VII

La cama de Laura en la habitación de las gemelas Ackerson ahora estaba ocupada por otra niña. A ella la alojaron en una pequeña habitación de dos camas, en el extremo norte de la tercera planta, cerca de la escalera. Su compañera era Eloise Fischer, de nueve años, pecosa, de cabellos peinados en trenzas y un comportamiento demasiado serio para una niña de su edad.

—Voy a ser contable cuando sea mayor —le dijo a Laura—. Me gustan muchísimo los números. Puedes sumar una columna de números y siempre obtienes el mismo resultado. En los números no hay sorpresas; no son como las personas.

Los padres de Eloise habían sido condenados a prisión por tráfico de drogas y ella estaba en McIlroy mientras el tribunal decidía qué pariente se quedaría a cargo de su custodia.

En cuanto Laura hubo desempaquetado sus cosas, corrió a la habitación de las Ackerson. Entrando en tromba, gritó:

—¡Soy libre, soy libre!

Tammy y la niña nueva la miraron inexpresivas, pero Ruth y Thelma corrieron a su encuentro y la abrazaron, y fue para ella como volver a casa, a una familia de verdad.

—¿No le caíste bien a tu familia adoptiva? —preguntó Ruth.

—¡Ah, ah! Empleaste el plan Ackerson —dijo Thelma.

—No; los maté a todos mientras dormían.

—Magnífico —convino Thelma.

La muchacha nueva, Rebecca Bogner, tenía unos once años. Saltaba a la vista que ella y las Ackerson no simpatizaban. Escuchando a Laura y a las gemelas, Rebecca no paraba de decir: «Sois raras» y «¡qué raras!», y «¡oh, qué estrafalarias!», con tal aire de superioridad y de desdén, que envenenaba la atmósfera tan eficazmente como una explosión nuclear.

Laura y las gemelas salieron a un rincón del patio de recreo, deseosas de compartir las noticias de cinco semanas sin los altivos comentarios de Rebecca. A principios de octubre, los días todavía eran templados, aunque a las cinco menos cuarto el aire empezaba a refrescar. Llevaban chaquetas y se sentaron en los barrotes más bajos del gimnasio, que había sido abandonado por los niños más pequeños al ir a lavarse para la cena temprana.

No hacía cinco minutos que estaban en el patio cuando apareció Willy Sheener con una cizalla eléctrica. Empezó a trabajar en un seto de eugenias, a unos diez metros de ellas, pero centrando su atención en Laura.

A la hora de la cena, Anguila estaba de servicio en la cafetería, repartiendo cartones de leche y trozos de pastel de cerezas. Había guardado la porción más grande para Laura.

El lunes ingresó en una nueva escuela, donde las otras niñas habían tenido ya cuatro semanas para hacer amistades. Ruth y Thelma coincidían con ella en dos clases, lo cual le hacía más fácil la adaptación; no obstante, rápidamente se le recordó que la condición primordial de la vida de los huérfanos es la inestabilidad.

El lunes por la tarde, cuando volvían del colegio, la señora Bowmaine la detuvo en el vestíbulo.

—Laura, ¿quieres venir a mi despacho?

La señora Bowmaine llevaba un vestido estampado de flores purpúreas que desentonaban con las flores de color rosa y melocotón de la tapicería y del papel de la pared. Laura se sentó en un sillón tapizado de rosa. La señora Bowmaine se quedó de pie detrás de su mesa, con intención de despacharla rápidamente y dedicarse a sus otras tareas. La señora Bowmaine siempre andaba ajetreada.

—Eloise Fischer salió hoy de nuestra institución —dijo.

—¿Quién ha obtenido la custodia? —preguntó Laura—. Ella quería que fuese su abuela.

—Ha sido su abuela —confirmó la señora Bowmaine.

¡Bravo por Eloise! Laura esperaba que la futura contable pecosa y con trenzas encontrase algo en que confiar además de los fríos números.

—Ahora no tienes compañera de habitación —dijo vivamente la señora Bowmaine— y no tenemos una cama vacante en otra parte; por consiguiente, no puedes ir con…

—¿Puedo hacer una sugerencia?

