Poco después del amanecer, antes de que los primeros residentes del albergue se hubiesen levantado, pero cuando sintió que el peligro de Sheener había pasado, Laura se levantó de su improvisada cama y volvió al tercer piso. En su habitación, todo estaba como lo había dejado. No había señales de que nadie se hubiese introducido allí durante la noche.
Agotada y soñolienta, se preguntó si le había atribuido a Anguila un atrevimiento y una audacia de los que carecía. Se sintió un poco tonta.
Hizo su cama —una tarea que se presumía que todos los niños de McIlroy tenían que realizar— y, cuando levantó la almohada, se quedó paralizada al ver lo que había debajo de ella: un solo «Tootsie Roll».
Aquel día, Anguila no vino a trabajar. Había estado despierto toda la noche, preparándose para raptar a Laura, y sin duda necesitaba dormir.
—¿Cómo puede dormir un hombre así? —preguntó Ruth cuando las tres se reunieron en un rincón del patio de juego de McIlroy, después de salir del colegio—. Quiero decir, ¿no le mantiene despierto su conciencia?
—Él no tiene conciencia, Ruthie —dijo Thelma.
—Todo el mundo la tiene, incluso los peores. Así es como nos hizo Dios.
—Shane —dijo Thelma—, prepárate para ayudarme en un exorcismo. Nuestra Ruth ha sido poseída una vez más por el espíritu idiota de Gidget.
En un impulso compasivo impropio de ella, la señora Bowmaine trasladó a Tammy y a Rebecca a otra habitación y permitió que Laura durmiese con Ruth y Thelma. De momento, la cuarta cama quedaba vacante.
—Será la cama de Paul McCartney —dijo Thelma, mientras ella y Ruth ayudaban a Laura a instalarse—. Siempre que «Los Beatles» estén en la ciudad, Paul podrá venir y utilizarla. ¡Y yo utilizaré a Paul!
—A veces —dijo Ruth—, eres imposible.
—Sólo expreso un saludable deseo sexual.
—Thelma, ¡sólo tienes doce años! —dijo Ruth con desesperación.
—Pronto cumpliré trece. El día menos pensado tendré mi primer período. Una mañana nos despertaremos y habrá tanta sangre aquí que parecerá que se ha producido una matanza.
—¡Thelma!
Sheener tampoco vino a trabajar el jueves. Aquella semana, sus días de descanso eran el viernes y el sábado; por consiguiente, el sábado por la noche Laura y las gemelas especularon con excitación sobre la posibilidad de que Anguila no volviese a aparecer por allí, que le hubiese atropellado un camión o hubiese contraído el beriberi.
Sin embargo, el domingo por la mañana, a la hora de servirse el desayuno, Sheener estaba en su sitio. Tenía los ojos a la funerala y vendada la oreja izquierda, hinchado el labio superior, un rasguño en el lado izquierdo de la mandíbula y le faltaban dos dientes.
—Tal vez le atropelló un camión —murmuró Ruth al avanzar en la cola de la cafetería.
Otros niños comentaban las lesiones de Sheener y algunos reían entre dientes. No obstante, le temían y le despreciaban o se burlaban de él, de modo que nadie se preocupó en preguntarle directamente sobre su estado.
Laura, Ruth y Thelma guardaron silencio al llegar al mostrador. Cuanto más se acercaban a Sheener, más magullado les parecía. Las moraduras de los ojos no eran recientes, sino que tenían varios días, pero la carne todavía estaba horriblemente descolorida e hinchada; al principio, los ojos tenían que haber estado casi cerrados por la hinchazón. Su labio partido parecía estar en carne viva. En las partes ilesas de su cara, la piel, generalmente blanca como la leche, era gris. Bajo la mata de cabellos crespos y cobrizos, parecía un personaje ridículo, como un payaso de circo que se hubiese caído de una escalera sin saber cómo parar el golpe.
No miró a ninguno de los niños al servirles, sino que mantuvo la mirada fija en la leche y las pastas del desayuno. Pareció ponerse rígido cuando Laura llegó ante él, pero no levantó los ojos.
