Después de recibir las sugerencias de la editorial, Laura hizo una sencilla revisión de Shadrach, entregando la versión definitiva de la novela a mediados de diciembre de 1979, y «Simond and Schuster» fijó la publicación del libro para setiembre de 1980.
Fue un año tan ocupado para Laura y Danny que ella sólo se enteró superficialmente de la crisis de los rehenes en Irán y de la campaña presidencial, y todavía más vagamente de los innumerables incendios, accidentes de aviación, envenenamientos colectivos, asesinatos en masa, inundaciones, terremotos y otras tragedias de actualidad. Fue el año en que murió el conejo. Fue el año en que ella y Danny compraron su primera casa —una casa de cuatro habitaciones y dos baños y medio, de estilo español, en Orange Park Acres— y se trasladaron del apartamento de Tustin. Ella empezó su tercera novela, El filo dorado, y un día en que Danny le preguntó cómo le iba, ella respondió: «Un asco», y él dijo: «¡Estupendo!». El primero de setiembre, después de recibir un importante cheque por los derechos cinematográficos de Shadrach, adquirido por la «MGM», Danny renunció a su empleo en la agencia de Bolsa y se convirtió en asesor financiero de su esposa. El domingo 21 de setiembre, tres semanas después de haberse puesto a la venta, Shadrach apareció con el número doce en la lista de best sellers del New York Times. El 5 de octubre de 1980, cuando Laura dio a luz a Christopher Robert Packard, Shadrach estaba en su tercera edición, ocupaba un cómodo número ocho en la lista del Times y fue objeto de lo que Spencer Keene denominó una crítica «formidable» en la página cinco de la misma sección literaria.
El hijo llegó al mundo a las dos y veintitrés de la tarde, con un derramamiento importante de sangre, de los que suelen acompañar a los niños al salir de su oscuridad prenatal. Dolorida y debilitada por la hemorragia, Laura necesitó litro y medio de sangre durante la tarde y la noche. Sin embargo, pasó esta mejor de lo que se esperaba, y por la mañana, continuaba dolorida y débil, pero fuera de peligro.
Al día siguiente, durante las horas de visita, Thelma Ackerson vino a ver al niño y a la nueva madre. Todavía vestida al estilo punk y adelantándose a su época —cabellos largos en el lado izquierdo de la cabeza, con un mechón blanco como la novia de Frankenstein, y cortos en el lado derecho, sin mechón—, entró como un torbellino en la habitación particular de Laura, fue directamente a Danny, le abrazó con fuerza y dijo:
—¡Dios mío, qué grande eres! Eres un mutante. Confiésalo, Packard, tu madre pudo haber sido humana, pero tu padre fue un oso pardo. —Luego se acercó a la cama donde estaba reclinada Laura sobre tres almohadas, la besó en la frente y después en la mejilla—. Antes de venir aquí, he ido a la sala de los recién nacidos y he echado un vistazo a Christopher Robert a través del cristal: es adorable.
No obstante, creo que vas a necesitar todos los millones que saques de tus libros, querida, porque ese muchacho va a salir a su padre, y gastarás en comida treinta mil dólares al mes. Hasta que logres domarle, se comerá tus muebles.
—Me alegro de que hayas venido, Thelma —dijo Laura.
—¿Podía perderme esto? Tal vez si hubiese estado actuando en un club propiedad de la Mafia en Bayonne, New Jersey, y hubiese tenido que cancelar parte de una representación para volar hasta aquí, tal vez entonces me lo habría perdido, porque, si incumples un contrato con esos tipos, te cortan los pulgares y te obligan a emplearlos como supositorios. Pero estaba al oeste del Mississippi cuando recibí la noticia la noche pasada, y sólo una guerra nuclear o una cita con Paul McCartney me habrían impedido venir.
Hacía casi dos años que Thelma por fin había logrado una actuación fija en el escenario de «Improv» y había dado el golpe. Consiguió un agente y empezó a trabajar cobrando, en clubes sórdidos y de tercera clase —algunas veces de segunda— por todo el país. Laura y Danny habían ido dos veces en coche a Los Ángeles para verla actuar, y se habían reído de lo lindo; ella escribía sus propios números y los representaba con la comicidad que había poseído desde la infancia, pero que había perfeccionado en años posteriores. Su actuación tenía un aspecto desacostumbrado, que haría de ella un fenómeno nacional o la sumiría en la oscuridad: entrelazado con los chistes había un fuerte sentido de melancolía, de tragedia de la vida, que existía simultáneamente con el lado sorprendente y humorístico de ella. En realidad, era algo parecido al tono de las novelas de Laura, pero lo que atraía a los lectores de libros era menos probable que atrajese a públicos que pagaban por desternillarse de risa.
