Una semana después de que Laura volviese a McIlroy, y ocho días antes de la Navidad, la señora Bowmaine asignó de nuevo a Tammy Hinsen la cuarta cama de la habitación de las Ackerson. En una desacostumbrada sesión privada con Laura, Ruth y Thelma, la asistenta social explicó los motivos de aquella decisión:
—Sé que decís que Tammy no es feliz con vosotras, pero parece que allí está mejor que en cualquier otra parte. Hemos probado en varias habitaciones, pero las otras niñas no pueden soportarla. No sé qué tiene esa criatura que la convierte en una proscrita; las compañeras de habitación suelen acabar usándola de punching ball.
De nuevo en su habitación, antes de que llegase Tammy, Thelma se colocó en una posición yoga básica sobre el suelo, cruzando las piernas y con los talones contra las nalgas. Se había interesado en el yoga cuando «Los Beatles» avalaron la meditación oriental, y había dicho que cuando al fin conociese a Paul McCartney —que era su indiscutible destino—, «sería estupendo que tuviésemos algo en común, y lo tendremos si puedo hablar con cierta autoridad de esta gansada del yoga».
Ahora, en vez de meditar, dijo:
—¿Qué habría hecho esa vaca si le hubiese dicho: «Señora Bowmaine, las niñas no quieren a Tammy porque se dejaba manosear por Anguila y le ayudaba a conseguir otras niñas vulnerables, por lo que la consideran un enemigo»? ¿Qué habría hecho Bovina Bowmaine si yo le hubiese dicho eso?
—Habría afirmado que eras una embustera —respondió Laura, dejándose caer en su oscilante cama.
—Sin duda alguna. Y después me habría comido para almorzar. ¿Es posible que exista una mujer de ese tamaño? Se vuelve más gorda cada semana. Y esa gente tan gorda es peligrosa, son omnívoros hambrientos capaces de comerse a la niña más próxima con huesos y todo, y con la misma tranquilidad con que se tomarían un batido.
Desde la ventana, mientras contemplaba el patio de juego de detrás de la mansión, Ruth dijo:
—No es justo cómo tratan las otras niñas a Tammy.
—La vida no es justa —dijo Laura.
—La vida tampoco es un camino de rosas —añadió Thelma—. Caray, Shane, no te pongas filosófica si vas a caer en lugares comunes. Sabes que los odiamos sólo un poco menos que escuchar por radio a Bobbie Gentry cantar Ode to Billy Joe.
Cuando, una hora más tarde, Tammy entró, Laura estaba tensa. A fin de cuentas, ella había matado a Sheener, y Tammy había dependido de él. Pensaba que la encontraría amargada y furiosa, pero en realidad la niña la saludó solamente con una sincera, tímida y triste sonrisa.
Después de estar dos días con ellas, quedó claro que Tammy consideraba la pérdida del torcido afecto de Anguila con perversa añoranza, pero también con alivio. El genio irritado que había mostrado al romper los libros de Laura se había mitigado. Volvía a ser la niña gris, huesuda y pálida que, al llegar Laura a McIlroy por primera vez, le había parecido más una aparición que una persona real, en peligro de disolverse en un vaporoso ectoplasma y desaparecer completamente al primer soplo de aire.
Después de las muertes de Anguila y Nina Dockweiler, Laura asistió a sesiones de media hora con el doctor Boone, psicoterapeuta que visitaba McIlroy todos los martes y sábados. Boone no podía comprender cómo Laura era capaz de haber sufrido el ataque de Willy Sheener y la muerte trágica de Nina sin ningún trauma psicológico. Le desconcertaban las articuladas descripciones de sus sentimientos, así como el vocabulario, más propio de una adulta, con que expresaba su aceptación de los sucesos de Newport Beach. Al ser huérfana de madre, y después de haber perdido a su padre y soportado muchas crisis y mucho terror, pero sobre todo habiéndose beneficiado del amor maravilloso de su padre, Laura era elástica como una esponja, y absorbía todo lo que la vida le ofrecía. Sin embargo, aunque podía hablar desapasionadamente de Sheener y con tanto afecto como tristeza de Nina, el psiquiatra consideraba que su aceptación simplemente era aparente y no real.
