X

Él acababa de apearse del jeep robado cuando el «Blazer» salía de la curva del final de la pendiente. Al correr hacia él, vio que Laura reducía la marcha cuando ya había subido una tercera parte de la cuesta, pero todavía estaba en medio de la carretera, por lo que le hizo señas más apremiantes para que pasara al arcén, lo más cerca posible del terraplén. Al principio, ella siguió avanzando lentamente, como si no supiese si simplemente se trataba de un conductor en dificultades o de un hombre peligroso; pero cuando se acercó lo bastante para verle la cara y tal vez reconocerle, le obedeció inmediatamente.

Aceleró al pasar junto a él y metió el «Blazer» en la parte más ancha del arcén, a unos siete metros cuesta abajo del jeep de Stefan, y este volvió atrás, corrió hacia ella y abrió la portezuela.

—No sé si será suficiente con salirse de la carretera. Bajad del coche, subid al terraplén, de prisa, ¡ahora!

—Eh, un momento… —dijo Danny.

—¡Haz lo que él dice! —gritó Laura—. Baja, Chris, ¡baja!

Stefan cogió la mano de Laura y la ayudó a apearse. Mientras Danny y Chris también salían del «Blazer», Stefan oyó el ruido de un motor entre los aullidos del viento. Miró hacia arriba de la larga cuesta y vio que un gran camión había llegado a la cima y empezaba a bajar en dirección a ellos. Tirando de Laura, pasó corriendo por delante del «Blazer».

—Vamos, sube al terraplén —dijo el guardián de Laura, y empezó a trepar por la nieve helada que había sido amontonada allí por la máquina quitanieves, junto a los árboles próximos.

Laura miró hacia la carretera y vio el camión a unos cuatrocientos metros de ellos, y que a tan sólo treinta metros de la cima empezaba a resbalar sobre el traidor pavimento hasta que comenzó a bajar de lado por la carretera. Si no se hubiese entretenido, si su guardián no les hubiese obligado a hacerlo, se habrían encontrado muy cerca de la cima cuando el camión perdió el control; el choque ya se habría producido.

Al lado de ella, llevando a Chris en hombros y sujetándole fuerte, Danny evidentemente había visto el peligro. El camión seguiría bajando la cuesta sin que el conductor pudiese dominarlo, y podía estrellarse contra el jeep y el «Blazer». Cargando con Chris, trepó por el nevado terraplén, gritando a Laura que se diese prisa.

Ella subía buscando sitios donde agarrarse, golpeando la nieve con la punta de las botas para tener puntos de apoyo. La nieve no sólo estaba cubierta de hielo, sino que era dura y quebradiza en algunos lugares, rompiéndose en pedazos, y en un par de ocasiones Laura estuvo a punto de caer sobre el arcén de la carretera. Cuando se reunió con su guardián, Danny y Chris, a cinco metros por encima de la calzada, en una cornisa de la roca, estrecha, pero limpia de nieve, cerca de los árboles, tenía la impresión de que había estado trepando durante minutos. Pero en realidad, el miedo debió alterar su sentido del tiempo, pues cuando miró hacia la carretera, vio que el camión todavía estaba resbalando en su dirección; ahora se hallaba a setenta metros de distancia, había dado una vuelta completa sobre las ruedas y nuevamente bajaba de lado.

Seguía resbalando sobre la nieve, como en movimiento retardado; era el destino en forma de unas toneladas de acero. Un automóvil adaptado para la nieve era transportado por el gran camión y, por lo visto, no estaba asegurado con cadenas o sujeto de alguna manera; el conductor tontamente había confiado en la inercia para que se mantuviese en su sitio. Sin embargo, ahora rebotaba de un lado a otro contra las paredes de la caja y contra la parte de atrás de la cabina, y su violento movimiento durante aquel resbalón de setecientos metros contribuía a desestabilizar el vehículo que lo transportaba, hasta que pareció que el camión, fuertemente inclinado, daría la vuelta de campana en vez de girar una vez más sobre las ruedas.

Laura observó que el conductor luchaba con el volante y vio también una mujer al lado de él que estaba chillando, y pensó: ¡Oh, Dios mío, pobre gente!

Como si leyese sus pensamientos, su guardián gritó por encima del viento:

—Los dos están borrachos, y las ruedas no llevan cadenas.