Ahora Thelma se inclinó sobre la cama, miró de cerca a Laura y dijo:
—Eh, parece que estás pálida. Y esas ojeras…
—Thelma, querida, lamento destrozar tus ilusiones, pero, en realidad, los hijos no son traídos por cigüeñas. La madre tiene que expelerlos de su seno, y esto no es sencillo.
Thelma la miró fijamente y, después, a Danny, que había pasado al otro lado de la cama y asido la mano de Laura.
—¿Ocurre algo malo?
Laura suspiró y, haciendo una mueca de dolor, cambió ligeramente de posición. Y le dijo a Danny:
—¿Lo ves? Ya te dije que era un buen sabueso.
—No tuviste un embarazo fácil, ¿verdad? —preguntó Thelma.
—El embarazo fue bastante bien —dijo Laura—. El problema estuvo en el parto.
—No…, no estarías en peligro de muerte, ¿verdad, Shane?
—No, no —dijo Laura, y la mano de Danny apretó la suya con más fuerza. Nada tan dramático. Desde el principio supimos que se presentarían algunas dificultades, pero encontramos el mejor de los médicos, y me cuidó muy bien. Lo único malo es…, que no podré tener más hijos. Christopher será el último.
Thelma miró a Danny, después a Laura, y dijo:
—Lo siento.
—No te preocupes —dijo Laura con una sonrisa forzada—. Tenemos al pequeño Chris, y es precioso.
Guardaron un silencio embarazoso y, después, Danny dijo:
—Todavía no he almorzado y estoy muerto de hambre. Voy a pasar media hora en la cafetería.
Cuando Danny hubo salido, Thelma dijo:
—En realidad no tiene hambre, ¿verdad? Comprendió que queríamos hablar de mujer a mujer.
Laura sonrió.
—Es un hombre encantador.
Thelma bajó la barandilla de un lado de la cama y dijo:
—Si me siento aquí, a tu lado, no agitaré tus entrañas, ¿eh? No sangrarás de pronto sobre mí, ¿verdad, Shane?
—Trataré de no hacerlo.
Thelma se sentó sobre el borde de la cama de hospital y cogió una mano de Laura entre las suyas.
—Escucha, leí Shadrach, y es una novela endiabladamente buena. Es lo que tratan de hacer y raras veces consiguen todos los escritores.
—Eres muy amable.
—Soy una tía dura, cínica y clara. Lo he dicho en serio. Es un libro brillante. Y he visto en él a Bovine Bowmaine, y a Tammy. Y a Boone, el psicólogo de protección de la infancia. Con nombres diferentes, los vi allí. Los captaste perfectamente, Shane. Dios mío, había veces en que me lo recordabas todo y sentía en mi espalda unos escalofríos tan fuertes que tenía que dejar el libro e ir a dar un paseo bajo el sol. Y en otras ocasiones me reía como una loca.
A Laura le dolían todos los músculos, todas las articulaciones. No tenía fuerzas para incorporarse de las almohadas y abrazar a su amiga. Sólo le dijo:
—Te quiero, Thelma.
—Desde luego, Anguila no aparece en la novela.
—Le reservo para otro libro.
—Y también a mí, ¡maldita sea! Yo no estoy en el libro, ¡a pesar de que soy el personaje más extravagante que jamás hayas conocido!
—Te reservo para un libro sobre ti exclusivamente —dijo Laura.
—Lo dices en serio, ¿verdad?
—Sí. No el que estoy escribiendo ahora, pero sí el que vendrá después.
—Escucha, Shane, será mejor que me pintes atractiva, o te arrancaré el pellejo. ¿Me has oído?
—Te he oído.
Thelma se chupó el labio y después dijo:
—¿Querrás…?
—Sí. También saldrá en él Ruthie.
Guardaron silencio durante un rato, cogidas de las manos.
Las lágrimas contenidas nublaban la visión de Laura, pero vio cómo Thelma pestañeaba para reprimir también las suyas.
—No llores, o vas a estropear todo tu complicado maquillaje punk.
Thelma levantó un pie.
—¿No te parecen fantásticas estas botas? Cuero negro, punteras afiladas, tacones con clavos. Hacen que parezca dominante, ¿no?