—¿Conque sueñas con Billy Sheener? —le preguntó, sentándose al lado de ella en el sofá del pequeño despacho que le tenían reservado en McIlroy.
—Sólo he soñado con él un par de veces. Pesadillas, naturalmente. Pero todos los niños tienen pesadillas.
—También sueñas con Nina. ¿Son pesadillas estos sueños?
—¡Oh, no! Son sueños agradables.
Él parecía sorprendido.
—Cuando piensas en Nina, ¿sientes tristeza?
—Sí. Pero también…, recuerdo lo que me divertía yendo de compras con ella, probándome jerséis y vestidos. Recuerdo su sonrisa y su risa.
—¿Y culpa? ¿Te sientes culpable de lo que le sucedió a Nina?
—No. Tal vez Nina no habría muerto si yo no hubiese ido a vivir con ellos, atrayendo a Sheener detrás de mí; no obstante, no puedo sentirme culpable de ello. Me esforcé en ser una buena hija para ellos, y eran felices conmigo. Lo que ocurrió fue que la vida nos arrojó un gran pastel de natillas, y eso no fue culpa mía; no se pueden ver venir los pasteles de natillas. Y si se ven venir, la payasada no es buena.
—¿Un pastel de natillas? —preguntó él, perplejo—. ¿Consideras la vida como una bufonada? ¿Como los Three Stooges?
—En parte, sí.
—Entonces, ¿la vida no es más que una broma?
—No. La vida es seria y, al mismo tiempo, una broma.
—¿Cómo puede ser eso?
—Si usted no lo sabe —dijo ella—, tal vez debería ser yo quien hiciese las preguntas.
Llenó muchas páginas de su libreta actual con observaciones sobre el doctor Will Boone. En cambio, no escribió nada sobre su guardián desconocido. Además, trataba de no pensar en él. Le había fallado. Laura había llegado a depender de él; sus heroicos esfuerzos por protegerla habían hecho que se sintiese especial, y este sentimiento la había ayudado a apañarse desde la muerte de su padre. Ahora se consideraba una tonta por buscar fuera de ella misma los medios de supervivencia. Todavía guardaba la nota que él había dejado sobre la mesa después del entierro de su padre; sin embargo, ya no la releía como antes. Y cada día que pasaba, las hazañas anteriores de su guardián en beneficio de ella se le antojaban más como fantasías, al estilo de las de Santa Claus, que debían olvidarse al hacerse una mayor.
La tarde de Navidad volvieron a su habitación con los regalos que habían recibido de instituciones de caridad y de benefactores. Entonaron cantos de fiesta y tanto Laura como las gemelas se sorprendieron por el hecho de que Tammy se uniese a ellas. Cantaba con voz grave y seductora. Durante las dos semanas siguientes casi dejó de morderse las uñas. Sólo se mostraba ligeramente más sociable que de costumbre, pero parecía más tranquila y contenta de sí misma de lo que había estado nunca.
—Ahora que no hay ningún pervertido que la acose —dijo Thelma—, tal vez empieza a sentirse gradualmente limpia de nuevo.
El 12 de enero de 1968, viernes, Laura cumplía trece años, pero no lo celebró. No le producía ninguna alegría.
El lunes fue trasladada de McIlroy a Caswell Hall, un albergue para niños mayores situado en Anaheim, a unos ocho kilómetros.
Ruth y Thelma la ayudaron a llevar sus cosas al vestíbulo de la planta baja. Laura nunca se imaginó que lamentaría tan intensamente su marcha de McIlroy.
—Nosotras iremos en mayo —le aseguró Thelma—. Cumpliremos trece años el dos de mayo, y entonces saldremos de aquí. Volveremos a estar juntas.
Cuando llegó la asistenta social de Caswell, Laura se sentía reacia a irse. Pero se fue.
Caswell Hall era un antiguo colegio de segunda enseñanza que había sido convertido en dormitorios, salas de recreo y oficinas para las asistentas sociales. Como resultado, el ambiente era más prestigioso que en McIlroy.
Caswell era también más peligroso que McIlroy, porque los niños eran mayores y muchos de ellos estaban al borde de convertirse en delincuentes juveniles. Allí se podía adquirir marihuana y píldoras, y las peleas entre los chicos, e incluso entre las chicas, eran frecuentes. Se formaban pandillas, como también había ocurrido en McIlroy; sin embargo, en Caswell, algunas de ellas se parecían peligrosamente, en su estructura y función, a las bandas callejeras. El latrocinio era corriente.
