Setenta y seis niños residían en el McIlroy Home, todos de doce años o menos; al cumplir los trece, eran trasladados a Caswell Hall, en Anaheim. Como en el comedor con paneles de roble no cabían más de cuarenta, las comidas se servían en dos turnos. A Laura le correspondía el segundo turno, lo mismo que a las gemelas Ackerson.
Al hacer cola en la cafetería, entre Thelma y Ruth, en su primera mañana en el albergue, Laura vio que Willy Sheener era uno de los cuatro auxiliares que servían detrás del mostrador. Controlaba el servicio de leche y repartía panecillos dulces con unas tenacillas.
Al avanzar Laura en la cola, Anguila pasó más tiempo mirándola a ella que a los chiquillos a quienes servía.
—No dejes que te intimide —murmuró Thelma.
Laura trató de aguantar la mirada de Sheener, y el desafío que había en ella. No obstante, como le ocurría siempre, fue la primera en ceder.
Cuando le tocó a ella el turno, él le dijo:
—Buenos días Laura.
Y puso en su bandeja un panecillo dulce que había reservado para ella. Era dos veces más grande que los otros y tenía más cerezas y azúcar.
El jueves, tercer día completo de Laura en el albergue, tuvo que soportar una reunión con la señora Bowmaine en el despacho de la asistenta social, en el primer piso, para ver si se adaptaba. Etta Bowmaine era robusta y tenía todo un guardarropa lleno de vestidos estampados con flores y nada atractivos. Pronunciaba sus tópicos y vulgaridades con aquel acento de hipocresía que había imitado perfectamente Thelma, e hizo un montón de preguntas a las que, en realidad, no quería respuestas sinceras. Laura mintió sobre lo feliz que se sentía en McIlroy, y esta mentira satisfizo enormemente a la señora Bowmaine.
Al volver a su habitación de la tercera planta, Laura se encontró con Anguila en la escalera norte. Al llegar al segundo rellano, le vio en el siguiente tramo, limpiando con un trapo el pasamanos de roble. Un bote de cera para muebles estaba sin abrir en el peldaño de debajo de él.
Ella se quedó petrificada y el corazón empezó a palpitarle más de prisa, pues sabía que él la estaba esperando. Sin duda se había enterado de que la señora Bowmaine la había llamado a su despacho, y calculó que usaría la escalera más próxima para volver a su habitación.
Estaban solos. En cualquier momento podía aparecer otro niño o un miembro del personal, pero de momento estaban solos.
Su primer impulso fue volver atrás y subir por la escalera sur, pero recordó lo que había dicho Thelma sobre plantar cara a Anguila, pues este abusaba solamente de los débiles. Pensó que lo mejor que podía hacer era pasar por su lado sin decirle una palabra; sin embargo, sus pies parecían haberse quedado clavados al suelo, no podía moverse.
Mirándola desde la mitad del tramo, Anguila sonrió. Era una sonrisa horrible: el hombre tenía la piel blanca y los labios incoloros, pero sus torcidos dientes estaban tan amarillos y salpicados de manchas pardas como la piel de un plátano maduro. Bajo sus desgreñados cabellos cobrizos, su cara parecía la de un payaso, pero no la clase de payaso que se ve en un circo, sino aquella con la que uno puede tropezarse la víspera del Día de Todos los Santos, y que puede llevar una cadena en vez de una botella de agua de seltz.
—Eres una niña muy bonita, Laura.
Ella trató de decirle que se fuese al infierno, pero no podía hablar.
—Quisiera ser amigo tuyo —añadió.
Por fin, ella encontró la fuerza para subir los peldaños en su dirección.
Él sonrió todavía más ampliamente, tal vez porque pensó que ella aceptaba su ofrecimiento de amistad. Metió la mano en un bolsillo de sus pantalones caqui y sacó un par de «Tootsie Rolls».