—Cuando entraste, lo primero que pensé fue que a cuántos hombres habrías azotado últimamente.
Thelma suspiró y sorbió por la nariz.
—Escucha, Shane, escúchame bien. Ese talento tuyo es tal vez más precioso de lo que te imaginas. Eres capaz de retratar las vidas de las personas en unas páginas, y cuando estas personas se van, la página permanece, la vida permanece en ellas. Sabes poner sentimientos en un libro, y cualquiera, dondequiera que sea, puede abrir ese libro y sentir lo mismo; puedes llegar al corazón y recordamos lo que significa ser humano en un mundo cada vez más inclinado a olvidar. Es un talento y una razón de vivir que están vedados a la mayoría de la gente. Por eso…, bueno, sé lo mucho que ansiabas tener una familia…, tres o cuatro hijos, solías decir…, y por eso sé lo que debes sufrir ahora. Sin embargo, tienes a Danny a Christopher, y ese talento asombroso, que no es poco.
La voz de Laura era insegura cuando dijo:
—A veces…, tengo miedo.
—¿Miedo de qué, pequeña?
—Quería una familia numerosa…, porque hubiese sido menos probable que me quitasen a todos mis hijos.
—No van a quitarte a nadie.
—Si sólo tengo a Danny y al pequeño Chris…, sólo dos…, puede ocurrir cualquier cosa.
—No ocurrirá nada.
—Entonces me quedaría sola.
—No ocurrirá nada —repitió Thelma.
—Parece que siempre ocurre algo. Es la vida.
Thelma se echó más atrás sobre la cama, se tendió al lado de Laura y reclinó la cabeza en su hombro.
—Cuando dijiste que el parto había sido difícil…, y te vi tan pálida…, me asusté. Naturalmente, tengo amigos en Los Ángeles, pero todos son tipos de comedia. Tú eres la única persona real con quien tengo una amistad íntima, aunque no nos veamos mucho, y la idea de que podías haber…
—Pero no pasó nada.
—Pero podía haber pasado. —Thelma rio amargamente—. Caray, Shane, cuando una es huérfana, siempre lo será, ¿no?
Laura la abrazó y le acarició los cabellos.
Poco después del primer cumpleaños de Chris, Laura entregó El filo dorado. Fue publicado diez meses más tarde y, cuando el niño cumplió dos años, el libro, por primera vez para ella, fue el numero uno en la lista de best sellers del Times.
Danny administraba el producto de los libros de Laura con tanta diligencia, precaución y habilidad que, a los pocos años y a pesar de los fuertes impuestos, no sólo eran ricos —ya lo eran antes, en comparación con la mayoría—, sino sumamente ricos. Ella no sabía qué pensar al respecto. Nunca había esperado ser rica. Cuando consideraba sus envidiables circunstancias, pensaba que tal vez hubiese debido sentirse horrorizada o, dada la escasez en gran parte del mundo, pasmada; sin embargo, el dinero no le infundía fuertes sentimientos en uno u otro sentido. Ella recibía de buen grado la seguridad que le proporcionaba el dinero; le daba confianza. No obstante, no tenían planes para trasladarse de su casa de cuatro habitaciones, aunque habrían podido comprar una mansión. El dinero estaba allí, y eso era todo; Laura pensaba poco en ello. Su vida no era el dinero; su vida era Danny y Chris y, en segundo lugar, sus libros.
Con un niño pequeño en la casa, ya no podía ni deseaba trabajar sesenta horas a la semana en sus escritos. Chris hablaba, andaba y no daba muestras de los berrinches y de la rebeldía que los libros de educación infantil describían como el comportamiento normal entre los dos y tres años. Casi siempre era agradable estar con él, pues era un niño inteligente y curioso. Laura pasaba con él todo el tiempo que podía sin correr peligro de malcriarle.
Su cuarta novela, Las sorprendentes gemelas Appleby, no fue publicada hasta octubre de 1984, dos años después de El filo dorado, pero no se produjo un descenso de público, como ocurre a veces cuando un escritor deja de publicar un libro cada año. Sus anticipos eran incluso cada vez mayores.
