I

El sábado 13 de agosto de 1988, siete meses después de la muerte de Danny, Thelma Ackerson fue a la casa de la montaña a pasar cuatro días.

Laura estaba en el patio de atrás, haciendo prácticas de tiro al blanco con su «Smith & Wesson» especial, del 38. Acababa de volver a cargar y poner el tambor en su sitio, y estaba a punto de calarse el aparato protector de los oídos, cuando oyó que un coche se acercaba por el largo camino enarenado que conectaba con la carretera general. Cogió unos gemelos que tema en el suelo, junto a sus pies, y observó el vehículo para asegurarse de que no era un visitante peligroso. Cuando vio a Thelma detrás del volante, dejó los gemelos y siguió disparando contra el blanco —una silueta de la cabeza y el torso de un hombre—, sujeto delante de una bala de paja.

Sentado en la hierba, cerca de ella, Chris sacó otros seis cartuchos de la caja y se dispuso a pasárselos una vez que ella hubiese disparado la última bala del tambor.

El día era claro, cálido y seco. Las flores silvestres resplandecía a cientos a lo largo del borde del patio, donde el césped segado daba paso a hierbas salvajes y matorrales cerca de la orilla del bosque. Hasta hacía un rato, las ardillas habían estado jugando sobre la hierba y los pájaros habían cantado, pero los disparos los habían asustado y alejado momentáneamente de allí.

Se habría podido prever que Laura asociase la muerte de su marido con la casa de la montaña, y la vendiese. Pero no; había vendido la casa de Orange County hacía cuatro meses y se había trasladado con Chris a la de San Bernardino.

Pensaba que lo que les había ocurrido en enero pasado en la carretera 330 podía haberles sucedido en cualquier otra parte. La casa no era culpable; la culpa estaba en el destino, en las fuerzas misteriosas que actuaban en su vida, extrañamente amenazada. Instintivamente, sabía que si su guardián no hubiese venido a salvarla en aquel tramo de carretera nevada, habría entrado en su vida en otro lugar, en otro momento de crisis. Y en aquel otro lugar, habría aparecido Kokoschka con una metralleta, y se habría producido la misma serie de violentos y trágicos sucesos.

La otra casa tenía más recuerdos de Danny que la casa de piedra y madera de secoya al sur de Big Bear. Y ella podía vencer mejor el dolor en la montaña que en Orange Park Acres.

Además, aunque parezca extraño le parecía mucho más segura. En los superpoblados suburbios de Orange County, donde pululaban más de dos millones de personas en las calles y autovías, no podría apercibirse a un enemigo entre la multitud hasta que empezase a actuar. En cambio, en la montaña, cualquier desconocido era perfectamente visible, sobre todo porque la casa se encontraba en el centro de una finca de quince hectáreas.

Y no había olvidado la advertencia de su guardián: «Ármate. Estate preparada. Si vienen a por ti…, serán muchos».

Cuando Laura hubo disparado la última bala de la «38» y se hubo quitado los protectores de los oídos, Chris le tendió otros seis cartuchos. Se quitó también los guantes y corrió hacia el blanco para comprobar la puntería.

La bala de paja que estaba detrás del blanco tenía dos metros de altura, uno de profundidad y cuatro y medio de anchura. Detrás había muchas hectáreas de bosque de pinos, de su propiedad, por lo que era discutible la necesidad de una gran barrera protectora; sin embargo, ella no quería herir a nadie. Al menos, accidentalmente.

Chris levantó un nuevo blanco y corrió a reunirse con Laura con la canción de siempre:

—Cuatro blancos en seis tiros, mamá. Dos mortales y dos graves; pero parece que te desvías un poco hacia la izquierda.

—Veamos si puedo corregirlo.

—Estás un poco cansada; eso es todo —dijo Chris.

Había más de ciento cincuenta cápsulas en el césped a su alrededor. Empezaban a dolerle las muñecas, los brazos, los hombros y el cuello a causa de los retrocesos, pero quería vaciar otro tambor antes de dejarlo por aquel día.

Delante de la casa, la portezuela del coche de Thelma se cerró de golpe.

Chris se puso de nuevo el aparato protector de los oídos y cogió los gemelos para observar al blanco mientras su madre disparaba.

Laura sintió una punzada de dolor al mirar al chico, no sólo porque no tenía padre, sino porque parecía injusto que un niño al que le faltaban dos meses para cumplir los ocho años tuviese que vivir esperando constantemente la violencia. Ella hacía todo lo que podía para asegurarse de que él se divirtiese lo más posible. Todavía jugaban a Tommy Toad, aunque Chris ya no creía que Tommy fuese una persona real; gracias a una nutrida biblioteca de clásicos infantiles, Laura le mostraba también el placer y la evasión que podía encontrar en los libros; incluso procuraba convertir las prácticas de tiro en un juego, desviando su atención de la terrible necesidad de poder protegerse y protegerle a él. Sin embargo, durante aquellos días sus vidas estaban dominadas por una sensación de pérdida y de peligro por el miedo a lo desconocido. Este hecho no se le podía ocultar al muchacho, y no podía dejar de producir un efecto profundo y duradero sobre él.

