El día en que cumplió veintidós años, el 12 de enero de 1977, Laura Shane recibió un sapo en un paquete postal. La caja en que le fue enviado no llevaba la dirección del remitente y tampoco había ninguna nota en ella. Laura la abrió sobre la mesa próxima a la ventana del cuarto de estar de su apartamento, y la clara luz del sol de un día de invierno desacostumbradamente templado resplandeció de manera agradable sobre la encantadora figurita. El sapo era de cerámica, de unos cinco centímetros de altura, estaba posado sobre un lirio también de cerámica y llevaba sombrero de copa y bastón.
Dos semanas antes, la revista literaria del campus había publicado Epopeya de un anfibio, un cuento del que era autora, sobre una niña cuyo padre urdía ingeniosas historias alrededor de un sapo imaginario, Sir Tommy de Inglaterra. Sólo ella sabía que aquel relato tenía tanto de real como de ficción, aunque por lo visto alguien había intuido la verdadera importancia que el cuento tenía para ella, porque el sonriente sapo con sombrero de copa había sido empaquetado con extraordinario cuidado. Estaba cuidadosamente envuelto en algodón y atado con una cinta roja, luego todo ello había sido envuelto en papel de seda y depositado en una caja blanca sobre una capa de bolas de algodón. Por último, la caja protegida con hojas de periódico había sido metida dentro de otra más grande. Nadie se habría tomado tanto trabajo para proteger una figurita de cinco dólares, a menos que hubiese querido expresar que el remitente sabía lo que significaban para ella emocionalmente los acontecimientos de la Epopeya de un anfibio.
Para poder pagar el alquiler, Laura compartía su apartamento en Irvine con dos jóvenes de la Universidad, Meg Falcone y Julie Ishimina, y al principio pensó que tal vez una de las dos había enviado el sapo. No obstante, no parecía probable, pues Laura no había intimado con ninguna de ellas. Estaban atareadas con los estudios y sus propios asuntos, y sólo llevaban juntas desde setiembre último. Afirmaron no saber nada del sapo, y su negativa parecía sincera.
Entonces se preguntó si el doctor Matlin, asesor de la revista literaria de UCI, le habría enviado la figurita. Desde su segundo año en la Universidad, en el que había seguido un curso de Matlin sobre su escritura creadora, él la había animado a que explotase su talento y puliese su estilo. Le había gustado de manera especial la Epopeya de un anfibio, por lo que es posible que le hubiese enviado el sapo para decirle «está muy bien». Pero ¿por qué no había ninguna dirección del remitente ni ninguna tarjeta? ¿Por qué tanto secreto? No; esto no era propio de Harry Matlin.
Laura contaba con unos cuantos amigos casuales en la Universidad, pero no tenía intimidad con nadie, porque no le quedaba tiempo para contraer y sostener amistades profundas. Entre sus estudios, su trabajo y su escritura, empleaba todas las horas del día no dedicadas a dormir o a comer. No podía pensar en nadie que se hubiese molestado en comprar el sapo, empaquetarlo y enviarlo por correo de forma anónima.
Un misterio.
Al día siguiente, tenía su primera clase a las ocho de la mañana y la última a las dos. A las cuatro menos cuarto, volvió a su «Chevrolet» de nueve años, que se encontraba en el aparcamiento del campus, abrió la portezuela, se puso al volante… y se sobresaltó al ver otro sapo sobre el salpicadero.
Tenía cinco centímetros de alto y diez de largo. También era de cerámica, de un verde esmeralda, y estaba reclinado sobre un brazo doblado y con la cabeza apoyada en la mano. Tenía una sonrisa soñadora.
Estaba segura de que había dejado el coche cerrado y, además, se encontraba cerrado cuando ella volvió de clase. Evidentemente, el enigmático donante de sapos se había tomado mucho trabajo en abrir el «Chevrolet» sin tener la llave —habría pasado algún tipo de gancho por encima de la ventanilla hasta el botón de cierre— y dejar el sapo de una manera tan espectacular.
Más tarde, colocó el sapo reclinado sobre su mesita de noche, donde ya se encontraba su hermano del sombrero de copa y el bastón. Pasó las primeras horas de la noche en la cama, leyendo. Sin embargo, de vez en cuando desviaba su atención del libro para centrarla en las figuras de cerámica.
A la mañana siguiente, cuando salió del apartamento, encontró una cajita en el umbral de la puerta. Dentro de ella había otro sapo meticulosamente envuelto. Era de latón, estaba sentado sobre un leño y sostenía un banjo.
El misterio se hacía más profundo.