El primero de octubre, estaba sentada con Danny y Chris en el sofá del cuarto de estar, viendo los dibujos del viejo Correcaminos en el «VCR» —«Zas, zas», decía Christopher cada vez que Correcaminos salía disparado— y comiendo palomitas de maíz, cuando Thelma telefoneó desde Chicago deshecha en lágrimas. Laura recibió la llamada en el teléfono de la cocina, pero, en el televisor de la habitación contigua, el asediado coyote trataba de hacer volar a su enemigo, y era él quien saltaba por los aires, por lo que Laura dijo:
—Danny, será mejor que hable desde el estudio.
En los cuatro años que habían transcurrido desde el nacimiento de Chris, Thelma había prosperado en su carrera. Había sido contratada por un par de casinos de Las Vegas. («Mira, Shane, debo ser bastante buena, porque las camareras van casi desnudas, luciendo las tetas y el culo, y a veces los hombres del público me miran a mí en vez de mirarlas a ellas. Por otra parte, tal vez sea que sólo atraigo a los maricas»). El año anterior había actuado en el principal salón de espectáculos del «MGM Grand», como número preliminar a la aparición de Dean Martin, y había participado cuatro veces en The Tonight Show, con Johnny Carson. Se hablaba de una película o incluso de una serie de televisión de la que sería personaje principal, y parecía destinada al estrellato como actriz cómica. Ahora estaba en Chicago, como primera atracción de un club importante.
Tal vez fuese la larga cadena de sucesos positivos en sus vidas lo que alarmó a Laura cuando oyó que Thelma estaba llorando. Durante algún tiempo, había esperado que el cielo se le cayera encima con tal espantosa rapidez que habría pillado desprevenido a Chicken Little. Se dejó caer en el sillón de detrás de la mesa de su estudio y levantó el teléfono.
—¿Thelma? ¿Qué te pasa?
—Acabo de leer… tu nuevo libro.
Laura no podía imaginarse qué había en Las sorprendentes gemelas Appleby que hubiese afectado tan profundamente a Thelma, y entonces de pronto se preguntó si algo, en la caracterización de Carrie y Sandra Appleby, la había ofendido. Aunque ninguno de los acontecimientos importantes de la novela reflejaban los hechos acontecidos en las vidas de Ruthie y Thelma, naturalmente las Appleby estaban inspiradas en las Ackerson. Pero ambos personajes habían sido descritos con cariño y buen humor; seguramente no había nada en ellos que pudiese ofender a Thelma, y así se lo dijo Laura, presa de pánico.
—No, no, Shane, no seas tonta —dijo Thelma entre sollozos—. No estoy ofendida. La razón de que no pueda contener las lágrimas es que has hecho una cosa maravillosa. Carrie Appleby es Ruthie, estoy segura, pero en tu libro dejas que Ruthie viva largos años. Dejas que Ruthie viva, Shane, y eso es mucho mejor que lo que Dios permitió en la vida real.
Hablaron durante una hora, casi siempre de Ruthie, recordándola, ahora ya no entre lágrimas, sino sobre todo con cariño, Danny y Chris se asomaron un par de veces a la puerta abierta del estudio, con aire de abandono, y Laura les envió besos con los dedos, pero siguió hablando por teléfono con Thelma, porque esta era una de las raras veces en que recordar a los muertos es más importante que atender a las necesidades de los vivos.
Dos semanas antes de la Navidad de 1985, cuando Chris tenía poco más de cinco años, la estación de las lluvias empezó en el sur de California con un aguacero que hizo que las hojas de las palmeras crujiesen como huesos, arrancó las últimas flores de las balsamináceas e inundó las calles. Chris no podía jugar al aire libre. Su padre había ido a inspeccionar una posible inversión en bienes inmuebles, y el muchacho no estaba de humor para distraerse solo. No paraba de encontrar excusas para molestar a Laura en su despacho; y a las once, ella renunció a tratar de concentrarse en el libro que estaba escribiendo. Le envió a la cocina para que sacase la plancha de cocer de la alacena, prometiéndole que le dejaría hacer galletas de chocolate.
Antes de reunirse con él, sacó las botas palmeadas, el pequeño paraguas y la bufanda en miniatura de Sir Tommy Toad del cajón del tocador donde los había guardado para un día como este. Al ir a la cocina, colocó estas cositas junto a la puerta de la entrada.
Más tarde, mientras introducía una bandeja de galletas en el horno, le envió a la entrada a ver si el mensajero de «United Parcel» había dejado un paquete que dijo estar esperando, y Chris volvió con el rostro colorado por la excitación.
—Mamaíta, ven, ven y verás.