Chris bajó los gemelos y la miró para ver por qué no disparaba. Ella le sonrió. Él la sonrió. Tenía una sonrisa tan dulce que casi le rompía el corazón.

Se volvió hacia el blanco, levantó el «38», lo sujetó con ambas memos y disparó el primer tiro de la nueva serie.

Cuando hubo disparado la cuarta bala, Thelma se plantó a su lado tapándose los oídos.

Laura disparó los dos últimos cartuchos y se quitó el protector de los oídos; Chris fue a observar el blanco. El estampido de los disparos todavía resonaba en las montañas cuando Laura se volvió a Thelma y la abrazó.

—¿Qué significa este tiroteo? —preguntó Thelma—. ¿Vas a escribir nuevos guiones para Clint Eastwood? No; será mejor que escribas un papel femenino equivalente al de Clint: La malvada Harriet. Soy la tía adecuada para representarlo, aunque fría, con una sonrisa que haría temblar al propio Bogart.

—Pensaré en ti para el papel —dijo Laura—, pero lo que me gustaría sería vérselo representar a Clint disfrazado de mujer.

—Oh, aún conservas el sentido del humor, Shane.

—¿Creías que lo habría perdido?

Thelma frunció el entrecejo.

—No supe qué pensar cuando te vi disparando, con el aire de una serpiente con dolor de muelas.

—Defensa propia —dijo Laura—. Todas las buenas chicas deberían aprender un poco.

—Parecías un profesional. —Thelma advirtió el brillo de los casquillos sobre la hierba—. ¿Lo haces muy a menudo?

—Tres veces a la semana; un par de horas cada vez.

Chris volvió con el blanco.

—Hola, tía Thelma. Mamá, esta vez has conseguido cuatro tiros mortales de seis, una herida grave y un fallo.

—¿Mortales? —dijo Thelma.

—¿Crees que todavía me desvío a la izquierda? —preguntó Laura al niño.

Él le mostró el blanco.

—Esta vez, no tanto.

Thelma dijo:

—Eh, Christopher Robin, ¿es esto todo lo que tienes que ofrecerme? ¿Un seco: «Hola, tía Thelma»?

Chris dejó el blanco sobre los que había amontonado anteriormente, se acercó a Thelma y le dio un fuerte abrazo y un beso. Advirtiendo que ella ya no vestía al estilo punk, le dijo:

—¡Oh! ¿Qué te ha pasado, tía Thelma? Pareces normal.

—¿Parezco normal? ¿Qué es eso, un cumplido o un insulto? Recuerda, chico, que aunque tu tía Thelma parezca normal, no lo es. Es un genio cómico, una persona de gran ingenio, una leyenda en su álbum de recortes. En todo caso, decidí que el punk era démodé.

Hicieron que Thelma los ayudase a recoger los casquillos vacíos.

—Mamá es una tiradora formidable —dijo Chris con orgullo.

—Tiene que serlo, después de practicar tanto. Aquí hay bastante plomo para hacer balas para todo un ejército de guerreros del Amazonas.

Chris dijo a su madre:

—¿Qué quiere decir eso?

—Pregúntamelo dentro de diez años —dijo Laura.

Cuando entraron en la casa, Laura cerró la puerta de la cocina con dos cerrojos de seguridad. También cerró las persianas de las ventanas, para que nadie pudiese verles.

Thelma observó con interés aquel ritual, pero no dijo nada.

Chris puso En busca del arca perdida en el «VCR» del cuarto de estar y se sentó delante del televisor con una bolsa de palomitas de queso y una «Coca-Cola». En la cocina contigua, Laura y Thelma se sentaron a la mesa y tomaron café, mientras Laura desmontaba y limpiaba el especial del «38».

La cocina era grande, pero acogedora, con mucha madera oscura de roble, ladrillos gastados en dos de las paredes, utensilios de cobre colgados en ganchos y baldosas de cerámica de un azul oscuro en el suelo. Era la clase de cocina donde, en la tele, las familias resolvían sus absurdas crisis y alcanzaban una iluminación trascendental —de corazón— en treinta minutos cada semana, descontando los anuncios. Incluso a Laura le parecía un lugar extraño para limpiar un arma destinada en principio a matar a otros seres humanos.