En verano podía trabajar toda la jornada como camarera del «Hamburger Hamlet», en Costa Mesa; no obstante, durante el curso escolar la carga era tan pesada que sólo podía hacerlo tres noches a la semana. El «Hamlet» era un restaurante donde servían buena comida a precio razonable y en un ambiente relativamente lujoso —vigas en el techo, muchos paneles en las paredes, sillones comodísimos—, de manera que los clientes solían sentirse mejor que en otros establecimientos donde las mesas eran servidas por camareros.
Pero aunque el ambiente hubiese sido sórdido y los clientes desabridos, Laura habría conservado su empleo; necesitaba el dinero. Al cumplir los dieciocho años —de esto hacía ya cuatro años—, se había enterado de que su padre había constituido un depósito, consistente en el producto de la liquidación de sus bienes después de su muerte, y de que este fondo no podía ser tocado por el Estado para resarcirse de su manutención en McIlroy y Caswell Hall. Cuando ella fue dueña de este dinero, lo destinó a su sustento y a los gastos de enseñanza. Su padre no había sido rico; contando los seis años de interés compuesto, aquel fondo ascendía solamente a doce mil dólares, ni siquiera lo bastante para pagar cuatro años de alquiler, alimentación, vestido e instrucción; por consiguiente, dependía de su salario de camarera para completar la diferencia.
La noche del domingo 16 de enero, estaba en medio de su turno en el «Hamlet» cuando el dueño acompañó a una pareja mayor, de unos sesenta años, a uno de los compartimientos atendidos por Laura. Pocos minutos después, cuando ella volvió del bar con las cervezas y dos jarras sacadas del frigorífico, vio un sapo de cerámica sobre la mesa. Su sorpresa fue tal, que a punto estuvo de soltar la bandeja. Miró al hombre y a la mujer y vio que le sonreían, pero no decían nada, por lo que fue ella quien preguntó:
—¿No han enviado ustedes los sapos? Pero si ni siquiera les conozco…, ¿verdad?
—Oh, ha recibido más de estos, ¿eh?
—Este sería el cuarto. No lo han traído para mí, ¿verdad? Sin embargo, hace unos minutos no estaba aquí. ¿Quién lo puso sobre la mesa?
El hombre le guiñó un ojo a su esposa y le dijo a Laura:
—Tiene usted un admirador, querida.
—¿Quién?
—Un joven que estaba sentado en aquella mesa —dijo el hombre, señalando un compartimento del otro lado del salón, servido por una camarera llamada Amy Heppleman. La mesa se encontraba vacía; el mozo acababa de llevarse los platos sucios—. En cuanto fue usted a buscar nuestras cervezas, se acercó y nos preguntó si podía dejar esto aquí para usted.
Era un sapo navideño, vestido de Santa Claus, pero sin barba, y con un saco de juguetes sobre el hombro.
La mujer dijo:
—¿De veras que no sabe quién es?
—No. ¿Qué aspecto tiene?
—Es alto —dijo el hombre—. Muy alto y fornido. De cabellos castaños.
—También tiene los ojos castaños —dijo la mujer—. Y habla muy bien.
Laura levantó el sapo, lo miró fijamente y dijo:
—Hay algo en esto…, algo que me inquieta.
—¿La inquieta? —dijo la mujer—. Pero si no es más que un joven que está chiflado por usted, querida.
—¿Será eso? —se preguntó.
Laura encontró a Amy Heppleman en el mostrador donde preparaban las ensaladas y le pidió una descripción más exacta del hombre del sapo.
—Le serví una tortilla de champiñones, una tostada y una «Coca-Cola» —dijo Amy, mientras usaba un par de pinzas de acero inoxidable para llenar dos platos de ensalada—. ¿No le viste sentado allí?
—No, no me fijé en él.
—Un joven corpulento. Con vaqueros y camisa azul a cuadros. Lleva el cabello demasiado corto, pero no está mal si te gusta el tipo alce. No habló mucho. Parecía un poco tímido.
—¿Pagó con tarjeta de crédito?
—No. Con dinero en efectivo.
—¡Lástima! —dijo Laura.
Se llevó el sapo Santa Claus a casa y lo colocó con las otras figuritas.
A la mañana siguiente, lunes, al salir del apartamento se encontró otra caja blanca en el umbral. La abrió de mala gana. Contenía un sapo de cristal.
Cuando volvió de la UCI aquella misma tarde, Julie Ishimina estaba sentada a la mesa del pequeño comedor, leyendo el periódico y tomando una taza de café.