«Si sabías tanto acerca de ellos —pensó ella—, debías saber quiénes son. ¿Por qué no los detuviste, por qué no les salvaste también a ellos?».

Con un terrible estruendo, la parte delantera del camión chocó contra el costado del jeep y, como no llevaba puesto el cinturón de seguridad, la mujer salió despedida a través del parabrisas, donde quedó colgada, en parte dentro y en parte fuera de la cabina…

—¡Chris! —gritó Laura.

No obstante, vio que Danny ya había bajado al chico de su espalda y lo abrazaba con fuerza, haciendo que volviese la cabeza y no viese el accidente.

La colisión no detuvo al camión; llevaba demasiado impulso y el pavimento estaba demasiado resbaladizo para que las ruedas sin cadenas se fijasen en él. Sin embargo, el brutal impacto invirtió la dirección en que resbalaba el camión: este giró bruscamente hacia la derecha del conductor y se deslizó de espaldas cuesta abajo, y el vehículo que iba cargado en él, saltó de la parte de atrás, voló y fue a estrellarse contra el capó del «Blazer» aparcado, haciendo añicos el parabrisas. Un instante después, la parte trasera del camión chocó con el «Blazer» con tanta fuerza que le hizo retroceder tres metros, a pesar de que tenía puesto el freno de mano.

Aunque veía aquel estropicio desde el seguro terraplén, Laura se agarró al brazo de Danny, horrorizada al pensar que seguramente habrían resultado heridos y tal vez muertos de haberse refugiado delante o detrás del «Blazer».

Ahora el camión se desprendió del «Blazer»; la mujer ensangrentada cayó de nuevo dentro de la cabina. Resbalando con más lentitud, pero todavía fuera de control, el abollado camión giró trescientos sesenta grados en un fantástico y gracioso paso de baile de la muerte, bajando oblicuamente por la nevada calzada y el arcén y saltando sobre la orilla sin protección al vacío. Se perdió de vista, desapareció.

Aunque ya no podía verse nada de aquel horror, Laura se cubrió la cara con las manos, tal vez tratando de borrar la imagen mental del camión y sus ocupantes rodando por la rocosa pared, casi sin árboles, de aquella profunda garganta. El conductor y su compañera estarían muertos antes; de llegar al fondo. Incluso a pesar de ruido del vendaval, oyó que el camión chocaba contra una roca saliente y, después, contra otra. Pero a los pocos segundos, el ruido de la violenta caída se extinguió, y el único sonido fue el loco aullido de la tormenta.

Aturdidos, resbalando, bajaron del terraplén al arcén de la carretera entre el jeep y el «Blazer», donde trozos de cristal y de metal salpicaban la nevada superficie. De debajo del «Blazer» salía vapor al gotear el fluido caliente del radiador sobre el suelo helado, y el destrozado vehículo crujió bajo el peso del que se había empotrado en su capó.

Chris estaba llorando. Laura le tendió los brazos, él se refugió en ellos y ella le levantó y le estrechó, mientras él sollozaba contra su cuello.

Danny, pasmado, se volvió a su salvador.

—¿Quién…, en nombre de Dios, quién es usted?

Laura observaba a su guardián; le parecía difícil aceptar el hecho de que estuviese realmente allí. No le había visto desde hacía más de veinte años, desde que ella tenía doce, desde aquel día en el cementerio en que le había visto observando desde el bosquecillo de laureles el entierro de su padre. No le había visto de cerca en casi veinticinco años, desde el día en que había matado al drogadicto en la tienda de su padre. Cuando no la salvó de Anguila, dejando que resolviese aquello por sí sola, perdió su fe en él, y las dudas aumentaron cuando no hizo nada por salvar a Nina Dockweiler… ni a Ruthie. Con el paso de tanto tiempo, se había convertido en un personaje onírico, más mito que realidad, y en los últimos dos años no había pensado en él en absoluto, había abandonado su creencia en él de la misma manera que Chris hacía lo propio con Santa Claus. Todavía conservaba la nota que él había dejado sobre su mesa después del entierro de su padre. Sin embargo, hacía tiempo que se había convencido de que no había sido escrita en realidad por un guardián mágico, sino tal vez por Cora o por Tom Lance, los amigos de su padre. Ahora él la había salvado de nuevo, milagrosamente, y Danny quería saber, en nombre de Dios, quién era, y Laura quería saberlo también.