—¿Tienes realmente miedo? —preguntó Thelma.

—Puedes apostar a que sí.

—Pero Danny murió porque tuvisteis la desgracia de encontraros en medio de una disputa sobre drogas o algo por el estilo. Pero esa gente se largó hace tiempo, ¿no?

—Tal vez no.

—Bueno, si hubiesen tenido miedo de que pudieses identificarles, habrían venido mucho antes a por ti.

—No quiero correr riesgos.

—Tienes que tranquilizarte, chica. No puedes vivir el resto de tu vida esperando que alguien te salte encima desde detrás de un arbusto. Está bien, puedes tener un arma en la casa. Probablemente sea prudente. No obstante, ¿es que no vas a volver al mundo? No puedes ir con un revólver a todas partes.

—Sí que puedo. Tengo permiso.

—¿Permiso para llevar ese cañón?

—Lo llevo en el bolso dondequiera que vaya.

—¡Dios! ¿Y cómo conseguiste el permiso?

—Mi marido fue muerto en extrañas circunstancias por unos desconocidos. Esos asesinos trataron de matarnos a mi hijo y a mí…, y no han sido detenidos. Además, soy rica y relativamente famosa. Sería un poco extraño que no pudiese conseguir un permiso de armas.

Thelma guardó silencio durante un minuto, sorbiendo su café y observando cómo Laura limpiaba el revólver. Por fin dijo:

—Esto es un poco fantástico, Shane; verte tan seria, tan nerviosa acerca de este asunto. Quiero decir que hace siete meses que…, que murió Danny. Sin embargo, estás tan asustadiza como si alguien hubiese disparado ayer contra ti. No puedes mantener este grado de tensión o vigilancia o como quieras llamarlo. Esto conduce a la locura. A la paranoia. Tienes que enfrentarte con el hecho de que no puedes mantenerte continuamente en guardia durante el resto de tu vida.

—Pero puedo hacerlo, si es que debo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué haces ahora? Tu revólver está descargado. ¿Qué pasaría si un bárbaro criminal de lengua tatuada empezase a derribar a patadas la puerta de la cocina?

Las sillas de la cocina estaban montadas sobre ruedecillas de caucho; así, cuando Laura se apartó de pronto de la mesa, rodó rápidamente hacia el armario junto a la nevera. Abrió un cajón y sacó otro especial del «38».

—¡Oh! —dijo Thelma—. ¿Estoy sentada en medio de un arsenal?

Laura volvió a meter el segundo revólver en el cajón.

—Vamos. Te enseñaré algo.

Thelma la siguió a la despensa. Colgada detrás de la puerta, había una «Uzi» semiautomática.

—Eso es una ametralladora. ¿Es legal tenerla?

—Con permiso federal, puede comprarse en las armerías, aunque han de ser semiautomáticas; es ilegal convertirlas en automáticas.

Thelma la observó y suspiró:

—¿Ha sido convertida esa?

—Sí, es automática. Pero ya lo era cuando se la compré a un traficante ilegal, no en una armería.

—Esto es espantoso, Shane. De veras.

Laura condujo a Thelma al comedor y le mostró un revólver sujeto debajo del aparador. En el cuarto de estar, otro revólver estaba debajo de una mesita colocada cerca del sofá. Una segunda «Uzi» modificada se encontraba detrás de la puerta del vestíbulo. También había revólveres ocultos en un cajón de su mesa escritorio, en el office de arriba, en el cuarto de baño principal y en la mesita de noche de su dormitorio. Por último, guardaba una tercera «Uzi» en el dormitorio principal.

Mientras contemplaba la «Uzi» que Laura había sacado de debajo de la cama, Thelma dijo:

—Cada vez más horripilante. Si no te conociese tanto, Shane, creería que te has vuelto loca, que eres una paranoica chiflada por las armas. No obstante, conociéndote bien, debes tener buenas razones para estar tan asustada. Pero ¿no son todas esas armas peligrosas para Chris?

—Sabe que no debe tocarlas, y yo sé que puedo confiar en él. La mayoría de las familias suizas tienen algún miembro en el servicio militar, casi todos los varones están preparados para defender a su país, ¿no lo sabías?, pero tienen el índice más bajo del mundo de mortandad por accidente con armas. Porque las armas son un estilo de vida. Se enseña a los niños a respetar las armas desde su más tierna infancia. A Chris no le pasará nada.

Mientras Laura volvía a meter la «Uzi» debajo de la cama, Thelma dijo:

—¿Cómo diablos encontraste a un traficante ilegal de armas?

—Soy rica, ¿no te acuerdas?