La señora Bowmaine frunció el ceño con impaciencia y consultó su reloj. Laura dijo rápidamente:

—Ruth y Thelma son mis mejores amigas, y sus compañeras de habitación son Tammy Hinsen y Rebecca Bogner. Sin embargo, no creo que Tammy y Rebecca se lleven bien con Ruth y Thelma; por eso…

—Queremos que aprendáis a vivir con personas que son diferentes de vosotras. Convivir con niñas a las que se les tiene simpatía es malo para forjar el carácter. De todos modos, la cuestión es que no puedo hacer nada hasta mañana; hoy estoy muy ocupada. Por lo tanto, quiero saber si puedo confiar en ti, dejando que pases la noche sola en tu actual habitación.

—¿Confiar en mí? —preguntó Laura confusa.

—Dime la verdad, jovencita. ¿Puedo dejarte sola esta noche?

Laura no podía imaginarse qué clase de problemas preveía la asistenta social por el hecho de que una niña se quedara sola una noche. Tal vez esperaba que Laura se parapetase en la habitación con tanta eficacia que la Policía tendría que volar la puerta, arrojarle gas lacrimógeno y sacarla esposada de allí.

Estaba tan ofendida como confusa.

—Claro que estaré bien. No soy una niña pequeña. Estaré perfectamente.

—Bueno…, muy bien. Esta noche dormirás sola; mañana buscaremos otra solución.

Después de salir del pintoresco despacho de la señora Bowmaine al pasillo gris, y mientras subía al tercer piso, Laura pensó de pronto: ¡Anguila Blanca! Sheener sabría que iba a quedarse sola esta noche. Él estaba al corriente de todo lo que pasaba en McIlroy, y tema llaves de la casa, de manera que podía volver por la noche. Su habitación estaba cerca de la escalera norte, de modo que él podía pasar de la escalera a su dormitorio y dominarla en pocos segundos. La aturdiría de un golpe o la drogaría, la metería en un saco de arpillera, se la llevaría, la encerraría en un sótano y nadie sabría lo que había sido de ella.

Se volvió en el rellano del segundo piso, bajó los peldaños de dos en dos y corrió de nuevo hacia el despacho de la señora Bowmaine, pero al doblar la esquina del vestíbulo principal, casi chocó con Anguila. Este tenía una fregona y un cubo con ruedas lleno de agua con un detergente que olla a pino.

Sonrió a Laura. Tal vez sólo fuese cosa de su imaginación, pero ella estaba segura de que él ya sabía que estaría sola aquella noche.

Habría tenido que pasar por su lado, ir al encuentro de la señora Bowmaine y pedirle que cambiase su decisión para aquella noche. No podía acusar a Sheener, o terminaría como Denny Jenkins —sin ser creído por el personal y atormentada implacablemente por su verdugo—, pero habría podido encontrar una excusa aceptable para su cambio de idea.

También consideró la posibilidad de abalanzarse sobre él, empujarle contra el cubo, darle una patada en el trasero y decirle que era más fuerte que él, que haría mejor en no meterse con ella. No obstante, él era diferente de los Teagle. Mike, Flora y Hazel eran mezquinos, odiosos, ignorantes, pero relativamente cuerdos, Anguila estaba loco, y no había manera de saber cómo reaccionaría si le derribaba.

Mientras vacilaba, la malévola y amenazadora sonrisa se acentuó.

Las pálidas mejillas se enrojecieron, y Laura pensó que podía ser efecto del deseo, y le dio asco.

Se alejó, sin atreverse a correr hasta que hubo subido la escalera y él ya no podía verla. Entonces corrió a la habitación de las Ackerson.

—Dormirás aquí esta noche —dijo Ruth.

—Desde luego —añadió Thelma—, tendrás que quedarte en tu habitación hasta que terminen la inspección de los dormitorios, y después vendrás aquí sin que te vean.

Desde su rincón, donde estaba sentada en la cama haciendo sus deberes de matemáticas, Rebecca Bogner dijo:

—Solamente tenemos cuatro camas.

—Yo dormiré en el suelo —dijo Laura.

—Va contra el reglamento —replicó Rebecca.

Thelma la amenazó con el puño y la miró echando chispas.

—Bueno, está bien —convino Rebecca—. No he dicho que no quiero que se quede. Sólo he observado que va en contra del reglamento.

Laura esperaba que Tammy protestase, pero la niña yacía boca arriba en su cama, sobre la colcha, contemplando el techo, al parecer sumida en sus propios pensamientos e indiferentes a sus planes.

En el comedor con paneles de roble, mientras tomaban una cena incomible a base de costillas de cerdo, pegajoso puré de patata y correosas judías verdes, y bajo la mirada vigilante de Anguila, Thelma dijo:

—Si Bowmaine te preguntó si podía confiar en dejarte sola…, es que temía que quisieras suicidarte.

