Stefan llegó a la cima de una cuesta y observó delante de él el tramo de carretera de unos setecientos metros, cubierto de nieve, donde ocurriría aquello. A su izquierda, más allá del carril de dirección sur, la boscosa falda de la montaña descendía en fuerte pendiente hacia la carretera. A su derecha, el carril en dirección norte estaba bordeado por un pequeño andén de poco más de un metro de anchura, más allá del cual continuaba la empinada vertiente hundiéndose en una profunda garganta. Ninguna baranda protegía a los viajeros de una caída mortal.
Al final de la pendiente, la carretera torcía a la izquierda, perdiéndose de vista. Entre aquella curva y la cima a la que él acababa de llegar, los dos carriles estaban desiertos.
Según su reloj, Laura estaría muerta dentro de un minuto. Dos minutos como máximo.
De pronto se dio cuenta de que no debería haber tratado de salir al encuentro de los Packard, puesto que se había retrasado tanto. En vez de eso, debería haber renunciado a la idea de detener a los Packard y haber tratado de identificar y parar al vehículo de los Robertson más atrás, en la carretera de Arrowhead. Esto habría sido igualmente eficaz.
Pero ahora era demasiado tarde.
Stefan no tenía tiempo de volver a atrás, ni podía arriesgarse a continuar hacia el Norte en dirección a los Packard. No sabía al segundo, el momento exacto de su muerte, pero la catástrofe era inminente. Si trataba de recorrer otros setecientos metros y detenerles antes de que llegasen a esta fatídica pendiente, tal vez llegase al final de la cuesta y, al tomar la curva, se cruzase con ellos y no pudiese dar la vuelta, alcanzarles y detenerles antes de que el camión de los Robertson chocase de frente con ellos.
Frenando suavemente, cruzó el carril ascendente y detuvo el jeep en una porción ancha del arcén, aproximadamente a la mitad de la cuesta, y tan cerca del terraplén, que no podía salir por la portezuela del conductor. El corazón le palpitaba casi dolorosamente cuando aparcó el jeep, echó el freno de mano, paró el motor, se deslizó sobre el asiento y salió por la puerta correspondiente al copiloto.
La nieve y el aire helado le azotaron la cara; el viento silbaba y aullaba en la falda de la montaña como un coro de voces, es posible que las voces de las tres hermanas de la mitología griega, las Parcas, se estuviesen burlando de su desesperado intento de evitar lo que ellas habían ordenado.