—Y el dinero puede comprarlo todo, ¿eh? Está bien, tal vez sea verdad. Pero, vamos, ¿cómo pudo una chica como tú encontrar a un traficante de armas? Supongo que no se anuncian en los periódicos.

—He estudiado el ambiente en varias novelas complicadas, Thelma. He aprendido a encontrar las personas y las cosas que necesito.

Thelma no dijo nada mientras volvían a la cocina. Desde el cuarto de estar ahora llegaba la música heroica que acompañaba a Indiana Jones en todas sus hazañas. Mientras Laura se sentaba a la mesa y continuaba limpiando su revólver, Thelma sirvió más café para las dos.

—Pongamos las cartas boca arriba, niña. Si realmente existe una amenaza que justifique todo ese armamento, debe ser demasiado fuerte como para que puedas defenderte tú sola. ¿Por qué no empleas guardaespaldas?

—No confío en nadie. Es decir, salvo en ti y en Chris. Y en el padre de Danny; pero este se encuentra en Florida.

—Pero no puedes seguir así, sola, asustada…

—Pasando un cepillo en espiral por el cañón del revólver, Laura dijo:

—Creo que tienes razón, pero me gusta estar preparada. He pasado toda la vida contemplando cómo me arrancaban los seres queridos. No he hecho nada, salvo aguantarme. Bueno, al diablo con ello. De ahora en adelante lucharé. Si alguien quiere quitarme a Chris, tendrá que vérselas conmigo, será una guerra.

—Sé lo que estás pasando, Laura. Sin embargo, escucha, deja que haga de psicoanalista y te diga que, más que reaccionar a una amenaza real, estás reaccionando excesivamente a una sensación de impotencia frente al destino. No puedes burlar a la Providencia, muchacha. No puedes jugar al póquer con Dios y esperar ganar porque llevas un «38» en tu bolso. Quiero decir que perdiste a Danny en una acción violenta, sí, y tal vez podrías decir que Nina Dockweiler habría vivido si alguien le hubiese pegado un tiro a Anguila la primera vez que se lo mereció; no obstante, estos son los únicos casos en que la vida de personas que te eran queridas hubiesen podido salvarse con armas. Tu madre murió al dar a luz. Tu padre, de un ataque al corazón. Perdimos a Ruthie en un incendio. Que aprendas a defenderte con armas está bien, pero has de mantener la perspectiva, has de conservar el sentido del humor acerca de nuestra vulnerabilidad como especie, o acabarás en un manicomio con gente que habla a las cepas de los árboles y se come la pelusa del ombligo. No lo quiera Dios, pero ¿y si Chris enfermase de cáncer? Estás preparada para matar a quien se atreviese a tocarle, pero no podrás matar el cáncer con un revólver, y temo que estás tan locamente resuelta a protegerle, que te caerías en pedazos si ocurriese algo así, algo contra lo que no pudieses luchar, contra lo que nadie pudiese luchar. Me preocupas, muchacha.

Laura asintió con la cabeza y sintió crecer su afecto por su amiga.

—Te conozco, Thelma. Y puedes estar tranquila. Durante treinta y cinco años, no he hecho más que aguantar; ahora lucharé lo mejor que pueda. Si Chris o yo contrajésemos un cáncer, acudiría a todos los mejores especialistas, buscaría el mejor tratamiento posible. No obstante, si todo fracasase, si, por ejemplo, Chris muriese de cáncer, aceptaría la derrota. La lucha no impide el aguante. Puedo luchar, y si fracaso, todavía seguiré aguantando.

Thelma la contempló largo rato por encima de la mesa. Al fin, hizo una señal de asentimiento.

—Eso es lo que esperaba oír. Muy bien, terminó la discusión. Pasemos a otra cosa. ¿Cuándo piensas comprar un tanque, Shane?

—Me lo traerán el lunes.

—¿Y howitzers, granadas, bazookas?

—El martes. Pero ¿qué me dices de la película de Eddie Murphy?

—Cerramos el trato hace dos días —dijo Thelma.

—¿De veras? ¿Mi Thelma va a ser la estrella de una película con Eddie Murphy?

—Tu Thelma va a aparecer en una película con Eddie Murphy. Pero todavía no como estrella.

—Tuviste un cuarto papel en aquella película con Steve Martin y un tercero con Chevy Chase. Y este es un segundo papel, ¿verdad? ¿Y cuántas veces has hecho de presentadora en el espectáculo Tonight? Ocho, ¿no? Reconócelo, eres una estrella.

—De pequeña magnitud, tal vez. ¿No es extraordinario, Shane? Las dos salimos de la nada, de McIlroy Home, y hemos llegado a la cima. ¿No es extraño?

—No tan extraño —dijo Laura—. La adversidad genera dureza, y los duros triunfan. Y Sobreviven.