A las pocas semanas, Laura descubrió que había dos clases de supervivientes: los que, como ella, encontraban la fuerza necesaria en el hecho de haber sido amados una vez con gran intensidad, y los que, no habiendo sido amados, aprendían a vivir del odio, la sospecha y las mezquinas recompensas de la venganza. Se burlaban de aquellos que tenían necesidad de sentimientos humanos, y al mismo tiempo envidiaban la capacidad de tenerlos.
Vivía en Caswell con gran cautela, pero sin permitir nunca que el miedo la dominase. Los gamberros eran espantosos, pero también dignos de lástima y, en sus actitudes y ritos de violencia, incluso divertidos. No encontró a nadie como las Ackerson con quien compartir el humor negro; por consiguiente, llenó sus libretas de él. En esos monólogos, limpiamente escritos, se centraba en sí misma, mientras esperaba que las Ackerson cumpliesen trece años. Fue un tiempo intensamente rico en descubrirse ella misma y en comprender cada vez más el mundo cómico y trágico en que había nacido.
El sábado 30 de marzo estaba en su habitación de Caswell, leyendo, cuando oyó que una de sus compañeras de habitación, una niña llorona llamada Fran Wickert, hablaba con otra chica en el pasillo, comentando un incendio en el que habían muerto niños. Laura sólo escuchó a medias hasta que oyó la palabra «McIlroy».
Sintió un escalofrío que le heló el corazón y le paralizó las manos. Soltó el libro y corrió al pasillo, sobresaltando a aquellas niñas.
—¿Cuándo? ¿Cuándo ha sido ese incendio?
—Ayer —dijo Fran.
—¿Cuántos mu…, murieron?
—No muchos; creo que dos, tal vez sólo uno, pero he oído decir que se podía oler a carne quemada. Es lo más espantoso que…
Agarrando a Fran, Laura dijo:
—¿Cómo se llamaban?
—¡Eh, suéltame!
—¡Dime sus nombres!
—¡No tengo ni idea! ¿Qué te pasa?
Laura no recordó después cómo había soltado a Fran, ni cómo había salido del albergue, pero se encontró de pronto en Katella Avenue, a varias manzanas de Caswell Hall. Katella era una calle comercial de aquel sector, y en algunas partes no tenía acera; por consiguiente, corrió por la calzada, dirigiéndose hacia el Este con el tráfico zumbando a su derecha. Caswell estaba a unos ocho kilómetros de McIlroy, y ella no conocía bien todo el camino; no obstante, confiando en su instinto, corrió hasta agotarse, y después siguió andando hasta que pudo correr de nuevo.
Lo lógico habría sido acudir directamente a uno de los consejeros de Caswell y preguntar los nombres de los niños muertos en el incendio de McIlroy. Sin embargo, Laura tenía la idea peculiar de que el destino de las gemelas Ackerson dependía enteramente de su voluntad de hacer el difícil trayecto hasta McIlroy para preguntar por ellas; de que, si preguntaba por teléfono, le dirían que habían muerto, mientras que si se imponía el castigo físico de la carrera de ocho kilómetros, encontraría a las Ackerson sanas y salvas. Era una superstición, pero sucumbió a ella de todos modos.
Caía la tarde. El cielo de finales de marzo estaba lleno de una macilenta luz roja y purpúrea, y los bordes de las desparramadas nubes parecían encendidos cuando Laura avistó McIlroy Home. Con alivio, vio que la fachada de la vieja mansión no había sido afectada por el fuego.
Aunque estaba empapada en sudor y temblando de cansancio, y a pesar de que le dolía terriblemente la cabeza, no aminoró el paso cuando vio la incólume mansión, sino que lo mantuvo durante el trecho final. Se cruzó con seis niños en los pasillos de la planta baja y con otros tres en la escalera, y dos la llamaron por su nombre. Pero no se detuvo a preguntarles por el incendio. Tenía que verlo.