Le mostró en el vestíbulo los tres artículos en miniatura, y ella le dijo:
—Supongo que son de Sir Tommy. Oh, olvidé decirte que vamos a tener un huésped. Un sapo de Inglaterra muy distinguido, que ha venido por asuntos de la reina.
Ella tenía ocho años cuando su padre inventó a Sir Tommy, y había aceptado al fabuloso sapo como una graciosa fantasía, pero Chris contaba sólo con cinco, y lo tomó más en serio.
—¿Dónde va a dormir? ¿En el cuarto de los invitados? Entonces, ¿qué haremos cuando venga el abuelo a visitarnos?
—Hemos alquilado una habitación en el ático a Sir Tommy —dijo ella—, pero no debes molestarle ni hablar a nadie de él, salvo a papá, porque Sir Tommy está aquí para una misión secreta de Su Majestad.
Él la miró con los ojos muy abiertos y a ella le entraron ganas de reír, pero no se atrevió a hacerlo. El niño tenía los cabellos y los ojos castaños, como ella y Danny, pero sus facciones eran delicadas, más parecidas a las de su madre que a las de su padre. A pesar de su pequeñez, había algo en él que le hacía pensar a su madre que, en definitiva, crecería y sería tan alto y vigoroso como Danny. Él se le acercó y murmuró:
—¿Sir Tommy es un espía?
Durante toda la tarde, mientras cocían galletas, ordenaban las cosas y jugaban a diferentes juegos, Chris no paró de hacer preguntas sobre Sir Tommy. Laura descubrió que contar cuentos a los niños a veces es más complicado que escribir novelas para adultos.
Cuando llegó Danny a las cuatro y media, les saludó a gritos desde el pasillo que conducía a la puerta del garaje.
Chris se levantó de un salto de la mesa donde estaba jugando a las cartas con Laura y murmuró a su padre:
—¡Shhht…! Papá, Sir Tommy debe de estar durmiendo; ha hecho un largo viaje, es la reina de Inglaterra, ¡y está espiando en nuestro ático!
Danny frunció el entrecejo.
—Salgo de casa unas pocas horas y, mientras estoy fuera, ¿invaden nuestro hogar viles espías británicos disfrazados?
Aquella noche, en la cama, Laura hizo el amor con una pasión que la sorprendió a ella misma, y Danny le dijo:
—¿Qué te ha pasado hoy? Estuviste toda la tarde muy animada.
Mientras se apretaba contra él bajo la sábana, gozando del contacto de su cuerpo desnudo junto al de ella, Laura dijo:
—Oh, no sé; es que siento que estoy viva, y Chris está vivo y tú estás vivo, y todos estamos juntos. Y además está Tommy Toad.
—¿Te divierte?
—Me divierte, sí. Pero es más que eso. Es…, bueno, de alguna manera me hace sentir que la vida sigue, siempre sigue, que el ciclo se repite…, ¿te parece una tontería…?, y que la vida seguirá también para nosotros, para todos nosotros, durante mucho tiempo.
—Bueno, sí, creo que tienes razón —dijo él—. A menos que te muestres tan enérgica cada vez que hagamos el amor de ahora en adelante, en cuyo caso me matarás en menos de tres meses.
En octubre de 1986, cuando Chris cumplió seis años, fue publicada la quinta novela de Laura, Río sin fin, con aplauso de la crítica y más ventas que cualquiera de sus títulos anteriores. El editor había pronosticado el éxito: «Contiene todo el humor, toda la tensión, toda la tragedia, toda esa extraña mezcla característica de las novelas de Laura Shane, pero no es tan negra como las otras, y eso le da un atractivo especial».
Durante dos años, Laura y Danny habían llevado a Chris a las montañas de San Bernardino al menos un fin de semana al mes, a Lake Arrowhead y a Big Bear, tanto en verano como en invierno, para que aprendiese que todo el mundo no era como los agradables pero urbanizados y suburbanizados reinos de Orange County. Con la cada día más floreciente carrera de Laura y los éxitos de la estrategia de inversiones de Danny, y considerando el reciente deseo de ella de no alimentar el optimismo, sino vivirlo, decidieron que era hora de pasarlo bien y compraron una segunda casa en la montaña.
Era una casa de piedra y madera de secoya, de once habitaciones y quince hectáreas de terreno, junto a la carretera 330 y a unos kilómetros al sur de Big Bear. En realidad, era más lujosa que aquella en la que vivían el resto de la semana en Orange Park Acres. La finca estaba principalmente poblada de enebros, pinos Ponderosa y pinos azucareros, y su vecino más próximo se encontraba fuera del alcance de su vista. Durante su primer fin de semana allí, mientras hacían un muñeco de nieve, aparecieron tres ciervos en la orilla del poblado bosque, a veinte metros de ellos, y les miraron con curiosidad.