Laura recordó la cómica valoración que había hecho Thelma del estúpido juego de Anguila y, de pronto, ya no sentía tanto miedo como antes. Ofreciendo «Tootsie Rolls» y mirándola con lascivia, Sheener parecía un personaje ridículo, una caricatura del mal, y se habría reído de él, de no haber sabido lo que le había hecho a Tammy y a otras niñas: aunque no pudo reír, el cómico aspecto y los modales de Anguila le dieron valor para pasar rápidamente por su lado.
Cuando Anguila se dio cuenta de que ella no iba a aceptar el caramelo ni su ofrecimiento de amistad, le puso una mano en el hombro y la detuvo.
Laura le asió la mano y la apartó.
—No se atreva nunca a tocarme, cerdo.
Subió de prisa la escalera, dominando su deseo de correr. Si corría, él se daría cuenta de que el miedo que le tenía no había desaparecido del todo. No debía mostrar la menor debilidad, pues esta le animaría a seguir hostigándola.
Cuando se encontraba tan sólo a dos escalones del próximo rellano, se atrevió a pensar que había vencido, que su impavidez le había impresionado. Entonces oyó el inconfundible sonido de una cremallera. Detrás de ella, él dijo en un ronco murmullo:
—Eh, Laura, mira esto. Mira lo que tengo para ti. —Su voz tenía un tono odioso de demencia—. Mira, mira lo que tengo ahora en la mano, Laura.
Ella no miró atrás.
Llegó al descansillo y empezó a subir el siguiente tramo de escalera, pensando: no hay motivo para echar a correr; no te atrevas a correr, no corras, no corras.
Desde el tramo de abajo, Anguila dijo:
—Mira qué «Tootsie Roll» tengo ahora en la mano, Laura. Es mucho más grande que los otros.
En el tercer piso, Laura fue directamente al cuarto de baño, donde se frotó vigorosamente las manos. Se sentía sucia después de haber agarrado la mano de Sheener para apartarla de su hombro.
Más tarde, cuando las gemelas Ackerson y ella celebraron su conferencia nocturna en el suelo de su habitación, Thelma se mondó de risa cuando se enteró de que Anguila había querido que Laura mirase su «Gran Tootsie Roll».
—No tiene precio, ¿verdad? —dijo—. ¿De dónde creéis que saca esas ocurrencias? ¿Acaso publica «Doubleday» el Libro de incentivos clásicos de los pervertidos o algo parecido?
—La cuestión es —dijo Ruth preocupada— que no cedió cuando Laura le plantó cara. No creo que vaya a renunciar a ella tan rápido como con las otras niñas que se le resisten.
Aquella noche, a Laura le costó dormir. Pensaba en su guardián especial, y se preguntaba si volvería a aparecer tan milagrosamente como antes y si se encargaría de Willy Sheener. Sin embargo, no creía que pudiese contar con él esta vez.
Durante los diez días siguientes, cuando agosto tocaba a su fin, Anguila siguió a Laura con la misma regularidad con que la Luna sigue a la Tierra. Cuando ella y las gemelas Ackerson iban al salón de juegos a jugar a las cartas o al «Monopoly», Sheener llegaba al cabo de diez minutos y empezaba a trabajar, limpiando ostensiblemente las ventanas, dando cera a los muebles o reparando una barra de las cortinas, aunque en realidad prestaba toda su atención a Laura. Si las niñas se refugiaban en un rincón del patio que estaba detrás de la mansión, para charlar o jugar a un juego inventado por ellas, Sheener llegaba al poco rato al haberse dado cuenta de pronto de que un arbusto tenía que ser podado o abonado. Y aunque la tercera planta era exclusivamente para niñas, estaba abierta a los miembros varones del personal de limpieza entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde todos los días laborables, por lo que Laura no podía escapar a su habitación durante aquellas horas con cierto grado de seguridad.
Peor que la diligencia de Anguila era el espantoso ritmo con que aumentaba su obscena pasión por ella, una necesidad morbosa que se revelaba en la intensidad creciente de sus miradas y en el agrio sudor que brotaba de su cuerpo cuando estaba con ella en la misma habitación durante más de unos pocos minutos.
