VIII

Stefan apagó todas las luces y esperó en el dormitorio amueblado como para un niño. A las tres y media de la madrugada, oyó que Sheener volvía. Sin hacer ruido, Stefan se colocó detrás de la puerta del dormitorio. Unos momentos más tarde, Willy Sheener entró, encendió la luz y se dirigió hacia el colchón. Emitió un sonido raro al cruzar la habitación; en parte era un suspiro y en parte parecía el gemido de un animal que escapaba de un mundo hostil y se metía en su madriguera.

Stefan cerró la puerta y Sheener giró en redondo al oír aquel ruido, asustado al ver que su nido había sido invadido.

—¿Quién…, quién es usted? ¿Qué diablos está haciendo aquí?

Desde un «Chevrolet» aparcado en la sombra, al otro lado de la calle, Kokoschka observó cómo Stefan salía de la casa de Willy Sheener. Esperó diez minutos, se apeó del coche, dio la vuelta hacia la parte de atrás del bungalow, encontró la puerta entornada y entró sigilosamente.

Encontró a Sheener en un dormitorio infantil, apaleado, ensangrentado e inmóvil. El aire olía a orina, pues el hombre había perdido el control de su vejiga.

«Algún día —pensó Kokoschka con fría determinación y un estremecimiento sádico— voy a dejar a Stefan más malparado que a ese. A él y a esa maldita niña. En cuanto comprenda qué papel representa ella en sus planes y por qué se está saltando decenios para rehacer su vida, les infligiré a los dos un dolor desconocido fuera del infierno».

Salió de la casa de Sheener. En el jardín de atrás, contempló un instante el cielo tachonado de estrellas; después volvió al Instituto.