Cinco meses después de aquella primera cita, el sábado 16 de julio de 1977, seis semanas después de graduarse en UCI, Laura se casó con Danny Packard en una ceremonia civil en el Juzgado. Los únicos invitados, que sirvieron también de testigos, fueron el padre de Danny, Sam Packard, y Thelma Ackerson.
Sam era un hombre apuesto y de cabellos blancos, de un metro noventa de estatura, pero quedaba pequeño al lado de su hijo. Durante toda la breve ceremonia, estuvo llorando, y Danny no paró de volver la cabeza y decirle: «¿Estás bien, papá?». Sam asentía con la cabeza, se sonaba y les decía que siguiesen adelante, pero un momento después lloraba de nuevo y Danny le preguntaba si estaba bien, y Sam se sonaba como si imitase los gritos de los patos en celo. El juez dijo:
—Hijo mío, las lágrimas de tu padre son de alegría; por consiguiente, si terminásemos pronto…, tengo que casar a otras tres parejas.
Aunque el padre del novio no hubiese sido tan emotivo ni el novio un gigante con el corazón de un cervato, la celebración de la boda habría resultado memorable gracias a Thelma. Llevaba el cabello cortado de una manera extraña y desaliñada, con un mechón teñido de púrpura sobre la frente. En pleno verano, y para una boda, calzaba zapatos rojos de tacón alto, pantalón negro ceñido con un trozo de cadena de acero corriente a modo de cinturón. También se había sombreado exageradamente los ojos y se había pintado los labios de un rojo sangre, y uno de sus pendientes parecía un anzuelo.
Después de la ceremonia, mientras Danny hablaba en privado con su padre, Thelma se llevó a Laura a un rincón del vestíbulo del Juzgado y le explicó por qué se había presentado de aquella manera.
—Lo llaman estilo punk, y es la última moda en Gran Bretaña. Aquí nadie lo lleva todavía. En realidad, casi nadie lo sigue tampoco en Inglaterra, pero, dentro de unos pocos años, todo el mundo se vestirá así. Es muy adecuado para mi actuación. Hace que parezca estrafalaria y que la gente se ría en cuanto salgo al escenario. También es bueno para mí. Sinceramente, Shane, ya no estoy en la flor de la edad. Caray, si ser casera fuese una enfermedad y la caridad estuviese bien organizada, sería una niña ideal para sus carteles. No obstante, las dos grandes ventajas del estilo punk son que te escondas detrás de un maquillaje y unos cabellos chillones, de manera que nadie puede saber lo hogareña que eres, y que, de cualquier modo, hace que parezcas rara. Bueno, Shane, Danny es un tipo imponente. Me has hablado mucho de él por teléfono, pero nunca me dijiste que fuese tan corpulento. Ponle un traje de «Godzilla», déjale suelto en Nueva York, filma lo que pase y podrás hacer una película estupenda sin necesidad de construir escenarios en miniatura. Conque le quieres, ¿verdad?
—Le adoro —dijo Laura—. Es tan amable como alto, tal vez por toda la violencia que vio y en la que participó en Vietnam o tal vez porque siempre ha tenido un corazón bondadoso. Es cariñoso, Thelma, y reflexivo, y piensa que soy una de las mejores escritoras que jamás haya leído.
—Y cuando empezó a regalarte sapos, creíste que era un psicópata.
—Un pequeño error de juicio.
Dos policías uniformados cruzaron el vestíbulo del Juzgado, escoltando a un joven barbudo esposado, le llevaban a una de las salas del tribunal. Al pasar, el preso miró de arriba abajo a Thelma y dijo:
—¡Eh, mamaíta, vamos a divertirnos un rato!
—El encanto Ackerson —dijo Thelma a Laura—. Tú consigues un hombre que es una combinación de dios griego, oso de peluche y Bennet Cerf, y yo sólo logro proposiciones deshonestas de la hez de la sociedad. No obstante, pensándolo bien, ni siquiera suelen hacérmelas, por lo que tal vez pueda tener aún esperanzas.
—Te menosprecias, Thelma. Siempre puedes tenerlas. Algún hombre muy especial descubrirá que eres un tesoro…
—Charles Manson, cuando le dejen en libertad bajo fianza.
—No. Algún día vas a ser tan feliz como yo. Lo sé. Es tu destino, Thelma.
—¡Cielo santo, Shane, te has vuelto muy optimista! ¿Qué me dices del relámpago? Todas aquellas conversaciones profundas que sostuvimos en el suelo de nuestra habitación en Caswell…, ¿te acuerdas? Decidimos que la vida no es más que una comedia absurda y que, de vez en cuando, se ve interrumpida por rayos de tragedia que dan equilibrio a la historia, para hacer que la bufonada sea más divertida comparada con ellos.
—Es posible que el rayo haya caído por última vez en mi vida —dijo Laura.
Thelma la miró fijamente.