En su mesa, Laura y las gemelas dispusieron sus sillas de manera que pudiesen observar a Anguila, un cambio en la situación que habría sido inconcebible una hora antes. Pero, ahora, él era menos terrible que intrigante. En vez de evitarle, pasaron el día siguiéndole, mientras este hacía su trabajo, trataban de que pareciese casual el que se encontrasen en los mismos sitios que él, y le observaban con disimulo. Gradualmente pudieron comprobar que advertía la presencia de Laura, pero que incluso evitaba mirarla. Se fijaba en otras niñas, en una ocasión se detuvo en la sala de juegos para hablar en voz baja con Tammy Hinsen; sin embargo, parecía temer un encuentro con la mirada de Laura, como habría temido meter los dedos en un enchufe eléctrico.
Aquella mañana, más tarde, Ruth dijo:
—Laura, te tiene miedo.
—Que me aspen si no es así —dijo Thelma—. ¿Fuiste tú quien le hizo eso, Shane? ¿Nos has estado ocultando que eres experta en kárate?
—Es extraño, ¿verdad? ¿Por qué ha de tenerme miedo?
Pero ella lo sabía. Su guardián especial. Aunque había pensado que tendría que vérselas sola con Sheener, su guardián había aparecido de nuevo para avisarle de que se mantuviese lejos de ella.
No estaba segura de por qué se sentía reacia a contar a las Ackerson la historia de su misterioso protector. Eran sus mejores amigas. Confiaba en ellas. Sin embargo, intuitivamente sentía que debía guardar el secreto de su protector, que lo poco que sabía de él era un conocimiento sagrado, y que no tenía derecho a comentarlo con otras personas, reduciendo aquel conocimiento sagrado a una mera habladuría.
Durante las dos semanas siguientes se fueron desvaneciendo los moratones de Anguila y, al desaparecer el apósito de su oreja, quedaron de manifiesto unos puntos rojos en el sitio en que la carne había estado a punto de ser arrancada. Continuaba manteniéndose a distancia de Laura. Cuando la servía en el comedor, ya no le guardaba el mejor postre y seguía evitando el cruzar su mirada con la de ella.
Sin embargo, de vez en cuando, Laura le sorprendía mirándola furiosamente desde lejos. Cuando ocurría, él se volvía rápidamente, pero ella ahora veía en sus ojos verdes algo peor que su anterior y morboso deseo: ira. Era obvio que la culpaba de la paliza que había recibido.
El viernes, 27 de octubre, la señora Bowmaine le dijo que el día siguiente sería trasladada a otro lugar adoptivo. Una pareja de Newport Beach, el señor y la señora Dockweiler, eran nuevos en el programa de custodia de niños y estaban ansiosos de tenerla con ellos.
—Estoy segura de que esto resultará más compatible —dijo la señora Bowmaine, plantada junto a su mesa y luciendo un resplandeciente vestido estampado de flores amarillas que la hacía parecer un sofá de terraza—. Será mejor que no se repitan los problemas que causaste en casa de los Teagle con los Dockweiler.
Aquella noche, en su habitación, Laura y las gemelas trataron de poner a mal tiempo buena cara y comentar la inminente separación con el espíritu ecuánime con que se habían enfrentado al irse ella con los Teagle. Pero ahora estaban más unidas que un mes atrás, tan unidas que Ruth y Thelma habían empezado a hablar de Laura como si fuese su hermana. En una ocasión, Thelma incluso había dicho: «Las sorprendentes hermanas Ackerson: Ruth, Laura y yo», y Laura se había sentido más apreciada, más amada, más viva que nunca en los tres meses transcurridos desde la muerte de su padre.
—Os quiero, muchachas —dijo Laura.
—¡Oh, Laura! —dijo Ruth y rompió a llorar.
Thelma frunció el entrecejo.
—No tardarás en volver. Esos Dockweiler serán personas horribles. Te harán dormir en el garaje.
—Espero que así sea —dijo Laura.
—Te azotarán con tubos de caucho…
—Me gustaría.
Esta vez el relámpago que iluminaba, su vida era un buen relámpago, o al menos eso parecía en principio.