—Has recibido otro —dijo, señalando una caja sobre la encimera de la cocina—. Ha llegado con el correo.
Laura abrió el paquete cuidadosamente envuelto. El sexto sapo era en realidad una pareja: un salero y un pimentero.
Los puso con las otras figuritas sobre la mesita de noche y, durante largo rato, permaneció sentada en el borde de la cama, contemplando con el ceño fruncido la creciente colección.
A las cinco de aquella tarde telefoneó a Thelma Ackerson a Los Ángeles y le contó lo de los sapos.
Como no tenía ningún capital, Thelma no había considerado siquiera la posibilidad de ir a la Universidad, pero decía que eso no suponía ninguna tragedia, pues no le interesaban las ciencias. Después de terminar la segunda enseñanza, había ido directamente de Caswell Hall a Los Ángeles, resuelta a entrar en el mundo del espectáculo como excelente actriz cómica.
Casi todas las noches, desde las seis de la tarde hasta las dos de la mañana, rondaba por los clubes de variedades —el «Improv», el «Comedy Store» y todos sus imitadores— a la caza de una aparición gratuita y de seis minutos en el escenario, haciendo contactos —o esperando hacerlos—, y compitiendo con una horda de jóvenes cómicos para la ansiada demostración.
Trabajaba de día para pagar el alquiler, pasando de un empleo a otro, algunos de ellos realmente peculiares. Entre otras cosas se había visto de gallina y había cantado canciones y servido mesas en una misteriosa pizzería, y había participado en manifestaciones, ocupando el sitio de algunos miembros del Gremio de escritores del Oeste, que habían sido requeridos por su sindicato para contribuir a una acción de huelga, pero preferían pagar a alguien cien pavos al día para que llevase una pancarta y firmase en su nombre en la lista.
Aunque vivían solamente a noventa minutos la una de la otra, Laura y Thelma sólo se reunían dos o tres veces al año. Generalmente para almorzar o comer juntas, porque llevaban unas vidas muy atareadas. No obstante, a pesar del tiempo que transcurría entre sus encuentros, al instante se sentían a gusto al estar juntas, y prestas a compartir sus más íntimos pensamientos y experiencias.
—El lazo McIlroy-Caswell —dijo una vez Thelma— es más fuerte que el de la sangre, que el de la Mafia, que el lazo entre Fred Flintstone y Barney Rubbel, y estos dos son íntimos.
Ahora, después de escuchar el relato de Laura, Thelma dijo:
—¿Pero cuál es tu problema, Shane? A mí me parece que algún tipo rico y tímido se ha enamorado de ti. Muchas mujeres se desmayarían por una cosa de este tipo.
—Pero ¿tú crees que se trata de eso?, ¿de un flechazo inocente?
—¿Qué otra cosa puede ser?
—No lo sé. Pero…, hace que me sienta inquieta.
—¿Inquieta? Esos sapos son muy lindos, ¿no? ¿Verdad que ninguno de ellos tiene aspecto amenazador, ni empuña un cuchillito de carnicero o una pequeña sierra de cerámica?
—No.
—Ni te ha enviado ningún sapo decapitado, ¿eh?
—No, pero…
—Los últimos años han sido tranquilos, Shane, aunque desde luego has tenido una vida muy agitada. Es comprensible que esperes que ese hombre sea hermano de Charles Manson. Pero es casi seguro que se trate de lo que aparenta ser: un hombre que te admira desde lejos, que tal vez sea un poco tímido y exageradamente romántico. ¿Cómo va tu vida sexual?
—No tengo —dijo Laura.
—¿Por qué? No eres virgen. Tuviste a aquel tipo el año pasado…
—Bueno, ya sabes que aquello no funcionó.
—¿Nadie más, desde entonces?
—No. ¿Te imaginas que soy…, una libertina?
—¡Uy! Dos amantes en veintidós años no te convertirían en una libertina, ni siquiera en el sentido que da el Papa a esa palabra. Sigue con este asunto y ya veremos en qué para la cosa. Tal vez encuentres al príncipe encantador.
—Bueno…, tal vez lo haga. Supongo que tienes razón.
—Pero, Shane…
—Sólo por si acaso, será mejor que lleves de ahora en adelante un «Magnum 357» en el bolso.
—Muy graciosa.
—Hacer gracia es mi oficio.
Durante los tres días siguientes, Laura recibió otros dos sapos, y la mañana del domingo, el que hacía veintidós; se sentía confusa, irritada y asustada al mismo tiempo. Ningún admirador secreto alargaría tanto su juego. Cada nuevo sapo parecía burlarse de ella, más que agasajarla. Había una especie de obsesión en la constancia del que los enviaba.