Lo más extraño era que parecía tener el mismo aspecto que cuando mató al drogadicto. Exactamente igual. Le había reconocido inmediatamente, a pesar de que hubiese pasado tanto tiempo, porque no había envejecido. Todavía aparentaba tener treinta y cinco años o poco más. Aunque pareciese imposible, los años no habían dejado señales en él, ninguna marca gris en sus cabellos rubios, ninguna arruga en su semblante. Si había tenido la edad de su padre aquel trágico día en el almacén de la tienda de comestibles, ahora era de la misma generación de ella o poco más.

Antes de que el hombre pudiese responder a la pregunta de Danny o encontrar la manera de eludir la respuesta, apareció un coche en la cima de la cuesta y empezó a bajar hacia ellos. Era un «Pontiac» último modelo, equipado con cadenas que chirriaban en la calzada. Por lo visto, el conductor se dio cuenta de los destrozos sufridos por el jeep y el «Blazer», observaba las huellas todavía frescas del camión al resbalar, que no habían sido aún borradas por el viento y la nieve; redujo la marcha —el chirrido de las cadenas se convirtió rápidamente en un repiqueteo— y cruzó la calzada hacia el carril que se dirigía al Sur. No obstante, en vez de pasar al arcén y apartarse del tráfico, continuó hacia el Norte por el carril contrario, deteniéndose a tan sólo cinco metros de ellos, cerca de la parte trasera del jeep. Cuando abrió la portezuela y se apeó del «Pontiac», el conductor, un hombre alto vestido de oscuro, sostenía un objeto que Laura identificó, demasiado tarde, como una metralleta.

Su guardián dijo:

—¡Kokoschka!

Aunque habían pasado más de quince años desde que había estado en Vietnam, Danny reaccionó con el instinto del soldado. Mientras las balas rebotaban en el jeep rojo que tenían delante y en el «Blazer» que estaba detrás de ellos, Danny agarró a Laura, haciéndola caer con Chris al suelo, entre los dos vehículos.

Laura, al caer por debajo de la línea de fuego, vio que Danny era alcanzado en la espalda. Había recibido una herida, tal vez dos, y ella se estremeció como si hubiese recibido las balas. Él cayó de rodillas delante del «Blazer».

Laura gritó y, sujetando a Chris con un brazo, alargó el otro a su marido.

Este todavía estaba vivo y se arrastraba hacia ella de rodillas. Su cara era tan blanca como la nieve que caía a su alrededor, y Laura tuvo la extraña y terrible impresión de que estaba mirando a un fantasma y no a un hombre vivo.

—Métete debajo del jeep —dijo Danny, rechazando su mano. Su voz era opaca y ronca, como si algo se hubiese roto en su garganta—. ¡De prisa!

Una de las balas le había atravesado el cuerpo. Una sangre brillante rezumaba en la parte delantera de su chaqueta azul acolchada de esquí.

Al ver que ella vacilaba, se acercó más sobre las manos y las rodillas y la empujó hacia el jeep que se encontraba muy cerca.

Otra fuerte ráfaga de tiros sacudió el aire invernal.

Probablemente, el pistolero se movería con cautela hacia la parte delantera del jeep y les mataría, en el caso de que se refugiasen allí. Sin embargo, no tenían adonde ir: si subían al terraplén en dirección a los árboles, él les derribaría mucho antes de que pudiesen hallar refugio en el bosque; si cruzaban la carretera, les mataría antes de que llegasen al otro lado y, de todos modos, al otro lado no había más que la escarpada garganta; si corrían cuesta arriba, se acercarían a él, y si lo hacían cuesta abajo, le volverían la espalda y el blanco sería aún más fácil.

La metralleta tableteó. Los cristales de las ventanillas saltaron hechos añicos. Las balas repicaron fuertemente en el metal.

Arrastrándose hacia el jeep y llevando a Chris consigo, Laura vio que su guardián se deslizaba en el estrecho espacio entre aquel vehículo y el nevado terraplén. Se agachó detrás del guardabarros, donde no podía verle el hombre al que había llamado Kokoschka. En su miedo, ya no parecía mágico, ya no parecía un ángel de la guarda, sino simplemente un hombre; y de hecho, tampoco era ya un salvador, sino un agente de la Muerte, pues su presencia aquí había atraído al asesino.