En el último tramo de escalera le llegó el olor que sigue a un incendio: el acre hedor, como de alquitrán, de las cosas quemadas; el persistente y desagradable olor a humo. Cuando cruzó la puerta al final de la escalera, vio que las ventanas estaban abiertas en los extremos del pasillo de la tercera planta y que los ventiladores eléctricos en medio del corredor habían sido puestos en funcionamiento para expulsar el aire viciado en ambas direcciones.
La habitación de las Ackerson tenía una puerta nueva y sin pintar, pero la pared circundante estaba tiznada y olía a hollín. Un rótulo dibujado a mano indicaba peligro. Como todas las puertas de McIlroy, esta no tenía cerradura; por consiguiente, Laura prescindió de la advertencia, abrió la puerta, cruzó el umbral y vio lo que había temido: una destrucción.
Las luces del pasillo detrás de ella y el resplandor purpúreo del crepúsculo en las ventanas no iluminaban la habitación del todo, pero vio que los restos de los muebles habían sido quitados de allí; el lugar se encontraba vacío, salvo por el fétido fantasma del fuego. El suelo estaba ennegrecido de hollín y chamuscado, aunque la estructura parecía sólida. Las paredes estaban tiznadas por el humo. Las puertas de los armarios empotrados habían quedado reducidas a cenizas, salvo unos pocos trozos de madera quemada que pendían en parte de los goznes fundidos. Las ventanas habían saltado o habían sido rotas por los que huían de las llamas; ahora, aquellos huecos estaban cubiertos provisionalmente con piezas de plástico transparente fijadas a las paredes. Afortunadamente para los otros niños de McIlroy, las llamas habían ardido hacia arriba y no hacia fuera, devorando el techo. Laura miró a lo alto y vio el desván de la mansión, donde las vigas ennegrecidas eran vagamente visibles en la penumbra. Por lo visto, el fuego había sido sofocado antes de que destruyera el terrado, pues no podía ver el cielo.
Respiraba fatigosamente, ruidosamente, no sólo a causa de la agotadora carrera desde Caswell, sino también porque el pánico le apretaba dolorosamente el pecho y le dificultaba la respiración. Y cada vez que lo hacía, el aire tenía un sabor nauseabundo de carbón.
Desde el momento en que se había enterado en su habitación de Caswell del incendio de McIlroy, había sabido la causa, aunque no había querido reconocerlo. Tammy Hinsen ya había sido sorprendida una vez con un bote de fluido para encendedor y con cerillas para prenderse fuego. Al enterarse de que había querido suicidarse, Laura había sabido que Tammy había pretendido inmolarse de esta suerte, pues parecía ser la forma adecuada de suicidio para ella: la manifestación externa del fuego interior que la había estado consumiendo durante años.
Por favor, Dios mío, haz que estuviese sola en su habitación cuando lo hizo.
Mareada por aquel olor y aquel sabor de destrucción, Laura volvió la espalda a la habitación incendiada y salió al pasillo de la tercera planta.
—¿Laura?
Levantó la mirada y vio a Rebecca Bogner. La respiración de Laura se aceleró y se hizo entrecortada, pero de algún modo pudo pronunciar sus nombres:
—¿Ruth…, Thelma?
La triste expresión de Rebecca negó la posibilidad de que las gemelas hubiesen escapado indemnes, pero Laura repitió los preciosos nombres, y su voz desgarrada tenía un tono patético de súplica.
—Allí —dijo Rebecca, señalando hacia el extremo norte del pasillo—. La penúltima habitación a la izquierda.
Con un súbito rayo de esperanza, Laura corrió hacia aquella habitación. Había tres camas vacías, pero en la cuarta, alumbrada por una lámpara de lectura, una niña yacía de costado, de cara a la pared.
—¿Ruth? ¿Thelma?
La niña de la cama se levantó despacio; era una de las Ackerson y se hallaba ilesa. Llevaba un tosco y terriblemente arrugado vestido gris, sus cabellos estaban desgreñados y tenía la cara hinchada y los ojos húmedos de lágrimas. Dio un paso hacia Laura, pero se detuvo, como si el esfuerzo para caminar fuese demasiado grande.
Laura corrió hacia ella y la abrazó.
Con la cabeza apoyada en el hombro de Laura y vuelta la cara hacia el cuello de esta, la niña habló al fin con voz torturada.