Pasó gran parte de la noche del viernes sentada a oscuras en un sillón, junto a la gran ventana del cuarto de estar. A través de las cortinas entreabiertas, podía ver la terraza cubierta del bloque de apartamentos y la zona de delante de su propia puerta. En el supuesto de que él viniese durante la noche, estaba dispuesta a hacerle frente en el acto. A las tres y media de la mañana, no había llegado, y ella se durmió. Cuando se despertó, no había ningún paquete en el umbral.
Después de ducharse y desayunar rápidamente, bajó la escalera exterior y pasó a la parte de atrás del edificio, donde tenía su coche, en un aparcamiento cubierto. Pensaba ir a la biblioteca para hacer algún trabajo de investigación, y parecía que el día sería bueno para pasarlo en un lugar cerrado. El cielo invernal era gris y bajo, y el aire tenía esa pesadez que precede a las tormentas, y le infundió malos presagios, sentimiento que se intensificó cuando encontró otra caja sobre el salpicadero del «Chevrolet» cerrado. Su frustración fue tal, que estuvo a punto de gritar.
Sin embargo, en vez de eso, se sentó detrás del volante y abrió el paquete. Las otras figuritas habían sido baratas —no pasaban de diez o quince dólares cada una, y algunas probablemente de tres pavos—, pero la última era exquisita miniatura en porcelana que seguramente costaba por lo menos cincuenta dólares. No obstante, prestó menos atención al sapo que a la caja que lo contenía. No era vulgar, como las anteriores, sino que llevaba impreso el nombre de una tienda de regalos, especializada en artículos para coleccionistas, de las galerías de South Coast Plaza.
Inmediatamente, Laura se dirigió a las galerías, llegó quince minutos antes de que abriese aquella tienda, esperó en un banco del paseo y fue la primera en entrar una vez se abrió la puerta. La dueña era una mujer menuda y de cabellos grises llamada Eugenia Farvor.
—Sí, vendemos estos artículos —dijo, después de escuchar la breve explicación de Laura y examinar el sapo de porcelana— y, de hecho, yo misma le vendí este a un joven.
—¿Sabe su nombre?
—No; lo siento.
—¿Qué aspecto tenía?
—Le recuerdo bien por su estatura. Muy alto: cerca de dos metros, diría yo. Y muy ancho de hombros. Vestía muy bien. Un traje gris a rayas y una corbata a rayas grises y azules. Me llamó la atención el traje, se lo dije y me respondió que no era fácil encontrar ropa a su medida.
—¿Pagó en efectivo?
—Hummmm…, no, creo que usó una tarjeta de crédito.
—¿Conserva todavía el comprobante?
—Oh, sí; normalmente tardamos un día o dos en ordenarlos y transferirlos para su depósito.
La señora Farvor condujo a Laura por entre vitrinas llenas de porcelanas, objetos de cristal «Lalique» y «Waterford», platos «Wedgwood», figuritas «Hummel» y otros artículos caros, hasta la exigua oficina del fondo de la tienda. Entonces, de pronto, se le ocurrió que tal vez haría mal en revelar la identidad de su cliente.
—Si sus intenciones son inocentes, si no es más que un admirador de usted, y debo decir que no vi nada malo en él y parecía buena persona, tal vez lo estropearía todo. Sin duda querrá identificarse él mismo, de acuerdo con sus propios planes.
Laura se esforzó por seducir a la mujer y ganarse su simpatía. No podía recordar que hubiese hablado jamás con tanta elocuencia ni con tanto sentimiento; generalmente, le costaba más expresar de palabra lo que sentía que escribirlo. Lágrimas auténticas acudieron en su ayuda, sorprendiéndola todavía más que a Eugenia Farvor.
Gracias al comprobante de la tarjeta de crédito, se enteró de su nombre, Daniel Packard, así como de su número de teléfono. De la tienda, se fue directamente a un teléfono público de las galerías y buscó el nombre en la guía. Había dos Daniel Packard, pero el que tenía aquel número vivía en Newport Avenue, en Tustin.
Cuando volvió a la zona de aparcamiento de las galerías, caía una fría llovizna. Levantó el cuello de su abrigo, pero no llevaba sombrero ni paraguas. Cuando llegó a su coche, tenía los cabellos mojados y estaba helada. Tembló durante todo el trayecto desde Costa Mesa hasta North Tustin.