Apremiada por Danny, Laura se arrastró frenéticamente debajo del jeep. Chris lo hizo también, ahora no lloraba, era valiente por el amor de su padre; pero él no había visto que su padre había sido herido, pues había tenido la cara apretada contra el pecho de su madre, enterrada en su chaqueta de esquí. Parecía inútil meterse debajo del jeep, porque Kokoschka los encontraría de todos modos. No sería tan torpe para no mirar debajo del jeep cuando no los viese por ninguna parte; por consiguiente, todo lo más que estaban logrando era un poco de tiempo, un minuto más de vida como máximo.

Cuando estuvo completamente debajo del jeep, tirando de Chris contra ella para darle la poca protección adicional que podía representar su cuerpo, oyó que Danny le hablaba desde delante del vehículo.

—Te amo.

La traspasó la angustia cuando se dio cuenta de que aquellas dos breves palabras significaban también adiós.

Stefan se deslizó entre el jeep y la nieve sucia amontonada a lo largo del terraplén. Había poco espacio, tan poco que no había podido apearse por la puerta del conductor cuando había aparcado allí, pero podía pasar con dificultad hacia el guardabarros trasero, donde Kokoschka no le esperaría, donde podría pegarle un tiro antes de que aquel se volviese en redondo y le acribillase con la metralleta.

Kokoschka. Nunca en su vida se había sorprendido tanto como cuando Kokoschka se apeó de aquel «Pontiac». Eso suponía que ellos conocían sus actividades traidoras en el Instituto. Asimismo sabían que se había interpuesto entre Laura y su verdadero destino. Kokoschka había tomado la Ruta Relámpago con la intención de eliminar al traidor y, evidentemente, también a Laura.

Ahora, mientras mantenía la cabeza baja, Stefan siguió avanzando entre el jeep y el terraplén. La metralleta disparó y saltaron los cristales de las ventanillas encima de él. A su espalda, la nieve amontonada estaba helada en muchos sitios y le punzaba dolorosamente; pero, cuando pudo dominar el dolor y presionaba con fuerza con el cuerpo, el hielo se rompía y la nieve cedía lo bastante para permitirle el paso. El viento soplaba en el estrecho espacio ocupado por él, silbando entre el metal y la nieve, de manera que parecía que no estaba solo allí, sino en compañía de alguna criatura invisible que aullaba y farfullaba algo.

Había visto cómo Laura y Chris se arrastraban debajo del jeep, pero sabía que este refugio sólo podía darles un minuto más de seguridad, o tal vez menos. Cuando Kokoschka llegase delante del jeep y no los encontrase allí, miraría debajo del vehículo, se agacharía y abriría fuego, destrozándolos en su refugio.

¿Y qué habría sido de Danny? Era un hombre tan corpulento, de pecho tan abultado, que seguramente no podía deslizarse rápidamente debajo del jeep. Y había sido herido, debía estar inmovilizado por el dolor. Además, Danny no era hombre capaz de rehuir las dificultades, ni siquiera dificultades como esta.

Por fin, Stefan llegó al guardabarros de atrás. Con cuidado, miró y vio el «Pontiac» aparcado a menos de tres metros de distancia, en el carril de dirección sur, con la portezuela del conductor abierta y el motor en marcha. No vio a Kokoschka. Por consiguiente, empuñando su «Walther PPK/S» del 38, se apartó de la nieve amontonada y pasó detrás del jeep. Se agachó y miró desde detrás del otro guardabarros.

Kokoschka estaba en medio de la calzada, y se acercaba a la parte delantera del jeep, donde sin duda creía que se habían refugiado todos. Su arma era una «Uzi» de cargador largo, elegida para esta misión porque no sería anacrónica. Al llegar al espacio intermedio entre el jeep y el «Blazer», abrió fuego una vez más, dirigiendo la metralleta de izquierda a derecha. Las balas rebotaron en el metal, reventaron los neumáticos, hicieron un ruido sordo al alcanzar el terraplén.

Stefan disparó contra Kokoschka y falló.

