El enfrentamiento con motivo de los libros rotos fue suficiente para agotar el poco ánimo que Tammy poseía. No dijo nada más sobre Sheener y parecía que ya no sentía animosidad alguna contra Laura. Recluyéndose cada día más adentro de sí misma, evitaba todas las miradas y mantenía gacha la cabeza; su voz se hizo más suave.
Laura no estaba segura de qué era más intolerable: si la constante amenaza planteada por Anguila Blanca u observar cómo la frágil personalidad de Tammy se marchitaba más y más hasta caer en un estado poco menos que catatónico. Pero el jueves, 31 de agosto, aquellas dos cargas fueron levantadas inesperadamente de la espalda de Laura cuando se enteró de que, al día siguiente, viernes, sería trasladada a un hogar adoptivo en Costa Mesa.
Sin embargo, le apesadumbraba separarse de las Ackerson. Aunque sólo las había tratado durante unas pocas semanas, las amistades contraídas en circunstancias extremas son más sólidas y duraderas que las que se fraguan en períodos más normales.
Aquella noche, mientras las tres estaban sentadas en el suelo de su habitación, Thelma dijo:
—Shane, si das con una buena familia, con un hogar feliz, adáptate bien y disfruta. Si estás en una buena casa, olvídate de nosotras, haz nuevas amistades, sigue tu vida. Pero las legendarias hermanas Ackerson, Ruth y yo, hemos pasado por tres familias adoptivas, todas ellas malas; por eso te digo que si vas a parar a un hogar infame, no tienes que quedarte allí.
—Llora mucho —dijo Ruth— y haz saber a todo el mundo lo desdichada que eres. Si no puedes llorar, fíngelo.
—Enfurrúñate —le aconsejó Thelma—. Sé torpe. Rompe accidentalmente un plato cada vez que tengas que lavarlos. Ponte pesada.
Laura estaba sorprendida.
—¿Hicisteis vosotras todo eso para volver a McIlroy?
—Eso y más —dijo Ruth.
—Pero ¿no os da pena… romper sus cosas?
—Era más difícil para Ruth que para mí —dijo Thelma—. Yo tengo el diablo en el cuerpo, mientras que Ruth es la reencarnación de una oscura y dulce monjita del siglo XIV cuyo nombre todavía no hemos descubierto.
A Laura le bastó un día para saber que no quería quedarse al cuidado de la familia Teagle, pero trató de aguantar porque al principio pensó que su compañía era preferible a volver a McIlroy.
La vida real era como un nebuloso telón de fondo para Flora Teagle, la cual sólo sentía interés por los crucigramas. Pasaba los días y las noches sentada a la mesa de su cocina amarilla, abrigada con una chaqueta de punto —sin importar el tiempo que hiciese—, trabajando con libros de crucigramas que resolvía uno tras otro con una afición tan asombrosa como idiota.
Generalmente, sólo hablaba con Laura para darle la lista de las tareas que debía hacer y para buscar ayuda en palabras enrevesadas. Mientras Laura fregaba los platos, Flora podía preguntarle:
—¿Qué palabra de siete letras equivale a gato?
La respuesta de Laura siempre era la misma:
—No lo sé.
—«No lo sé, no lo sé, no lo sé» —se burlaba la señora Teagle—. Parece que no sabes nada, niña. ¿No prestas atención en el colegio? ¿No te importa el lenguaje, las palabras?
Naturalmente, a Laura le fascinaban las palabras. Para ella eran cosas bellas, como polvos o pociones mágicas que podían combinarse con otras para crear poderosos hechizos. En cambio, para Flora Teagle eran fichas que necesitaba para llenar las casillas en blanco de un crucigrama, fastidiosas y escurridizas series de letras que hacían que se sintiese frustrada.
EL marido de Flora, Mike, era un hombre rechoncho y de cara infantil, conductor de camión. Se pasaba las veladas en un sillón leyendo el National Enquirer y otros periódicos parecidos, absorbiendo hechos inútiles de artículos dudosos sobre contactos con seres de otros mundos y estrellas de cine que adoraban al diablo. Su gusto por lo que llamaba «noticias exóticas» habría sido inofensivo si hubiese estado tan absorto en lo que hacía como su esposa, pero a menudo se lo comunicaba a Laura, cuando esta hacía las tareas de la casa o en los raros momentos en que podía hacer sus deberes, e insistía en leer en voz alta los artículos más chocantes.
Ella pensaba que estas historias eran estúpidas, ilógicas e inútiles, pero no podía decírselo. Sabía que él no se ofendería si le decía que sus periódicos eran basura. En vez de ello, la miraría compasivamente, y después, con enloquecedora paciencia, con ese indignante aire de sabelotodo que sólo se encuentra en los muy instruidos y en los totalmente ignorantes, procedería a explicarle cómo funcionaba el mundo. Prolijamente, repetidamente.
—Laura, tienes mucho que aprender. Los grandes personajes que gobiernan en Washington, ellos sí que saben cosas acerca de los moradores de otros mundos y de los secretos de la Atlántida…
Aunque Flora y Mike eran tan diferentes, compartían una creencia: que el propósito de adoptar a una niña era conseguir una criada de balde. Se esperaba que Laura hiciese la limpieza, lavase y planchase la ropa, y cocinase.