Chris se emocionó al ver los ciervos y, cuando se hubo metido en la cama aquella noche, estaba seguro de que eran ciervos de Santa Claus. Insistió en que era aquí donde se retiraba el alegre gordinflón después de Navidad y no al Polo Norte como decía la leyenda.
Viento y estrellas fue publicada en octubre de 1987 y se vendió todavía más que cualquiera de sus libros anteriores. La versión cinematográfica de El río sin fin se estrenó el Día de Acción de Gracias, con un éxito de taquilla que superó al de cualquier película aquel año.
El viernes 8 de enero de 1988, animados al saber que Viento y estrellas sería por quinta semana seguida el número uno en la lista del Times, partieron por la tarde hacia Big Bear, en cuanto Chris llegó a casa del colegio. El martes siguiente Laura cumplía treinta y tres años, y los tres pretendían celebrarlo en la montaña, con la nieve como una capa de azúcar sobre un pastel y el viento cantando para Laura.
Al estar acostumbrados, los ciervos se aventuraron hasta unos siete metros de la casa el sábado por la mañana. Sin embargo, Chris ya tenía siete años y había oído en el colegio el rumor de que Santa Claus no era real, ahora no estaba seguro de que no fuesen ciervos ordinarios.
El fin de semana fue perfecto, tal vez el mejor que habían pasado en la montaña, pero tuvieron que abreviarlo. Habían proyectado salir a las seis de la mañana del lunes, para llegar a Orange County a tiempo de llevar a Chris al colegio. No obstante, una fuerte tormenta descargó intempestivamente en el sector a última hora de la tarde del domingo y, aunque estaban a poco más de noventa minutos de las temperaturas templadas de lugares más próximos a la costa, el boletín meteorológico anunció que habría más de medio metro de nieve recién caída por la mañana. No queriendo arriesgarse a verse sitiados por la nieve y que Chris se perdiese un día de colegio —cosa posible aun contando con su «Blazer» de cuatro ruedas motrices—, cerraron la mansión de piedra y madera de secoya y, pocos minutos después de las cuatro, se dirigieron al Sur por la carretera 330.
El sur de California es uno de los pocos lugares del mundo donde se puede pasar de un clima invernal a un calor subtropical en menos de dos horas, y el viaje siempre le gustaba y le maravillaba a Laura. Los tres se habían vestido para la nieve: calcetines de lana, botas, ropa interior de abrigo, pantalones gruesos, suéteres y chaquetas de esquí, pero dentro de una hora y cuarto se hallarían en un clima más suave, donde nadie iba abrigado, y dentro de dos, se encontrarían mejor en mangas de camisa.
Laura conducía mientras que Danny, sentado a su lado, y Chris, que iba detrás de él, jugaban a un juego de asociación de palabras que habían inventado en anteriores viajes para distraerse. La fuerte nevada alcanzaba incluso a los trechos de carretera protegidos por árboles a ambos lados, y en las zonas no resguardadas, los copos caían y giraban a millones a impulso de los caprichosos vientos de la montaña, a veces oscureciendo a medias el camino. Ella conducía con cuidado, sin importarle que el viaje de dos horas hasta casa requiriese tres o cuatro; como habían salido temprano, tenían mucho tiempo por delante, todo el tiempo del mundo.
Cuando salió de la gran curva, a unos kilómetros al sur de su casa y emprendió la cuesta de setecientos metros, vio un jeep rojo aparcado en el arcén de la derecha y un hombre con chaqueta de marinero en mitad de la carretera. Descendía la cuesta, agitando ambos brazos para que se detuvieran.
Inclinándose hacia delante y mirando entre los limpiaparabrisas en movimiento, Danny dijo:
—Parece que ha tenido una avería; necesita ayuda.
—¡La Patrulla Packard va en su auxilio! —dijo Chris desde el asiento de atrás.
Al reducir Laura la marcha, el hombre de la carretera empezó a hacerle frenéticos ademanes para que se detuviese en el arcén de la derecha.
Danny dijo con inquietud:
—Hay algo extraño en ese hombre…
«Sí, muy extraño», pensó Laura. Era su guardián especial. Al verle después de tantos años, se impresionó y se asustó.