De pronto, con valor de loco, Danny Packard se lanzó sobre Kokoschka, saliendo de su escondite y pegándose al radiador del jeep, tan agachado que parecía estar tendido, lo bastante bajo para no haber sido alcanzado por la ráfaga de balas que acababa de lanzar la metralleta. Estaba herido desde los primeros tiros, pero se mantenía todavía rápido y vigoroso y, por un momento, pareció que incluso podría alcanzar al pistolero y desarmarle. Kokoschka movió la «Uzi» de izquierda a derecha, apartándose ya de su objetivo, cuando vio que Danny se le echaba encima, de modo que tuvo que volverse y hacer girar el cañón. Si hubiese estado un poco más cerca del jeep y no en medio de la carretera, no habría podido detener a Danny.

—¡Danny, no! —gritó Stefan, disparando tres veces contra Kokoschka, aunque Packard se lanzaba ya contra él.

Sin embargo Kokoschka se había mantenido a una distancia prudencial y apuntó directamente a Danny cuando todavía estaba a un metro de distancia. Danny cayó hacia atrás por el impacto de varias balas.

No fue un consuelo para Stefan que, al ser alcanzado Danny, lo fuese también Kokoschka, que recibió tres balas de la «Walther», en el muslo y brazo izquierdos. Cayó al suelo, y al hacerlo, soltó la metralleta, que rodó por el pavimento.

Debajo del jeep, Laura gritaba.

Stefan salió de detrás del guardabarros posterior y corrió hacia Kokoschka, que estaba en el suelo, a sólo diez metros cuesta abajo, ahora cerca del «Blazer». Resbaló sobre la nevada calzada y se esforzó en mantener el equilibrio.

Gravemente herido, sin duda conmocionado, Kokoschka, no obstante, le vio venir. Rodó hacia la «Uzi», que se había parado junto al neumático posterior del «Blazer».

Stefan disparó tres veces mientras corría, pero no tenía la firmeza necesaria para hacer buena puntería y Kokoschka se alejó de él rodando por el suelo, de manera que no alcanzó al hijo de perra. Entonces Stefan de nuevo resbaló y cayó sobre una rodilla en medio de la carretera, con tanta fuerza que el dolor se transmitió al muslo y a la cadera.

Kokoschka había llegado rodando hasta la metralleta.

Dándose cuenta de que nunca alcanzaría a aquel hombre, Stefan hincó ambas rodillas en el suelo y levantó la «Walther», sujetándola con las dos manos. Estaba a siete metros de Kokoschka, no muy lejos. No obstante, incluso un buen tirador podía fallar a siete metros, si las circunstancias eran malas, y en este caso lo eran: su estado de pánico, el anormal ángulo de tiro, la fuerza del vendaval que podía desviar la bala.

Desde el suelo, Kokoschka abrió fuego en el instante en que agarró la «Uzi», incluso antes de hacer girar el arma, por lo que los veinte primeros proyectiles se perdieron debajo del «Blazer», reventando los neumáticos de delante.

Al volver Kokoschka el arma en su dirección, Stefan disparó pausadamente las tres últimas balas. A pesar del viento y del ángulo de tiro, tenía que dar en el blanco, pues, si fallaba, no tendría tiempo de volver a cargar la pistola.

Falló el primer disparo.

Kokoschka siguió trazando un arco con la metralleta, alcanzando la parte delantera del jeep. Laura estaba debajo con Chris, y Kokoschka disparaba desde el nivel del suelo, por lo que seguramente un par de balas habían pasado por debajo del vehículo.

Stefan disparó de nuevo. La bala dio en el tronco de Kokoschka y la metralleta dejó de disparar. La siguiente y última Kokoschka la recibió en la cabeza. Todo había terminado.

Desde abajo del jeep, Laura vio la increíblemente valerosa arremetida de Danny; le vio caer de nuevo, de espaldas, y quedar inmóvil, y supo que esta vez estaba muerto, sin posibilidad de recuperación. Se sintió envuelta por una llamarada de dolor, como el fuego terrible de una explosión, y se imaginó un futuro sin Danny, una visión tan tétricamente iluminada y de una intensidad tan espantosa que estuvo a punto de perder el conocimiento.

Entonces pensó en Chris, que todavía estaba vivo y se amparaba en ella. Sofocó el dolor, sabiendo que más tarde volvería… en el caso de que ella sobreviviese. Ahora lo importante era mantener vivo a Chris y, si era posible, hacer que no viese el cuerpo acribillado de su padre.