Su propia hija única, Hazel, dos años mayor que Laura, estaba completamente malcriada. Hazel no cocinaba nunca, ni fregaba los platos, ni lavaba la ropa, ni limpiaba la casa. Aunque sólo tenía catorce años, se cuidaba y pintaba perfectamente las uñas de las manos y de los pies. Si se hubiese deducido de su edad el número de horas que había pasado acicalándose delante de un espejo, no habría tenido más de cinco años.
—El día de la colada —le explicó a Laura en su primer día de estancia en la casa Teagle—, debes planchar primero mis vestidos. Y ten cuidado de colgarlos en mi armario, clasificándolos según el color.
«He leído este libro y he visto la película —pensó Laura—. ¡Tendré que hacer el papel de Cenicienta!».
—Voy a ser una gran estrella de cine, o tal vez modelo —le dijo Hazel—. Por consiguiente, mi cara, mis manos y mi cuerpo son mi futuro. Tengo que protegerlos.
Cuando la señora Ince, la flaca asistenta social de cara perruna encargada de su caso, visitase la casa Teagle la mañana del sábado 16 de setiembre, Laura pensaba pedirle que la devolviese a McIlroy Home. La amenaza planteada por Willy Sheener le parecía ahora menos problema que la vida cotidiana con los Teagle.
La señora Ince llegó a la hora señalada y se encontró con que Flora estaba fregando los platos por primera vez en dos semanas. Laura se hallaba sentada a la mesa de la cocina, aparentemente resolviendo un crucigrama que en realidad había sido puesto en sus manos cuando sonó el timbre de la puerta.
En aquella parte de la visita, dedicada a una conversación en privado con Laura en su dormitorio, la señora Ince se negó a creer lo que aquella le contó sobre su agobiante trabajo en la casa.
—Pero querida, el señor y la señora Teagle son unos padres adoptivos ejemplares. Y no me parece que te hayas matado trabajando. Incluso has ganado algunos kilos.
—Yo no les acuso de hacerme pasar hambre —dijo Laura—. Pero nunca tengo tiempo para hacer los deberes del colegio. Y cada noche estoy agotada cuando me acuesto…
—Además —la interrumpió la señora Ince—, se espera que los padres adoptivos no den simplemente alojamiento a los niños adoptados, sino que también los eduquen, lo cual significa enseñarles buenos modales y buen comportamiento, infundirles valores y buenos hábitos de trabajo.
No había nada que hacer con la señora Ince.
Laura acudió entonces al plan Ackerson para librarse de una familia adoptiva no deseada. Empezó a limpiar de cualquier manera. Cuando acababa de fregar los platos, estos quedaban sucios y grasientos. Planchaba arrugas en los vestidos de Hazel.
Como la destrucción de la mayor parte de su colección de libros le había enseñado a respetar profundamente la propiedad ajena, no podía romper platos ni nada que perteneciese a los Teagle, pero sustituyó esta parte del plan Ackerson por la burla y la falta de respeto. En una ocasión, Flora, que estaba haciendo un crucigrama, le preguntó qué palabras de seis letras significaba «una especie de buey», y Laura le respondió: «Teagle». Cuando Mike empezó a contar una historia de un platillo volante que había leído en el Enquirer, le interrumpió para contarle un cuento sobre hombres-topos mutantes que vivían secretamente en el supermercado local. Y le sugirió a Hazel que su mejor oportunidad para entrar en el mundo del espectáculo era que se ofreciese para servir de doble a Ernest Borgnine: «Eres su viva imagen, Hazel. ¡Tendrán que contratarte!».
Sus burlas rápidamente le valieron una paliza. Con sus manos grandes y callosas, Mike no necesitaba un palo. Le dio una buena zurra, pero ella se mordió el labio y no quiso darle la satisfacción de que la viese llorar. Flora, que los observaba desde la puerta, dijo:
—Ya es bastante, Mike. No la señales.
No obstante, él sólo obedeció de mala gana cuando su esposa entró en la habitación y le sujetó la mano.
Aquella noche, a Laura le costó dormirse. Por primera vez había empleado su amor a las palabras, el poder del lenguaje, para conseguir un efecto deseado, y las reacciones de los Teagle eran prueba de que sabía usar bien los vocablos. Todavía más emocionante era la idea en ciernes, aún no del todo comprendida, de que podía poseer la facultad, no sólo de defenderse con palabras, sino de abrirse camino en el mundo con ellas, tal vez incluso como autora de la clase de libros que tanta satisfacción le producían. Con su padre había hablado de ser doctora, bailarina, veterinaria, pero esto había sido sólo hablar por hablar. Ninguno de aquellos sueños le había producido tanto entusiasmo como la perspectiva de ser escritora.
A la mañana siguiente, cuando bajó a la cocina y encontró a los tres Teagle desayunando, dijo:
—Hola, Mike, acabo de descubrir que hay un calamar inteligente de Marte que vive en el depósito de agua del retrete.
—¿Qué es esto? —preguntó Mike.
Laura sonrió y le respondió:
—Una noticia exótica.
Dos días más tarde, Laura fue devuelta a McIlroy Home.