Laura la miró con incredulidad.

—Alguien lo ha intentado aquí otras veces —dijo con tristeza Ruth—. Por eso meten al menos a dos de nosotras incluso en las habitaciones más pequeñas. El estar demasiado tiempo a solas…, es una de las cosas que parecen provocar ese impulso.

Thelma dijo:

—No dejan que Ruth y yo ocupemos una de las habitaciones pequeñas, porque, como somos gemelas idénticas, creen que en realidad somos como una sola persona. Piensan que, en cuanto cerrasen la puerta, nos ahorcaríamos.

—Eso es ridículo —dijo Laura.

—Claro que es ridículo —convino Thelma—. Ahorcarse es poco espectacular. Las sorprendentes hermanas Ackerson, Ruth y yo, tenemos afición a lo dramático. Nos haríamos el harakiri con cuchillos hurtados de la cocina o, en el caso de que pudiésemos conseguir una sierra…

Todas las conversaciones se desarrollaban en voz baja, pues había monitores adultos que patrullaban en el comedor. La residente del tercer piso, la señorita Keist, pasó por detrás de la mesa donde estaba sentada Laura con las Ackerson, y Thelma murmuró:

—Gestapo.

Cuando la señorita Keist hubo pasado, Ruth dijo:

—La señora Bowmaine tiene buena intención, pero no sabe lo que se hace. Si se tomase el tiempo para estudiar la clase de persona que eres, Laura, no tendría miedo de que te suicidases. Tú eres una superviviente.

Mientras revolvía en el plato la comida incomestible, Thelma dijo:

—A Tammy Hinsen una vez la sorprendieron en el cuarto de baño con un paquete de hojas de afeitar, trataba de armarse de valor para cortarse las venas de las muñecas.

De repente, Laura se sintió impresionada por la mezcla de humor y tragedia, de absurdo y crudo realismo, que formaba el peculiar estilo de sus vidas en McIlroy. En un momento dado, bromeaban divertidas entre ellas, e instantes después, comentaban las tendencias suicidas de niñas a las que conocían. Se daba cuenta de que esta perspicacia era impropia de su edad, y decidió que, en cuanto volviese a su habitación, lo escribiría en la libreta de observaciones que había empezado recientemente.

Ruth había conseguido tragarse toda la comida de su plato. Dijo:

—Un mes después del incidente de las hojas de afeitar, hicieron un registro por sorpresa en nuestras habitaciones, buscando objetos peligrosos. Descubrieron que Tammy tenía un bote de fluido para encendedor y una caja de cerillas. Pretendía ir a la ducha, rociarse con aquel fluido y prenderse fuego.

—¡Oh, Dios mío!

Laura pensó en la niña delgada y rubia, de tez cenicienta y grandes ojeras, le parecía que su plan de inmolarse solamente era un deseo de acelerar el fuego lento que durante largo tiempo la había estado consumiendo por dentro.

—La enviaron fuera de aquí para un tratamiento intensivo durante dos meses —dijo Ruth.

—Cuando volvió —prosiguió Thelma—, los adultos decían que estaba mucho mejor, pero a Ruth y a mí nos parecía la misma de siempre.

Diez minutos después de la inspección nocturna de la señorita Keist, Laura saltó de la cama. El desierto pasillo de la tercera planta tan sólo estaba iluminado por tres lámparas de seguridad. Llevando una almohada y una sábana, corrió descalza y en pijama a la habitación de las Ackerson.

Únicamente la lámpara de la mesita de noche de Ruth estaba encendida.

—Laura —murmuró Ruth—, tú dormirás en mi cama. Me he preparado un sitio en el suelo.

—Pues vuelve a tu cama —dijo Laura.

Dobló varias veces la manta sobre el suelo, cerca de los pies de la cama de Ruth, y se tumbó en ella con la almohada.

Rebecca Bogner dijo desde su propio lecho:

—Nos veremos todas en un lío por esto.

—¿Qué temes que vayan a hacernos? —preguntó Thelma—. ¿Amarrarnos a un poste en el patio, untarnos de miel y dejar que nos coman las hormigas?

Tammy estaba durmiendo o fingiendo que dormía.

Ruth apagó su luz y se quedaron a oscuras.

Entonces se abrió la puerta y se encendió la luz del techo. Vestida con una bata roja y frunciendo furiosamente el entrecejo, la señorita Keist entró en la habitación.

