, sólo podía abrirse de nuevo con grandes dificultades y con un enorme gasto de energía, pero mientras estuviese abierta, podía ser sostenida con un esfuerzo relativamente pequeño. Estos días, dado que la principal labor de investigación ya no se centraba en el perfeccionamiento de la propia puerta, el laboratorio principal era atendido por personal del Instituto solamente para el mantenimiento rutinario de la maquinaria y, naturalmente, cuando estaba en curso algún viaje. En diferentes circunstancias, Stefan nunca habría sido capaz de realizar las docenas de viajes secretos y no autorizados que había hecho para observar, y a veces corregir, los sucesos de la vida de Laura.

No obstante, aunque no era raro encontrar el laboratorio desierto durante la mayor parte del día, ahora le parecía singularmente extraño, pues habían enviado a Kokoschka a detenerle y sin duda estarían esperando ansiosamente saber el resultado del viaje de Kokoschka a las frías montañas de California. Tenían que haber previsto la posibilidad de que fracasase y de que Stefan volviese de 1988, y haber ordenado que se guardase la puerta hasta que se aclarase la situación. ¿Dónde estaba la Policía secreta, con sus trincheras negras de grandes hombreras? ¿Dónde se encontraban las armas con que había esperado que le recibirían?

Observó el gran reloj de pared y vio que eran las once y seis minutos, hora local. Como debía ser. Él había iniciado el viaje a las once menos cinco de aquella mañana, y cada viaje terminaba exactamente once minutos después de haber empezado. Nadie sabía por qué, pero por mucho tiempo que pasara el viajero en su lugar de destino, solamente transcurrían once minutos en la base. Él había estado en las montañas de San Bernardino durante casi una hora y media, pero únicamente habían pasado once minutos en su propia vida, en su tiempo. Si hubiese permanecido con Laura durante meses, antes de apretar el botón amarillo de su cinturón, activando el faro, habría regresado al Instituto tan sólo —y con toda exactitud— once minutos después de que se hubiese marchado.

¿Pero dónde estaban las autoridades, las pistolas, los irritados colegas expresando su cólera? Después de descubrir su intervención en los acontecimientos de la vida de Laura, después de enviar a Kokoschka a por él y Laura, ¿por qué se habrían alejado de la puerta, cuando solamente tenían que esperar once minutos para saber el resultado del enfrentamiento?

Stefan se quitó las botas, la chaqueta y la pistolera, y los escondió en un rincón detrás de unas herramientas. Había dejado su bata blanca de laboratorio en el mismo lugar cuando había emprendido su viaje, y ahora volvió a ponérsela.

Perplejo, todavía preocupado a pesar de la ausencia de un hostil comité de recepción, salió del laboratorio al pasillo de la planta baja, esperando momentos difíciles.