Los Dockweiler vivían en una casa muy grande en un sector lujoso de Newport Beach. Laura tenía una habitación sólo para ella, con vistas al mar. Estaba decorada en tonos terrosos, principalmente beige.
Al mostrarle su habitación por primera vez, Cari Dockweiler dijo:
—No sabíamos cuáles eran tus colores predilectos; por consiguiente, la dejamos así, pero podemos pintar de nuevo la habitación como tú quieras.
Tenía cuarenta y tantos años; era corpulento como un oso, de pecho abultado y cara ancha y lisa, que le recordaba a John Wayne, aunque este tenía una expresión menos divertida.
—Tal vez una niña de tu edad prefiera una habitación de color rosa.
—¡Oh, no, me gusta tal como está! —dijo Laura.
Todavía impresionada por el ambiente de opulencia que de repente la envolvía, se acercó a la ventana y contempló la espléndida vista de Newport Harbor, donde se mecían los yates sobre el agua, que brillaba bajo el sol.
Nina Dockweiler se acercó a Laura y apoyó una mano en su hombro. Era adorable, de cabellos de color de humo oscuro y ojos violeta, como una muñeca de porcelana.
—Laura, tu ficha del albergue decía que te gustaban los libros, pero nosotros no sabíamos qué clase de libros; por consiguiente, vamos a ir a la librería y comparemos los que prefieras.
En Waldenbooks, Laura eligió cinco libros en rústica; los Dockweiler insistían en que comprase más, pero ella no se atrevía a hacerles gastar más dinero. Carl y Nina repasaban los estantes, cogiendo volúmenes, leyendo los títulos y añadiéndolos al montón si ella mostraba el menor interés. En un momento dado, Carl se hincó de rodillas en la sección de literatura juvenil, para ver los libros de la hilera inferior.
—Mira, aquí hay uno sobre un perro. ¿Te gustan los cuentos de animales? ¡Aquí hay una novela de espionaje! —Su posición era tan cómica que Laura rio entre dientes.
Cuando salieron de la tienda, habían comprado un centenar de libros, una montaña de libros.
Su primera cena juntos fue en una pizzería, donde Nina hizo gala de un talento sorprendente para los juegos de manos, al sacar un anillo de pepperoni de detrás de la oreja de Laura y hacerlo desaparecer.
—Es asombroso —dijo Laura—. ¿Dónde lo aprendió?
—Yo era dueña de una empresa de diseño de interiores, pero tuve que dejarlo hace ocho años. Motivos de salud. Demasiado esfuerzo. No estaba acostumbrada a quedarme sentada en casa como una boba, y por eso hice todas las cosas que había soñado cuando era una mujer de negocios sin tiempo que perder. Como aprender magia.
—¿Motivos de salud? —dijo Laura.
La seguridad era una alfombra traidora que la gente había tirado siempre de debajo de sus pies, y ahora alguien se disponía a tirar de nuevo de ella.
Su miedo debió de ser visible, pues Carl Dockweiler dijo:
—No te inquietes. Nina nació con el corazón delicado, un defecto estructural, pero vivirá tanto como tú o como yo si evita el estrés.
—¿No pueden operarla? —preguntó Laura, dejando el pedazo de pizza que iba a llevarse a la boca, perdido de pronto el apetito.
—La cirugía cardiovascular está progresando rápidamente —dijo Nina—. Tal vez dentro de un par de años. Sin embargo, no debes preocuparte, querida. Me cuidaré, especialmente ahora que tengo una hija a la que mimar.
—Nosotros —dijo Carl— deseábamos más que nada tener hijos, pero no los tuvimos. Cuando decidimos adoptar uno, descubrimos la dolencia cardíaca de Nina, y las agencias de adopción no nos consideraron aptos.
—No obstante, podemos actuar de cuidadores —dijo Nina—. Por consiguiente, si te gusta vivir con nosotros, podrás quedarte para siempre, igual que si te hubiésemos adoptado.
Aquella noche, en su gran habitación con vistas al mar —ahora una sábana oscura que casi infundía temor—, Laura se dijo que no debía querer demasiado a los Dockweiler, que el corazón de Nina hacía imposible una seguridad real.
