IV

Sheener vivía en un bungalow en una calle tranquila de Santa Ana. Esta era una de las urbanizaciones construidas después de la Segunda Guerra Mundial: casas pequeñas y limpias, con interesantes detalles arquitectónicos. En este verano de 1967, los diversos tipos de ficus habían alcanzado su madurez, extendiendo protectoramente sus miembros sobre las viviendas; la de Sheener, además, estaba adornada con grandes arbustos: azaleas, eugenias e hibiscos de flores rojas.

Cerca de la medianoche, valiéndose de una tarjeta de plástico, Stefan abrió la puerta de atrás y penetró en la casa. Al inspeccionar el bungalow, encendió despreocupadamente las luces y no se molestó en correr las cortinas de las ventanas.

La cocina se mostraba inmaculada: los tableros de formica azul resplandecían, los tiradores cromados, el grifo del fregadero y las partes metálicas de las sillas de la cocina tenían un brillo ni siquiera empañado por una huella dactilar.

Abrió la nevera, sin estar seguro de lo que esperaba encontrar en ella. ¿Tal vez un indicio de la psicología anormal de Willy Sheener?, ¿una antigua víctima de sus aficiones, asesinada y congelada para preservar el recuerdo de una morbosa pasión? Nada tan espectacular. Sin embargo, la manía de aquel hombre por la pulcritud era evidente: toda la comida estaba guardada en recipientes «Tupper Ware» que hacían juego.

Por otra parte, lo único extraño en el contenido de la nevera y de los armarios era la preponderancia de golosinas: helados, bizcochos, pasteles, caramelos, tartas, rosquillas, incluso galletas en forma de animales. También había una gran variedad de alimentos novedosos, como «Spaghetti-Os» y botes de sopa vegetal en los que la pasta tenía la forma de personajes populares de historietas. La despensa de Sheener parecía haber sido abastecida por un niño con dinero en el bolsillo, pero sin la supervisión de un adulto.

Stefan se adentró más en la casa.