—¡Vaya! ¿Qué estás haciendo aquí, Laura?

Rebecca Bogner gruñó:

—Ya os dije que nos veríamos en un lío.

—Vuelve inmediatamente a tu habitación, jovencita.

La rapidez con que apareció la señorita Keist era sospechosa, y Laura miró a Tammy Hinsen. La rubia ya no fingía dormir. Estaba incorporada sobre un codo y sonreía débilmente. Por lo visto, había decidido ayudar a Anguila en su persecución de Laura, tal vez con la esperanza de recobrar su condición de favorita.

La señorita Keist acompañó a Laura a su habitación. Laura se metió en la cama y la señorita Keist la contempló durante un momento.

—Aquí hace calor. Abriré la ventana. —Volviendo junto a la cama, observó reflexivamente a Laura—: ¿Hay algo que quieras decirme? ¿Ocurre algo malo?

Laura pensó en hablarle de Anguila. No obstante, ¿qué pasaría si la señorita Keist se quedaba para sorprender a Anguila al entrar en la habitación y este no se presentaba? Nunca podría volver a acusar a Anguila, porque su primera acusación habría sido falsa, nadie la tomaría en serio. Y entonces, incluso en el caso de que Sheener la violase, este saldría indemne.

—No, no ocurre nada —dijo.

—Thelma está demasiado segura de sí misma para una niña de su edad, llena de falsos refinamientos —dijo la señorita Keist—. Si eres lo bastante tonta para quebrantar de nuevo el reglamento para estar una noche de palique, búscate amigas que valgan la pena el que te arriesgues.

—Sí, señorita —dijo Laura para librarse de ella, arrepintiéndose de haber considerado siquiera responder a la repentina preocupación de aquella mujer.

Después de que se marchara la señorita Keist, no saltó de la cama y echó a correr. Yació en la oscuridad, segura de que habría otra inspección de dormitorios en mitad de la noche. Se decía que Anguila no se presentaría hasta después de la medianoche, y sólo eran las diez; por consiguiente, entre la próxima visita de la señorita Keist y la llegada de Anguila, tendría tiempo de sobra para buscar un lugar seguro.

Lejos, muy lejos, retumbó un trueno en la noche. Laura se sentó en la cama. ¡Su guardián! Apartó la colcha y corrió a la ventana. No vio relámpagos. El ruido lejano se extinguió. Tal vez no había sido un trueno. Esperó diez minutos o más, pero nada ocurrió.

Decepcionada, volvió a la cama.

Poco después de las diez y media, chirrió el pomo de la puerta. Laura cerró los ojos, abrió la boca y fingió dormir.

Alguien entró en la habitación sin hacer ruido y se plantó al lado de la cama.

Laura respiraba despacio, con regularidad, profundamente, pero el corazón le palpitaba furiosamente.

Era Sheener. Sabía que era él, oh, Dios mío, había olvidado que estaba loco, que era imprevisible, y ahora se encontraba aquí, antes de lo que ella había calculado, y estaba preparando la inyección hipodérmica. La metería en un saco y se la llevaría como si fuese un Papá Noel perturbado que robaba niños en vez de dejarles regalos.

Se oía el tictac del reloj. La fresca brisa agitaba las cortinas.

Al fin, la persona que estaba junto a la cama se retiró. La puerta se cerró.

A fin de cuentas, había sido la señorita Keist.

Temblando violentamente, Laura saltó de la cama y se puso su bata. Dobló la manta sobre un brazo y salió de la habitación sin zapatillas, porque haría menos ruido si iba descalza.

No podía volver a la habitación de las Ackerson. Se dirigió a la escalera norte, abrió la puerta con cuidado y salió al débilmente iluminado rellano. Aguzó el oído, por si escuchaba las pisadas de Anguila. Bajó con cautela la escalera, esperando tropezarse con Sheener, pero llegó sana y salva a la planta baja.

Temblando, al sentir el frío de las baldosas en sus pies descalzos, se refugió en la sala de juegos. No encendió la luz, sino que confió en el misterioso resplandor de las farolas de la calle que penetraba a través de las ventanas e iluminaba los bordes de los muebles. Pasó entre las sillas y las mesas de juegos, y se tumbó sobre la manta doblada detrás del sofá.

Durmió a rachas, despertando repetidas veces por pesadillas. La vieja mansión estaba llena de sigilosos sonidos nocturnos: los crujidos de las tablas del suelo del piso de arriba, el hueco chasquido de las antiguas tuberías.