Pensaba que era muy probable que él estuviese en casa. Si era un estudiante, no se encontraría en clase en sábado. Si trabajaba una jornada corriente de nueve a cinco, es probable que tampoco estuviese en la oficina. Y el tiempo atmosférico era un obstáculo para muchos de los pasatiempos habituales de fin de semana de los californianos del sur, aficionados a salir fuera de casa.
La dirección correspondía a un complejo de casas de apartamentos, de dos plantas de estilo español; ocho de ellas estaban rodeadas de jardines. Durante unos minutos, fue de casa en casa por los serpenteantes paseos, bajo las goteantes palmeras y los árboles de coral, buscando su apartamento. Pero cuando lo encontró, en la primera planta del último módulo del edificio más apartado de la calle, sus cabellos estaban empapados. Y sentía más frío. La incomodidad mitigaba su miedo y agudizaba su irritación, por eso tocó el timbre sin la menor vacilación.
Por lo visto, él no observó por la mirilla de la puerta, pues cuando la abrió y vio a Laura parecía pasmado. Tenía tal vez cinco años más que ella y era realmente un hombrón: de más de dos metros de estatura y unos ciento diez kilos de peso, todo músculo. Llevaba vaqueros y una camiseta de manga corta azul pálido, manchada de grasa y de otra sustancia oleosa; sus nervudos brazos eran formidables. Su cara estaba sombreada por la barba incipiente y también manchada de grasa, y sus manos se hallaban ennegrecidas.
Apartándose cautelosamente de la puerta, para ponerse fuera de su alcance, Laura dijo simplemente:
—¿Por qué?
—Porque… —él se balanceó sobre los pies, casi demasiado grandes para el umbral que pisaba—. Porque…
—Estoy esperando.
Él se pasó una mano cubierta de grasa por los cortos cabellos, parecía no darse cuenta de que los estaba ensuciando. Desvió la mirada y observó el patio azotado por la lluvia mientras hablaba.
—¿Cómo…, cómo ha descubierto que era yo?
—Eso no tiene importancia. Lo que importa es que no le conozco, que nunca le había visto y que, sin embargo, tengo todo un criadero de sapos que usted me ha enviado, que viene a media noche para dejarlos delante de mi puerta, que fuerza mi coche para colocarlos en el interior, y que esto dura desde hace semanas. ¿No cree que ya es hora de que sepa a qué viene todo esto?
Todavía sin mirarla, él se puso colorado y dijo:
—Sí, claro, pero yo no…, no estaba preparado…, no creía que fuese el momento oportuno.
—¡El momento oportuno fue hace una semana!
—Hummmm…
—Entonces, dígame. ¿Por qué?
Mirando sus manos grasientas, él dijo a media voz:
—Bueno, mire…
—¿Sí?
—La amo.
Ella le miró fijamente, con incredulidad. Por fin, él la miró también. Laura dijo:
—¿Me ama? Pero si ni siquiera me conoce. ¿Cómo puede amar a una persona con la que no ha hablado nunca?
Él de nuevo desvió la mirada, pasó otra vez la sucia mano por sus cabellos y se encogió de hombros.
—No lo sé, pero es así, y yo…, hum…, bueno, tengo la impresión…, mire, siento que pasaré el resto de mi vida con usted.
Mientras el agua fría de la lluvia goteaba de sus mojados cabellos sobre la nuca y la curva marcada poro la espina dorsal, después de perderse un día en la biblioteca —¿cómo podía concentrarse en el estudio después de esta escena absurda?—, y bastante desengañada de que su secreto admirador hubiese resultado ser este ganso sucio, sudoroso y que no sabía expresarse, Laura dijo:
—Escuche, señor Packard, no quiero que me envíe más sapos.
—Es que yo deseo realmente enviárselos.
—Pero yo no quiero recibirlos. Y mañana le devolveré por correo los que me ha enviado. No; hoy. Se los mandaré hoy.
Él pestañeó sorprendido y dijo:
—Creía que le gustaban los sapos.
Y ella añadió con creciente irritación:
—Me gustan los sapos. Adoro los sapos. Los sapos son los seres más lindos de la creación. En este momento, incluso quisiera ser un sapo, pero no quiero los suyos. ¿Comprende?
—Hum…
—No me atosigue, Packard. Tal vez algunas mujeres se dejen convencer por su extraña mezcla de torpe romanticismo y encanto de macho sudoroso, pero yo no soy una de ellas, y puedo protegerme, no crea que no puedo. Soy mucho más dura de lo que parezco, y me he enfrentado con hombres peores que usted.