El día siguiente, domingo, la llevaron a comprar vestidos, y se habrían gastado una fortuna si ella no les hubiese suplicado al fin que no compraran más. Con su «Mercedes» lleno de trajes nuevos, fueron a ver una comedia de Peter Sellers y, después del cine, cenaron en un restaurante especializado en hamburguesas y cuyos batidos de leche eran célebres.
Mientras ponía salsa de tomate sobre las patatas fritas, Laura dijo:
—Ustedes han tenido suerte de que me enviasen a mí en vez de alguna otra chica.
Carl arqueó las cejas.
—¿Eh?
—Bueno, ustedes son buenos, demasiado buenos…, y mucho más vulnerables de lo que se imaginan. Cualquier niña lo habría notado, y muchas habrían abusado de ustedes. Despiadadamente. No obstante, conmigo pueden estar tranquilos. Nunca abusaré ni haré que lamenten haberme aceptado.
Ellos la miraron con asombro.
Por fin. Carl miró a Nina.
—Nos han engañado. No tiene doce años. Nos han endosado una enana.
Aquella noche, en la cama, mientras esperaba el sueño, Laura repitió su letanía de autoprotección: «No les quieras demasiado, no les quieras demasiado». Pero ya les quería enormemente.
Los Dockweiler la enviaron a una academia particular donde los profesores eran más exigentes que los de las escuelas públicas a las que había asistido; sin embargo, se dio cuenta del desafío y se portó bien. Poco a poco empezó a hacer nuevas amistades. Añoraba a Thelma y a Ruth, pero se consolaba pensando que ellas se alegrarían de que hubiese encontrado la felicidad.
Incluso comenzó a pensar que podía tener fe en el futuro y atreverse a ser feliz. A fin de cuentas, tenía un guardián especial, ¿no? Tal vez hasta un ángel de la guarda. Sin duda cualquier niña favorecida con un ángel de la guarda estaba destinada al amor, la felicidad y la seguridad.
Pero un ángel de la guarda, ¿mataría a un hombre de un tiro en la cabeza? ¿Machacaría la cara de otro hombre? Eso carecía de importancia. Tenía un apuesto guardián, ángel o no, y unos padres adoptivos que la amaban, y no podía rechazar la felicidad que se le brindaba a manos llenas.
El martes, 5 de diciembre, Nina tenía su cita mensual con el cardiólogo, por lo que nadie estaba en casa cuando Laura volvió del colegio aquella tarde. Abrió la puerta con su llave y puso los libros de texto sobre la mesa Luis XIV del vestíbulo, cerca del pie de la escalera.
El espacioso cuarto de estar había sido decorado en tonos crema, melocotón y verde pálido, lo cual le daba intimidad a pesar de sus dimensiones. Al detenerse junto a la ventana para gozar de la vista, pensó en lo estupendo que sería si Ruth y Thelma pudiesen disfrutar de esto con ella…, y de pronto le pareció lo más natural que estuviesen aquí.
—¿Por qué no? A Carl y a Nina les encantaban los niños. Tenían amor de sobra para una casa llena de niños, para mil niños.
—Shane —dijo en voz alta—, eres un genio.
Fue a la cocina y se preparó un bocadillo para llevarlo a su habitación. Llenó un vaso de leche, calentó un croissant de chocolate en el horno y sacó una manzana de la nevera, mientras pensaba en cómo podría suscitar el tema de las gemelas con los Dockweiler. El plan era tan natural que, cuando abrió con el hombro la puerta batiente que separaba la cocina del comedor, no podía imaginar que fracasase, fuese cual fuese la forma en que lo plantease.
Anguila la estaba esperando en el comedor; la agarró y la apretó con tal fuerza contra la pared, que se quedó sin respiración. La manzana y el croissant de chocolate saltaron de la bandeja, esta voló de su mano y el hombre golpeó el vaso de leche que ella tenía en la otra y que fue a estrellarse ruidosamente contra la mesa del comedor. La apartó de la pared, pero luego volvió a presionarla contra el tabique; Laura sintió un fuerte dolor en la espalda y su visión se enturbió, pero sabía que no podía desmayarse y luchó por conservar el conocimiento, a pesar de estar transida de dolor, desalentada y medio conmocionada.