El cuerpo de Danny la privaba de parte de la vista, pero vio que Kokoschka era alcanzado por el fuego. Observó cómo su guardián se acercaba al pistolero caído y, por un momento, pareció que había pasado lo peor. Entonces su guardián resbaló y cayó sobre una rodilla, y Kokoschka rodó hacia la metralleta que se le había caído de la mano. Más disparos; la mayoría en unos pocos segundos. Oyó que un par de balas pasaban por debajo del coche, espantosamente cerca, plomo que cortaba el aire con un silbido mortal, más fuerte que cuanto hubiese oído jamás en el mundo.

Al principio, después del tiroteo, el silencio fue absoluto. No podía oír el viento ni los graves sollozos de su hijo. Gradualmente, estos sonidos se abrieron paso en su conciencia.

Vio que su guardián estaba vivo y en cierto modo se sintió aliviada, pero en parte estaba irracionalmente furiosa de que hubiese sobrevivido, porque él había atraído a Kokoschka, y este había matado a Danny. Por otra parte, Danny —así como ella y Chris— seguramente habrían muerto en la colisión con el camión, si su guardián no hubiese aparecido. Pero ¿quién diablos era? ¿De dónde venía? ¿Por qué estaba tan interesado en ella? Se encontraba aterrorizada, furiosa, impresionada, anímicamente enferma y terriblemente confusa.

Sufriendo visiblemente, su guardián se levantó y se acercó cojeando a Kokoschka. Laura hizo un esfuerzo, para mirar directamente cuesta abajo, más allá de la cabeza inmóvil de Danny. No podía ver claramente lo que su guardián estaba haciendo, pero le pareció que rasgaba la ropa de Kokoschka.

Al cabo de un rato, volvió trayendo algo que había quitado al cadáver. Cuando llegó junto al jeep, se agachó y miró a Laura.

—Salid. Todo ha terminado.

Tenía el rostro pálido y, en los últimos minutos, parecía haber envejecido al menos dos de los veinticinco años perdidos. Carraspeó. Con una voz que parecía llena de auténtico y profundo remordimiento, dijo:

—Lo siento, Laura. Lo siento muchísimo.

Ella se arrastró boca abajo hacia la parte posterior del jeep, dándose con la cabeza contra el bastidor. Su guardián les ayudó a salir. Laura se sentó en el suelo, apoyándose en el parachoques y abrazó estrechamente a Chris.

—Quiero a mi papá —dijo el niño con voz trémula.

«También yo —pensó Laura—. Oh, pequeño, también yo le quiero. Más que a nada en el mundo».

La tormenta ahora se había convertido en una fuerte ventisca, arrojando nieve desde el cielo con una fuerza terrible. La tarde caía, la luz se estaba extinguiendo, y el día triste y gris sucumbía a la misteriosa y fosforescente oscuridad de una noche de nieve.

Con este tiempo, pocas personas se encontrarían de viaje; sin embargo, él estaba seguro de que no tardaría en pasar alguien. No habían transcurrido más de diez minutos desde que había detenido a Laura en el «Blazer», pero incluso en esta carretera rural y en medio de una tormenta, la interrupción del tráfico no duraría mucho más. Tenía que hablar con Laura y marcharse antes de que se viese envuelto en las consecuencias del sangriento encuentro.

Poniéndose en cuclillas delante de ella y del niño que lloraba, detrás del jeep, Stefan dijo:

—Tengo que irme de aquí, Laura, pero volveré pronto, dentro de un par de días…

—¿Quién es usted? —preguntó ella irritada.

—Ahora no hay tiempo para esto.

—Quiero saberlo, ¡maldita sea! Tengo derecho a saberlo.

—Sí, lo tienes, y te lo diré dentro de pocos días. Pero ahora tenemos que preparar bien lo que tienes que decir, como hicimos aquel día en la tienda de comestibles. ¿Te acuerdas?

—¡Váyase al infierno!

Sin darse por ofendido, él prosiguió:

—Es por tu bien, Laura. No puedes decir a las autoridades toda la verdad, porque no parecerá real, ¿eh? Pensarán que lo estás inventando todo. De manera especial cuando veas cómo me voy… Bueno, si les cuentas cómo me he ido, creerán que estás loca o que eres cómplice de un asesinato.

Ella le miraba furiosamente y no decía nada. Él no le reprochaba el que estuviese irritada. Es posible que ella quisiera verle muerto, y, a pesar de todo, también comprendía este sentimiento. En cambio, las únicas emociones que ella le suscitaba eran amor, piedad y un profundo respeto.