Le volvió la espalda, salió de la terraza bajo la lluvia, volvió a su coche y regresó a Irvine. Durante todo el trayecto fue temblando, no sólo porque estaba mojada y tenía frío, sino también porque se sentía furiosa. ¡Qué cara más dura la de aquel hombre!
Ya en su apartamento, se desnudó, se envolvió en una bata acolchada y se preparó café para quitarse los escalofríos.
Acababa de tomar el primer sorbo cuando sonó el teléfono. Respondió a la llamada en la cocina. Era Packard.
Hablando tan rápidamente que sus frases se atropellaban, dijo:
—Por favor, no cuelgue; tiene razón, soy un estúpido en estas cosas, un idiota, pero concédame un minuto para explicarme. Cuando usted llegó, estaba arreglando el fregadero, por eso me encontró tan desaliñado, sucio y sudoroso, tuve que desatascarlo desde abajo, el dueño de la casa habría podido hacerlo, pero habría tardado una semana; y yo soy hábil con las manos, puedo arreglar cualquier cosa, y como el día era lluvioso y no podía hacer otra cosa, ¿por qué no arreglarlo yo mismo?, nunca me imaginé que vendría usted. Me llamo Daniel Packard, pero esto ya lo sabe, tengo veintiocho años, estuve en el Ejército hasta el año 73, hace tres años me gradué en la Universidad de California, en Irvine, como licenciado en dirección de empresas. Ahora trabajo como corredor de Bolsa; no obstante, sigo dos cursos nocturnos en la Universidad, y por eso leí su cuento sobre el sapo en la revista literaria del campus. Es estupendo, me encantó, un cuento realmente magnífico, y por esa razón fui a la biblioteca y busqué en los números atrasados todo lo que usted había escrito, y lo leí todo, y muchas cosas eran buenas, muy buenas, no todas, pero sí muchas, y me enamoré de usted, de la persona a quien conocía por sus escritos, porque estos eran tan bellos y tan reales. Una tarde estaba sentado en la biblioteca leyendo uno de sus cuentos —tenía que leerlos en la biblioteca, porque no prestaban a nadie números atrasados de la revista literaria, pues ya estaban archivados— y la bibliotecaria pasó por detrás de mi silla, se inclinó a mirar y me preguntó si me gustaba el cuento, yo le contesté que sí y ella me dijo: «Bueno, la autora está allí, por si quiere decirle lo buena que es», y allí estaba usted, a tres mesas de distancia, con un montón de libros, estudiando, frunciendo el ceño, tomando notas, y era preciosa. Mire, yo sabía que debía ser preciosa por dentro, porque sus cuentos son hermosos, y los sentimientos que expresa en ellos, bellos, pero nunca se me había ocurrido pensar que también sería preciosa por fuera, y no podía presentarme a usted porque siempre se me ha trabado la lengua y he sido torpe delante de las mujeres hermosas, tal vez porque mi madre era bella, pero fría y amenazadora, por esa razón ahora creo que todas las mujeres hermosas me rechazarán, como hacía mi madre —un tema de psicoanálisis un poco disparatado—; no obstante, seguro que todo me habría resultado mucho más fácil si usted hubiese sido fea o al menos de aspecto vulgar. Debido a su cuento; creí que podría utilizar los sapos, como regalos de un admirador secreto, para predisponerla en mi favor, y luego pensaba presentarme, después del tercer o el cuarto sapo, de veras, pero lo retrasé porque supongo que no quería verme rechazado, y sabía que me estaba volviendo loco al enviarle tantos sapos, pero no podía dejar de hacerlo y olvidarla; sin embargo, tampoco era capaz de enfrentarme con usted, y esto es todo. No pretendía ofenderla ni, desde luego, irritarla, y espero que me perdone.
Al fin agotado, se calló.
—¿Y bien? —dijo ella.
—Si es así, ¿querrá salir conmigo?
Sorprendida por su propia respuesta, ella dijo:
—Sí.
—¿A cenar y al cine?
—De acuerdo.
—¿Esta noche? ¿Puedo pasar a recogerla a las seis?
—Muy bien.
Después de colgar, Laura se quedó un rato mirando el teléfono. A continuación, dijo en voz alta:
—¿Estás majareta, Shane? —y añadió—. Pero él me ha dicho que mis escritos eran «muy hermosos y muy reales».
Fue a su dormitorio y observó la colección de sapos sobre la mesita de noche.
—Tartamudea y calla en un momento dado, y al instante siguiente habla por los codos. Podría ser un maníaco asesino. Shane. —Luego dijo—: Sí, podría serlo, pero es también un gran crítico literario.