¿Dónde estaba su guardián? ¿Dónde?
Sheener acercó su cara a la de ella, y el terror pareció agudizar sus sentidos, pues percibió todos los detalles de su semblante contraído por la ira: la señal, todavía roja, de la sutura donde su oreja arrancada había sido pegada de nuevo a la cabeza, las espinillas en las arrugas junto a su nariz, las cicatrices en su pálida piel. Sus ojos verdes eran demasiado extraños para ser humanos, extraños y fieros como los de un gato.
En un instante, su guardián apartaría de ella a Anguila, se lo quitaría de encima y le mataría. Ahora mismo.
—Te he pillado —dijo él, con voz estridente de loco—, ahora eres mía, querida, y vas a decirme quién era el hijo de perra que me pegó, pues voy a arrancarle la cabeza.
La sujetaba de los brazos, clavando los dedos en su carne. La levantó del suelo, la levantó hasta el nivel de sus ojos y la sujetó contra la pared. Los pies de Laura no tocaban el suelo.
—¿Quién es ese bastardo? —Era muy vigoroso para su estatura. La separó de la pared, volvió a golpearla contra ella, manteniéndola al nivel de sus ojos—. Dímelo, encanto, o te arrancaré la oreja.
En cualquier momento. En cualquier momento.
El dolor seguía cebándose en su espalda, pero ahora podía respirar, aunque lo que aspiraba era el aliento de él, agrio y nauseabundo.
—Contéstame, encanto.
Podía morir, esperando la intervención de un ángel de la guarda.
Le dio una patada en la entrepierna. Una patada perfecta. Él tenía las piernas abiertas y estaba tan poco acostumbrado a que las niñas contraatacasen que no vio llegar el golpe. Abrió mucho los ojos —en realidad por un instante parecieron casi humanos— y lanzó un gemido grave y ahogado. Soltó a Laura y esta cayó al suelo; Sheener se echó atrás, tambaleándose, perdió el equilibrio, chocó contra la mesa del comedor y se dobló de lado sobre la alfombra china.
Casi inmovilizada por el dolor, la impresión y el miedo, Laura no podía ponerse en pie. Tenía entumecidas las piernas. Paralizadas. Por consiguiente, arrástrate. Podía arrastrarse. Alejarse de él. Frenéticamente. Hacia la puerta del comedor. Esperaba ser capaz de levantarse cuando llegase al cuarto de estar. Él la agarró del tobillo izquierdo. Ella trató de soltarse. Fue inútil. Sus piernas estaban entumecidas. Sheener mantuvo su presa. Sus dedos estaban fríos. Fríos como los de un cadáver. Emitió un sonido débil pero estridente. Extraño. Ella apoyó la mano en la alfombra mojada de leche. Vio el vaso roto. La parte superior se había hecho añicos, pero la base estaba intacta, coronada de puntas afiladas. Algunas gotas de leche permanecían pegadas a ella. Todavía jadeante, medio paralizado por el dolor, Anguila le agarró el otro tobillo. Se arrastró serpenteando hacia ella. Aún gemía. Parecía un pájaro. Iba a arrojarse encima de ella. A sujetarla por la fuerza. Ella cogió el vaso roto. Se cortó el pulgar. No lo sintió. Él le soltó los tobillos para agarrarle los muslos. Laura se retorció sobre la espalda, como si ella fuese una anguila. Levantó el vaso roto contra él; no pretendía herirle, sino mantenerle a distancia. Pero él se le echaba encima, ya estaba cayendo sobre ella, y las tres puntas afiladas de cristal se clavaron en su cuello. Trató de apartarse. Agarró el vaso. Las aristas le desgarraron la carne. Jadeando, arqueándose, la aplastó contra el suelo con su cuerpo. Brotaba sangre de su nariz. Ella se retorció. Él la sujetó con fuerza, clavándole una rodilla en la cadera. Su boca se acercó al cuello de Laura. La mordió. Sólo le arañó la piel. La próxima vez la mordería más fuerte, si le dejaba. Él se revolvió. El aliento silbaba de manera estentórea en la garganta herida. Laura consiguió soltarse, y él la buscó a tientas. Ella le propinó una patada. Ahora sus piernas funcionaban mejor. Se arrastró hacia el cuarto de estar. Se agarró al marco de la puerta. Pudo ponerse en pie. Miró hacia atrás. Anguila también se había levantado y blandía una silla del comedor como una maza. Ella le esquivó. La silla dio contra el marco de la puerta con un estrépito terrible. Laura entró tambaleándose en el cuarto de estar y se dirigió al vestíbulo, a la puerta, para escapar. Él le arrojó la silla. La alcanzó en un hombro y la niña cayó al suelo. Se dio la vuelta. Miró hacia arriba. Él se abalanzó sobre ella, la agarró del brazo izquierdo. Laura sintió que se quedaba sin fuerzas. La oscuridad latió en los bordes de su visión. Él le sujetó el otro brazo. Estaba perdida. Es decir, lo habría estado si el trozo de vidrio incrustado en la garganta de él no hubiese perforado otra arteria. La sangre brotó ahora a raudales de su nariz. Se derrumbó encima de ella; pesaba terriblemente, y estaba muerto.