—Les dirás —continuó— que cuando Danny y tú salisteis de la curva al final de la cuesta y empezasteis a subir, había tres coches en la carretera: el jeep aparcado junto al terraplén, el «Pontiac» en dirección contraria, justo donde está ahora, y otro coche detenido en el carril que va hacia el Norte. Había… cuatro hombres, dos de ellos armados, y parecían haber obligado al jeep a salirse de la carretera. Vosotros llegasteis en el peor momento, eso es todo. Ellos te apuntaron con una metralleta e hicieron que te detuvieses en el arcén, y os obligaron —a Danny, a Chris y a ti— a apearos del coche. En un momento dado, oíste que hablaban de cocaína…, de algo referente a drogas, no sabes exactamente de qué; pero discutían sobre drogas y parecían haber dado caza al hombre del jeep.

—¿Traficantes de drogas en este lugar desolado?

—Podría haber aquí laboratorios…, una cabaña en el bosque, tal vez elaborando PCP. Escucha, si el relato tiene algún sentido, lo creerán. La verdadera historia es absurda; por consiguiente, no puedes confiar en ella. Les dirás que los Robertson…, bueno, tú no sabes su nombre…, llegaron en su camión y encontraron la carretera bloqueada por todos aquellos coches, y cuando frenaron, el vehículo empezó a resbalar…

—Habla con acento —dijo ella con irritación—. Un ligero acento, pero que puedo percibir. ¿De dónde es?

—Te lo diré dentro de pocos días —dijo él impaciente, mirando arriba y abajo en la nevada carretera—. Lo haré, de veras, pero ahora tienes que prometerme que contarás esta falsa historia, embelleciéndola lo más que puedas, y no les dirás la verdad.

—No tengo más remedio, ¿verdad?

—No —dijo él, aliviado al ver que había comprendido su posición.

Ella estrechó a su hijo y no dijo nada.

Stefan de nuevo había empezado a sentir dolor en el pie medio congelado. El calor de la acción se había disipado, dejándole aquejado de fuertes escalofríos. Tendió a Laura el cinturón que le había quitado a Kokoschka.

—Guarda esto debajo de tu chaqueta. No permitas que nadie lo vea. Cuando llegues a casa, escóndelo en alguna parte.

—¿Qué es?

—Más tarde. Trataré de volver dentro de pocas horas. De momento, prométeme que lo ocultarás. No seas curiosa, no te lo pongas y, por el amor de Dios, no aprietes el botón amarillo que hay en él.

—¿Por qué?

—Porque no querrías ir a donde te llevaría.

Ella pestañeó confusa.

—¿Me llevaría?

—Te lo explicaré, pero no ahora.

—¿No puede llevárselo usted, sea lo que fuere?

—Dos cinturones, un cuerpo…, sería una anomalía, causaría algún trastorno en el campo de energía, y sólo Dios sabe dónde podría ir a parar en tales condiciones.

—No comprendo. ¿De qué está hablando?

—Más tarde. No obstante, Laura, si por alguna razón no pudiese volver, será mejor que tomes precauciones.

—¿Qué clase de precauciones?

—Ármate. Estate preparada. No hay motivo para que ellos te persigan si dan conmigo, pero podrían hacerlo. Sólo para darme una lección, para humillarme. Tienen sed de venganza. Y si van tras de ti…, serán muchos e irán bien armados.

—¿Quién diablos son ellos?

Sin responder, él se puso en pie, haciendo una mueca por el dolor que sentía en la rodilla derecha. Se echó hacia atrás, dirigiendo a Laura una larga y última mirada. Luego se volvió, dejándola sola en el frío y la nieve, apoyada de espaldas en el jeep arruinado y acribillado a balazos, con su hijo aterrorizado y su marido muerto.

Poco a poco, caminó hacia el centro de la carretera, que parecía recibir más luz de la nieve que se movía en el suelo que del cielo en lo alto. Ella le llamó, pero él no hizo caso.

Guardó la pistola vacía debajo de la chaqueta. Buscó dentro de la camisa y encontró el botón amarillo de su propio cinturón de viaje, y vaciló.

Ellos habían enviado a Kokoschka para detenerle. Ahora estarían esperando ansiosamente en el Instituto, para saber lo que había pasado. En cuanto llegase, sería detenido. Probablemente ya no tendría oportunidad de tomar la Ruta Relámpago para volver junto a ella como había prometido.