Como él había propuesto ir a cenar y al cine, Laura se puso una falda gris, una blusa blanca y un suéter marrón, pero él se presentó en traje azul oscuro, camisa blanca con puños dobles, corbata de seda azul con alfiler, pañuelo de seda asomando en el bolsillo superior de su chaqueta y zapatos negros y perfectamente lustrados, como para asistir a la función inaugural de la temporada de ópera. Traía un paraguas, y la acompañó desde su apartamento al automóvil sosteniéndola del brazo derecho con una mano, con tan solemne cuidado, que parecía convencido de que ella se disolvería en el caso de que la tocase una gota de lluvia, o que se haría añicos si resbalaba y se caía.
Considerando el atuendo y la enorme diferencia de talla —con su metro setenta y siete de estatura, él la pasaba un palmo y medio, y con sus cincuenta y dos kilos de peso, pesaba menos de la mitad que él—, casi tenía la impresión de que asistía a una cita con su padre o con un hermano mayor. Como mujer no era baja, pero del brazo de él y bajo su paraguas se sentía realmente diminuta.
Él de nuevo se mostró poco comunicativo en el coche, pero se excusó diciendo que tenía que conducir con especial cuidado en un tiempo tan malo. Fueron a un pequeño restaurante italiano en Costa Mesa, un establecimiento donde Laura había comido bien unas cuantas veces en el pasado. Se sentaron a una mesa y le dieron la carta, pero incluso antes de que la camarera pudiese preguntarles si tomarían un aperitivo, Daniel dijo:
—Esto no me gusta, no vale nada; busquemos otro lugar.
—Pero ¿por qué? —preguntó ella sorprendida—. Aquí se está bien, la comida es muy buena.
—No, en realidad todo está mal. No hay ambiente, ni estilo, no quiero que pienses…, ¡hum…! —y hablaba atropelladamente, como lo había hecho por teléfono, ruborizado el semblante—, hum, bueno, de todos modos esto no está bien, no es adecuado para nuestra primera cita, quiero que sea algo especial —y se levantó—, hum, creo que conozco el sitio apropiado, lo siento señora —esto dirigiéndose a la sorprendida y joven camarera—, espero no haberla molestado —y echó atrás la silla de Laura, ayudándola a levantarse—. Conozco el lugar adecuado, te gustará, nunca he comido allí, pero he oído decir que es un lugar excelente. —Otros clientes les miraban con atención, por lo que Laura dejó de protestar—. Además, está muy cerca, sólo a un par de manzanas de aquí.
Volvieron al coche, recorrieron dos manzanas y aparcaron delante de un restaurante de sencillo aspecto en un sector del centro comercial.
Laura le conocía ahora lo bastante para darse cuenta de que su sentido de la cortesía exigía que esperase a que él diese la vuelta alrededor del coche y le abriese la portezuela; sin embargo, cuando la abrió, vio que estaba plantado en un charco muy hondo.
—¡Oh, tus zapatos! —dijo ella.
—Se secarán. Mira, coge tú el paraguas y yo te levantaré para pasar el charco.
Ella, perpleja dejo que la sacase del coche y la transportase sobre el charco como si no pesara más que un almohadón de plumas. La dejó en la acera y, sin el paraguas, volvió al coche para cerrar la portezuela.
El restaurante francés tenía menos ambiente que el italiano. Les condujeron a una mesa de un rincón, demasiado cerca de la cocina; al cruzar el salón, los zapatos de Daniel chapotearon y crujieron.
—Vas a pillar una pulmonía —dijo ella, temerosa, cuando se hubieron sentado y pedido dos «Dry Sacks» con hielo.
—No. Estoy inmunizado. Nunca caigo enfermo. Una vez en Vietnam, durante una acción, quedé aislado de mi unidad, pasé una semana solo en la jungla, llovió continuamente, cuando encontré el camino de vuelta a territorio amigo, estaba hecho cisco, pero ni siquiera pillé un resfriado.
Mientras tomaban el aperitivo, estudiaban la carta y escogían los platos, él se mostró más relajado de como Laura le había visto hasta entonces, y en realidad resultó tener una conversación coherente, agradable e incluso divertida. Sin embargo, cuando les sirvieron los entrantes —salmón con salsa de eneldo para ella y escalopes para él—, pronto se puso de manifiesto que la comida era horrible, aunque los precios subían el doble de los del restaurante italiano en que habían estado, y a medida que crecía la confusión de él a cada plato, su capacidad de sostener la conversación declinó drásticamente. Laura decía que todo estaba delicioso, y lo engullía con gran esfuerzo; pero él no se dejaba engañar.
