V

Celebraron el contrato para la publicación de Noches de Jericó y la extraordinaria armonía de su primer año de matrimonio pasando el aniversario en su lugar predilecto: Disneylandia. El cielo era azul, sin nubes, y el aire, seco y cálido. Haciendo prácticamente caso omiso de las multitudes del verano, montaron en los Piratas del Caribe, se hicieron fotografiar con Mickey Mouse, sintieron vértigo al girar en las tazas de Mad Hatter, un caricaturista les hizo un retrato, comieron perros calientes, helados y bananas cubiertas de chocolate, y aquella noche bailaron al son de una banda de Dixieland, en New Orleans Square.

El parque era todavía más mágico de noche, y navegaron por tercera vez en el vapor de Mark Twain alrededor de la Isla de Tom Sawyer, plantados junto a la barandilla de la cubierta superior, cerca de la proa, cogidos de la cintura. Danny dijo:

—¿Sabes por qué nos gusta tanto este lugar? Porque es un mundo todavía no contaminado por el mundo. Lo mismo que nuestro matrimonio.

Más tarde, mientras tomaban helados de fresa en el «Carnation Pabilion», en una mesa debajo de árboles salpicados de luces blancas navideñas, Laura dijo:

—Quince mil pavos por un año de trabajo…, no es exactamente una fortuna.

—Tampoco es un salario de esclavo. —Él empujó su helado a un lado, se inclinó hacia delante, apartó también el helado ella y le cogió las manos sobre la mesa—. El dinero vendrá, sin duda alguna, porque eres brillante; sin embargo, no es el dinero lo que me importa. Lo que me interesa es que tienes algo especial que ofrecer. No. No es eso exactamente lo que quiero decir. No sólo tienes algo especial, sino que eres especial. De algún modo lo entiendo, pero no puedo explicarlo; sé que lo que eres, y traerá, cuando sea compartido, tanta esperanza y alegría a personas de lugares lejanos como me las trae a mí, aquí a tu lado.

Reprimiendo unas súbitas lágrimas, ella dijo:

—Te amo.

Noches de Jericó fue publicada diez meses más tarde, en mayo de 1979. Danny insistió en que emplease su nombre de soltera, porque sabía que, a lo largo de todos los años difíciles en McIlroy Home y Caswell Hall, se había mantenido firme porque deseaba crecer y ser alguien como homenaje a su padre y, tal vez, también a la madre que no había conocido. El libro se vendió poco, no fue elegido por ningún club de lectores y los derechos de su publicación en rústica fueron cedidos por «Viking» a otro editor por un pequeño anticipo.

—No importa —dijo Danny—. Ya llegará la hora. Todo tiene su hora. Gracias a lo que tú eres.

Para entonces, ya estaba enfrascada en su segunda novela, Shadrach. Trabajando diez horas al día, seis días a la semana, la terminó en julio.

Un viernes envió una copia a Spencer Keene, en Nueva York, y le dio el manuscrito original a Danny. Fue el primero en leerlo. Salió temprano del trabajo y empezó a leer a la una de la tarde del viernes, en su sillón del cuarto de estar; después pasó al dormitorio, durmió solamente cuatro horas y, a las diez de la mañana del sábado, volvió a su sillón, habiendo leído dos tercios del manuscrito. No quiso decir nada sobre él, ni una palabra.

—No hasta que haya terminado. No sería justo empezar a analizar y opinar antes de que haya terminado, antes de que capte toda tu idea, y tampoco sería justo conmigo, porque, al discutirlo, me revelarías algún aspecto de la trama.

Ella seguía observándole para ver si fruncía el ceño, sonreía o respondía de algún modo al relato, e incluso cuando él reaccionaba, le preocupaba que pudiese ser una reacción contraria a la escena que estaba leyendo. A las diez y media del sábado, no pudo aguantar más tiempo en el apartamento y se dirigió en coche a South Coast Plaza, estuvo ojeando en las librerías, almorzó temprano, aunque no tenía hambre, fue a Westminster Malí, viendo escaparates, comió un yogurt helado, siguió hacia Orange Malí, recorrió unas cuantas tiendas, compró un dulce de azúcar y comió la mitad. «Shane —se dijo—, vuelve a casa o parecerás un doble de Orson Welles a la hora de comer.»

Al aparcar en el complejo de apartamentos, vio que el coche de Danny no estaba. Cuando entró en casa, llamó a su marido, pero nadie le respondió.

El manuscrito de Shadrach estaba sobre la mesa del comedor.

Buscó una nota. No había ninguna.

El libro era malo. Olía mal. Apestaba. Era un asco. El pobre Danny habría ido a tomar una cerveza a cualquier parte y armarse de valor para decirle que debería estudiar fontanería mientras todavía fuese lo bastante joven para iniciar una nueva carrera.

Sintió ganas de vomitar. Corrió al cuarto de baño, pero se le pasaron las náuseas. Se lavó la cara con agua fría.

El libro era un asco.

Bueno, tenía que resignarse. Había creído que Shadrach era una novela bastante buena, mucho mejor que Noches de Jericó, pero por lo visto se había equivocado. Por consiguiente, escribiría otro libro.

Fue a la cocina y abrió una «Coors». Sólo había tomado dos tragos cuando llegó Danny con un paquete lo bastante grande como para contener un balón de baloncesto. Lo dejó sobre la mesa junto al manuscrito, la miró solemnemente y dijo:

—Es para ti.

Haciendo caso omiso del paquete, ella dijo:

—Dime qué te ha parecido.

—Primero, abre el regalo.

—Dios mío, ¿tan mala es? ¿Es tan mala que tienes que mitigar el golpe con un regalo? Dímelo. Podré aguantarlo. ¡Espera! Deja que me siente. —Apartó una silla de la mesa y se dejó caer en ella—. Ahora pégame fuerte. Estoy acostumbrada a sobrevivir.

—Tienes un sentido exagerado del drama, Laura.

—¿Qué quieres decir? ¿Que el libro es melodramático?

—El libro, no; tú. Al menos en este momento. Por el amor de Dios, ¿quieres dejar de portarte como una joven artista desesperada y abrir tu regalo?

—Está bien, está bien, si tengo que abrir el regalo antes de que hables, lo abriré.

Puso la caja —que pesaba mucho— sobre la falda y arrancó la cinta, mientras Danny arrastraba una silla y se sentaba delante de ella, observándola.

La caja era de una tienda de lujo, pero su contenido la dejó pasmada: un enorme y magnífico tazón «Lalique». Era claro, a excepción de las asas, de un verde pálido y en parte de cristal esmerilado; cada una de ellas estaba formada por dos sapos en actitud de saltar, cuatro sapos en total.

Ella le miró con ojos muy abiertos.

—Danny, nunca había visto nada como esto; es la pieza más hermosa que podía imaginar.

—Entonces, ¿te gusta?

—Dios mío, ¿cuánto te ha costado?

—Tres mil.

—Danny, ¡no podemos permitirnos esos lujos!

—Oh, sí que podemos.

—No, no podemos, no podemos. Sólo porque escribí un libro estúpido y quieres consolarme…

—No escribiste un libro estúpido. Escribiste un libro merecedor de un sapo. Merecedor de cuatro sapos, en una escala de uno a cuatro, siendo cuatro el número mejor. Podemos permitirnos este objeto precisamente porque escribiste Shadrach. Este libro es bellísimo, Laura, infinitamente mejor que el otro, y es bello porque es tu reflejo. Es lo que eres tú, resplandece.

Llevada de su entusiasmo y de su afán por abrazarle, estuvo a punto de dejar caer el tazón de tres mil dólares.