Ella no podía moverse, apenas si podía respirar y tenía que esforzarse para no perder el conocimiento. Entre el sonido espantoso de sus propios sollozos entrecortados, oyó que se abría una puerta. Pisadas.
—¿Laura? Ya he llegado. —Era la voz de Nina, ligera y alegre, al principio y, después, horrorizada—: ¿Laura? ¡Oh, Dios mío, Laura!
Laura hizo un esfuerzo para quitarse de encima al hombre muerto, pero sólo pudo librarse a medias del cadáver, únicamente lo suficiente para ver a Nina de pie en la puerta del vestíbulo.
Por un momento, la mujer se quedó paralizada por la impresión. Miró fijamente su cuarto de estar de colores crema, melocotón y verde mar. La elegante decoración ahora estaba copiosamente llena de manchas carmesíes. Entonces volvió los ojos violeta a Laura y la mujer salió de su trance.
—¡Laura, oh, Dios mío, Laura! —Dio tres pasos al frente, se detuvo bruscamente y se dobló, cruzando los brazos como si hubiese recibido un golpe en el estómago. Emitió un sonido raro—: Uh, uh, uh, uh, uh.
Trató de enderezarse. Tenía torcido el semblante. Parecía que no podía mantenerse en pie y, por fin, se derrumbó en el suelo y ya no dijo nada más.
No podía ser. No era justo.
Laura sentía que la invadía una nueva fuerza, fruto del pánico y de su amor a Nina. Se retorció para librarse de Sheener y rápidamente se arrastró hacia su madre adoptiva.
Nina estaba fláccida. Sus hermosos ojos se hallaban abiertos, pero ciegos.
Laura llevó la mano ensangrentada al cuello de Nina, buscando una pulsación. Creyó haberla encontrado. Débil, irregular, pero una pulsación.
Tomó un cojín de un sillón y lo puso debajo de su cabeza; después corrió a la cocina, donde los números de la Policía y del servicio de incendios estaban sobre el teléfono de pared. Con voz temblorosa, informó del ataque al corazón de Nina y dio la dirección al departamento de incendios.
Cuando colgó, tenía la convicción de que todo acabaría bien, puesto que ya había perdido a un padre de un ataque cardíaco y sería absurdo perder a Nina de la misma manera. La vida tenía momentos absurdos, sí, pero la vida misma no era absurda. La vida era extraña, difícil, milagrosa, preciosa, tenue, misteriosa, pero no absurda. Nina viviría, porque su muerte no habría tenido sentido.
Todavía asustada y preocupada, pero sintiéndose mejor, volvió corriendo al cuarto de estar y se arrodilló al lado de su madre adoptiva.
Newport Beach tenía servicios de urgencia de primera clase. La ambulancia llegó no más de tres o cuatro minutos después de que Laura la hubiese pedido. Los dos sanitarios eran eficientes y estaban bien equipados. Sin embargo, declararon casi inmediatamente que Nina había muerto y que sin duda había fallecido en el momento de caer al suelo.