Además, el personal de la cocina y el camarero eran lentos. Una vez Daniel hubo pagado la cuenta y vuelto con Laura al coche, levantándola de nuevo como si fuese una niña para cruzar el charco, debía hacer media hora que había empezado la película que querían ver.
—No importa —dijo ella—; podemos llegar tarde y quedarnos a ver la primera media hora de la sesión siguiente.
—No, no —dijo él—. Es una manera horrible de ver una película. Sería un desastre. Y yo quería que esta noche fuese perfecta.
—No te preocupes —dijo ella—. Me estoy divirtiendo.
Él la miró con incredulidad y ella sonrió; él también sonrió, pero su sonrisa era falsa.
—Si no quieres ir ahora al cine —dijo Laura—, también me parece bien. Te seguiré a donde quieras ir.
Él asintió con la cabeza, puso en marcha el coche y salieron a la calle. Habían recorrido unos kilómetros cuando ella se dio cuenta de que la llevaba a casa.
Mientras iban del coche a la puerta de ella, él se disculpó por la horrible velada que le había ofrecido y ella le aseguró reiteradamente que no lo había pasado mal en ningún momento. Al llegar al apartamento, y en el instante en que ella introducía la llave en la cerradura, él se volvió y empezó a bajar la escalera desde la galería de la segunda planta, sin pedirle siquiera un beso de despedida ni darle oportunidad de invitarle a entrar.
Ella se asomó a la escalera y le observó mientras bajaba; él se hallaba en la mitad cuando una ráfaga de viento le volvió el paraguas del revés. Daniel trató de arreglarlo mientras acababa de bajar, estando dos veces a punto de perder el equilibrio. Cuando llegó al paseo, por fin pudo poner bien el paraguas… y el viento repitió la operación inmediatamente. Contrariado, lo arrojó a unos arbustos próximos y levantó la cabeza para mirar a Laura. Estaba empapado de los pies a la cabeza, y, a la pálida luz de una farola, ella pudo ver que su traje estaba hecho una birria. Era un hombre corpulento, fuerte como un toro, pero había sido hecho para cosas pequeñas —como charcos de agua y ráfagas de viento—, y esto resultaba muy gracioso. Laura sabía que no debía reír, que no debía atreverse a reír, pero de todos modos soltó una carcajada.
—¡Eres endiabladamente hermosa, Laura Shane! —gritó él desde abajo—. Que Dios me ampare, ¡eres demasiado hermosa!
Y se alejó apresuradamente en la noche.
Lamentando su risa pero incapaz de contenerla, Laura entró en el apartamento, se desnudó y se puso un pijama. Sólo eran las nueve menos veinte.
O él estaba loco como una cabra o era el hombre más amable que había conocido desde la muerte de su padre.
A las nueve y media sonó el teléfono.
—¿Querrás volver a salir conmigo? —dijo él.
—Pensé que nunca me llamarías.
—¿Querrás?
—Claro.
—¿A cenar y al cine? —preguntó él.
—Me parece bien.
—No volveremos a aquel horrible restaurante francés. Siento de veras lo que ha pasado.
—No me importa dónde vayamos —dijo ella—, pero cuando nos sentemos en un restaurante, prométeme que nos quedaremos allí.
—En algunas cosas soy un majadero. Y como te dije, siempre he sido torpe delante de mujeres hermosas.
—Por tu madre.
—Es verdad. Me rechazó. Rechazó a mi padre. Nunca sentí el menor cariño en aquella mujer. Nos plantó cuando yo tenía once años.
—Debió ser muy doloroso.
—Tú eres más hermosa que ella, y me das miedo.
—¡Qué halagador!
—Bueno, lo siento, pero lo he dicho en serio. La cuestión es que, siendo tan hermosa, lo eres el doble como escritora, y esto me asusta todavía más. Porque, ¿qué puede ver un genio como tú en un tipo como yo, salvo tal vez como diversión?
—Sólo voy a hacerte una pregunta, Daniel.
—Danny.
—Sólo una pregunta, Danny. ¿Qué clase de corredor de Bolsa eres? ¿Vales para eso?
—Soy de los mejores —respondió él, con un orgullo tan auténtico que ella supo que estaba diciendo la verdad—. Mis clientes confían en mí, y tengo una pequeña cartera propia de valores que ha jugado bien en el mercado durante tres años seguidos. Como analista, corredor de Bolsa y consejero de inversiones, nunca doy al viento la oportunidad de volver mi paraguas del revés.