—¡Oh, quisiera haber sido yo, Shane! Si tenía que ser una de nosotras, ¿por qué no pude ser yo?
Antes de que ella hablase, Laura había presumido que era Ruth.
Negándose a aceptar el hecho horrible, Laura dijo:
—¿Dónde está Ruthie?
—Se ha ido. Ruthie se ha ido. Creí que lo sabías. Mi Ruthie ha muerto.
Laura sintió como si algo se hubiese desgarrado en lo más hondo de su ser. Su dolor era tan intenso que cerraba el paso a las lágrimas; estaba aturdida, paralizada.
Permanecieron abrazadas durante largo rato. El crepúsculo se desvaneció y se hizo de noche. Se acercaron a la cama y se sentaron en el borde.
Un par de niñas aparecieron en la puerta. Por lo visto compartían la habitación con Thelma, pero Laura les hizo señas de que se marchasen.
Mirando al suelo, Thelma dijo:
—Me despertaron unos chillidos, unos chillidos horribles…, y una luz tan brillante que me dolían los ojos. Y entonces me di cuenta de que la habitación estaba ardiendo. Tammy se hallaba envuelta en llamas. Ardía como una antorcha. Pataleaba en la cama y chillaba…
Laura la rodeó con un brazo y esperó.
—… el fuego de Tammy subió por la pared; su cama ardía y el fuego se extendía por el suelo; la alfombra se estaba quemando…
Laura recordó cómo Tammy había cantado con ella en Navidad y cómo se había ido mostrando después más tranquila cada día, como si gradualmente encontrase la paz interior. Ahora era evidente que la paz que había encontrado era fruto de la determinación de poner fin a su tormento.
—La cama de Tammy era la más próxima a la puerta, y se encontraba en llamas; por consiguiente, rompí la ventana de encima de mi cama. Llamé a Ruth, ella…, ella me dijo que ya venía; había mucho humo, yo no podía ver nada, y entonces Heather Dorning, que dormía en tu antigua cama, vino a la ventana y la ayudó a salir, y el humo salió también por la ventana, de manera que la habitación se aclaró un poco, y fue entonces cuando vi que Ruth trataba de cubrir a Tammy con su manta para sofocar las llamas, pero la manta se encendió tam… también, y vi que Ruth… que Ruth estaba ardiendo…
Fuera, la última luz purpúrea se fundió en la oscuridad.
Las sombras en los rincones de la habitación se hicieron más densas.
El olor a quemado parecía hacerse más intenso.
—… y yo habría ido hacia ella, habría ido, pero entonces estalló el fuego, estaba en toda la habitación, y el humo era negro y tan espeso que ya no podía ver a Ruth ni nada…, y entonces oí sirenas, fuertes y cercanas, sirenas, y traté de decirme que llegarían a tiempo para salvar a Ruth, pero era mentira, una mentira que me dije a mí misma y que quería creer, y… la dejé allí, Shane. Oh, Dios mío, salí por la ventana y dejé a Ruthie entre las llamas, quemándose…
—No podías hacer otra cosa —le aseguró Laura.
—Dejé a Ruthie quemándose.
—No podías hacer nada.
—Dejé a Ruthie.
—De nada le habría servido que tú hubieses muerto también.
—Dejé a Ruthie quemándose.
En mayo, una vez hubo cumplido trece años, Thelma fue trasladada a Caswell, y la colocaron en la misma habitación de Laura. Las asistentas sociales convinieron en ello porque Thelma padecía depresión y no respondía al tratamiento. Tal vez encontrase el remedio que necesitaba en su amistad con Laura.
Durante meses, Laura desesperó tratando de remediar la postración de Thelma. Por la noche, la atosigaban los sueños, y durante el día, no paraba de hacerse recriminaciones. En definitiva, el tiempo la curó, aunque sus heridas nunca se cerraron del todo. Gradualmente recobró su sentido del humor y su ingenio volvió a ser tan agudo como antes, pero había en ella una nueva melancolía.
Compartieron la habitación en Caswell Hall durante cinco años, hasta que dejaron de estar bajo la custodia del Estado y emprendieron sus vidas sin más control que el suyo propio. Rieron mucho juntas durante aquellos años. La vida fue de nuevo buena, aunque nunca igual que antes del incendio.