La tentación de quedarse era muy fuerte.

Sin embargo, si se quedaba, ellos enviarían a alguien más para matarle, y pasaría el resto de su vida huyendo de los asesinos y observando cómo cambiaba el mundo a su alrededor de manera insoportable por lo horrible. Por otra parte, si volvía, todavía tendría una ligerísima posibilidad de destruir el Instituto. Era obvio que el doctor Penlovski y los otros sabían todo lo referente a su intervención en el curso natural de los acontecimientos de la vida de esta mujer, pero tal vez ignorasen que había colocado explosivos en el ático y en los sótanos del Instituto. En tal caso, si le daban la oportunidad de entrar un momento en su despacho, podría accionar el detonador oculto y volar el edificio (con todos sus archivos). Lo más probable era que hubiesen encontrado y desactivado las cargas explosivas. No obstante, si había una posibilidad, por remota que fuese, de poner fin para siempre al proyecto y cerrar la Ruta Relámpago, moralmente estaba obligado a volver al Instituto, aunque ello significase no volver a ver a Laura.

Al declinar el día, la tormenta pareció cobrar más fuerza. En la ladera de la montaña, sobre la carretera, el viento zumbaba y aullaba entre los enormes pinos, y las ramas producían un ominoso susurro, como si un ciempiés gigantesco se arrastrase por la vertiente. Los copos de nieve se habían vuelto finos y secos, casi como trocitos de hielo, y parecían estar limando el mundo, alisándolo como hace el papel de lija con la madera, hasta que al fin no quedasen picos ni valles, sino solamente una monótona y lisa llanura extendiéndose hasta donde alcanzaba la mirada.

Sin sacar la mano de debajo de la chaqueta y la camisa, Stefan apretó tres veces el botón amarillo, en rápida sucesión. Con pesar y miedo, volvió a su propio tiempo.

Sosteniendo a Chris, que sollozaba con menos fuerza, Laura se sentó en el suelo, detrás del jeep, y observó cómo su guardián andaba sobre la nieve hasta más allá del «Pontiac» de Kokoschka.

Vio cómo se detenía en medio de la carretera y permanecía largo rato inmóvil, dándole la espalda, y entonces sucedió algo increíble. Primero, el aire se hizo pesado, y Laura sintió una extraña presión, algo que no había sentido nunca, como si la atmósfera de la tierra fuese condensada por algún cataclismo cósmico, y de repente le costó respirar. El aire adquirió también un olor raro, exótico pero familiar, y a los pocos segundos se dio cuenta de que olía como los cables eléctricos recalentados y los aislantes quemados, de manera muy parecida a como había olido en su propia cocina pocas semanas atrás, cuando se había producido un cortocircuito en el enchufe de su parrilla eléctrica, y este olor se confundía con otro, acre pero no desagradable, a ozono, igual al que llenaba el aire durante una violenta tormenta de rayos y truenos. La presión aumentó, hasta que casi se sintió clavada en el suelo, y el aire rieló como si fuese agua. Con un ruido parecido al de un enorme tapón que saliese de una botella de champaña, su guardián se desvaneció en el gris purpúreo del crepúsculo invernal y, simultáneamente, sopló una terrible ráfaga de viento, como si enormes cantidades de aire se precipitasen a llenar algún vacío. En realidad, por un instante se sintió atrapada en un vacío, incapaz de respirar. Luego, cesó la presión aplastante, el aire olió únicamente a nieve y a pino, y todo volvió a su normalidad.

Salvo que, naturalmente, después de lo que había visto, nada podría volver a ser normal para Laura.

La noche se hizo muy oscura. Sin Danny, era la noche más oscura de su vida. Sólo una luz permanecía para iluminar su búsqueda de una lejana esperanza de felicidad: Chris. Era la última luz en sus tinieblas.

Más tarde, apareció un coche en la cima de la cuesta. Sus faros perforaron la oscuridad y la densa cortina de nieve.

Con dificultad, Laura se puso en pie y se plantó con Chris en medio de la carretera. Agitó los brazos pidiendo auxilio.

Al reducir la velocidad el coche, de pronto se preguntó si, cuando se detuviese, otro hombre armado con metralleta se apearía de él y dispararía. Ya nunca volvería a sentirse segura.