La casa que había visto desde la carretera era un bar restaurante a la sombra de enormes pinos. Ponderosa. Los árboles tenían más de sesenta metros de altura y estaban adornados con pifias de quince centímetros, y tenían la corteza bellamente agrietada y algunas ramas inclinadas bajo el peso de la nieve de anteriores tormentas. El edificio de una sola planta estaba hecho de troncos, y tan resguardado por los árboles en tres de sus lados, que el tejado de pizarra se encontraba cubierto de agujas de pino más que de nieve. Las ventanas estaban empañadas o revestidas de escarcha, y la luz del interior se hallaba agradablemente tamizada por los traslúcidos cristales.
En el aparcamiento de delante de la casa había dos jeeps, dos camionetas de reparto y un «Thunderbird». Tranquilizado al ver que nadie podía observarle desde las ventanas del bar, Stefan fue directamente a uno de los jeeps, probó la portezuela, vio que no estaba cerrada y se sentó detrás del volante, cerrando la puerta tras sí.
Sacó la «Walther PPK/S» del 38 de la pistolera que llevaba debajo de la chaqueta. La dejó sobre el asiento de al lado.
Le dolían los pies a causa del frío y hubiera querido detenerse para vaciar la nieve de sus botas. Pero se había retrasado, se agotaba el tiempo previsto y no se atrevía a perder ni un minuto. Además, si le dolían los pies, era señal de que no estaban congelados, por ahora no había peligro.
Las llaves no estaban puestas. Echó el asiento atrás, se agachó, buscó a tientas debajo del tablero, encontró los alambres del encendido y el motor funcionó al cabo de un minuto.
Stefan se incorporó en el momento en que el dueño del jeep, cuyo aliento apestaba a cerveza, abría la portezuela.
—¡Eh! ¿Qué diablos está haciendo, amigo?
El resto del nevado aparcamiento todavía se encontraba desierto. Estaban los dos solos.
Laura estaría muerta dentro de veinticinco minutos.
El dueño del jeep le agarró y él se dejó arrastrar de detrás del volante, cogiendo de paso la pistola; en realidad, se arrojó sobre el otro hombre, valiéndose del impulso para hacer retroceder y tambalearse a su adversario sobre el suelo resbaladizo. Los dos cayeron, él encima del otro, y apoyó el cañón de la pistola debajo de la barbilla del hombre.
—¡Por Dios, señor! No me mate.
—Vamos, levántese. De prisa, ¡maldita sea! Y no haga ningún movimiento brusco.
Cuando los dos estuvieron en pie, Stefan pasó detrás del otro, invirtió rápidamente la «Walther», empleándola como una maza, y le golpeó una vez, lo bastante fuerte para dejar inconsciente al hombre sin causarle una lesión permanente. El dueño del jeep cayó y yació fláccido en el suelo.
Stefan miró hacia el bar. Nadie más había salido.
No oía el ruido de tráfico en la carretera, pero los aullidos del viento podían amortiguar el sonido de un motor.
Mientras arreciaba la nevada, guardó la pistola en el bolsillo interior de su chaqueta y arrastró al hombre inconsciente hasta el otro vehículo más próximo, el «Thunderbird». No estaba cerrado, y metió al tipo en el asiento de atrás, cerró la puerta y volvió corriendo al jeep.
El motor se había parado. De nuevo lo puso en marcha.
Al arrancar y hacer girar el coche hacia la carretera, el viento aulló en la ventanilla. La nieve que caía se hizo más espesa, como en una nevisca, y nubes de la nieve caída el día anterior se elevaron del suelo y giraron en resplandecientes columnas. Los pinos gigantes y envueltos en sombra oscilaban y se estremecían bajo el ataque del frío invernal.
A Laura le quedaban poco más de veinte minutos de vida.