Laura, Ruth y Thelma trataban de convencerse de que la amenaza de Anguila era menor cada día que pasaba sin que actuase, de que su vacilación demostraba que se había dado cuenta de que Laura era una presa inalcanzable. No obstante, en el fondo sabían que esperaban matar al dragón con un deseo, pero no captaron toda la gravedad del peligro hasta que un sábado por la tarde, a finales de agosto, al volver a su habitación se encontraron con que Tammy estaba destruyendo toda la colección de libros de Laura, en un ataque de celos morboso.
La biblioteca de cincuenta libros en rústica —sus libros predilectos, traídos del apartamento que estaba encima de la tienda— estaba guardada debajo de la cama de Laura. Tammy los había sacado en medio de la habitación y, presa de un loco frenesí, había rasgado más de las dos terceras partes.
Laura estaba demasiado impresionada para reaccionar, pero Ruth y Thelma apartaron a la niña de los libros y la sujetaron.
Debido a que eran sus libros predilectos, a que su padre se los había comprado y que por tanto suponían un lazo de unión con él, pero sobre todo porque tenía tan pocas cosas, aquella destrucción le afligió mucho a Laura. Sus bienes eran nimios, carecían de valor, pero de pronto se dio cuenta de que constituían murallas contra las peores crueldades de la vida.
Tammy perdió su interés en los libros, ahora que el verdadero objeto de su ira estaba ante ella.
—¡Te odio! ¡Te odio!
Su cara, pálida y triste, se había animado por primera vez, y tenía las mejillas coloradas por la emoción. Las ojeras no habían desaparecido, pero ya no hacían que pareciese débil o quebrantada; al contrario, daba la impresión de estar furiosa, salvaje.
—¡Te odio, Laura, te odio!
—Tammy, querida —dijo Thelma, sin soltar a la niña—. Laura no te ha hecho nada.
Respirando fuerte, pero dejando de luchar por desprenderse de Ruth y Thelma, Tammy le gritó a Laura:
—Él sólo habla de ti, ya no le intereso. Sólo le interesas tú, no para de hablar de ti; te odio. ¿Por qué tuviste que venir aquí? ¡Te odio!
Nadie tuvo que preguntarle a quién se refería: Anguila.
—Él ya no me quiere, ahora nadie me quiere, a él sólo le intereso porque cree que puedo ayudarle a conseguirte. Laura, Laura, Laura. Quiere que te lleve a un lugar donde él pueda pillarte a solas, un sitio que sea seguro para él, pero no lo haré, ¡no lo haré! Porque, ¿qué me daría a mí cuando te tuviese a ti? Nada.
Su cara era ahora de un rojo furioso. Y peor que la ira era la terrible desesperación que se ocultaba detrás de ella.
Laura salió corriendo de la habitación y por el largo pasillo hasta el lavabo. Mareada de asco y de miedo, cayó de rodillas sobre las agrietadas baldosas amarillas delante de uno de los inodoros, y vomitó. Una vez vaciado el estómago, se dirigió a uno de los lavabos, se enjuagó la boca repetidas veces y se roció la cara con agua fría. Cuando levantó la cabeza y se miró en el espejo, por fin empezó a llorar.
Y no era su soledad o su miedo lo que provocaba las lágrimas. Lloraba por Tammy. El mundo era inconcebiblemente ruin si permitía que la vida de una niña de diez años se degradase hasta el extremo de que las únicas palabras de aprobación que jamás había oído de un adulto eran las pronunciadas por el hombre demente que abusaba de ella, y que de lo único que podía enorgullecerse era del subdesarrollado aspecto sexual de su propio cuerpo delgado e impúber.
Laura se daba cuenta de que la situación de Tammy era infinitamente peor que la suya. Incluso despojada de sus libros, Laura tenía el buen recuerdo de un padre amoroso y cariñoso, cosa que no tenía Tammy. Si a ella le quitaban lo poco que tenía, seguiría teniendo la mente sana, mientras que Tammy estaba psicológicamente lesionada, tal vez de un modo incurable.