—¡Uy! Te conozco, Shane, y sé que te das cuenta del riesgo emocional que corres al querer ser tan feliz. Espero que tengas razón, hijita, y apuesto a que la tienes. Apuesto a que no habrá más rayos para ti.
—Gracias, Thelma.
—Y creo que tu Danny es un encanto, una joya. Sin embargo, te diré algo que tendría que significar mucho más que mi opinión: a Ruthie también le habría gustado; Ruthie habría pensado que era perfecto.
Se abrazaron con fuerza y, por un momento, volvieron a ser niñas, desafiadoras, pero vulnerables, sintiendo tanto la disparatada confianza como el miedo al ciego destino que habían moldeado su compartida adolescencia.
El domingo 24 de julio, cuando volvieron de una luna de miel de una semana en Santa Bárbara, fueron a la compra y cocinaron juntos la cena —ensalada revuelta, pan fermentado, albóndigas al horno y espaguetis— en el apartamento de Tustin. Ella había abandonado el suyo y se había trasladado al de él pocos días antes de la boda. Según el plan que se habían trazado, permanecerían en el apartamento durante dos años, tal vez tres. (Habían hablado de su futuro tan a menudo y con tanto detalle, que ahora escribían en mayúsculas estas dos palabra en su mente —El Plan— como si se refiriesen a algún manual cósmico que hubiesen recibido con su matrimonio y en el que podían confiar para tener una imagen exacta de su destino como marido y mujer). Después de aquellos dos años, tal vez tres, podrían pagar el primer plazo de la casa que les correspondía, sin tener que echar mano de la cartera de valores que Danny estaba reuniendo, y únicamente entonces se trasladarían.
Cenaron en la mesita de un compartimiento contiguo a la cocina, desde el que podían contemplar las palmeras del patio bajo los rayos dorados del sol al atardecer, y discutieron la parte más importante del Plan, que era cómo Danny sustentaría el hogar mientras Laura se quedaba en casa y escribía su primera novela.
—Cuando tú seas riquísima y famosa —dijo él, enroscando los espaguetis con el tenedor—, yo dejaré de hacer de corredor de Bolsa y pasaré el tiempo administrando nuestro dinero.
—¿Y si nunca llego a ser rica y famosa?
—Lo serás.
—¿Y si ni siquiera consigo publicar una obra?
—Entonces me divorciaré de ti.
Ella le arrojó una corteza de pan.
—Animal.
—Bruja…
—¿Quieres otra albóndiga?
—No, si vas a arrojármela.
—Ya se me pasó el enfado. Hago unas albóndigas muy buenas, ¿verdad?
—Soberbias —convino él.
—Vale la pena celebrar que tengas una esposa que hace buenas albóndigas, ¿no crees?
—Desde luego, es digno de celebración.
—Entonces hagamos el amor.
—¿En medio de la comida? —dijo Danny.
—No, en la cama. —Echó atrás su silla y se levantó—. Vamos. La cena puede calentarse de nuevo.
Durante aquel primer año, hacían el amor con frecuencia, y Laura encontró en su intimidad algo más que una satisfacción sexual, mucho más de lo que había esperado. Al estar con Danny, estrechándole contra ella, se sentía tan cerca de él que a veces le parecía que fuesen una sola persona: un cuerpo y una mente, un espíritu, un sueño. Le amaba de todo corazón, sí; sin embargo, aquel sentimiento de unidad era más que amor o, al menos, diferente del amor. La primera Navidad que pasaron juntos, comprendió que lo que experimentaba era una sensación de pertenecer a alguien, que no había sentido en mucho tiempo, una sensación de familia; pues este era su marido y ella era su mujer, y algún día nacerían hijos de su unión —dentro de dos o tres años, según El Plan—, y al abrigo de la familia había una paz que no podía encontrarse en ninguna otra parte.
Antes habría pensado que trabajar y vivir en continua felicidad, armonía y seguridad, día tras día, conduciría a un letargo mental, que sus escritos saldrían perjudicados de tanta felicidad, que necesitaba una vida equilibrada de altibajos para mantener afilado su ingenio. No obstante, la idea de que el artista necesitaba sufrir para hacer mejor su trabajo era un concepto propio de los jóvenes y los inexpertos. Ella, cuanto más feliz era, mejor escribía.
Seis semanas antes de su primer aniversario de boda, Laura terminó una novela, Noches de Jericó, y envió una copia a un agente literario de Nueva York, Spencer Keene, que había respondido favorablemente a una carta que le había escrito hacía un mes. Dos semanas después, Keene telefoneó para decirle que se encargaría del libro, que esperaba una rápida venta y que veía en ella un espléndido futuro como novelista. Con una rapidez que sorprendió al propio agente, vendió la novela a la primera editorial a la que presentó: «Viking», que pagó un modesto pero razonable adelanto de quince mil dólares, y el contrato se formalizó el viernes 14 de julio de 1978, dos días antes del aniversario de Laura y Danny.